La mayoría de la gente no ha matado nunca a un pollo, y mucho menos a un ser humano. La gente no tiene ni idea de lo duro que puede ser.
Prometo aplicarme a respirar hondo.
El informe de la compañía de seguros dice que se llama Sarah. Sarah Broome, de cuarenta y nueve años. Durante los diecisiete años que pasó trabajando como pastelera de primera para una empresa de bollería, solía echarse al hombro un saco de harina tan pesado como un niño de diez años y era capaz de mantenerlo en equilibrio así mientras cortaba el cordel que lo cerraba por delante y vertía la harina, poco a poco, en una batidora industrial. Según su expediente, en su último día de trabajo el suelo seguía mojado de haberlo fregado la noche antes. La iluminación tampoco era muy buena. El peso de la harina la hizo caerse hacia atrás y golpearse la cabeza en el borde de acero laminado de una mesa, lo cual le provocó pérdida de memoria, migrañas y una debilidad general que la incapacitó para cualquier clase de trabajo.
Los escáneres TAC no mostraron nada. Las resonancias magnéticas tampoco. Ni los rayos X. Pero Sarah Broome nunca volvió a trabajar.
Sarah Broome, casada tres veces. Sin hijos. Le dan algo de la seguridad social. Y algo de dinero en concepto de indemnización de la empresa todos los meses. Recibe veinticinco miligramos de oxicodona para tratar el dolor crónico que le baja desde el cerebro por la espina dorsal y se le extiende por ambos brazos. Hay meses en que pide Vicodin o Percodan.
Menos de tres meses después de su acuerdo con la empresa, se mudó aquí, en medio de la nada, a un sitio sin vecinos.
En este preciso momento, aquí sentado dentro de su cobertizo, da la impresión de que me he puesto el pie derecho con la punta mirando hacia atrás. La rodilla tiene que estar rota, y los nervios y tendones del interior retorcidos hasta quedar del revés. No siento nada por debajo de esa rodilla. Está demasiado oscuro para ver nada, pero el sitio donde estoy sentado huele a mierda de vaca. Esas cosas de plástico resbaladizo al tacto deben de ser sacos de estiércol de buey procesado, listos para la nueva parcela de jardín de ella. Apoyados contra las paredes hay una pala, una azada y un rastrillo.
La pobre Sarah Broome, en este preciso momento, está mirando sus herramientas eléctricas. La pone enferma la idea de clavarme una sierra giratoria. En lugar de serrín, la hoja giratoria provocaría un chorro en espiral de sangre y carne y hueso. Bueno, eso en el caso de que ella tuviera un alargador de cable lo bastante largo. Ahora está leyendo las etiquetas de los botes de pintura, de veneno para caracoles, de líquido limpiador, en busca de la calavera y de los huesos cruzados. De la cara verde y fruncida del muñequito que advierte a los niños de que el producto del frasco no se puede beber. Está llamando a la línea directa de la oficina local de Control de Venenos para preguntar cuánto líquido encendedor para barbacoas tiene que beber un hombre para morirse. Cuando el experto en venenos le pregunta por qué, Sarah cuelga a toda prisa.
La razón de que yo sepa esto es que… hace diez años transportaba barriles de cerveza desde un distribuidor hasta un montón de pequeños bares y tabernas. Se trataba de sitios demasiado pequeños para tener zona de carga, así que uno tenía que aparcar en doble fila. O aparcar en el carril del medio de la calle que se usa para girar, entre dos carriles rápidos de coches que pasaban a toda pastilla en ambas direcciones. Mi trabajo consistía en cargarme barriles a la espalda. En amontonar cajas de botellas de cerveza en una carretilla y esperar a que no pasara ningún coche durante el tiempo suficiente para cruzar corriendo. Siempre con el tiempo apremiando, hasta que un día, y completamente por accidente, se me cayó un barril del palé y me dejó hecho papilla sobre la acera.
Después de aquello, conseguí una casa casi tan agradable como esta. Una caravana Winnebago oxidada que ya no podía ni rodar, aparcada al lado de una letrina de un solo agujero, junto a un claro en un camino de grava que cruzaba el bosque. Tenía un Ford Pinto de cuatro cilindros con transmisión manual para ir hasta el pueblo. Una pensión por ser inválido total y todo el tiempo del mundo.
Durante el resto de mi vida, lo único que tenía que hacer era evitar que se me rompiera el coche. Iba tan colocado de Vicodin que el mero hecho de dar un paseo bajo el sol me hacía sentirme tan bien como cualquier masaje. Incluyendo un masaje con una paja.
El mero hecho de mirar los pájaros en su comedero, o los colibríes, o de dejar cacahuetes fuera, colocado y riendo mientras las ardillas se peleaban con las ardillas listadas, ya era una vida bastante buena para mí. El sueño americano de vivir sin despertador. Sin tener que fichar en el trabajo ni llevar una maldita redecilla para el pelo. Una vida ideal, en la que no te ves obligado a pedir permiso a ningún gilipollas para ir a cagar.
