Fantasmas (38 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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16

Para algunos de nosotros, las noches son demasiado largas. Para otros, lo son los días. Las luces se encienden cuando la Hermana Justiciera hace salir el sol, pero hoy al amanecer lo que nos saca violentamente de la cama es un olor. El sueño perfecto de un olor que nos saca de nuestros camerinos y nos hace salir al pasillo. Arrastrados por las narices, como zombis.

La Directora Denegación sale al pasillo y está a punto de caerse al suelo pero consigue apoyarse con las manos en la pared que hay delante de su puerta abierta. Apoyada en la pared para mantenerse de pie, dice:

—¿Cora? ¿Gatita, gatita?

En el pasillo, el Reverendo Sin Dios forcejea con las dos manos para subirse la cremallera de sus pantalones de torero, los mismos pantalones que ayer le cabían.

—El fantasma —dice— debe de estar encogiéndonos la ropa.

El collar de campanillas de cristal se le clava en la piel del cuello a la Madre Naturaleza, tan prieto que se oye el tintineo cada vez que traga saliva.

—Mierda —dice—. No tendría que haberme servido esa ración extra de Camarada Sobrada.

De la puerta de al lado sale el Eslabón Perdido, con la cabeza tan echada hacia atrás que el vello de sus orificios nasales es la parte más alta de él. Olisquea el aire y pasa al lado de la Directora Denegación y el Reverendo Sin Dios. Sin dejar de olisquear, con los orificios nasales convertidos en dos enormes agujeros peludos, da otro paso en dirección al escenario y el auditorio que hay detrás.

La Directora Denegación dice:

—Cora…

Y cae lentamente al suelo.

La señora Clark sale de otra puerta y dice:

—Hoy vamos a tener que empaquetar a la Camarada Sobrada. Tiene que ir con el señor Whittier.

Desde el suelo, la Directora Denegación dice:

—Cora…

—A la mierda la gata —dice Miss América. Vestida con un abrigo largo estilo chino mandarín, con dragones bordados, se inclina hacia la puerta de su camerino, agarrando el marco con sus manos como arañas. Con la cara pálida alrededor de la mancha oscura de su boca, Miss América dice—: La cabeza me está matando. —Y se frota la cara con una mano abierta.

Miss América se quita el abrigo mandarín con una sacudida del hombro y saca un brazo flaco y blanco como una serpiente. Levanta el brazo por encima de la cabeza, con la mano floja y con una mata de pelo negro en el sobaco. Y dice:

—Tocadme las glándulas linfáticas. Están enormes.

Por todo el brazo flaco y desnudo tiene largos arañazos rojos. Arañazos de gato, juntándose entre sí. Rastros kilométricos de marcas de arañazos de gato.

El Eslabón Perdido le mira la cara de cerca y dice:

—Tienes un aspecto horrible. —Dice—: Tienes la lengua negra.

Y Miss América deja caer el brazo sin fuerzas junto al marco de la puerta. Se lame los labios con la lengua negra e hinchada, manchándoselos de negro, y dice:

—Anoche tenía tanta hambre que me comí todos mis pintalabios.

Se acerca a la Directora Denegación y le dice:

—¿Qué es ese olor?

Huele a tostadas y a huevos fritos en grasa. A fritanga. Una alucinación colectiva causada por el hambre que tenemos. Es el olor de los caracoles y las colas de langosta. De las magdalenas inglesas, goteando.

El Conde de la Calumnia sigue al Eslabón Perdido, que sigue a la señora Clark, que sigue a la Hermana Justiciera. Todos nos dedicamos a seguir el olor por el escenario y a recorrer el pasillo central hacia el vestíbulo.

La Señorita Estornudos se suena la nariz. Luego olisquea el aire y dice:

—Es mantequilla.

Olor a mantequilla caliente.

El fantasma que hay en todos los cines.

Es el fantasma grasiento de la Camarada Sobrada, el mismo que tenemos que oler cada vez que usamos el microondas. Estamos respirando su espíritu. Su hedor dulce a mantequilla será el fantasma que nos acosa.

El otro único olor es el aliento de la Madre Naturaleza, que se ha comido una vela de aromaterapia con aroma a arrayán.

En mitad del pasillo central, nos detenemos.

Al otro lado de las paredes oímos un ruido débil de granizo que cae. O de fuego de ametralladora. O de un redoble de tambor.

Una ráfaga de chasquidos y detonaciones que se superponen. Un traqueteo débil y veloz que viene del vestíbulo.

Nosotros, de pie en el centro de yeso negro del auditorio egipcio, bajo las estrellas polvorientas y cubiertas de telas de araña que brillan débilmente en lo alto, nos agarramos a los respaldos pintados de color dorado de los asientos negros para no perder el equilibrio. Nos detenemos y escuchamos.

Y la ráfaga de ametralladora, el granizo, se detiene.

Necesitamos que pase algo emocionante.

Necesitamos que pase algo asombroso.

