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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (42 page)

BOOK: Fantasmas
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Su mirada se movía a saltos, en busca de una reacción, de alguna confirmación.

—Dios —dijo con la lengua fuera fingiendo que se asfixiaba—, ¿te suena a que estoy intentando ser Margaret Mead?

Su plan original era vivir en la reserva chewlah. Alquilar una casa o algo parecido. Tanto su madre como su padre eran médicos y querían que ella siguiera su sueño y no terminara como ellos, no importaba cuánto les costara. Aun cuando estaba hablando de sí misma, Mandy Algo hacía preguntas. Cuando hablaba de sus padres decía:

—¿Por qué no cambian de carrera? ¿No te parece triste?

Todas sus frases terminaban con el signo de interrogación.

Sus ojos, azules o grises y después plateados, nunca dejaban de vigilar. Sus dientes dieron un bocadito de hamburguesa, aunque a esas alturas ya debía de estar fría. Debía de ser como comerse algo muerto.

Ella dijo:

—Esa chica que murió…

Y luego:

—¿Tú qué crees que pasó?

Su disertación trataba del hecho de que en todas las regiones del mundo se manifiestan unas mismas criaturas gigantes y misteriosas. Esos gigantes a los que llaman Seeahtiks en las Montañas Cascade que hay alrededor de Seattle. En Europa se llaman Almas. En Asia, Yetis. En California son los Oh-mah-ah. En Canadá, el Sasquatch. En Escocia, los Fear Liath More, los famosos «Hombres Grises» que pueblan la montaña Ben Macdhui. En el Tíbet, los gigantes son los Metoh-kangmi, o Abominables Hombres de las Nieves.

Todos nombres distintos para unos gigantes peludos que deambulaban por los bosques o las montañas, a veces divisados por excursionistas o leñadores, a veces fotografiados pero nunca capturados.

Un fenómeno transcultural, lo llamaba ella. Y dijo:

—Odio el término genérico: los Yetis.

Todas aquellas distintas leyendas se habían desarrollado de forma aislada pero todas describían a unos monstruos altos y peludos que echaban una peste horrible. En un caso, con fecha de 1924, un grupo de mineros del noroeste Pacífico disparó a lo que creía que era un gorila. Aquella noche, su cabaña en el monte Saint Helens fue atacada por un grupo de aquellos gigantes peludos, que se dedicaron a lanzarles rocas. En 1967, un leñador de Oregon vio cómo otro gigante greñudo arrancaba rocas de una tonelada del suelo congelado y se comía las ardillas que había hibernando debajo de las mismas.

La prueba más importante en contra de la existencia de aquellos monstruos era que ninguno había sido nunca capturado. Ni encontrado muerto. Con tantos cazadores como había en los bosques hoy día, con tantos motociclistas, lo normal sería que alguno cazara un Yeti.

El camarero se acercó a la mesa y preguntó quién quería otra ronda. Y Mandy Algo se calló de repente, como si lo que estuviera diciendo fuera algún gran secreto de Estado. Y mientras el camarero estaba allí esperando, dijo:

—Cóbramelo todo al final.

Cuando el tipo se alejó, ella dijo:

—¿Conoces el término galés
gerulfos
?

Y dijo:

—¿No te importa? —Se medio giró a un lado, metió las dos manos dentro del bolso que estaba en la silla de al lado y sacó un cuaderno rodeado de una goma elástica—. Mis apuntes —dijo.

Quitó la goma elástica y se la puso alrededor de una muñeca para no perderla.

—¿Has oído hablar de la raza a la que los antiguos griegos llamaban los
cynocephali
? —dijo. Con su cuaderno abierto, dijo—: ¿Y de los
vurvolak
? ¿Los
aswang
? ¿Los
cadejo
?

Aquella era la segunda parte de su obsesión.

—Todos estos nombres… —dijo clavando un dedo en la página abierta del cuaderno—, hay gente en todo el mundo que cree en ellos, ya desde hace miles de años.

