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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (24 page)

BOOK: Fabuland
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Al doblar el lado izquierdo del foso encontró una pequeña cabaña de madera con la puerta entreabierta. Rob se asomó y sólo vio un laberinto de tuberías y válvulas, y el trasero medio descubierto de un hombre gordo que faenaba bajo un enorme tubo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el hombre sin volverse a mirarlo—. Esto es propiedad privada, así que lárgate. ¿Qué diablos pasa con esta junta? ¿Por dónde jilgueros se escapa el agua? ¡Aja, ya te tengo! Pásame la llave inglesa, ¿quieres? —pidió señalando una caja de herramientas que había abierta junto a él.

Rob le alcanzó la llave inglesa y estudió durante un momento el lío de tuberías y válvulas. De pronto algo le hizo ver la luz. Una etiqueta pegada a una palanca decía: Desagüe foso. Increíble. Empujó la palanca y un sonido que recordaba al de una enorme bañera vaciándose llegó del exterior.

—¡Eh! —protestó el hombre saliendo de debajo del tubo—. ¿Qué caramelitos de menta has hecho, chico?

De pronto Kevin se acordó de Martha. «Un chico echaría la puerta abajo. Una chica buscaría la llave». Sonrió ante la ironía mientras movía los dedos sobre el teclado y daba una orden que apareció en la barra de acciones. Usar llave inglesa enorme en…

El fontanero se desplomó inconsciente mientras el foso seguía vaciándose. Rob soltó la llave inglesa, corrió fuera de la cabaña y, sin darse tiempo a pensar, tomó aliento y saltó al agua. Los guardias que vigilaban la puerta se sorprendieron de que el foso estuviera desaguando, pero como sabían que el fontanero se encontraba en la cabaña haciendo reparaciones, no le dieron mayor importancia. Mientras tanto, Rob se dejó llevar por un remolino que le condujo a una exclusa situada en el fondo del foso y de allí a un depósito de agua maloliente repleto de flotantes desperdicios. Nadó hasta la orilla aguantando las náuseas, escurrió sus ropas empapadas y caminó hacia una luz que se filtraba por las grietas de la pared. Al asomar la cabeza sonrió satisfecho. Estaba bajo los terrenos del castillo.

El guardia de la izquierda bostezó por quinta vez y se volvió hacia su compañero.

—Desde que se fue Clifford esto es un rollo. Antes al menos podíamos echarle botellas para divertirnos.

—Los tiempos cambian —asintió el otro—. Hoy día es más útil tener un ejército que un monstruo en el foso.

—Ya, pero el rey podía haber tenido las dos cosas. Con lo que les saca a los campesinos y la miseria que nos paga a nosotros, tenía para financiar el ejército sin necesidad de vender al pobre Clifford. Me acuerdo de lo mucho que se enfadaba cuando le lanzábamos los pasteles de la señora Higgins diciéndole que eran piedras. Se pasaba el día entero vomitando.

—Era simpático —admitió su compañero con nostalgia.

De pronto llegaron gritos desde el otro lado de la reja de hierro y los dos guardias se asomaron por entre los barrotes. En el patio del castillo, el jefe de los guardias señalaba hacia la torre de la princesa mientras sus hombres preparaban sus arcos.

—¿Qué ves? —preguntó el guardia de la izquierda.

—Hay algo trepando por la torre.

—¿Otro armadillo?

—No es un armadillo. Los muchachos van a disparar.

—Oh, ¿en serio? Déjame ver.

Cuando Rob empezó a escalar, supuso que las enredaderas que se agarraban a la cara oeste de la torre camuflarían su vestimenta verde, pero no contaba con que el rey hubiera reforzado la vigilancia sobre ese punto en concreto. Uno de los guardias dio la voz de alarma y al instante docenas de flechas zumbaron en dirección al baktus. La primera andanada rebotó en la pared. Sólo algunas se acercaron a donde él estaba, protegido por las plantas trepadoras. La segunda vez, los arqueros del rey fueron más certeros. Una flecha le pasó entre las piernas. Otra agujereó su manga, clavándola en la pared. La tercera flecha iba enfilada al centro de su espalda, y allí habría terminado si Rob no se hubiera soltado en ese mismo instante. La flecha rebotó en la piedra mientras el cuerpo del pequeño baktus caía al vacío para encontrarse con la dura tierra once metros más abajo.

