Fantasmas (49 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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El primer equipo de detectives colgó un micrófono en la cortina de ramas de espino. Igual que pondrían un micrófono en la tumba de la víctima de un asesinato después de un funeral reciente. Porque el asesino tenía que regresar. El asesino tenía que hablar, que contar su historia hasta que ya estuviera gastada.

Otras historias lo gastan a uno.

Al único público que un asesino puede arriesgarse a tener, su víctima.

Cassandra en su lecho de musgo. Con el micrófono colgado encima, conectado a una grabadora y a un transmisor cuyas emisiones escuchaba un ayudante del sheriff apostado en las rocas del otro lado del cañón. Lo bastante lejos como para poder matar mosquitos a palmadas sin que el ruido lo delatara. Con los auriculares tapándole las orejas. Sentado en el suelo infestado de hormigas. Escuchando todo el tiempo.

Y en sus auriculares, los pájaros cantaban. El viento soplaba.

Es asombroso cuántos asesinos vuelven para decir adiós. Han compartido algo, el asesino y la víctima, y el asesino volverá para sentarse sobre la tumba y hablar de los viejos tiempos.

Todo el mundo necesita un público.

En los auriculares del ayudante, las moscas negras zumbaban, venidas para poner sus huevos alrededor del borde húmedo de los párpados de Cassandra, en sus labios entreabiertos solamente un poco. Las moscas ponían huevos dentro de su nariz y de su ano.

En casa, la señora Clark había apartado con gran esfuerzo la nevera de la pared de la cocina para poder pasar el aspirador por las bobinas del compresor que había detrás.

En el lecho de musgo, la sangre de Cassandra se había acumulado en la parte de su cuerpo que quedaba más baja, dando la impresión de que las partes que quedaban a la vista, los pechos y las manos y la cara, estaban pintadas de blanco. Con los ojos abiertos y secos y pegajosos por culpa de los insectos que los chupaban. Con su pelo rubio. Con el pelo que le caía amarillo y tupido por detrás de la cabeza, pero también apagado, con ese aspecto que tiene el pelo cortado y muerto en el suelo de una barbería.

Sus células se estaban digiriendo a sí mismas, todavía intentando funcionar de alguna manera. Buscando comida desesperadamente, las enzimas de dentro empezaban a comerse las paredes de las células, y el amarillo de dentro de cada célula empezaba a supurar. La piel pálida de Cassandra empezaba a despegarse y a colgar flácida del músculo de debajo. Frunciéndose y llenándose de arrugas, la piel de sus manos parecía tan suelta como unos guantes de algodón.

Su piel estaba llena de incontables bultitos, una extensión de algo que podrían ser diminutas cicatrices de cuchillos, donde cada bulto se movía y se restregaba entre la piel y el músculo. Cada bultito era la larva de una mosca negra. Comiéndose la fina capa de grasa subcutánea, cavando túneles por debajo de su piel. Toda la superficie de ella, de sus brazos y piernas, era una constelación de bultitos en movimiento.

En los auriculares del ayudante de sheriff, el zumbido de las moscas dio paso al crujido de las larvas abriendo sus túneles a mordiscos.

En casa, a un paso del teléfono en silencio, la señora Clark ordenaba los adornos de Navidad en la atmósfera irrespirablemente polvorienta del desván, tirando cosas y empaquetando otras. Poniendo etiquetas a cada caja.

Las bacterias respiraban dentro de los pulmones de Cassandra, las bacterias que tenía en las tripas, en la boca y en la nariz se dividían y se dividían y volvían a dividirse, sin glóbulos blancos que las detuvieran. Su número aumentó astronómicamente, haciendo que su vientre pálido se hinchara hasta que sus hombros salieran proyectados hacia atrás. Las piernas se le abrieron. La barriga de Cassandra se hinchó hasta quedar tensa, embarazada del gas de dentro, del universo de bacterias que seguían comiendo y reproduciéndose.

La lengua se le hinchó, separándole las mandíbulas y sobresaliendo entre unos labios tan inflados como neumáticos de bicicleta. Las bacterias atravesaban el velo de su paladar, penetrando en la bóveda craneal, donde su cerebro esperaba, blando y comestible.

En casa, la señora Clark llevaba consigo el teléfono de habitación en habitación, fregando las paredes y lavando los vidrios llenos de moscas caseras muertas que cubrían todas y cada una de las lámparas del techo.

Un día más, y el cerebro de Cassandra saldría burbujeando, rojo y marrón, por sus narices y sus oídos. La masa cerebral blanda se derretiría y saldría burbujeando por las cuencas donde sus ojos se habían deshecho.

El micrófono recogía los ruidos. Era como el sonido amortiguado de las palomitas dentro de un microondas. Imaginen meterse en agua caliente llena de jabón de burbujas y en el sonido constante que hacen esas burbujas al deshacerse. Era el ruido de la lluvia fuerte sobre un patio de cemento. Del granizo al golpear el techo de un coche. Ese es el sonido de los gusanos, que para entonces ya eran tan gruesos como granos de arroz blanco. El micrófono captó un desgarrón y un silbido, el ruido de la piel al partirse y de la barriga de Cassandra al soltar el gas.

