Fantasmas (47 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Allí en las puertas del infierno, Olson vociferaba sus opiniones en dirección a los árboles y al cielo. Haciendo su informe a Dios, Olson salía después de la cena y les gritaba tus pecados a unas estrellas tan luminosas que se fundían en la noche. Y suplicaba el perdón de Dios en tu nombre.

No, a nadie le caía muy bien Olson Read. A nadie de ninguna edad le gustan los chivatos.

Todos habían oído las historias sobre la mujer embadurnada de aceite de oliva. Sobre el chaval cocinado junto con su perro hasta quedar convertido en sopa. Y Olson era el que escuchaba con más atención, con unos ojos brillantes como golosinas. Aquello era la prueba de todo lo que él más quería en el mundo. La verdad de aquello. La prueba de que no se podía esconder lo que uno le había hecho a Dios. De que no se podía arreglar. De que en el Infierno estaríamos vivos y conscientes, pero sufriendo un dolor tan intenso que desearíamos la muerte. De que pasaríamos toda la eternidad sufriendo, en un sitio en el que nadie en el mundo se cambiaría con nosotros por estar.

Llegado este punto, la señorita Leroy dejaba de hablar. Encendía otro cigarrillo. Te ponía otra cerveza.

Algunas historias, decía, cuantas más veces las contabas más deprisa las desgastabas. En esas historias el dramatismo se agotaba, y cada versión sonaba más estúpida y plana. Con la otra clase de historias, eran ellas las que te usaban a ti. Cuanto más las contabas, más fuertes se volvían. Esta clase de historias únicamente te recordaban lo estúpido que eras. Que eres. Y que serás siempre.

Contar ciertas historias, decía la señorita Leroy, era suicidarse.

Era en este punto cuando se esforzaba en hacer la historia aburrida, en decir que el agua calentada a setenta grados centígrados provocaba quemaduras de tercer grado en un segundo.

Los accidentes geográficos termales más típicos que se encontraban a lo largo de la falla del White River eran pozos que salían a la superficie por una laguna rodeada en sus bordes por una capa de mineral cristalizado. La temperatura media de los accidentes geográficos termales del White River era de 96 grados centígrados.

Te pasabas un segundo en aquella agua tan caliente y al quitarte los calcetines te quitabas también los pies. La piel cocida de tus manos se pegaría a cualquier cosa que tocaras y se quedaría allí, tan perfecta como un par de guantes de piel.

Tu cuerpo intentaba salvarse mandando fluido a la quemadura, a fin de disipar el calor. Así que uno sudaba y se deshidrataba más deprisa que el peor caso de diarrea imaginable. Perdiendo tanto fluido que la presión sanguínea caía en picado. Uno entraba en estado de shock. Los órganos vitales dejaban de funcionar en rápida sucesión.

Las quemaduras pueden ser de primer grado, de segundo, de tercero o de cuarto. Pueden ser superficiales, semiprofundas o profundas. En las quemaduras superficiales o de primer grado, la piel se pone roja sin hacer ampolla. Piensen en una quemadura producida por el sol y la consiguiente escamación de tejido necrótico: la piel muerta que se pela. En las quemaduras profundas y de tercer grado, a uno le queda el aspecto blanquecino y la textura de cuero de un nudillo que golpea el quemador de encima cuando saca un pastel del horno. En las quemaduras de cuarto grado uno se cuece también por debajo de la piel.

Para determinar el alcance de las quemaduras, el examinador médico usa la «regla de los nueves». La cabeza es el nueve por ciento del total de la piel del cuerpo. Cada brazo es un nueve por ciento. Cada pierna es un dieciocho por ciento. La parte delantera del torso y la parte trasera son cada una un dieciocho. Uno por ciento para el cuello, y ya te sale el cien por cien.

Dar aunque sea un trago largo de un agua tan caliente causa edema masivo de la laringe y muerte por asfixia. La garganta se hincha hasta cerrarse y te asfixias.

Era poesía pura oír cómo la señorita Leroy contaba todo esto. Esqueletización. Desprendimiento de piel. Hipocalemia. Palabras difíciles que llevaban a todos los presentes en el bar a una abstracción segura, situada muy, muy lejos. Era una pequeña y agradable pausa en su historia antes de enfrentarse a lo peor.

Uno se puede pasar la vida entera levantando un muro de datos entre uno y cualquier cosa que sea real.

En un mes de febrero como este, antes de que pasara la mayor parte de su vida, la señorita Leroy y Olson, el cocinero, eran las únicas personas que había esa noche en el hotel. El día antes había caído un metro de nieve nueva y las máquinas quitanieve todavía no habían llegado.

Igual que todas las noches, Olson Read cogió su Biblia con su gorda manaza y se marchó caminando pesadamente por la nieve. Por entonces sí que tenían coyotes de los que preocuparse. Pumas y linces rojos. Cantando «Amazing Grace» durante una milla, y sin repetir un solo verso, Olson se alejó, blanco sobre el fondo blanco de la nieve.