De
: lmi ([email protected])

Para
: Kevin Dexter ([email protected])

Enviado
: Lunes, 13 de julio de 2009, 00:03:26

Asunto
: ¿Qué te ha pasado?

Hola, Kevin:

Como imagino que sabes, Imi ha sido apresado por los tuétanos y se encuentra prisionero en la mazmorra de Isla Neblina. Me ha escrito Chema y sé que Naj, Haba y un tal Julius Steamboat se dirigen hacia aquí. ¿Y Rob? Creía que también vendría. Chema está muy disgustado. ¿Qué pasa, Kevin? ¿Has olvidado tu misión?

Confío en que estés bien. Un abrazo,

Hideki

P. S. Por cierto, el inglés de Chema es lamentable.

El mensaje sorprendió a Kevin. No estaba acostumbrado a recibir noticias directas de Hideki. El japonés no perdía el tiempo con sus contactos. De vez en cuando le enviaba chorraditas extraídas de algún oscuro rincón de la red, pero pocas veces se había dirigido a él de un modo tan personal. Un tipo curioso Hideki Otuma. Siempre se lo había imaginado solo, en la penumbra de su habitación, explorando un juego tras otro y navegando a todas horas por Internet, entrando y saliendo de lugares prohibidos y descifrando códigos…

De pronto una chispa prendió en su cerebro. Lugares prohibidos y códigos. Kevin se alegró de conservar todavía un amigo, aunque viviese en Japón. Hizo clic sobre el botón de «Respuesta» y empezó a escribir: «Hola Hideki. Necesito que me hagas un favor…».

Capítulo 20

El Estrella Pálida había dejado atrás las brumas que rodeaban Isla Neblina y continuaba su viaje hacia el Reino del Ámbar, al oeste del Mar de los Cenizos. El atento capitán Van Cola, cumpliendo órdenes directas del gobernador, había proporcionado a sus visitantes todo lo que éstos le pidieron y luego los había arrojado por la borda… como éstos le pidieron. A juicio del capitán Van Cola lanzarse al mar a tan poca distancia de la isla maldita no era sino una forma exótica de suicidarse, pero él sólo cumplía órdenes. Su misión era llevar el barco y su cargamento a la costa, y eso era lo único que le interesaba.

Varios metros por debajo del Estrella Pálida, tres siluetas caminaban hacia el Norte pisando el fondo marino. Las tres llevaban puestos trajes de buzo, con grandes escafandras de metal que les daba el aspecto de criaturas de Mundogaláctico. Naj abría la marcha, seguido de Julius Steamboat y Haba la Rana, que en lugar de caminar nadaba ayudada por sus patas palmeadas. Los dos primeros habían insistido en que Haba no formara parte de la expedición, pues a pesar de haberse recuperado bastante, su estado físico seguía siendo débil. Sin embargo Haba no quiso oír hablar del tema.

—Tengo que ir con vosotros, amigos —había dicho antes de embarcar en el Estrella Pálida—. Es vital que os acompañe.

—No es por ser desagradecidos —había replicado Steamboat palmeando la culata de su pistola—. Pero creo que podremos apañárnoslas sin tus hechizos. Como os dije, en Isla Neblina no valen los trucos de circo.

Pero no hubo manera de convencer a Haba de que se quedara en tierra, y las consecuencias empezaron a notarse cuando, cada pocos pasos, Naj tenía que retroceder para ayudarla a avanzar.