Todos los idiomas del mundo tenían una palabra que quería decir hombres lobo. Todas las culturas de la Tierra los temían.

En Haití, dijo, las mujeres embarazadas tienen tanto pavor de que un hombre lobo se coma a su recién nacido que las futuras madres beben café amargo mezclado con gasolina. Se bañan en un caldo de ajo, nuez moscada, cebolletas y café. Todo ello para ensuciar la sangre de su bebé y hacerla menos apetecible para cualquier hombre lobo local.

Ahí era donde entraba la tesis de Mandy Algo.

Los Yetis y los hombres lobo, dijo ella, son el mismo fenómeno. La razón de que la ciencia nunca hubiera encontrado un Yeti muerto era que se transformaban en personas. Aquellos monstruos no eran más que gente. Que solamente cambiaba durante unas pocas horas o días al año. Se volvían peludos. Se volvían
berserk
, tal como decían los daneses. Crecían hasta volverse enormes y necesitaban espacio para merodear. En los bosques o en las montañas.

—Viene a ser —dijo ella— como su ciclo menstrual.

Y ella dijo:

—También los machos tienen esos ciclos. Los elefantes macho pasan su ciclo de celo cada seis meses aproximadamente. Apestan a testosterona. Les cambia la forma de las orejas y de los genitales y están de un humor de perros.

Los salmones, dijo ella, cuando suben la corriente para desovar, cambian tanto de forma, se les deforma la mandíbula y cambian de color, que apenas pueden reconocerse como la misma especie. Luego están los saltamontes, que se convierten en langostas. Cuando les pasa, sus cuerpos enteros cambian de tamaño y de forma.

—De acuerdo con mi teoría —dijo ella—, el gen Yeti está relacionado o bien con la hipertricosis o bien con el
Gigantopithecus
humanoide, que se creía extinguido desde hace medio millón de años.

Dijo la señorita Algo, que no paraba de largar y largar y largar.

Hay tíos que han escuchado cosas peores con tal de poder echar un polvo.

Esa palabreja que ha dicho primero, la hipertricosis, es una enfermedad hereditaria que hace que te crezcan pelos de todos los poros de la piel y termines trabajando como fenómeno de circo. La palabreja que ha dicho después,
Gigantopithecus
, era un antepasado de los humanos que medía tres metros, descubierto en 1934 por un médico que se llamaba Koenigwald mientras investigaba un enorme diente fosilizado.

Dando golpecitos con un dedo en la página por la que tenía abierto su cuaderno, Mandy Algo dijo:

—¿Te das cuenta de por qué las pisadas —y dio más golpecitos con el dedo— que fotografió Eric Shipton en el Everest en mil novecientos cincuenta y uno —y dio más golpecitos— son exactamente iguales que las pisadas fotografiadas en el monte Ben Macdhui en Escocia? —Dio golpecitos con el dedo—. ¿Y exactamente iguales que las pisadas que encontró Bob Gimlin en el norte de California en mil novecientos sesenta y siete?

Porque todos los monstruos peludos y enormes del mundo están emparentados.

Su teoría era que hay gente en todo el mundo, grupos aislados de gente, que lleva un gen que la transforma en esos monstruos como parte de su ciclo reproductivo. Los grupos viven aislados y sin relacionarse con nadie en medio de páramos desiertos, porque nadie quiere convertirse en un semianimal enorme y greñudo a plena luz del día en, por ejemplo, Chicago. O en Disneylandia.

—O —dijo ella— en aquel vuelo de British Airways, a medio camino entre Seattle y Londres.

Se refería a un vuelo del mes pasado. El avión se estrelló en alguna parte cerca del Polo Norte. La última comunicación del piloto decía que algo estaba atravesando la puerta de la cabina de mando. Una puerta que era de acero reforzado, a prueba de balas y de explosiones. En la grabadora de a bordo, la caja negra, los últimos ruidos incluían gritos, gruñidos, y la voz del piloto gritando: «¿Qué es? ¿Qué está pasando? ¿Qué es usted…?».

