—Fíjate bien, Xivirín. Estás formando parte de un acontecimiento histórico.
Con el cuidado de una viejecita regando sus geranios, Kreesor vertió el líquido sobre el cuerpo de Gelfin, deslizando el tubo desde la cabeza hasta los pies. Un humo verdoso se levantó desde el cadáver, disolviéndose lentamente en el aire mientras Kreesor recitaba un conjuro mágico.
Cuando la nube desapareció, el cadáver del brujo Gelfin abrió los ojos. Unos ojos amarillos y temibles.
La jungla comenzaba en el mismo punto donde Rob se bajó del poni y abrió la bolsa del inventario, sacando a la pequeña Oguba y colocándola en la palma de su mano. Lamentaba el problema que había causado a sus amigos llevándose con él a la cerdita rastreadora, pero si se daba prisa aún podría arreglar eso.
—Buenos días, cerdita. Ha llegado el momento de que hagas tu trabajo.
Oguba asintió, olisqueó el aire y saltó de la mano de Rob al suelo. Enseguida desapareció en la espesura de Jungla Canalla.
—¡Oguba! ¡Oguba, espera! No puedo seguirte. ¡Vuelve!
La cerdita, obediente, apareció de debajo de una raíz y se quedó mirando a Rob, esperando órdenes.
—Tengo otra idea. Te pondré en la palma de mi mano y tú me indicarás con el hocico qué dirección debemos tomar. Tenemos que darnos prisa, Oguba. La vida de nuestros amigos depende de ello.
La cerdita asintió y al instante apuntó con el hocico hacia el Sur desde la mano de Rob, como una brújula con vida propia. El baktus se internó en la jungla, rezando para que los monos resinosos no los descubrieran. Esta vez no tenía a Naj a su lado y ningún mago hirsuto iba a servir de distracción como en la ocasión anterior.
—Vamos, Oguba, vamos —animaba a la cerdita mientras ésta, con férrea seguridad, indicaba el rumbo a seguir. Sur, Suroeste, Este, Norte, otra vez Sur…
Rob corría como un loco, siguiendo sus indicaciones. Y de pronto el hocico de la cerdita apuntó hacia arriba.
—¿Qué haces? ¿Por qué nos paramos?
Rob miró en la dirección que Oguba le indicaba, pero allí arriba sólo vio un amasijo de ramas y lianas que ocultaban el cielo y la luz del sol. No comprendió nada hasta que se fijó en el tronco del árbol que tenía justo delante. Estaba lleno de pequeños agujeros de los que brotaba un líquido espeso y ambarino. Rob sintió un escalofrío. ¡Era el Gran Sauce! El árbol del que los monos resinosos obtenían la resina que los volvía locos y que tenían por costumbre visitar una vez al día, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo.
Rob recordó que poco antes de llegar a Jungla Canalla el sol estaba a punto de culminar su ascenso. Tenía sólo unos minutos para largarse de allí antes de que aquellos primates viciosos aparecieran.
—¿Qué hacemos aquí, Oguba? No es posible que…
Pero el hocico de la cerdita apuntaba inconfundiblemente hacia arriba, a lo alto del Gran Sauce. Entonces lo vio claro. La primera vez los monos habían escondido el huevo en el templo subterráneo, pero después de que él, Naj y aquel mago hubieran intentado robarlo, lo habían ocultado en el lugar más sagrado de todos, el pilar principal de su cultura y sus creencias; la fuente de su fuerza y de su locura.
El Gran Sauce, tan majestuoso y altísimo que, desde donde estaba, Rob no alcanzaba a ver el final de su copa. Trepar hasta allí le costaría horrores, y además corría el peligro de quedarse pegado a la resina. Sólo había una alternativa y se aferró a ella. Cogió su hacha y empezó a cortar el tronco.
No se dio cuenta de que el sol había alcanzado ya el punto más alto, adornado por la sombra de Un-Anul. Entonces algo se movió detrás de un arbusto.