Llevaban más de una hora bajo el agua. Sus reservas de aire eran limitadas y no habían recorrido ni la mitad de la distancia que los separaba de Isla Neblina. Naj y Steamboat habían decidido que si la rana les demoraba mucho, con todo el dolor de sus corazones la dejarían atrás.

De pronto Naj se detuvo y se llevó la mano al machete. Ante ellos había aparecido una curiosa criatura. Flotaba sobre el lecho marino con una agilidad asombrosa, picoteando el suelo aquí y allá, y cambiando de posición sin realizar movimientos intermedios. No tenía patas, y se movía gracias a una larga cola en espiral que hacía las veces de timón. Sus ojos eran grandes y saltones, y toda su espalda, desde la cabeza hasta la cola, estaba recorrida por una serie de escamas triangulares.

—¿Qué es eso? —preguntó Naj. Su voz llegaba clara a los oídos de sus compañeros gracias a un sencillo artilugio en forma de pequeño embudo acoplado a la escafandra, un invento exclusivo de Mundomarino.

—Es un hipocampo —dijo Steamboat—. Nunca había visto uno de este tamaño. Es casi como un caballo terrestre —se descolgó su bolsa y sacó de ella una cuerda, con la que hizo un lazo—. Son animales muy serviciales. Creo que nuestro problema de locomoción se acaba de solucionar. —Agitó la cuerda por encima de su cabeza y lanzó el lazo, que cayó justo sobre el caballito de mar, rodeándole el cuello.

El animal se encabritó y empezó a agitarse de un lado a otro, tratando de liberarse del lazo. Luego echó a nadar con una rapidez endiablada, arrastrando a Steamboat, que seguía cogido a la cuerda.

—¡Deprisa! —gritó—. ¡Agarraos a mí!

Naj cogió a Haba y echó a correr detrás de Steamboat, aferrando su espalda en el último momento, ya que el hipocampo había puesto la directa y surcaba el agua a una velocidad de vértigo. Cuando logró sobreponerse a la impresión, el gregoch preguntó:

—¿Vamos bien?

—¡No lo sé! Eh, caballito. Hacia el Norte. ¡Tenemos que ir hacia el Norte! ¡Ve hacia la isla!

Pero no había manera de saber hacia dónde se dirigía el hipocampo, que quebraba su trayectoria una y otra vez, provocándoles un intenso mareo de color azul.

Pasaron por una selva de algas, un arrecife de coral y una colonia de langostas de vivos colores. Atravesaron una cueva submarina y estuvieron a punto de chocar con los restos de un barco hundido que sobresalía del lecho arenoso. Finalmente el hipocampo se detuvo, y cuando Naj y Steamboat recuperaron el aliento pudieron ver que se encontraban en una especie de pradera acuática donde una docena de animales idénticos a su montura buscaban alimento en el suelo con sus largos hocicos. El mareo se les pasó de golpe cuando una dulce voz sonó a su lado.

—¡Panchito!

¿Dónde te habías metido? Me tenías muy preocupada.

Al girarse, Steamboat y Naj quedaron petrificados. Junto a ellos, acariciando el lomo del hipocampo, estaba la criatura más maravillosa que habían visto nunca. Era una joven de belleza deslumbrante, cabellos dorados que se mecían al ritmo del agua y ojos tan azules que parecían transparentes. Su única vestimenta era una breve túnica que dejaba al descubierto unas extremidades firmes y vigorosas. Su mano seguía acariciando a Panchito cuando se volvió hacia los tres extraños con una mirada firme aunque encantadora.

—¿Qué le habéis hecho a mi caballo? Soltadlo de inmediato.

—Como deseéis —acertó a balbucear Julius Steamboat, atontado por la autoritaria hermosura de la mujer. Dejó caer la cuerda y ella procedió a deshacer el nudo que oprimía el cuello del hipocampo—. Permitid que me presente, bella ninfa. Mi nombre es Julius Steamboat. Lamento el daño que mis compañeros y yo hayamos podido causar, pero nos dirigimos a Isla Neblina para llevar a cabo una misión importantísima y muy peligrosa.

