Favoritos de la fortuna (106 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Un argumento irrebatible, pensó César.

Marco Junio Junco no estaba en Pérgamo cuando César llegó al río Caico y ancló en el puerto de la ciudad; era a finales de marzo según el calendario romano, por lo que el invierno aún no había concluido, pero habían navegado por la costa sin incidentes. La ciudad de Pérgamo aparecía magnífica en lo alto, pero desde la parte baja del río se veían restos de nieve en el techo de los templos y los aleros de palacio.

—¿Dónde está el gobernador? ¿En Éfeso? —preguntó César al procuestor Quinto Pompeyo (más emparentado con la rama de los Rufos que con la de los Pompeyos).

—No; en Nicomedia —contestó Pompeyo—. En realidad, yo estaba a punto de salir para allá. Suerte tienes de encontrarnos, porque hay mucho que hacer en Bitinia, y yo he regresado a recoger ropa más ligera para el gobernador, pues no esperábamos que en Nicomedia hiciese más calor que en Pérgamo.

—Siempre lo hace —dijo César muy serio, dominándose por no preguntar al procuestor de la provincia de Asia si no tenía cosas más urgentes que hacer que recoger ropas más ligeras para Junco—. Bien, Quinto Pompeyo —añadió, afable—, si quieres yo llevaré la ropa del gobernador, pues voy a darte un poco de trabajo antes de que te marches. ¿Ves esos barcos?

—Los veo —contestó Pompeyo, nada complacido con que alguien más joven le dijese lo que tenía que hacer.

—Hay unos quinientos piratas que habrá que encarcelar durante unos días. Marcharé a Bitinia a pedir a Marco Junio autorización oficial para crucificarlos.

—¿Crucificar piratas?

—Eso es. Asalté su guarida en Licia con ayuda de diez barcos de la armada de Rodas.

—¡Pues quédate aquí y ocúpate de tus malditos prisioneros! —espetó Pompeyo—. Yo pediré el permiso al gobernador.

—Lo siento mucho, Quinto Pompeyo, pero no es el procedimiento —replicó César sin perder la compostura—. Yo soy un privatus y era privatus cuando los capturé, y debo ser yo quien hable con el gobernador. Licia es de su provincia y yo debo explicarle las circunstancias. Es la ley.

La pugna duró un instante, pero no cabía duda de quién se impondría. Y fue César quien zarpó rumbo a Nicomedia en la galera más rápida de Rodas, dejando que Pompeyo se ocupase de los prisioneros piratas.

Mientras aguardaba en una antecámara del palacio a que le recibiera el ocupado Marco Junio Junco, César pensó que aquello había cambiado radicalmente. Aún se conservaban los dorados, los frescos y las obras de arte que no podían quitarse sin dañar la estructura, pero ciertos objetos familiares y estupendas estatuas habían desaparecido de galerías y salones, y también varias pinturas.

La luz ya moría cuando Junco irrumpió en la sala; era evidente que había cenado antes de atender a su colega senador.

—¡César, me alegro de verte! ¿Qué te trae por aquí? —preguntó, tendiéndole la mano.

—Ave, Marco Junio. Estás muy ocupado.

—Ciertamente; conoces este palacio como la palma de la mano.

Era una afirmación discreta pero lo bastante explícita.

—Como fui yo quien te avisó de que el rey Nicomedes estaba agonizando, bien lo sabes.

—Pero no tuviste la cortesía de aguardar mi llegada.

—Soy un privatus, Marco Junio, y no habría hecho más que entorpecer tu labor; es mejor que un gobernador actúe según su propio criterio cuando tiene una tarea tan importante como es anexionar una nueva provincia a Roma —replicó César.

—¿Y qué te trae aquí de nuevo? —inquirió Junco, mirando a su interlocutor con intensa aversión, recordando sus diatribas en el tribunal de homicidios.

—Caí cautivo de unos piratas hace dos meses cerca de Farmacusa.

—Sí, es cosa bastante habitual. Supongo que te las arreglarías para pagar el rescate dado que estás aquí. Pero no puedo hacer nada para ayudarte a recuperarlo, César. No obstante, si quieres haré que los funcionarios dirijan una queja al Senado de Roma.

—Eso puedo hacerlo yo —dijo César afablemente—. No he venido a quejarme, Marco Junio, sino a pedirte autorización para crucificar a quinientos prisioneros piratas.

—¿Qué? —inquirió Junco, mirándole de hito en hito.

—Como bien has razonado, yo me pagué el rescate y luego requisé en Rodas una pequeña escuadra y soldados, volví a la guarida pirata y la asalté.

—¡No tenías derecho a hacerlo! ¡ El gobernador soy yo y eso es asunto mío! —espetó Junco.