—Bienvenido, amo —dijo Kreesor con voz temblorosa mirando las pupilas de reptil del brujo Gelfin.
El primer tubo de poción había activado las constantes vitales del cuerpo. Ahora Gelfin podía ver, oír y respirar, pero de momento no podía moverse ni hablar. Xivirín alcanzó a Kreesor el segundo tubo y se preparó para lo que estaba a punto de pasar.
Kreesor vertió el contenido del tubo y repitió el conjuro. A continuación hizo lo mismo con el tercero.
La explosión fue limpia y muda. Sólo una luz blanca que brotó del cuerpo de Gelfin e iluminó todo el laboratorio, cegando a Kreesor y a Xivirín. Cuando el mago recuperó la visión e intentó averiguar qué había ocurrido se quedó horrorizado. El cuerpo de Gelfin se derretía rápidamente ante sus ojos. En cuestión de segundos sólo quedó un charco palpitante de color gris desparramándose por la mesa y el suelo.
—¡Noooo! —gritó Kreesor mientras se giraba hacia la mesa del laboratorio y era testigo de la traición de su aprendiz, ya que Xivirín, después de crear la poción exterminadora que destruyó el cuerpo de Gelfin, había vertido un jarro entero de Animatoris Mortuari sobre el cadáver de Melquíades, devolviéndole a éste la vida. Ahora los dos aprendices de mago estaban de pie ante Kreesor y lo miraban sin sonreír.
—¿Qué significa esto?
—Significa tu fin, maestro.
Antes de que pudiera reaccionar, los dos aprendices combinaron sus fuerzas en un potente hechizo que envolvió a Kreesor en una burbuja anaranjada de la que empezaron a surgir llamas. La túnica y el pelo de Kreesor comenzaron a arder mientras éste profería un terrible alarido de dolor. Entonces desapareció y el laboratorio se convirtió en un lugar silencioso donde dos magos a medio formar se miraban sorprendidos y orgullosos.
—Creo que hacemos un buen equipo —dijo Melquíades contemplando su obra, feliz de encontrarse de nuevo entre los vivos.
—Eso creo yo también. Aunque parece que hemos violado la regla de oro en asuntos de maestros y aprendices.
—Los dos somos aprendices. Estamos dentro de la ley, amigo.
Xivirín asintió con una sonrisa que no ocultaba su preocupación.
—¿Crees que le hemos vencido?
—No del todo. Pero al menos le hemos hecho huir —Melquíades se volvió hacia el charco gris que se evaporaba en el suelo—. ¿Qué es eso tan asqueroso?
—Luego te lo cuento —dijo Xivirín deshaciendo el hechizo que sellaba la puerta—. Aún quedan cuatro magos hirsutos ahí afuera.
Anfus y los otros vieron la estela anaranjada que salió por el techo de la mansión y desapareció en el cosmos.
—¿Qué era eso?
—Era el maestro Kreesor. Ha huido en un hechizo escapista.
—¿Y nos ha dejado aquí sin decirnos nada?
Anfus percibió el peligro. No era normal que Kreesor huyera de un modo tan repentino. Algo tenía que haber ido mal.
—Esto no me huele bien. Escuchad. Hechizos escapistas para todos. Activamos protocolo de evacuación.
Uno por uno, los magos hirsutos se convirtieron en luces naranjas que abandonaron la isla dejando atrás rastros como de cohetes. El último en evacuar fue Anfus, que se acercó a un muro de la mansión, abrió una tapa camuflada por un ladrillo y apretó un botón rojo mientras invocaba en su mente el hechizo que lo sacaría de allí sano y salvo. Su cuerpo, convertido en un punto de luz, se elevó hacia el firmamento mientras la parte benévola de su mente se apiadaba de los pobres que hubieran quedado en la isla.