Llegaron los escarabajos carnívoros. Los ratones y las urracas. Los pájaros cantaban en el bosque, y cada secuencia de notas era alegre como una ristra de luces de colores. Un pájaro carpintero escuchaba con la cabeza inclinada para oír a los insectos de dentro de un árbol. Y se puso a golpear para hacer un agujero con el pico.

La piel se hundió, caída sobre los huesos, mientras las tripas de Cassandra rezumaban al exterior. Filtrándose en el suelo. Dejando nada más que una sombra de piel, un armazón de huesos envueltos en un charco de su propio lodo.

En los auriculares del ayudante del sheriff, los ratones masticaban a los escarabajos. Las serpientes llegaban para tragarse a los ratones entre los chillidos de estos. Todo parecía aspirar a ser el último eslabón de la cadena alimenticia.

En casa, la señora Clark rebuscó entre los papeles de la habitación de su hija, dentro de los cajones de su escritorio. Las cartas escritas en papel de carta de color rosa. Las viejas tarjetas de felicitación de cumpleaños. Y escrita a lápiz, copiada en la caligrafía de Cassandra sobre una hoja de un cuaderno pautado, con las perforaciones irregulares desplegadas a un lado, había una nota que decía:

Retiro para escritores: Abandone su vida durante tres meses…

Y luego echó los pececillos de su hija al retrete, todavía vivos, y tiró de la cadena. Y luego la señora Clark se puso su abrigo de invierno.

Aquella noche, en los auriculares del ayudante del sheriff, una voz de mujer dijo:

—¿Es ahí donde fuiste? ¿En ese retiro para escritores es donde te torturaron?

Era la voz de la señora Clark, que decía:

—Lo siento, pero tendrías que haber seguido desaparecida. Cuando volviste, ya no eras la misma. —Dijo—: Te quería mucho más cuando no estabas.

Esta noche, mientras nos cuenta su relato a los demás en el vestíbulo de terciopelo azul, la señora Clark dice:

—Lo hice con pastillas para dormir. —Sentada en mitad de las escaleras amplias y azules, dice—: En cuanto vi el micrófono allí colgado, eché a correr.

Aquella noche en el cañón, llegó a oír bajar a toda prisa por entre los matorrales al ayudante del sheriff, que venía a detenerla.

Sin nada en el mundo más que su abrigo de invierno y su bolso, la señora Clark llamó al número de teléfono que había en la nota escrita a mano de Cassandra. Conoció al señor Whittier y nos conoció a los demás.

Mirando alternativamente nuestras manos vendadas y nuestros pies y después nuestro pelo revuelto y nuestras mejillas hundidas, la señora Clark dice:

—Nunca he sido su… nada. Nunca he amado a Whittier.

La señora Clark dice:

—Solamente quería saber qué le había pasado a mi hija.

La verdad es que fue el señor Whittier el que mató a la chica a la que ella había parido.

Ella dice:

—Yo solamente quería saber por qué.

22

El Casamentero está a solas en el lounge estilo Renacimiento italiano cuando lo encontramos. La mayoría de los días, mientras las luces están encendidas, simplemente permanece de pie junto a la mesa larga y negra de madera con la bragueta abierta y el cuchillo de carnicero en una mano. Y en su mirada: cortar o no cortar.

Suuu-ruuuc
, el ruido de su ritual familiar.

La prueba de que un día el peor de tus miedos puede desaparecer. No importa que algo parezca muy terrible, puede que mañana ya no esté.

El Casamentero ha dejado de pedirnos a los demás que blandamos el cuchillo de carnicero. ¿Por qué íbamos a ayudarlo a acaparar la futura atención del público? No, si quiere mutilarse de forma tan grave, que lo haga él mismo.

Las patas de la mesa están talladas en forma de ristras de bolas de distintos tamaños, ensartadas o apoyadas una encima de la otra formando una columna recta. Las bolas que tocan el suelo o el tablero de la mesa son del tamaño de manzanas. La bola del medio de cada pata es del tamaño de una sandía. Las cuatro patas son del mismo color negro grasiento. Larga y estrecha como un ataúd, la mesa parece tallada en cera negra. Larga y plana y sucia, de forma que no refleja nada.

Igual que siempre, el Casamentero está ahí de pie, con la cuchilla lista. Tocándose el pecho con la barbilla. Mirando cómo su polla sobresale de su bragueta abierta igual que un gato miraría una ratonera.

El lounge estilo Renacimiento italiano ha tenido el mismo papel de pared vetusto de color verde satinado desde que la camioneta blanca nos dejó en el callejón. Desde tiempos inmemoriales. El verde satinado tiene un aspecto húmedo. Resbaladizo. Un reborde de pintura dorada perfila todos los respaldos tallados de las sillas y todas las molduras de los zócalos y todos los soportes de las velas eléctricas que hay en la pared de papel verde satinado.