Los dos carriles de la autopista 17 habían desaparecido bajo la nieve. El letrero de neón que decía «The Lodge» con letras verdes estaba montado sobre un poste de acero con una base de hormigón rodeada de un tiesto bajo de ladrillos. El mundo de fuera, como todas las noches, era de color azul y negro bajo la luz de la luna, y el bosque no era nada más que siluetas oscuras de pinos alargados.

Joven y delgada, la señorita Leroy no se paró a pensar en Olson Read. No se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba fuera hasta que oyó que los lobos empezaban a aullar. Se estaba mirando los dientes, sosteniendo en la mano un cuchillo reluciente para la mantequilla a fin de ver lo rectos y blancos que los tenía. Estaba acostumbrada a oír gritar a Olson todas las noches. A oír su voz gritando el nombre de ella y después un pecado, real o imaginado, procedente del bosque. Ella fumaba cigarrillos, gritaba Olson. Bailaba canciones lentas. Olson le gritaba a Dios de parte de ella.

Mientras contaba su relato ahora, te hacía sonsacarle el resto. La idea de ella atrapada allí. Su alma en el limbo. Nadie venía al The Lodge con planes de pasar allí el resto de su vida. Joder, decía la señorita Leroy, uno veía pasar cosas peores que el hecho de que mataran a alguien.

A veces pasan cosas, cosas peores que los accidentes de coche, que la dejan a una varada. Peor que romper un eje del coche. Cuando una es joven. Y que la dejan a una de camarera en un bar en el culo del mundo durante el resto de su vida.

Hace más que la mitad de su vida, la señorita Leroy oyó aullar a los lobos. Oyó soltar gañidos a los coyotes. Oyó gritar a Olson, no gritar su nombre o algún pecado, sino simplemente soltar gritos. Fue a la puerta lateral del comedor. Dio un paso fuera, asomándose por encima de la nieve, y giró la cabeza a un lado para escuchar.

Olió a Olson antes de poder verlo. Era el olor del desayuno, un olor a beicon friéndose en medio del frío. El olor del beicon o del fiambre, cortado en lonchas gruesas y siseando al freírse en su propia grasa.

Llegado aquel punto de su relato, siempre se encendía el calefactor eléctrico de la pared. Aquel momento, en el momento en que la sala estaba todo lo fría que podía llegar a estar. La señorita Leroy conocía aquel momento, notaba que le ponía de punta los pelos del bigote. Sabía cuándo debía detenerse un segundo. Dejar un pequeño momento de calma y luego, ¡pum!, arrancaba la ráfaga y el silbido del aire caliente del calefactor. El ventilador del aparato producía un gemido grave y lejano al principio y luego un estruendo cercano. La señorita Leroy se aseguraba de que para entonces el bar estuviera a oscuras. El calefactor se encendía, con su gemido grave, y la gente levantaba la vista. Lo único que podían ver en la ventana era su reflejo. Su propia cara que no reconocían. Lo que los miraba desde fuera era una máscara pálida y llena de agujeros oscuros. La boca era un agujero oscuro y colgante. Sus propios ojos, dos agujeros negros muy juntos que miraban a través de sí mismos a la noche que tenían detrás.

Los coches que había aparcados justo fuera parecían estar a cien gélidos kilómetros de distancia. Hasta el aparcamiento parecía demasiado lejos como para ir andando en una oscuridad como aquella.

La cara de Olson Read cuando ella lo encontró, su cara y su cuello, era el único diez por ciento de él que seguía en perfecto estado. Incluso hermoso, en comparación con el resto de su cuerpo desollado y parecido a comida hervida.

Todavía gritando. Como si a las estrellas les importara un carajo. Aquella cosa que era lo que quedaba de Olson, arrastrándose por aquel lado del White River, daba tumbos, con las rodillas temblorosas, tropezaba y se iba deshaciendo.

Había partes de Olson que ya no estaban. Sus piernas por debajo de las rodillas, cocidas y arrastradas sobre el hielo roto. Mordidas y arrancadas, la piel primero y los huesos después, la sangre tan cocida en el interior que detrás de él no quedaba nada más que un rastro de su propia grasa. Su calor iba fundiendo la nieve hasta bien adentro.

El chaval de Pinson City, Wyoming, aquel chaval que saltó para salvar a su perro. La gente dice que cuando los presentes tiraron de él, sus brazos se desmontaron, una articulación tras otra, pero que él seguía vivo. Que el cuero cabelludo se le había despegado del cráneo blanco, pero que seguía consciente.

Que la superficie del agua hirviendo soltaba salivazos calientes y relucía con los colores del arco iris de la grasa derretida del chaval, de aquel sebo que ahora flotaba en la superficie.

El perro del chaval al cocerse se convirtió en un abrigo de piel perfecto en forma de perro, con los huesos ya limpios y descendiendo a los abismos del centro geotérmico del mundo, y las últimas palabras del chaval fueron: «La he cagado. Esto no lo puedo arreglar, ¿verdad?».

Así es como la señorita Leroy encontró aquella noche a Olson Read. Pero peor.

La nieve que había a su alrededor, el polvo recién caído que lo rodeaba, estaba todo salpicado de babas.