No, hasta esta tarde, Sarah Broome no tenía nada más que hacer que leer libros en edición de bolsillo de la biblioteca. Mirar los colibríes. Tragarse esas pildoritas blancas. Una especie de vacaciones ideales que, además, no se acababan nunca.
Lo que es una mierda es que, estés lisiado o no, por lo menos tienes que actuar como una persona lisiada. Tienes que cojear, o mantener el cuello bien rígido para hacer como que no lo puedes girar. Hasta con la sangre llena de calmantes, es la clase de farsa que al final hace que te sientas fatal. Si uno finge cualquier síntoma durante el tiempo suficiente, al final termina sintiendo dolor de verdad. Uno va por ahí cojeando y al final la rodilla le empieza a doler. Uno se queda todo el tiempo sentado y se convierte en un gordo jorobado.
El sueño americano del ocio no tarda en volverse aburrido. Con todo, te pagan para que seas un lisiado. Para que estés sentado delante del televisor. Tumbado en una hamaca mirando a los malditos animales. Si no trabajas, no duermes. Te pasas el día y la noche medio despierto y aburrido.
Se puede saber quién mira la televisión de día por las tres clases de anuncios que ponen. Hay los de clínicas para borrachos que están dejando la bebida. Los de los bufetes de abogados que resuelven pleitos por daños y perjuicios. O las escuelas que ofrecen títulos vocacionales por correspondencia para que te hagas contable. O detective privado. O cerrajero.
Si miras la tele de día, este es tu nuevo perfil demográfico. Eres un borracho. O un lisiado. O un idiota. Pasadas las dos primeras semanas, ser un vago se convierte en una mierda total.
No tienes dinero para viajar, pero no cuesta nada remover la tierra con una pala. Trabajar en el coche. Plantar un huerto.
Una noche, después del anochecer, hay una nube espesa de mosquitos y moscas del ganado alrededor de la lámpara de mi porche. Yo estoy en mi Winnebago con un tazón de té caliente y el Vicodin en las venas y levanto la vista para mirar los bichos que hay al otro lado de las ventanas. Es entonces cuando se oye el ruido. Una voz de hombre que grita desde alguna parte en la oscuridad, en el bosque.
Es alguien que pide ayuda a gritos. Por favor. Ayuda. Diciendo que se ha resbalado y se ha hecho daño en la espalda. Que se ha caído de un árbol, me dice.
En plena noche me lo encuentro vestido con un traje marrón y un chaleco de color amarillo mostaza, con unos zapatos de piel marrón con puntera de ala, y me dice que estaba observando pájaros. De una correa que tiene alrededor del cuello le cuelgan unos prismáticos. Me ofrezco para llevarle el maletín. Eso es lo que les enseñan en la escuela por correspondencia. Que si el sospechoso te sorprende, digas que estás observando pájaros. Luego nos pasamos el brazo por los hombros e iniciamos el recorrido tortuosamente lento sobre tres piernas de vuelta a la luz del porche de mi caravana.
Cuando ya casi hemos llegado, el hombre ve mi vieja chabola y me pregunta si podemos parar un minuto. Que tiene que cagar urgentemente. Yo le ayudo a entrar.
En cuanto la puerta se cierra y la hebilla de su cinturón golpea el suelo de madera, le abro el maletín. Dentro hay un montón de papeles. Y una cámara de vídeo. Se abre un costado de la cámara y dentro hay una cinta. Cuando cierro la cámara, la cinta empieza a reproducirse sola y la pantallita se enciende.
En la pantalla, un hombrecillo saca una rueda trasera y un neumático de un Pinto viejo y destartalado.
Soy yo, rotando mis neumáticos. Yo, soltando las tuercas y quitándole las ruedas a mi coche y cambiándolas por otras nuevas.
Nada más. Nada de observación de pájaros. Después de un chisporroteo de estática, la pantalla muestra una versión diminuta de mí, sin camisa y levantando a pulso una bombona de propano llena. Transportando la bombona hasta la parte de delante de la Winnebago, donde la cambio por la otra ya vacía.
Si Sarah se parece un poco a mí, en este preciso momento estará eligiendo un cuchillo para el pan de un cajón de la cocina. Si me da unos cuantos Vicodin en un vaso de agua, tal vez me pueda dejar sin conocimiento. Ahora mismo está mirando muy de cerca, casi bizqueando, el filo dentado de un cuchillo, comprobando cómo es de afilado. Comparado con seccionar un pollo, cortar una garganta no puede ser mucho más difícil. Tal vez me pueda poner una toalla vieja encima de la cara, de esa forma podrá fingir que no soy más que un pan. Y que está rebanando pan, o pan de carne, hasta que seccione una vena y el corazón continúe bombeando sangre, ola tras ola tras ola de sangre. En este preciso momento está devolviendo el cuchillo al cajón.
Es posible que tenga un cuchillo de trinchar eléctrico que le regalaron para su boda, hace media vida, y que no haya usado nunca. Que siga dentro de la elegante caja impresa con el folletito que explica cómo se trincha un pavo… cómo se deshuesa un jamón… cómo se corta en rodajas una pierna de cordero.
