En la oscuridad total, dice la Hermana Justiciera, golpeaba —¡bam!— como un relámpago negro.
El 13 de julio, el sol se puso a las 8.33 y el crepúsculo civil terminó a las 9.03. Una mujer llamada Angela Davis acababa de salir de trabajar de una tintorería de Center Street cuando la nada le asestó un golpe en medio de la espalda y le rompió la columna vertebral con tanta fuerza que salió disparada de sus zapatos.
El 17 de julio, el crepúsculo civil terminó a las 9.01 y un hombre llamado Glenn Jacobs se bajó de un autobús y echó a andar por Porter Street en dirección a la avenida Veinticinco. Aquello que nadie podía ver lo golpeó tan fuerte que le reventó la caja torácica. Su pecho quedó aplastado igual que se puede aplastar una cesta de mimbre.
El 25 de julio, el crepúsculo civil terminó a las 8.55. Mary Leah Stanek fue vista por última vez haciendo footing por Union Street. Se paró para atarse una zapatilla de tenis y comprobarse el pulso con su reloj de pulsera. Stanek se quitó la gorra de visera que llevaba. Le dio la vuelta y se la volvió a poner, metiéndose el largo pelo castaño dentro de la misma.
Dobló al oeste por Pacific Street y allí fue donde murió. Con la cara arrancada del cráneo y de los músculos de debajo.
—Avulsión —dice la Hermana Justiciera.
A lo que mató a Stanek le habían limpiado las huellas dactilares. Estaba pringado de sangre y de pelo. El arma asesina se encontró debajo de un coche aparcado en la Segunda avenida.
Era una bola de bolera, informó la policía.
Una de esas bolas de bolera sucias y de color negro grasiento que se pueden comprar en cualquier tienda benéfica de objetos de segunda mano por medio dólar. Siempre hay donde escoger, porque tienen cubetas llenas de ellas. Alguien que comprara una cada cierto tiempo, digamos una bola al año en todas las tiendas de chatarra de la ciudad, a estas alturas podría tener cientos de ellas. Hasta en las boleras es fácil salir del local con una bola de cuatro kilos debajo del abrigo. Una bola de seis kilos metida en un cochecito de bebé es un arma apenas escondida.
La policía dio una rueda de prensa. Fueron hasta un aparcamiento y alguien tiró una bola de bolera con fuerza contra el cemento. Y la bola rebotó. Haciendo un ruido como de un martinete a lo lejos. Y botó alto, más alto que el hombre que la había tirado. No dejó marca en el suelo, y si la acera hubiera estado inclinada, dijo la policía, habría continuado calle abajo, botando cada vez más alto y más deprisa, rebotando colina abajo con zancadas muy largas. La tiraron desde una ventana de un tercer piso en la comisaría y la bola botó todavía más alto. Los reporteros de la televisión lo grabaron todo. Y todas las cadenas lo pasaron aquella noche.
El ayuntamiento propuso una ley para que se pintaran todas las bolas de color rosa brillante. O de color amarillo fosforescente, o naranja, o verde, o algún color que uno pudiera ver cómo se acercaba volando a la cara de uno en una calle oscura en plena noche. A fin de darles a la gente un momento para esquivarla y evitar que, blam, se quedaran sin cara.
Los próceres de la ciudad propusieron una ley para que la posesión de bolas negras fuera delito.
La policía lo denominó «asesino sin motivo específico». Como Herbert Mullin, que mató a diez personas para evitar terremotos en el sur de California. O como Norman Bernard, que disparaba a los vagabundos porque creía que así podía ayudar a la economía. Lo que el FBI llamaba «asesinos por motivos personales».
La Hermana Justiciera dice:
—La policía creyó que el asesino era su enemigo.
La bola de bolera era una maniobra de encubrimiento de la policía, dijo la gente. La bola de bolera era una pista falsa. Un intento de monstruo. La bola de bolera era un apaño apresurado para mantener tranquilo a todo el mundo.
El 31 de julio, el sol estuvo a seis grados por debajo del horizonte a las 8.49. Aquella noche, Darryl Earl Fitzhugh no tenía donde pasar la noche y estaba durmiendo en Western Avenue. Abierto encima de la cara, Fitzhugh tenía un ejemplar en edición de bolsillo de
Forastero en tierra extraña
cuando algo le aplastó el pecho, le colapsó los dos pulmones y le partió el músculo cardíaco.
De acuerdo con un testigo, el asesino salió de la bahía, arrastrándose por encima del borde del espigón. Otro testigo vio al monstruo, que rezumaba limo, saliendo entre forcejeos del sumidero. Aquella misma gente dijo que las pruebas forenses concordaban con un bofetón enorme de revés de un lagarto gigante que caminaba sobre las patas traseras. Que la caja torácica hundida era la prueba clara de que a la víctima la había pisado un ser atávico de la era de los dinosaurios.