La Administración Federal de la Aviación dijo que era imposible que nadie hubiera subido con pistolas, cuchillos ni bombas al vuelo.

La Oficina de Seguridad en Territorio Nacional dijo que la caída fue provocada con toda probabilidad por un solo terrorista, colocado con cantidades enormes de alguna droga de diseño. La droga le dio a él o a ella una fuerza sobrehumana.

Entre los pasajeros muertos, dice Mandy Algo, había una niña de trece años de la reserva chewlah.

—Aquella niña se dirigía a… —Hojea sus apuntes—. Escocia.

Su teoría era que la tribu de los chewlah la estaba enviando a otro continente antes de que le llegara la pubertad. Para que pudiera conocer y tal vez casarse con alguien de la comunidad del Ben Macdhui. Donde, según la tradición, hay gigantes de pelo gris que merodean en las laderas por encima de los mil quinientos metros.

Mandy Algo estaba llena de teorías. La New York Public Library tenía una de las colecciones de libros de ocultismo más grandes que existen, decía, porque hubo un tiempo en que la biblioteca estaba dirigida por un aquelarre de brujas.

Mandy Algo dijo que los Amish llevaban un listado de todas las comunidades Amish del mundo. Un inventario de todos y cada uno de los miembros de su iglesia. Para que cuando viajaran o emigraran siempre pudieran estar entre los suyos, vivir entre los suyos y aparearse con ellos.

—No es descabellado imaginar que esos Yetis tienen el mismo tipo de inventarios —dijo ella.

La transformación siempre era temporal, lo cual explicaba el hecho de que los investigadores nunca hubieran encontrado un Yeti muerto. Y era por eso que la idea de los hombres lobo tenía lugar en todas las culturas y a lo largo de toda la historia de la humanidad.

La única filmación existente, hecha por un hombre llamado Roger Patterson en 1967, mostraba a una criatura que caminaba erguida y estaba cubierta de pelo. Una hembra con la cabeza puntiaguda y unos pechos y unas nalgas enormes. Su cara, sus pechos, su culo, su cuerpo entero estaba cubierto de un pelo greñudo y rojizo.

Aquellos pocos minutos de filmación, que algunos consideraban un fraude, probablemente no mostraban más que a la tía Tilly, que estaba pasando por su ciclo. Que corría por ahí comiendo bayas y bichos, simplemente intentando mantenerse alejada de la gente hasta que le llegara el momento de volver a transformarse.

—Esa pobre mujer —dijo Mandy—. Imagina a millones de personas viendo una película en la que sales desnuda y en un día en que no te has arreglado.

Lo más probable era que el resto de la familia de la mujer la llamara a la sala de estar cada vez que salía la filmación por la tele para tomarle el pelo.

—Lo que al mundo le parece un monstruo —dijo Mandy— para la tribu de los chewlah no son más que películas caseras.

Y esperó un momento, tal vez pensando que habría una reacción por mi parte. Una carcajada o un suspiro. O un tic nervioso.

Luego Mandy Algo me habló de la chica del avión y me dijo que me imaginara cómo debió de sentirse. Se comió su frugal comida de avión pero seguía teniendo hambre. Más hambre de la que había tenido nunca. Le pidió a la azafata que le trajera aperitivos, sobras, lo que fuera. Y entonces se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasarle. Hasta entonces solamente había oído las historias de cómo su madre y su padre se iban de excursión al bosque durante unas cuantas noches y se alimentaban de ciervos, mofetas, salmones o de cualquier cosa que pudieran cazar. Se volvían salvajes durante unas cuantas noches y volvían a casa agotados y tal vez su madre embarazada. Que me imaginara a aquella chica levantándose para esconderse en el lavabo del avión pero encontrándoselo cerrado por dentro. Y quedándose allí en el pasillo, delante de la puerta del lavabo, cada vez más hambrienta. Cuando la puerta se abrió por fin, el hombre que había dentro dijo «Lo siento», pero ya era demasiado tarde. Lo que había delante de aquella puerta ya no era humano. Era hambre en estado puro. Ella lo metió de un empujón en el pequeño lavabo de plástico y los encerró a los dos con pestillo. Antes de que el hombre pudiera gritar, lo que había sido una chica de trece años le dio una dentellada en la tráquea y se la arrancó.