Hundidas en pequeñas cavernas en la pared, en armaritos abiertos o nichos de color verde satinado, hay estatuas de gente desnuda con músculos y pechos tan enormes que parecen gordos. Son estatuas más altas que la mayoría de la gente y están de pie sobre pedestales de yeso pintados de ese negro verdoso que uno espera de la malaquita. Algunas tienen lanzas y escudos en las manos. Otras están proyectando hacia fuera sus culos de yeso blanco, de pie con los pies juntos y la baja espalda arqueada. Musculosas o culonas, de los pies para arriba tienen el yeso sucio de huellas de dedos, o bien rayado, lleno de muescas blancas dejadas por uñas, pero solo hasta allí donde una persona puede llegar. Solo hasta la cintura más o menos.

Subimos las escaleras procedentes de la galería estilo chino imperial, pasando súbitamente del rojo al verde, y hoy el Casamentero tiene la polla colgando fuera.

Jadeando, tosiendo y con una mano sobre el pecho, el Reverendo Sin Dios dice:

—Ya vienen, gente… Se les oye en el callejón de fuera.

Desde detrás de su cámara, el Agente Chivatillo dice:

—Si te la vas a cortar, córtatela ahora.

Y con el cuchillo de carnicero en la mano, el Casamentero dice:

—¿Qué?

La polla del pobre Casamentero, comparada con el resto de su cuerpo narigudo, de ojos saltones y mejillas hundidas, parece grande como una estatua. Es el último de nosotros que sigue intacto. Tan sucio que se le ha adherido la parte de dentro de la camisa, y su piel tensa parece agrietada y hecha añicos por los entramados de venas y arterias que le envuelven las manos huesudas. Las venas le abultan y le serpentean por debajo de la piel de la frente. Sus tendones palpitan y tiemblan, enmarañados con la piel de su cuello.

—Hay gente fuera —dice el Eslabón Perdido, con la boca oculta detrás del extremo gordo de su nariz, perdida en alguna parte por encima del enorme escroto de su barbilla peluda. Dice—: Están taladrando la cerradura. Estamos a punto de ser famosos.

Bueno, todos… salvo el Casamentero, el hombre que no tiene cicatrices que mostrar, que no tiene señales de nada más que de no comer.

Alrededor de la punta grisácea de su polla, la madera está toda marcada por los ensayos de los tajos, cada tajo a un ángulo distinto. La madera cortada se ha reblandecido por nuestra sangre. Y la pulpa reblandecida se ha astillado y se ha deshecho con los golpes hasta caer al suelo.

La gata se comió nuestras orejas y dedos de los pies y las manos. Miss América se comió a Cora Reynolds. Nosotros nos comimos a Miss América y a su hijo. La cadena alimenticia, completada.

Todos luchamos por ser los últimos de la cadena.

La cámara tras la cámara tras la cámara.

El Conde de la Calumnia levanta una mano y menea los tres dedos sanguinolentos que le quedan, con las uñas arrancadas y desaparecidas, y dice:

—Corre, dame el cuchillo. —Dice—: Todavía tengo tiempo de sufrir un poco más.

El Chef Asesino se deja caer en una silla palaciega dorada y se quita los zapatos con los pies. Se agarra los calcetines por la punta y estira de ellos y los alarga y los alarga y los alarga hasta que se le salen de los pies. Se mira los dedos de los pies y dice:

—Yo primero. Me quedan demasiados dedos en los pies.

El pobre Casamentero, de pie con las caderas pegadas al borde de madera negra de la mesa, con la polla colgando, dice:

—No me metáis prisas. —Con el sudor manando de los agujeritos de su frente, dice—: Vosotros ya tuvisteis vuestra oportunidad para sufrir. Ahora me toca a mí.

—Pues sufre ya —dice el Chef. Chasquea los dedos que le quedan y dice—: O devuélveme mi cuchillo. Es mi cuchillo. —Y se pone de pie con la mano extendida.

El Conde se acerca a la mesa, sosteniendo la grabadora en la mano, con la rejilla del micrófono lista para borrar el pasado grabando encima el ruido seco del tajo. El Conde de la Calumnia dice:

—Sé un hombre.

Y dice:

—Esta es tu última oportunidad. Sé un hombre y córtate esa polla.

El Eslabón Perdido, con la camisa abierta y con un pecho donde no se ve nada más que pelo oscuro y la escalera de mano de sus costillas, dice:

—Cuando se abra la puerta, va a ser demasiado tarde para todos nosotros. —Dice—: Así que date prisa.

Y el Casamentero se queda mirando su reflejo en la hoja enorme del cuchillo de carnicero. Levanta el filo en dirección al Reverendo Sin Dios y dice:

—¿Me ayudas?

El Reverendo coge el cuchillo. Agarra el mango con las dos manos y le da una cuchillada al aire.

El Casamentero suspira, respira hondo y expulsa el aire, y pega las caderas a la mesa.

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