Se trataba de algo que corría, decía otra gente, algo que iba muy cerca del suelo, demasiado veloz para ser un animal. O bien era un maníaco que causaba estragos con un mazo de veinticinco kilos. Un testigo dijo que estaban siendo «golpeados» por el Dios del Antiguo Testamento. Matados a manotazos por algo que tenía una pata gigantesca. Negro como la negra noche. Silencioso e invisible. Todo el mundo veía algo distinto.
—Lo que importa —dice la Hermana Justiciera— es que la gente necesita un monstruo en el que creer.
Un enemigo verdadero y horrible. Un demonio contra el cual definirse. De otra manera, no somos más que nosotros contra nosotros mismos.
Hundiendo la punta del cuchillo debajo de otra uña, dice: Lo importante es que la tasa de crímenes descendió.
En tiempos así, todo hombre es sospechoso. Y toda mujer, una víctima potencial.
La atención pública siguió el mismo proceso durante los asesinatos de Whitechapel. Perpetrados por Jack el Destripador. Durante aquellos cien días, la tasa de asesinatos cayó en un noventa y cuatro por ciento, y se limitó a cinco prostitutas. Con las gargantas degolladas. Con un riñón comido a medias. Con tripas colgadas de los ganchos de los cuadros de la sala. Con los órganos sexuales y un feto robados a modo de recuerdo. Los robos a casas cayeron en un ochenta y cinco por ciento. El asalto en un setenta por ciento.
La Hermana Justiciera dice que nadie quería ser la siguiente víctima del Destripador. Que la gente cerraba las ventanas con cerrojo. Y lo que es más importante, que nadie quería ser acusado de ser el asesino. La gente no salía de noche.
Durante los Asesinatos de Niños de Atlanta, mientras treinta niños eran estrangulados, atados a árboles y apuñalados, matados a golpes y a tiros, la mayor parte de la ciudad vivía en una calma y una seguridad que nunca había conocido.
Lo mismo con los Asesinatos de los Torsos de Cleveland. Con el Estrangulador de Boston. El Destripador de Chicago. El Asesino de la Porra de Tulsa. El Acuchillador de Los Ángeles…
Durante aquellas olas de asesinatos, en cada ciudad descendió en picado el crimen. Salvo por el puñado de víctimas espectaculares, con los brazos cortados y con las cabezas encontradas en otra parte, salvo por aquellos sacrificios teatrales, cada una de aquellas ciudades disfrutó del período más seguro de su historia.
Durante los Asesinatos del Hombre del Hacha de Nueva Orleans, el asesino escribió al periódico local, el
Times-Picayune
. La noche del 19 de marzo, el asesino prometió no matar a nadie en aquellas casas en que se oyera jazz. Aquella noche en Nueva Orleans sonó un estruendo de música, y no hubo víctimas.
—En una ciudad con un presupuesto policial limitado —dice la Hermana Justiciera—, un asesino en serie que atraiga mucho la atención es un medio eficaz de modificación de la conducta.
Con la sombra de aquel horrible hombre del saco que rondaba las calles del centro, nadie se quejaba de la tasa de desempleo. Ni de la escasez de agua. Ni del tráfico.
Con aquel ángel de la muerte que iba de puerta en puerta, la gente se mantenía unida. Dejaban de echar pestes de todo y se comportaban como era debido.
En aquel punto de la historia de la Hermana Justiciera, la Directora Denegación entra, llamando entre sollozos a Cora Reynolds.
Una cosa es que muera alguien, dice la Hermana, alguien con la caja torácica aplastada tratando de respirar una vez más antes de morir, entre convulsiones y gemidos, con la boca muy abierta, dando bocanadas de aire. Cuando alguien tiene la caja torácica aplastada, dice, te puedes arrodillar a su lado en la calle a oscuras sin que nadie te vea. Puedes ver cómo se le entelan los ojos. Pero matar a un animal, bueno, es distinto. Los animales, dice, los perros, son lo que nos hace humanos. Son la prueba de nuestra humanidad. El resto de la gente simplemente nos hace redundantes. Los perros o los gatos, los pájaros o los lagartos nos convierten en Dios.
Durante todo el día, dice, nuestro mayor enemigo son los demás. Es la gente que nos rodea en un atasco de tráfico. La gente que tenemos delante en la cola del supermercado. Son las cajeras del supermercado que nos odian por tenerlas tan ocupadas. No, la gente no quería que aquel asesino fuera otro ser humano. Pero sí querían que hubiera muertes.
En la antigua Roma, dice la Hermana Justiciera, en el Coliseo, el «editor» era el hombre que organizaba los deportes sangrientos que eran la forma principal de mantener a la gente pacificada y unida. De ahí es de donde viene realmente la palabra «editor». Hoy día, nuestro editor planea el menú de asesinatos, violaciones, incendios provocados y asaltos que hay en la portada del periódico del día.
Por supuesto, hubo un héroe. Por accidente, el 2 de agosto, día en que el sol se puso a las 8.34, una joven de veintisiete años llamada María Álvarez estaba saliendo de un hotel donde trabajaba como auditora nocturna. Se paró un momento en la acera para encender un cigarrillo cuando un hombre tiró de ella hacia atrás. En aquel preciso momento el monstruo pasó a toda velocidad. Aquel hombre le salvó la vida. La ciudad entera lo aplaudió en la televisión, pero en el fondo de sus corazones lo odiaron.