Alrededor de sus gritos, desplegados a su espalda y a los lados, la señorita Leroy pudo ver un enjambre de ojos amarillos. La nieve apisonada hasta convertirse en hielo bajo las pisadas de las patas de los coyotes. Las pisadas con cuatro dedos de las patas de los lobos. A su alrededor flotaban las caras de cráneo alargado de los perros salvajes. Jadeando detrás de las nubes blancas de su propio aliento, con los labios negros replegados a lo largo del risco de cada hocico. Con todos los dientes de raíces diminutas apelotonados, cerrados con fuerza y tirando hacia atrás de los harapos de los pantalones blancos de Olson, de las perneras hechas jirones que todavía humeaban de lo que había hervido en su interior.

Un segundo después los ojos amarillos se habían marchado y lo único que quedaba era lo que quedaba de Olson. La nieve levantada por los cuartos traseros de los animales todavía resplandecía en el aire.

Los dos a solas dentro de la nube tibia de olor a beicon. Olson irradiaba calor como una enorme patata horneada que se hundía cada vez más en la nieve de al lado de ella. Ahora su piel era una costra, arrugada y áspera como la piel de un pollo frito pero suelta y resbalando sobre el músculo de debajo, aquel músculo retorcido y cocido sobre su centro de huesos calientes.

Las manos de él se cerraron con fuerza sobre ella, sobre los dedos de la señorita Leroy, cuando ella intentó apartarse, y la piel de Olson se rasgó. Las manos cocidas de él se adhirieron, igual que los labios de uno se pegan al asta congelada de la bandera cuando hace mucho frío en el patio de la escuela. Cuando ella intentó apartarse, los dedos de él se partieron hasta el hueso, cocidos y sin sangre dentro, y él gritó y agarró fuerte a la señorita Leroy.

Era demasiado pesado para moverse. Hundido allí en la nieve.

Ella estaba anclada allí, con la puerta lateral del comedor a solamente veinte pisadas sobre la nieve. La puerta seguía abierta y las mesas de dentro preparadas para la siguiente comida. La señorita Leroy podía ver la chimenea parecida a una montaña de piedra del comedor, con los troncos ardiendo en el interior. Podía mirarla, pero estaba demasiado lejos para sentirla. Intentó nadar con los pies, pataleando, intentando arrastrar a Olson, pero la nieve era demasiado profunda.

En lugar de moverse, se quedó allí quieta, confiando en que el tipo se muriera. Rezando a Dios para que matara a Olson Read antes de que ella se congelara. Los lobos observaban con sus ojos amarillos desde el margen oscuro del bosque. Las siluetas de los pinos se elevaban hacia el cielo nocturno. Las estrellas de encima se fundían entre sí.

Aquella noche, Olson Read le contó una historia. Su propia historia personal de fantasmas.

Cuando nos morimos, esas son las historias que siguen en nuestros labios. Las historias que solamente les contamos a desconocidos, en algún lugar íntimo de la celda acolchada de la medianoche. Esas historias importantes que nos pasamos años ensayando mentalmente pero que nunca contamos. Esas historias son fantasmas, que traen a la gente de vuelta de entre los muertos. Solamente un momento. De visita. Cada historia es un fantasma. Y esta historia es la de Olson.

Con la boca llena de nieve fundida, la señorita Leroy le escupía el agua a los labios gordos y rojos de Olson, a su cara que era la única parte de él que podía tocar sin quedarse pegada. Arrodillada allí junto a él. El primer paso del camino que pone el diablo hacia la fornicación. Aquel beso, el momento para el que Olson se había estado reservando.

Durante la mayor parte de su vida, ella nunca le dijo a nadie lo que él había gritado. Guardarse aquello dentro fue una carga tremenda. Ahora se lo dijo a todos y no resultó mejor.

Aquella cosa triste y hervida que había junto al White River había gritado:

—¿Por qué me has hecho esto?

Y gritó:

—¿Qué he hecho yo?

—Los lobos grises —dijo la señorita Leroy, y se rió. Ya no tenemos ese problema. Por aquí no. Ya no.

La forma en que murió Olson se llama mioglobulinuria. En las quemaduras masivas, los músculos quemados segregan la proteína llamada mioglobulina. Ese flujo de la proteína en la sangre colapsa los riñones. Los riñones dejan de funcionar y el cuerpo se llena de fluidos y de toxinas sanguíneas. Colapso renal. Mioglobulinuria. Al decir estas palabras, la señorita Leroy podría parecer un mago haciendo un truco. Podrían ser un hechizo. Un conjuro.

Aquella forma de morir tardaba toda una noche.

A la mañana siguiente llegó la máquina quitanieves. El conductor los encontró: a Olson Read muerto y a la señorita Leroy dormida. Tenía las encías manchadas de blanco de pasarse la noche derritiendo nieve en la boca. Congelación. Las manos muertas de Read seguían cerradas sobre las de ella, protegiéndole los dedos, calentándoselos como si fueran un par de guantes. Durante semanas, la piel congelada en torno a la base de cada diente se fue cayendo, blanca y gris, de la raíz marrón, hasta que le quedaron los dientes como los tiene ahora. Hasta que se quedó sin labios.

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