Era una pequeña bolsa de plástico de cuyo interior el músico sacó tres billetes de dólar y un par de canicas. Tras guardárselos en el bolsillo de la chaqueta, se inclinó cortésmente, miró hacia arriba y lanzó un beso con la mano.
Como en un sueño, Kevin siguió con la mirada la trayectoria de aquel beso.
Había una figura asomada a la ventana del quinto piso.
No tenía la piel clara, ni los ojos plateados, ni el cabello rojizo en una trenza que le acariciaba la espalda hasta tocar el suelo. Era más bien morena de piel, con el pelo negro. Los ojos no se distinguían a aquella distancia, pero le pareció que también eran oscuros. Tenía un aspecto triste y descuidado, por eso cuando al recibir el beso del violinista sus labios descubrieron una blanca sonrisa, pareció que la calle entera se iluminaba.
De pronto los ojos negros de la muchacha repararon en la presencia de Kevin y lo miraron durante un instante. Fue una sacudida, como si dos mundos acabaran de chocar. Luego ella saludó tímidamente con la mano y desapareció tras las cortinas.
El músico se había alejado cuando Kevin reaccionó y corrió tras él moneda en mano. Luego lo pensó mejor y sacó de la cartera un billete de cinco dólares.
—Gracias, chico —dijo el violinista con una amplia sonrisa—. Por un momento pensé que no te había gustado mi pequeño recital.
—Ha sido muy emotivo —respondió Kevin sin pensar—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
El hombre contempló el billete y se lo guardó en el bolsillo.
—Puedes hacerme dos si quieres.
—Es sobre esa chica…
—Cuidado, jovencito. Esa chica no es una chica. Es el alma más pura, sensible y cariñosa de toda la ciudad.
—Por eso me interesa. ¿La conoce?
—¿Qué si la conozco? Nunca hemos intercambiado una sola palabra, pero nuestra relación es más auténtica que la de muchos amigos. Incluso que la de muchos matrimonios, si entiendes lo que te digo.
—Lo entiendo mejor de lo que cree.
El músico abandonó su actitud severa y sonrió mientras colocaba una afectuosa mano sobre el hombro de Kevin.
—Doy clase de violín en una escuela de música. Es mi profesión y me encanta. Pero no puedo vivir sin el calor del público. Por eso desde hace dos años toco cada día junto a Lake Shore Park. Me gano la vida bastante bien. Sin embargo, todos los días, después de mi actuación vengo a ver a mi ángel. Y créeme, nadie, nunca, jamás en toda mi carrera, me ha demostrado mayor devoción y fidelidad. Es como si se alimentara con cada una de mis notas y me devolviera su satisfacción en forma de sonrisa. No es algo que pueda explicarse con palabras.
—¿Cómo la conoció?
El hombre hizo una pausa para encender un cigarrillo con un fósforo.
—No hagas esto nunca —dijo mirando a Kevin.
—No lo haré. Mi padre es médico.
El violinista sonrió antes de que su mirada se volviera vidriosa y distante.
—El viernes que viene hará siete meses que la mujer con la que iba a casarme me dejó plantado. Yo tenía algunos… problemas. Ya sabes, la gente inteligente que de pronto gana una cantidad de dinero importante, va al casino, se juega una parte, se divierte y vuelve a casa. Yo ni era inteligente ni tenía mucho dinero. Esa noche… en fin, estaba en racha. Creí que iba a hacer saltar la banca, ya sabes. Había quedado para cenar con Isabella, pero la mesa estaba que ardía y no podía irme de allí sin jugármela una última vez. Perdí. No sólo el poco dinero que había ganado esa noche, sino también a Isabella. La llamé, fui a su casa… no quiso verme. Pasé toda la noche fuera, dando tumbos de acá para allá. De pronto no sabía dónde estaba. El amanecer me descubrió en este mismo lugar y, sin saber por qué, saqué mi violín y me puse a tocar el «Adagio» de Albinoni, la pieza más triste de mi repertorio. Entonces apareció ella en la ventana, igual que hoy. Igual que todos los días desde entonces. Siempre me lanza dinero dentro de una bolsa con un par de canicas para evitar que se la lleve el viento. La primera vez que la vi fue como si la tristeza que yo sentía hubiera viajado a través de la música y ella, con su gesto, me dijera que no estaba solo, que había mucha más tristeza en el mundo. Y que los desgraciados siempre permaneceremos unidos a través de la belleza de la música. O algo así —los húmedos ojos del violinista volvieron a mirar a Kevin—. Te parecerán chorradas, imagino.
—No, señor. De pronto me he visto tocando el violín por las calles, como usted.
—¿Cómo dices?
—Nada —Kevin suspiró. Ahora sabía que había merecido la pena viajar hasta allí—. ¿Qué sabe de ella?
—¿Aparte de que es mi mejor fan y mi mayor consuelo? Nada más. Sólo que siempre está ahí. Ni siquiera sé su nombre.
—Se llama Paola. Paola Mabroidis.
El violinista se lo quedó mirando como si fuera un gamberro que le acabara de quemar el coche.
—Estás de broma.
—No, señor.