Al héroe, al mesías aquel, nadie lo quería. A aquel estúpido hijo de puta que había salvado una vida que no era la de él. Lo que la gente quería era un sacrificio cada pocos días, algo que arrojar al volcán. Nuestra ofrenda regular a un destino arbitrario.
El final de todo llegó cuando una noche el monstruo pilló a un perro. Un perrillo que era poco más que un despojo peludo atado con una correa a un parquímetro de Porter Street y que se quedó quieto ladrando mientras los porrazos se le acercaban. Cuando más se acercaba el estruendo, más ladraba el perro.
El escaparate de una tienda se resquebrajó y se convirtió en un puzzle de cristal roto. Una boca de incendios fue derribada con un ruido metálico, un crujido de hierro forjado, liberando una cortina blanca y siseante de agua. El borde de la repisa de una ventana explotó provocando una lluvia de fragmentos y polvo de cemento. Un parquímetro recibió un golpe tremendo y se quedó tintineando sobre su base, por las monedas que tenía dentro. Un letrero de «Prohibido aparcar» cayó abatido, arrancado de su poste metálico. El poste metálico quedó vibrando como resultado del impacto invisible.
Al siguiente porrazo, los ladridos se detuvieron.
Después de aquella noche, el monstruo pareció desaparecer. Pasó una semana y las calles seguían vacías después de que se hiciera oscuro. Pasó un mes y los editores encontraron un nuevo horror que poner en la portada del periódico. Una guerra en algún otro país. Un tipo nuevo de cáncer.
El 10 de septiembre el sol se puso a las 8.02. Curtis Hammond estaba saliendo de una sesión de terapia de grupo a la que asistía todas las semanas en el 257 de West Mill Street. Se estaba aflojando el nudo de la corbata cuando sucedió. Acababa de desabrocharse el botón del cuello de la camisa. Fue entonces cuando se dio la vuelta para inspeccionar la calle. Sonrió mientras el aire cálido le daba en la cara, cerró los ojos y lo respiró por la nariz. Un mes atrás, todo el mundo había sabido de él por las portadas de los periódicos. Por las noticias de la televisión. Había tirado de una auditora nocturna y la había salvado de morir a manos del monstruo.
Era el héroe que no queríamos.
El 10 de septiembre el crepúsculo civil tuvo lugar a las 8.34 y un momento más tarde Curtis Hammond se giró al oír un ruido. Con la corbata aflojada, miró la oscuridad con los ojos entornados. Sonriendo, con su dentadura brillante, dijo:
—¿Hola?
Encontramos a la Camarada Sobrada desplomada en la moqueta delante de un sofá de tela de tapicería del foyer del segundo rellano. Con la cara de color lívido y enmarcada por la almohada que forman sus pelucas grises y apelmazadas. Las pelucas amontonadas y unidas con alfileres. Está completamente quieta. Sus manos no son más que huesos unidos por los tendones que hay debajo de la carne de sus guantes negros de terciopelo. La piel que recubre las nerviaciones de su cuello flaco parece una membrana. Sus mejillas y sus ojos cerrados parecen hundidos, sepultados y huecos.
Está muerta.
Las pupilas de sus ojos permanecen diminutas como alfileres cuando el Conde de la Calumnia le levanta los párpados con los pulgares. Le comprobamos los brazos en busca de rigor mortis y la piel en busca de motas y de acumulación de sangre, pero todavía es carne fresca.
Ya solamente tenemos que dividir los royalties entre catorce.
El Conde de la Calumnia le cierra los párpados con el pulgar.
Entre trece, si la Señorita Estornudos sigue tosiendo. Entre doce, si el Casamentero reúne el valor necesario para cortarse la polla.
Ahora la Camarada Sobrada ya es un miembro permanente del reparto de secundarios. Una tragedia que el resto de nosotros quedamos para explicar. Lo valiente y amable que era, ahora que está muerta. Simple atrezzo en nuestra historia.
—Si está muerta, es comida —dice Miss América. De pie en lo alto de las escaleras del vestíbulo, con una mano apoyada en la balaustrada dorada. Cogiéndose la barriga con la otra mano—. Sabéis que ella se os comería —dice. Agarrando la balaustrada, apoyándose en los cupidos gordos y pintados de color dorado, Miss América dice—: Es lo que ella habría querido.
Y el Conde de la Calumnia dice:
—Ponedla boca abajo, si eso lo hace más fácil. Así no le veréis la cara.
Así que le damos media vuelta y el Chef Asesino se arrodilla en la moqueta y hurga en sus diversas capas de faldas y enaguas, de muselina y crinolinas, y se las sube hasta la cintura dejando al descubierto unas bragas de algodón amarillo flácidas sobre su culo flaco y pálido. Y dice: