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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (48 page)

BOOK: Fantasmas
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Escamación de tejido necrótico. Otro hechizo mágico.

No hay nada ahí fuera en el bosque, le decía la señorita Leroy a la gente. Nada maligno. No hay más que soledad y tristeza. Nada más que Olson Read todavía sin saber qué hizo mal. Sin saber dónde está. Algo tan solitario y tan terrible que hasta los lobos y los coyotes se han marchado de la parte alta del White River.

Así es como funcionan los cuentos de miedo. Como ecos de un temor ancestral. De algo que querríamos pensar que hemos dejado atrás. Pero que todavía puede hacernos llorar de terror. Algo que uno confiaba en que estuviera curado.

Todas las noches están salpicadas de ellos. De esa gente que deambula sin poder ser salvada pero que no se muere. Se los oye de noche, gritando ahí fuera, en esta parte de la Falla del White River.

Algunas noches de febrero todavía se nota el olor a grasa. A beicon crujiente. Olson Read no siente las piernas pero todavía hay algo tirando de él hacia atrás. Y él grita. Sus dedos son como ganchos clavados en la nieve, mientras todos esos dientes diminutos y rechinantes tiran de él hacia atrás, hacia la oscuridad.

21

De acuerdo con la señora Clark, una persona normal quema sesenta y cinco calorías por hora mientras duerme. Y uno quema setenta y siete calorías por hora que pasa despierto. Por el mero hecho de caminar despacio, se queman doscientas. Solo para sobrevivir hay que comer mil seiscientas cincuenta calorías al día.

El cuerpo solo puede almacenar unas mil doscientas calorías de hidratos de carbono: la mayoría en el hígado. Por el mero hecho de estar vivo, uno quema todas sus calorías almacenadas en menos de un día. Después de eso se quema grasa. Y luego músculo.

Es entonces cuando se te llena la sangre de cetonas. Te suben las concentraciones de acetona en el suero sanguíneo y te empieza a oler el aliento. El sudor te huele a cola de aeromodelismo.

El hígado y el bazo y los riñones se te encogen y se te atrofian. El intestino delgado se te hincha de no usarlo y se te llena de mucosidad. Las úlceras te abren agujeros en las paredes del colon.

Por el hecho de no comer, el hígado convierte músculo en glucosa para mantenerte el cerebro vivo. Por el hecho de no comer, la sensación dolorosa de hambre desaparece. Y uno se siente simplemente cansado. Uno está cada vez más confuso. Dejas de percibir el mundo que te rodea. Dejas de lavarte.

Cuando ya has quemado entre el setenta y el noventa y cuatro por ciento de tu grasa corporal y el veinte por ciento de tu masa muscular te mueres.

En la mayoría de los casos se tarda sesenta y un días.

—Mi hija, Cassandra —dice la señora Clark— nunca me contó qué le había pasado.

La mayoría de lo que sabemos sobre el hambre, dice la señora Clark, lo sabemos de observar a los presos de Irlanda del Norte en huelga de hambre.

Cuando uno ha dejado de comer, a veces la piel se le pone de color azul claro. A veces se pone de color marrón oscuro. Un tercio de la gente que ha dejado de comer se hincha, pero solamente los que tienen la piel pálida.

En la pared del salón de fumar gótico, San Destripado ha acumulado cuarenta días de muescas. Cuarenta rayas trazadas a lápiz.

Nuestra historia, la epopeya real de nuestra valiente supervivencia bajo las más crueles torturas, bueno, los royalties solamente se dividen entre trece. Ahora que Miss América se ha desangrado.

La mayoría hemos dejado de intentar romper el horno después de que el fantasma lo arregle. Con todo, no lavamos la ropa. Algunos días, desde que se encienden las luces hasta que se apagan, nos los pasamos tumbados en la cama en nuestros camerinos, detrás del escenario. Todos recitando nuestras historias para nosotros mismos.

Si tenemos la bastante fuerza, pediremos prestado un cuchillo al Chef Asesino y nos cortaremos la cabellera arrancándonos el cuero cabelludo. Otra humillación que nos infligirá el señor Whittier. Otra forma de hacer que nuestra foto de «después» sea más terrible comparada con nuestras fotos de «antes», que en estos momentos deben de estar siendo grapadas a los postes telefónicos o impresas en los cartones de la leche.

El Reverendo Sin Dios rompe la pata de una silla y se retuerce el trozo de madera dentro del cuello, para que luego la policía encuentre algunas astillas. Una buena idea, suministrada por la hija de la señora Clark, Cassandra.

Después de que se apaguen las luces, oímos pasos. El chirrido de puertas. Los pasos fantasmales de este sitio. El señor Whittier. La Dama Vagabunda. La Camarada Sobrada y Miss América.

Desde que el fantasma le hizo lo que le hizo al Duque de los Vándalos, todos cerramos nuestras puertas con llave después de que se apaguen las luces. Nadie deambula salvo en grupos de dos o tres, todo testigo acompañado de otro testigo, para mantenerse a salvo. Todo el mundo lleva encima uno de los cuchillos del Chef Asesino.