La parte más baja del tronco del Gran Sauce había quedado reducida a un finísimo palillo que bastaba con empujar suavemente para que todo el árbol se viniera abajo. Rob se secó el sudor, guardó el hacha y empujó la madera con una mano. El estruendo que el mítico árbol provocó al caer se dejó sentir en toda la jungla. Sin perder un segundo, el pequeño baktus echó a correr hacia la enorme copa, que ahora yacía en el suelo, y encontró una cesta hecha de lianas que había estado en una de las ramas. Pocos metros por delante de ella, un objeto ovalado reflejaba un tímido rayo de sol.
Rob no dejó que la emoción lo frenara. Cogió el huevo y lo metió junto con Oguba en su bolsa en el preciso instante en que una manada de monos resinosos irrumpía en la zona blandiendo palos y piedras. Las piernas de Rob se pusieron en movimiento a una velocidad asombrosa. Tenía que dejar atrás aquel lugar lo antes posible y no pensaba detenerse hasta que le explotara el corazón. Corrió y corrió, siguiendo la senda que su propio cuerpo había abierto en la jungla, sin mirar hacia atrás ni un momento para asegurarse de que los monos lo perseguían. Sería absurdo, pues sabía que era así.
Cuando notó que los monos estaban a punto de alcanzarlo, se dio la vuelta y de un solo movimiento lanzó su hacha, que impacto en la barriga de uno de los simios provocando que los que venían detrás chocaran contra él. Liberado del peso del hacha, Rob consiguió llegar al claro donde le esperaba el poni. Subió a su lomo de un salto y el pequeño caballo partió al galope. La fuga no duró ni diez segundos. Una docena de monos resinosos se descolgaron de las copas de los árboles y lo rodearon amenazantes. Los agujeros nasales de todos ellos se dilataban y contraían con furia, y sus ojos reflejaban sus intenciones asesinas. Rob sabía que le quedaban sólo unos segundos de vida. Entonces…
Kevin procuró que su mano no temblara mientras ejecutaba una orden en el teclado. Luego miró la pantalla y contuvo el aliento mientras Rob elevaba sobre él el huevo áureo y los monos quedaban paralizados en mitad del ataque. Todo se oscureció de pronto ante él. La pantalla mostró un lugar lleno de estrellas que se alejaban hacia el fondo hasta desaparecer. Y en el centro de la pantalla apareció una cabeza calva, con la frente surcada de profundas arrugas, y unos ojos azules grandes y benévolos.
—Enhorabuena, Rob McBride. Has conseguido recuperar uno de los doce huevos áureos. Puedes formular cualquiera de los deseos que Fabuland tiene preparados para ti.
Kevin no salía de su asombro. Siempre lo había sospechado y en los foros de Fabuland se comentaba con frecuencia, pero hasta que no lo vio con sus propios ojos había albergado la duda. Ahora ya estaba claro que el Amo y Señor, el ser más poderoso de Fabuland, el sumo creador, no era otro que el mismísimo Darius Grunion.
Ante él se desplegó el menú de bonificaciones. Podía elegir entre armaduras extra, armas infinitas, inventario ilimitado, la posibilidad de entender todas las lenguas de Fabuland… Tragó saliva cuando el cursor acarició la opción de modificar su perfil. Bastaba con un clic del ratón para dejar de ser Rob el baktus y convertirse en el fornido y atractivo guerrero norman que siempre había querido. Pero pasó de largo, como sabía que ocurriría desde que se arriesgó a internarse en Jungla Canalla para hacerse con aquel huevo. Buscó la casilla correspondiente y pulsó el botón. Al momento apareció un mapa de Fabuland y Kevin se desplazó a través de él hasta que el cursor estuvo justo encima de Isla Neblina.
Respiró hondo y volvió a pulsar.
Isla Neblina se había vuelto loca. Un creciente estruendo había despertado en las entrañas de la roca y ascendía cada vez más deprisa hacia la superficie a través del tubo de lava, haciendo que la temperatura aumentara a cada instante.