—¿A Isla Neblina? —preguntó la joven con extrañeza.

—Así es. Yo… ehm… nosotros pensamos que vuestro brioso corcel marino podría llevarnos hasta allí.

—Mi corcel no os llevará a ninguna parte, y mucho menos a Isla Neblina. Nadie se acerca allí si no es por una buena razón. Y que yo sepa, no existe ninguna razón, ni buena ni mala, para acercarse.

—Creedme si os digo que sí, hermosa ninfa. Tenemos poderosos motivos para llegar a la isla y detener al mago Kreesor antes de que Un-Anul se alinee con el Sol Fabuloso. Entonces…

—Basta —ordenó la joven—. No quiero oír más. Estas aguas, en otro tiempo tranquilas, están hoy llenas de maldad.

Los alaridos que llegan desde los acantilados de la isla perturban nuestra paz y enloquecen a nuestros animales. No deseo saber nada de vuestra misión, pero si es para acabar con la pesadilla contáis con toda mi ayuda. Por cierto, no soy una ninfa sino una ondina.

—Creía que las ondinas habitaban en las fuentes y en los ríos.

—Soy una ondina de agua salada —replicó la joven irguiendo la cabeza—. ¿Acaso tenéis algo que objetar?

—Nada en absoluto —dijo Steamboat tragando saliva. Sentía la necesidad de quitarse el sombrero ante aquella maravilla de la creación, pero para eso tendría que desprenderse antes de la escafandra, y eso significaría ahogarse sin remedio.

—Bien. Supongo que sabéis que Isla Neblina está fuertemente protegida por altos acantilados y que varias parejas de tuétanos patrullan sus aguas día y noche en busca de intrusos. Llegar por la superficie es una tarea tan imposible como estúpida.

—Lo sabemos. Por eso lo haremos bajo el agua.

—No me refiero a la superficie del agua, sino a la superficie en general. Intentar escalar la isla es inútil. Sólo hay un hueco entre las rocas para que atraquen los barcos, pero está custodiado por tuétanos armados con cañones. Sin embargo sé de alguien que puede ayudaros. —La ondina se volvió hacia el hipocampo y llamó a otro que pastaba unos metros más allá—. Panchito, Avellana, llevad a estos amigos a la roca de Illithid Ram. Él sabrá cómo resolver vuestro problema.

—¿Illithid Ram? —preguntó Naj, que no había abierto el hocico hasta entonces.

—El rey de los lemmings. Tiene un poco de mal carácter, pero decidle que vais de mi parte y no creo que sea demasiado duro con vosotros.

La dulce sensación que les había dejado la hermosa ondina se hizo añicos contra la repulsiva visión que salió a su encuentro poco después. Habían cabalgado a Panchito y Avellana varias millas hacia el Norte, hasta que las aguas se volvieron de repente turbias. Entonces aparecieron ante ellos diez criaturas que les cortaron el paso. A Naj su aspecto de roedores le recordó a algo que había comido recientemente… salvo que éstos tenían aletas y cola de pez.

—¡Son lemmings! —exclamó—. Lemmings… ¿acuáticos?

—La bella ondina dijo que el tal Illithid Ram era el rey de los lemmings —recordó Steamboat—. ¡Eh, vosotros! Llevadnos ante vuestro jefe.

Los lemmings, serviciales, los escoltaron hasta una gran roca sumergida. Durante todo el viaje, Naj no pudo evitar preguntarse a qué sabría un lemming acuático, pero sus dudas gastronómicas dejaron de tener importancia en el momento en que el rey de los lemmings salió a recibirles desde la oscura formación rocosa. Illithid Ram no sólo era feo, sino que desprendía maldad por cada poro. Tenía la cabeza redonda y pelada, con dos ojos inexpresivos, como cuentas de metal, en los que brillaban destellos de demencia. Su piel era púrpura y de su boca salían cuatro tentáculos de aspecto peligroso.

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