Después de volver a casa, dice la señora Clark, su hija apenas volvió a recuperar peso. A Cassandra le volvieron a crecer las uñas, pero nunca se las pintó. Le volvió a crecer el pelo, pero Cassandra solamente se lo lavaba y se lo cepillaba. Nunca se lo rizó ni se lo recogió para hacerse ningún peinado ni se lo tiñó. Por supuesto, los dientes que perdió no le volvieron a crecer.

Llevaba una talla microscópica. Sin caderas. Sin pechos. Nada más que rodillas y hombros y pómulos de campo de exterminio. Cassandra podía ponerse cualquier cosa, pero cada día llevaba los dos o tres vestidos largos de siempre. Sin joyas. Sin maquillaje. Era casi como si no estuviera, solo hacía falta un trozo en mal estado de carne del almuerzo para matarla. Solo un puñado de somníferos mezclados en su avena. Si hubiera comido.

Pero por supuesto, la señora Clark la llevó a un dentista. Pagó una buena dentadura postiza parcial. Se ofreció a pagar implantes para reemplazar los dientes. Los pechos marchitos. Investigó el tema de la anorexia nerviosa.

La señora Clark le mentía y le dijo que estaba guapa así de delgada. Cassandra nunca salía lo bastante de casa como para que su piel no estuviera de color azul claro.

No, lo único que hacía Cassandra era ir al instituto, donde nadie hablaba con ella. Todo el mundo hablaba de ella, y las historias sobre sus torturas se volvían más horribles cada trimestre. Hasta los profesores dejaban que sus terribles imaginaciones se volvieran descabelladas. En su vecindario, todo el mundo paraba a la señora Clark para darle unas palmaditas en la mano y decirle lo mucho que lo sentían. Como si a Cassandra la hubieran encontrado muerta.

Toda la gente que había hecho campaña y que había participado en la búsqueda con perros de la policía dejó de preguntar por los detalles. Se cansaron de que la señora Clark les dijera: «No lo sé. No lo sé. No lo sé…».

El primer año que Cassandra regresó al instituto subieron sus notas. No se presentó a las pruebas para animadora. No jugaba al baloncesto ni al fútbol. No hacía nada más que leer y volver a casa. Observaba los pájaros del cielo. Observaba cómo nadaban sus pececitos.

Con todo, Cassandra no se quería poner la dentadura postiza parcial ni siquiera cuando la señora Clark se lo suplicaba y la amenazaba: la amenazaba con hacerse daño a sí misma. La señora Clark podía apagarse cigarrillos en el brazo y su hija simplemente se quedaba sentada mirándola. Oliendo a piel quemada.

Cassandra se limitaba a escuchar. Mientras la señora Clark le suplicaba y le gritaba y le pedía a Cassandra que, por favor, hiciera un esfuerzo por estar guapa. Que fuera popular. Que hablara con un especialista. Que volviera a estar en la onda de la vida. Cualquier cosa. Y lo único que hacía Cassandra era escuchar.

—Mi propia hija —dice la señora Clark—, y era tan sociable como una planta de interior.

Un robot que se pasó todo su último año sacando excelentes pero no fue al baile de graduación. No salía con chicos. No tenía amigas. Una Caja de Pesadillas que no paraba de hacer tictac, en una estantería alta.

—Se pasaba el día sentada —dice la señora Clark—, como la gente que está sentada en la iglesia.

Callada. Con la espalda recta. Con los ojos brillándole. Pero sin cantar, sin ofrecer nunca ningún detalle sobre lo que le pasaba dentro de la cabeza. Cassandra no hacía más que mirar y escuchar. No era la chica que su madre había conocido, sino otra persona. Una estatua que miraba hacia abajo desde detrás de un altar. Una estatua esculpida en una catedral hacía un millar de años. En Europa. Una estatua que sabía que había sido esculpida por Leonardo da Vinci. Así era como veía a Cassandra la gente.

Ahora la señora Clark dice:

—Me volvía loca.

Otras veces era como vivir con un robot. O con una bomba. Había días en que la señora Clark esperaba a que alguna secta o algún chiflado llamara por teléfono preguntando por Cassandra. Había noches en que la señora Clark dormía con un cuchillo debajo de la almohada y con la puerta de su dormitorio cerrada con llave.

Nadie sabía en qué se podía convertir aquella chica silenciosa. Había vivido algo que el resto de la gente no podía ni imaginar. Tantas torturas y horrores que no le hacía falta contárselos a la gente. Ya nunca más necesitaría drama ni placer ni dolor.

Podías entrar en la sala, encender el televisor, comerte una bolsa de palomitas y solamente entonces darte cuenta de que estaba sentada a tu lado en el sofá.

En serio, así de siniestra era. Cassandra.

Un día a la hora de la cena, cuando estaban las dos solas sentadas a la mesa, la señora Clark le preguntó a Cassandra si se acordaba de la Caja de Pesadillas. Si aquella noche en la galería había tenido algo que ver con su desaparición.