Nada sobre cómo se desmiembra a un detective.
Lo que uno ha de tener en cuenta es que tal vez yo quería que me pillara.
Pero qué malvado he sido, espiando a la pobre Sarah Broome y a su familia de gatos.
Lo que uno ha de tener en cuenta es que tal vez ella quería que la pillaran. Todos necesitamos a un médico que nos arranque de nuestro útero perfecto. Nos meamos y lloriqueamos pero agradecemos que Dios nos saque a patadas del jardín del Edén. Amamos nuestros padecimientos. Adoramos a nuestros enemigos.
En caso de que Sarah Broome esté cerca, le grito:
—Por favor, no se sienta culpable por esto…
Las letrinas no tienen cerraduras por fuera, así que rodeé toda la caseta con una cuerda, dándole dos y tres vueltas y luego tensándola bien, y até un nudo triple del revés. Dentro, el hombre estaba gruñendo, pegando su cagada en el agujero sobre el que estaba sentado. Matando a palmadas los mosquitos y moscas del ganado que venían en manadas de la oscuridad, estaba demasiado ocupado para oír cómo yo ataba los nudos y me llevaba su maletín a la caravana para echarle un vistazo.
Dentro del maletín del detective había un listado impreso con ordenador de nombres y direcciones, cada uno de ellos con su minusvalía correspondiente. Había tipos con síndrome de túnel carpiano. Tipos con lesiones inespecíficas de tejido blando en la zona lumbar. Con dolor crónico en las vértebras cervicales. En la lista figuraban los proveedores del subsidio por incapacidad, las compañías de seguro. Y los calmantes recetados en cada caso.
Y en el listado estaba yo: Eugene Denton.
Dentro del maletín había un grueso taco de tarjetas de visitas sujetas con una goma elástica, todas las cuales decían: Lewis Lee Orleans, Detective privado. Y un número de teléfono.
Cuando marqué el número, empezó a sonar un teléfono dentro del maletín.
Fuera, Lewis Lee Orleans me estaba llamando a gritos para que le ayudara a abrir la puerta de la letrina.
Si con ello pudiera ayudar a Sarah Broome a no sentirse mal por matarme, le diría que el detective lloró. Con los sollozos amortiguados tras las manos con las que se estaba tapando la cara, me dijo que tenía mujer y tres hijos. Hijos pequeños. Pero no llevaba anillo de boda, y dentro de la billetera no había fotos.
La gente dice que se nota cuando alguien te está mirando. Que el hecho de que te miren produce la misma sensación que si te estuvieran subiendo hormigas por debajo de la pernera del pantalón. A mí no me pasa. Aquella tarde del vídeo roté mis neumáticos y comprobé el desgaste de los frenos. Cambié el aceite, de grado viscoso 10-10 a grado más fluido 10-40. Y allí en la pantallita de vídeo estaba yo, cargado con un bidón lleno de aceite para coches, sacándolo a rastras de debajo de la caravana y llevándolo a cuestas debajo del brazo. Yo, que tengo la invalidez total, este pobre repartidor que juró delante de un tribunal que no podía levantar los brazos lo bastante como para cepillarse los dientes. Un inválido lisiado que merecía que lo mandaran a los cuarteles de invierno durante el resto de su vida natural. Y allí, filmado sin camisa, con el sudor de los sobacos dejando una sombra de color marrón oscuro en el bidón de aceite, podría haber pasado por un forzudo de circo.
Viviendo al aire libre en un clima benigno, sin comer demasiado y durmiendo muchas horas, ese musculitos bronceado parece que tenga otra vez diecinueve años.
Aquella era la mejor vida que yo había conocido, y el tío que estaba atrapado en mi letrina estaba a punto de cargársela por completo.
La mayoría de los casos importantes por invalidez están siempre en el juzgado de apelación. La aseguradora que cubre la indemnización laboral quiere permiso para supervisar a su hombre durante años. A fin de conseguir únicamente cinco minutos de imagen de vídeo de buena calidad que lo muestre levantando un motocultor para ponerlo en la parte trasera de su camioneta. Entonces pasan la cinta en el juzgado y se acabó: caso cerrado. Pensión denegada. El mismo demandante que ya tenía la vida arreglada, una buena tajada de pasta todos los meses y cobertura de gastos médicos, además de todos los Vicodin y Percocet y toda la oxicodona que necesitaba para encontrarse de perlas durante el resto de su vida. El equipo de la defensa pasa la cinta en el juzgado —el motocultor siendo colocado en la camioneta— y el tipo se queda sin nada.
Uno se queda con cuarenta y cinco o cincuenta años y acusado de fraude a la compañía de seguros. Y pierdes toda posibilidad de conseguir nada que no sea el salario mínimo durante el resto de tu vida. Nada de prestaciones. Nada de tiempo libre hasta que tengas sesenta y tantos y puedas empezar a cobrar de la seguridad social.