En el vestíbulo de terciopelo azul, la campanilla del microondas suena una vez, dos y tres.

El fantasma de la Camarada Sobrada.

Sin dejar de tirarse del collar, la Madre Naturaleza se desploma lentamente en uno de los asientos de mohair negro y áspero.

San Destripado mira al Reverendo Sin Dios, que mira al Casamentero, que mira al Conde de la Calumnia, que está tomando notas y que asiente con la cabeza. Y continúan por el pasillo, con el resto de nosotros siguiéndolos a un paso de distancia. Con el foco de la cámara del Agente Chivatillo siguiéndolos.

Al otro lado de las puertas del auditorio, el vestíbulo de terciopelo estilo francés está vacío. Las sombras se refugian detrás de los sofás y las butacas palaciegas. La luz de las pocas bombillas que hemos dejado no es lo bastante fuerte como para dejarnos ver las paredes del otro extremo de la sala. Las puertas de los lavabos del vestíbulo están abiertas y en el suelo de azulejos del otro lado brilla el agua de los retretes. Por todo el suelo encharcado hay desperdigados montones deshechos de papel higiénico.

Además del olor del retrete, el olor a pavo Tetrazzini podrido y del olor al culo cocido de la Camarada Sobrada, sigue oliendo a… mantequilla.

En el interior de la portezuela de cristal ahumado del microondas, se puede ver algo blanco que casi llena el horno.

Es el Eslabón Perdido quien suelta un gañido. Nuestro hombre-animal peludo. Suelta un gañido y da una palmada con ambas manos sobre la barra del bar, tan fuerte que proyecta las piernas a un lado y salta por encima. Detrás de la barra, abre bruscamente el microondas y agarra lo que hay dentro.

Suelta otro gañido y lo deja caer.

Para entonces, la Baronesa Congelación ya ha saltado por encima de la encimera de mármol de la barra del bar.

La Condesa Clarividencia corre para ver.

La Madre Naturaleza dice:

—Son palomitas. —Y sus campanillas tintinean con cada palabra.

Se oye otro gañido detrás de la barra y la cosa blanca sale volando por los aires. Unas manos la siguen, dándole un golpe de voleibol, como si fuera una pelota de papel blanco, y manteniéndola fuera del alcance de todos los presentes. Bajo el foco de la cámara, la cosa se convierte en una luna blanca humeante y giratoria.

La Señorita Estornudos está tosiendo y riéndose. La Condesa Clarividencia llora detrás de sus gafas de sol. Todos nos dedicamos a intentar atrapar la cosa. A estirar los brazos para agarrar su olor caliente, grasiento y giratorio.

El Casamentero grita:

—No podemos. —Agita los brazos y grita—: ¡No nos las podemos comer!

Mientras las manos siguen bateando la bola de papel, esta gira y rebota muy cerca del techo.

Y la Condesa Clarividencia grita:

—Tiene razón. —Grita—: ¡Puede que hoy nos rescaten!

Dando un salto de hombre-animal, el Eslabón Perdido coge la bolsa con ambas manos.

El Eslabón se la pasa a la Condesa, que se la pasa al Casamentero, que echa a correr hacia los lavabos.

Los demás —el Santo y Miss América y la Hermana y la Baronesa— salimos corriendo detrás, gritando y llorando. Y el Agente Chivatillo nos sigue con la cámara diciendo:

—Por favor, no nos peleemos. No os peleéis. Por favor…

El Conde de la Calumnia ya está rebobinando su grabadora para oír el sonido parecido a un redoble de tambor de las palomitas todavía calientes en el microondas. Y luego la campanilla que dice que están listas.

Detrás de la barra del bar solamente quedan la señora Clark y el Chef Asesino.

Para la Madre Naturaleza, el fantasma es su amiga Lenteja. Para la Señorita Estornudos, el fantasma es su profesora de inglés enferma de cáncer. Igual que hicimos para estropear la comida, nuestro fantasma puede ser el trabajo combinado de dos o tres de nosotros. De cualesquiera.

De los lavabos viene el ruido de alguien tirando de la cadena. Y luego alguien tira otra vez. Del interior de la puerta abierta de los lavabos viene el eco de un coro de gemidos. Una capa nueva de agua se extiende hasta la puerta y lame como una ola el borde de la moqueta azul del vestíbulo.

Por toda el agua hay desperdigados trozos deshechos de papel higiénico. De papel y palomitas. Otro regalo de nuestro fantasma.

Sin dejar de mirar el microondas abierto, la señora Clark dice:

—Todavía no me puedo creer que la hayamos matado.

Sin dejar de oler los efluvios de mantequilla, el Agente Chivatillo dice:

—Podría ser peor.

En la ola de agua que viene del retrete atascado, mojado y enganchado en la moqueta del vestíbulo, se ve pelo. Pelo de gato atigrado. Y un collar fino de cuero negro. Y algunos huesecillos finos como lápices.