Y Cassandra dijo:

—Me hizo querer ser escritora.

Después de aquello, la señora Clark ya no pudo dormir. Quería que su hija se fuera. A la universidad. Al ejército. A un convento. A donde fuera. Que se marchara.

Y un día la señora Clark llamó a la policía para decir que Cassandra había desaparecido.

Por supuesto, la había buscado por toda la casa. La señora Clark sabía cómo era capaz Cassandra de desaparecer fundiéndose con el papel de la pared o con las rayas de la tela del sofá. Pero había desaparecido de verdad.

Mientras todas las cintas amarillas descoloridas ondeaban todavía en los coches de todo el mundo, aquellos banderines de rendición, Cassandra Clark había vuelto a desaparecer.

CASSANDRA

Otro relato de la señora Clark

Si hacer un trabajo que odias tiene algún truco… La señora Clark dice que el truco es encontrar un trabajo que odies todavía más.

Después de que encuentres una empresa todavía más temible, las pequeñas tareas cotidianas son un paseo. He aquí otra razón para tener a un diablo a mano. Hace que todos los demás pequeños demonios parezcan más… soportables. Otra ampliación de la señora Clark a las teorías del señor Whittier.

Nos encanta el dramatismo. Nos encanta el conflicto. Necesitamos un diablo o nos lo inventamos.

Nada de eso es malo. No es más que la forma en que funcionamos los humanos. Los peces tienen que nadar y los pájaros tienen que volar.

Después de que su hija desapareciera por segunda vez, la señora Clark mojó un trozo de algodón en un frasco de aceite mineral y selló el cemento blanco de entre los azulejos del baño. Tardó casi un fin de semana.

Pasó un trapo para quitar el polvo a lo largo de todas y cada una de las lamas de las persianas.

De momento, todos aquellos trabajos tediosos eran soportables por la llamada telefónica que podía llegar. Los detectives de la policía llamando para decir que habían encontrado los restos. O peor, que habían encontrado a Cassandra viva.

Aquella chica robótica que podía pasarse todo el día sentada, pintando los arrendajos azules que piaban al otro lado de su ventana. O mirando cómo aquellos malditos pececillos nadaban y nadaban en círculos dentro de su pecera.

Aquella… desconocida sin dedos en las manos ni en los pies.

Lo que la señora Clark no sabía era que la policía había encontrado a Cassandra. Que un alevín de los boy scouts había regresado del bosque muy callado. Guardando en silencio su secreto, el descubrimiento que había hecho. En su exploración por el bosque, siguiendo un arroyuelo que iba por el fondo de un cañón, trepando por las rocas detrás de las cuales estaba inundado antes de que la roca se volcara y su lugar quedara también inundado, aquel alevín de los boy scouts estaba buscando un agujero lo bastante grande como para que dentro hubiera truchas. Un musgo verde coronaba las rocas y se extendía a su alrededor, y los árboles se erguían con ramas que se atropellaban entre sí. Bajo la sombra de estas estaba Cassandra Clark tumbada de lado, con las manos juntas bajo una de las mejillas de su cara flaca y pálida, como si estuviera durmiendo. Cassandra, desnuda en un lecho de aquel musgo espeso y blando, debajo del sitio donde las ramas de un espino colgaban bajas formando una cortina que la envolvía por todos lados.

El boy scout se lo dijo a un adulto, que llamó al sheriff. Antes de que oscureciera, una cadena de detectives había seguido el arroyo por el fondo del cañón. Al anochecer, ya estaban en sus casas, una multitud de gente que no quería hablar de lo que habían visto aquel día en el trabajo.

Ninguno de ellos llamó a la señora Clark. En casa, esperando, esta le dio la vuelta a todos los colchones de la casa. Lavó las ventanas del segundo piso. Le quitó el polvo al borde de encima de los zócalos. Todas las tareas que la mayor parte del tiempo resultaban demasiado deprimentes no eran nada comparadas con el simple hecho de esperar. Limpió la chimenea, con el teléfono nunca lo bastante lejos como para no poder descolgarlo al primer timbrazo.

Con motivo de aquella segunda desaparición nadie ató lazos amarillos a nada. Nadie fue buscando de puerta en puerta. Ni encendió velas para rezar oraciones. Ningún médium la llamó.

Ni siquiera las cadenas de televisión le hicieron una visita mientras la señora Clark se mataba a limpiar.

Así fue como Cassandra se pasó otra noche esperando en el cañón, tirada sobre un arroyo, y en medio de una ladera rocosa, a un buen trecho de cualquier carretera para el transporte de madera de los servicios forestales. No había pisadas marcando el camino, y sus pies descalzos parecían limpios, como si hubieran cargado con ella hasta allí.

Para entonces, ya era demasiado tarde para medir el potasio de su humor acuoso. Se le podían doblar los brazos, o sea, que llevaba más de dos día muerta. El rigor mortis había venido y se había marchado.

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