—¿La conoces? ¿Es amiga tuya? Y entonces, ¿por qué este interrogatorio?
—Le aseguro que no la había visto hasta hoy. Es sólo que… —párate, Kevin. Sí le cuentas la verdadera historia te tomará por un chalado y se largará—. Es largo de contar, pero creo que Paola necesita ayuda. Por eso he venido.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó el hombre, preocupado—. ¿Está enferma?
—No le puedo decir más porque no sé más —Kevin sentía un fuego intenso en el corazón. Debía ponerse en marcha antes de que se consumiera. Buscó en su cartera y sacó un billete de cien dólares—. Tenga.
—¿Qué es esto?
—Para usted. Llame a Isabella y llévela a cenar. Supongo que ya no juega.
—Ni un centavo desde aquel día.
—Pues llámela. Prométame que lo hará.
El violinista contempló largo rato el billete con la imagen de Benjamín Franklin y luego la mirada segura de aquel muchacho de flequillo naranja.
—Gracias —dijo con sinceridad—. No sé qué tiene esta calle, que está llena de gente excepcional.
—Estoy de acuerdo —respondió Kevin con una sonrisa. Luego el músico le dio la espalda y se marchó por donde había venido.
Haba dio un largo bostezo mientras se estiraba en el hueco de la estantería. La siesta le había sentado bien y notaba todas sus capacidades activadas. La biblioteca estaba desierta. Conocía al dedillo cada rincón, así que fue directamente a un estante marcado con la etiqueta «Hechizos C-F». Buscó por las distintas secciones (Caos leves, Caos moderados, Caos totales, Celebraciones, Cianuro mental…) hasta encontrar lo que buscaba: «Contrahechizos». Si hubiera dispuesto de algo más de tiempo, Haba se habría leído cada página de aquella fastuosa biblioteca, pero sabía que apenas le quedaban unos minutos. Cogió un libro de tapas rojas como su piel y lo abrió por el índice hasta encontrar el capítulo que le interesaba.
Deshacer hechizos… «Cada hechizo posee una naturaleza propia, por lo que su antídoto también será diferente en función de la naturaleza del hechizo original. Sin embargo, existen ciertos elementos comunes entre unos y otros».
Lanzó una maldición contra el traductor del texto. «Se habrá quedado a gusto», pensó, pero siguió leyendo. Diez minutos más tarde había memorizado los pasos esenciales para llevar a cabo lo que se proponía. No era el equivalente a un doctorado, pero tendría que bastarle. Dejó el libro en su sitio y se dirigió a la zona más oscura de la biblioteca. Entonces se concentró y confió en que lo que acababa de leer sirviera de algo. Le costó cuatro intentos, pero al final lo consiguió.
Un minuto después, un mago hirsuto salía en silencio por la puerta de la biblioteca.
En el interior del calabozo, Imi, el perrito lingüista, contemplaba con carita de pena a Julius Steamboat.
—No me mires así —dijo éste desde su celda. Se le caía el alma a los pies al ver al tierno perrito encerrado en una especie de bola de energía de color salmón cuya luz creaba una atmósfera fantasmal—. Yo no puedo hacer nada. Ni siquiera soy capaz de salir de aquí.
En la celda de al lado, un hombre viejo y desnudo, con una barba blanca que le llegaba hasta el ombligo, le dedicó también una mirada lastimera.
—Ashebeeee ratzangai bolúa —pronunció con plena confianza en lo que decía.
—Lo siento, anciano venerable. Ya te he dicho que no hablo tu idioma. Si tan sólo pudiera abrir esta reja…
Todos sus intentos por forzar la cerradura habían sido en vano. Le habían confiscado la pistola y no tenía ninguna herramienta adecuada para la tarea. Bajo el banco de su celda había encontrado un pequeño trozo de metal, pero no era lo suficientemente delgado para caber por la cerradura.
Iba a empezar a limarlo contra la reja cuando en el centro de la mazmorra se levantó una nube de humo y apareció una figura envuelta en una túnica verde. Su cara y sus manos presentaban un vello fino que no las cubría por completo. Era como un mago hirsuto a medio hacer.
—Sácame de aquí, bellaco —le desafió Steamboat—, y verás lo que hago con tu magia negra.
—Es lo que iba a hacer, amigo —dijo el mago, dejando perplejo al duque. En su rostro se distinguían dos ojos pequeños e inteligentes que de pronto se fijaron en el perrito—. Oh, ¿qué le pasa a este pequeñín?
—¿Qué le va a pasar? Que está prisionero, lo mismo que este anciano y yo mismo. Tu maldita Hermandad nos la ha jugado, pero yo tendré la última palabra.
—Paciencia, amigo Steamboat. Os liberaré a todos.
Steamboat, sorprendido, entornó los ojos.
—¿Te conozco?
—Claro que me conoces. Tengo entendido que me besaste y todo.
La perplejidad de Steamboat se convirtió en estupefacción cuando reconoció a quien se encontraba dentro de aquel mago hirsuto a medio formar.
—¡Haba! ¡Haba la Rana!
—Ese nombre pasó a la historia, amigo.
—Pero… ¿cómo has entrado aquí?
—Me hice lo suficientemente pequeño como para pasar por debajo de la puerta.
—¡Alabado sea el Amo y Señor! Eres un fenómeno, Haba… o como te llames ahora.
—Puedes llamarme Melquíades.
Steamboat pensó un momento. Ese nombre le era conocido.
—¿Melquíades? ¿No era ese el aprendiz que Kreesor desterró?
—Lo tienes delante, amigo. Llevo vagando por el mundo desde que liberé por error a la Gran Dragona Áurea y quemé el Libro Negro de Gelfin. Kreesor me convirtió en rana y me echó de un puntapié. Ahora he vuelto a buscar venganza.
Steamboat estaba boquiabierto, pero una descarga de adrenalina inundó sus venas.
—Voy contigo, Melquíades. Sácame de aquí y le daremos a ese mago piojoso su merecido.
—Lo haré, pero necesito que distraigas a los tuétanos mientras yo irrumpo en el laboratorio y deshago el hechizo de Kreesor. Luego vendré a liberar a estos dos… oh, pobre perrito. No sé si…
—¿Qué pasa?
—Sigo siendo un aprendiz. Los magos de primer nivel sacan la energía del cosmos, por eso su poder es prácticamente ilimitado. En cambio, los que aún no hemos llegado a ese nivel la sacamos de nuestro interior. De aquí que nos cansemos tanto. Cada vez que hago un hechizo, mis fuerzas menguan. Si tengo que reducirte a ti para poder escapar, luego devolverte tu tamaño y después enfrentarme a Kreesor… Oh, perrito, no me mires así.
El corazón de Melquíades era una ciruela pocha ante los ojitos suplicantes de Imi. Sin pensar en las consecuencias, se concentró en el hechizo deshacedor y liberó al animalito de la burbuja de energía.
Descubrió que no había sido una buena idea. En cuanto el perrito quedó libre, empezó a crecer hasta convertirse en una bestia rabiosa del tamaño de un toro, con fauces de león, patas de oso y cola de a saber qué. La criatura emitió un rugido aterrador cuando se fijó en Melquíades y avanzó hacia él mientras Steamboat y el chamán de Isla Zombie contemplaban la escena horrorizados.
Y más horrorizados quedaron cuando vieron que el aprendiz de mago, importándole una bellota su pérdida de energía, lanzó un hechizo reductor a la bestia dejándola del tamaño de un conejo de peluche. Un conejo de peluche con afilados dientes y muy mal carácter. Un conejo de peluche que cabía perfectamente por entre los barrotes de la celda de Steamboat, como pudo comprobar su inquilino cuando de pronto se encontró con el monstruo girando alrededor de él, intentando morderle los tobillos.
—Lo siento… —titubeó Melquíades—. No sabía…
—¡No me extraña que te expulsaran de la Hermandad, idiota! —gritó Steamboat mientras corría en círculos perseguido por el diminuto monstruo. Era demasiado veloz para aplastarlo con el pie, de manera que el duque se vio obligado a seguir corriendo para mantenerse alejado de la trampa mortal que era su mandíbula—. ¡Déjame, bicho! ¡Atrás, atrás!
Sintió que si seguía corriendo acabaría agotado y sería devorado, así que decidió pasar al ataque. A mitad de uno de los círculos, giró en redondo y encaró al animal, que dio un salto hacia atrás. Steamboat aprovechó el momento de confusión para coger el banco de piedra y lanzarlo contra el monstruo, que lo esquivó fácilmente. Pero cometió un error. Dio la espalda a Steamboat y éste alargó el brazo y lo agarró de la cola, inmovilizándole el cuello con la otra mano mientras el animalito daba bocados al aire.
—¿Y ahora qué? ¿Eh? —se burló mientras lo sacaba entre los barrotes y lo giraba para que pudiera alcanzar el candado, que se hizo pedazos cuando la mandíbula se cerró en torno a él—. ¡Ja! Gracias, campeón.
Libre de la prisión, Steamboat repitió el procedimiento con la celda del chamán. De pronto todos eran libres. O más o menos.
—¿Qué hago con este bicho? Si lo suelto nos come a todos.
—Mételo dentro de una celda. Le devolveré su tamaño normal y así no podrá salir.
—Buena idea —Steamboat se acercó a una celda con el cerrojo puesto y metió al monstruo entre los barrotes—. Tú te quedas aquí.
Pero antes de que pudiera soltarlo se oyó un ruido de llaves en la puerta del calabozo. El tuétano de guardia, alertado por el ruido, entraba para comprobar que todo estuviera en orden.
—Hora de liarse a puñetazos —dijo Steamboat tensando los músculos.
—¡Espera! —susurró Melquíades—. Se me ocurre algo mejor.
Cuando el tuétano de guardia abrió la puerta del calabozo se quedó paralizado. El lugar donde antes había habido una gran bola anaranjada con un perrito dentro estaba vacío. Se acercó a las celdas de los otros dos prisioneros y se le heló la sangre al comprobar que también lo estaban y los candados habían desaparecido. Iba a salir corriendo a dar la alarma cuando distinguió algo, un movimiento en la celda más profunda del calabozo.