Melquíades estaba agotado. Tras comprobar que todos los magos hirsutos habían huido, se había encargado de liberar a Steamboat de su hechizo y ahora corría junto a él y Xivirín por la rampa que llevaba al nivel inferior. Los tuétanos que quedaban allí habían saltado por el acantilado hacia el mar, alertados por la inminente erupción que destruiría la isla.
—Un momento —dijo Steamboat deteniéndose—. ¿Qué pasa con Naj?
Melquíades meneó la cabeza.
—Olvídalo, amigo. Ese laberinto es imposible de cruzar. Jamás daríamos con él. Y si lo hiciéramos, no encontraríamos la salida.
Ninguno de ellos se percató de la extraña bola de color verde que acababa de caer sobre la isla y se levantaba del suelo a pocos pasos de donde estaban.
—Siento no estar de acuerdo con vosotros —dijo Rob McBride—, pero seguro que ese laberinto no es para tanto.
Ninguno reaccionó enseguida. No se alegraron, ni siquiera se sorprendieron. Sencillamente no podían concebir que Rob estuviera allí. Y mucho menos adivinar que había encontrado el huevo de jungla Canalla y había pedido como premio al Amo y Señor la teletransportación instantánea a Isla Neblina.
Fue el rugido del volcán lo que sacó a Steamboat de la conmoción.
—¡Rob! ¿Qué haces tú aquí?
—No hay tiempo para explicároslo. Saltad al agua. Yo iré por Naj.
Naj el gregoch se cocía en su oscura prisión. Hacía rato que había dejado de albergar la más mínima esperanza de escapar de allí con vida, más ahora que los sonidos que llegaban de debajo de sus pies le indicaban que la isla entera iba a estallar. Su corpachón estaba acurrucado contra una esquina, a la luz cada vez más débil de la lámpara. Pensó que al menos sería recordado en Fabuland como una leyenda: el gregoch que fue a buscar los huevos áureos a Isla Neblina y jamás regresó. Había cerrado los ojos para esperar su fin con la mayor serenidad posible cuando sintió que había alguien junto a él. «La muerte», pensó. Sólo por curiosidad sus párpados se abrieron un instante… lo justo para comprobar que quien estaba allí no era la muerte, sino alguien a quien había odiado con toda su alma sólo un momento antes.
—No eres Rob —dijo medio adormilado—. Tiene que ser una alucinación provocada por los gases.
—Hola, peludo. He venido a sacarte de aquí.
—¡Medio metro! Pero ¿cómo…?
Rob abrió la mano mostrando a la pequeña Oguba, que daba saltos de alegría al ver al gregoch.
—No fue difícil programarla con tu recuerdo —explicó el baktus—. Realmente es la mejor cerdita rastreadora de Fabuland.
Naj se había recuperado de forma milagrosa. Ya no existían el odio ni el pesimismo ni la necesidad de esperar la muerte. En su cerebro sólo había cabida para un pensamiento.
—¡Los huevos! ¡Maldita sea, Rob! Ahora podemos encontrar los huevos.
Se oyó un borboteo que fue aumentando de intensidad. El calor era cada vez más asfixiante. Rob sabía que la isla iba a saltar en pedazos en cualquier momento.
—No hay tiempo, Naj. Tenemos que salir de aquí.
—¡Pero…!
—No discutas. Aún tenemos que encontrar la salida —Rob se concentró en la imagen de su bolsa y dejó que Oguba absorbiera el recuerdo. La había dejado junto a la salida para que la cerdita tuviera una referencia hacia donde guiarlos—. Vamos. Esto va a estallar.
De mala gana, Naj echó a correr a su lado. Detrás de ellos brotó una humareda negra que empezó a extenderse por los pasadizos del laberinto calcinando las paredes y el suelo. Cuando llegaron al túnel de entrada, Rob recuperó su bolsa y se detuvo ante la abertura, por la que subía un humo asfixiante.