Comió y comió. Le arrancó la ropa de la misma manera en que se pela una naranja para comerse uno la carne jugosa que hay debajo.

Mientras los pasajeros se quedaban adormilados en la cabina del pasaje, aquella chica comió y comió. Comió y creció. Y tal vez entonces una azafata vio el charco pegajoso de sangre que salía por debajo de la puerta cerrada con pestillo del lavabo. Tal vez la azafata llamó con los nudillos y preguntó si todo iba bien. O tal vez la chica chewlah siguió comiendo y siguió teniendo hambre.

Lo que salió de aquel lavabo cerrado con pestillo, empapado de sangre, no había terminado de comer ni mucho menos. Lo que salió reventando la puerta hacia la cabina del pasaje sumida en la penumbra, agarrando caras y hombros a manos abiertas, se abrió paso por el pasillo de la cabina de la misma forma en que uno avanza por un bufet, cogiendo y picoteando. Aquel avión de línea atestado debió de parecerle a sus ojos amarillos y hambrientos una enorme caja de bombones en forma de corazón.

Un autoservicio de cabezas humanas en un opíparo bufet libre aéreo.

En su última transmisión de radio, antes de que la puerta de la cabina estallara, el capitán gritó: «Mayday. Mayday. Algo se está comiendo a mi tripulación de cabina…».

Mandy Algo se detuvo ahí, con los ojos casi desorbitados, apoyándose una mano en el pecho jadeante mientras su respiración intentaba acomodarse al ritmo de lo que decía. Con el aliento oliéndole a cerveza.

Se abrió la puerta de la calle y entró en el bar un grupo de tipos, todos vestidos con la misma ropa de color naranja brillante. Sudaderas. Chalecos. Chaquetas naranjas. Como un equipo deportivo, aunque en realidad eran un equipo de construcción de carreteras. En la televisión encendida sobre la barra estaban pasando un anuncio para alistarse en la marina.

—¿Te lo imaginas? —dijo ella.

¿Qué pasaría si ella podía demostrar que todo aquello era cierto? ¿Si había gente cuya simple raza los convertía en un arma de destrucción masiva? ¿Acaso el gobierno ordenaría a todo el mundo que tuviera aquel gen secreto que tomara drogas para erradicarlo? ¿Acaso las Naciones Unidas los pondrían a todos en cuarentena por razones de seguridad? ¿En campos de concentración? ¿O bien les implantarían transmisores de radio, igual que los guardias forestales se los implantan a los osos pardos peligrosos para poder rastrearlos?

—¿No te parece que es una simple cuestión de tiempo —dijo— que el FBI se presente en la reserva para hacer interrogatorios?

Durante su primera semana aquí, fue en coche hasta la reserva e intentó hablar con la gente. Su plan era alquilar una casa y observar la vida cotidiana. Empaparse de los detalles de la cultura chewlah, de las formas que tenía la gente de ganarse la vida. Fue en coche hasta allí, armada con una grabadora y quinientas horas en cintas. Y nadie quiso sentarse a hablar con ella. No había casas ni apartamentos ni habitaciones en alquiler. No llevaba todavía una hora allí cuando el sheriff del consejo de la tribu le habló de un toque de queda que requería que ella saliera de la reserva antes de la puesta de sol. Y le dijo que con lo largo que era el trayecto, sería mejor que se pusiera en marcha ya.

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