Es en ese momento cuando aparece la Directora Denegación, que nos ha seguido desde su camerino. Justo a tiempo de ver el cráneo de dientes diminutos, mondado por alguien y luego regurgitado por el retrete.

Y grabada en el collar, una inscripción que dice: «Señorita Cora».

Apartando la vista de la expresión de la cara de la Directora Denegación, mirando su reflejo diminuto en el espejo de detrás del bar, la señora Clark dice:

—¿Cómo? ¿Qué puede ser peor que matar a alguien?

VACACIONES AMERICANAS

Un poema sobre el Agente Chivatillo

«Los americanos se drogan —dice el Agente Chivatillo—

porque el ocio no se les da muy bien.»

Así que toman Percodan y Vicodin y OxyContin.

El Agente Chivatillo en el escenario, sosteniendo su cámara

de vídeo con una mano como si fuera una máscara

para esconderse la mitad de la cara.

El resto de él lleva un traje marrón de talla fija. Zapatos marrones.

Un chaleco de color mostaza. El pelo castaño y liso peinado hacia atrás.

Pajarita amarilla y camisa de vestir blanca de botones.

Sobre la tela blanca de su camisa parpadean

imágenes de actores de cine.

En vez de un foco, el Agente Chivatillo es una pantalla de

imágenes de archivo:

un plano de un público en un cine.

Filas y filas de gente, todos ellos

aplaudiendo al unísono en completo silencio.

En el escenario está el Agente Chivatillo, usando más la pierna izquierda, escorándose cada vez más a la derecha.

El sitio donde debería tener un ojo está ocupado por la luz roja de
RECORD

de la cámara de vídeo, por la que está mirando.

En el sitio donde debería tener la oreja está el micrófono incorporado. Para no oír nada más que a sí mismo.

El Agente Chivatillo dice: «Los americanos hacen su trabajo mejor que nadie en el mundo».

Y estudiamos y competimos mejor.

Pero somos pésimos cuando hay que relajarse.

No hay beneficio. No hay trofeo.

En los Juegos Olímpicos no le dan nada al Atleta Con Más Pachorra.

Y las marcas no patrocinan al Más Vago de ningún deporte.

Con la cámara de su ojo en modo automático, dice: «Somos geniales para ganar y perder».

Y para trabajar como mulas.

Pero no para resignarse. No para encogerse de hombros y ser tolerante.

«Así pues —se dice a sí mismo—, tenemos marihuana y televisión. Cerveza y Valium.»

Y seguro médico.

Para reavituallarnos cuando haga falta.

LISIADO

Un relato del Agente Chivatillo

En este preciso momento, Sarah Broome está buscando su mejor rodillo de madera para amasar. Lo blande, comprueba su peso. Calibra su fuerza golpeándose la palma de la mano. Se dedica a cambiar de sitio las latas y las botellas del estante de encima de la lavadora y a agitar el bote de lejía para ver cuánto le queda.

Si me pudiera oír, si pudiera escuchar, le diría que no pasa nada si me mata. Hasta le diría cómo hacerlo.

Mi coche de alquiler está al final del camino, tal vez a una canción de distancia si uno va escuchando la radio. A unos doscientos pasos si uno es de esos que cuentan los pasos cuando tienen miedo. Ella podría ir dando un paseo y traerlo hasta aquí. Un Buick de color rojo oscuro, a estas alturas ya cubierto de polvo de los coches que pasan a su lado sobre la grava. Ella podría aparcarlo cerca de este cobertizo para herramientas o caseta de jardín, o lo que sea este sitio en el que me tiene encerrado.

En caso de que esté fuera y lo bastante cerca como para oírme, grito:

—¿Sarah? ¿Sarah Broome?

Y le grito:

—No tiene por qué sentirse mal por nada.

Aun encerrado aquí dentro, yo podría darle las instrucciones. Guiarla paso a paso. Decirle cómo lo puede hacer. Lo que le hace falta a continuación es un destornillador para aflojar los tornillos que sujetan el tubo de acordeón de hojalata a la parte trasera de la secadora de ropa. Luego puede usar esos mismos tornillos para cerrar un extremo del tubo alrededor del tubo de escape de mi coche. Esos tubos se pueden estirar mucho, más de lo que uno espera. Y tengo el depósito de gasolina casi lleno. Tal vez ella tenga un taladro eléctrico para hacer unos agujeros en el costado de madera del cobertizo, o en la puerta. Como es una mujer, sabe hacer agujeros en sitios donde después no se vean.

Es importante que su casa esté bonita. Teniendo en cuenta que es lo único que tiene.

—Antes su vida era la mía —digo—. Entiendo cómo piensa ella que son las cosas.

Ella puede arrancar tiras de cinta adhesiva para sujetar el tubo contra el cobertizo. Para acelerar el proceso de matarme, podría echar una lona de plástico sobre la mitad superior del cobertizo y luego atarla bien ajustada a los lados con una cuerda. Convertir esto en un ahumadero bien sellado. Y en cinco horas tendría cien kilos de salchicha de buey ahumado.

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