—Si hubiese enviado noticia a Pérgamo-vengo precisamente de allí, donde he dejado a los prisioneros— y te hubiesen enviado un mensaje aquí a Nicomedia, Marco Junio, habría transcurrido el invierno y el pirata Polígono habría salido de su reducto para recomenzar sus rapiñas. Seré un privatus, pero he actuado como se supone debe actuar cualquier miembro del Senado, asegurándome de que los enemigos de Roma no escapan al castigo.

La tajante réplica dio tiempo a Junco para encontrar una respuesta adecuada.

—Entonces, tu acción es encomiable, César.

—Eso creo.

—¿Y me pides permiso para crucificar a quinientos hombres? ¡ No puedo concedértelo! Tus cautivos me pertenecen y los venderé como esclavos.

—Les prometí que les crucificaría —replicó César, apretando los labios.

—¿Les diste palabra? —preguntó Junco, pasmado—. ¡A unos ladrones fuera de la ley…!

—¡Me da exactamente igual que fuesen bárbaros o simios, Marco Junco! Juré que les crucificaría, y soy romano y mi palabra me obliga. Debo cumplir mi palabra.

—¡No tenías por qué prometer eso! Como has dicho, eres un privatus. De acuerdo en que has actuado como es debido para asegurarte de que los enemigos de Roma no quedan sin castigo, pero es prerrogativa mía, en calidad de auctoritas, decidir la suerte de los prisioneros. Serán vendidos como esclavos. Y no se hable más.

—Ya —replicó César, con los ojos vidriosos, poniéndose en pie.

—¡Un momento! —exclamó Junco.

—Di —musitó César, mirándole de nuevo.

—Supongo que habría botín.

—Si.

—¿Y dónde está? ¿En Pérgamo?

—No.

—¡No puedes quedártelo!

—No me lo he quedado. La mayor parte la entregué a Rodas, que facilitó los barcos y los hombres para la empresa. Otra parte fue para los habitantes de Xantos y Patara, que entregaron los cincuenta talentos de mi rescate, mi parte la doné a Afrodita para que en Rodas se construya un templo en su honor y la parte de Roma ha salido ya hacia allí.

—¿Y mi parte?

—No sabía que tuvieras derecho a ninguna, Marco Junco.

—¡Soy el gobernador de la provincia!

—El botín fue cuantioso, pero no tanto. Polígono no era el rey Cenicetes.

—¿Cuánto has enviado a Roma?

—Mil talentos en monedas.

—Pues es bastante.

—Para Roma si, para ti no —comentó César irónico.

—Como gobernador de la provincia, era mi deber enviar la parte del botín al Erario de Roma.

—¿Menos cuánto?

—¡Menos la parte del gobernador!

—Pues te sugiero —replicó César sonriente —que pidas al Erario la parte del gobernador.

—¡Lo haré, no lo dudes!

—No lo dudo, Marco Junco.

—¡Me quej aré al Senado de tu arrogancia, César! ¡ Has usurpado los deberes del gobernador!

—Cierto —respondió César, saliendo de la sala—. Y gracias a ello el Tesoro no tiene mil talentos de menos.

Alquiló un caballo y regresó a Pérgamo por un terreno fácil por el que Burgundus y Demetrio difícilmente podían seguirle. César cabalgaba sin pausa, impulsado por la ira, sin preocuparse por el cansancio. No habían transcurrido siete días cuando ya estaba de nuevo en Pérgamo, dos días antes que la galera de Rodas, que aún cruzaba el Helesponto.

—¡Ya está! —dijo animoso al procuestor Pompeyo—. Espero que hayas preparado las cruces, porque no tengo tiempo que perder.

—¿Las cruces? —inquirió Pompeyo, atónito—. ¿Cómo voy a hacer cruces para unos hombres que Marco Junio pondrá a la venta?

—Al principio, es lo que pensó —dijo César con toda naturalidad—, pero cuando le expliqué que había dado mi palabra de crucificarlos, lo entendió. ¡Vamos a empezar a hacer las cruces! Tenía que haber comenzado a estudiar con Apolonio Molón hace dos meses y el tiempo vuela, Pompeyo. ¡Manos a la obra!

El aturdido procuestor se vio obligado a una actividad como no había conocido con el propio Junco, pero César era incansable y acabó por comprar madera a un almacén y obligar a los piratas a hacerse sus propias cruces.

—¡Y hacedlas bien, escoria, porque de ellas seréis colgados! Y no hay nada peor que agonizar durante días en una cruz mal hecha.

—¿Por qué el gobernador no ha optado por vendernos como esclavos? —preguntó Polígono, que era torpe manejando las herramientas y estaba muy retrasado en la confección de su cruz—. Yo estaba convencido de que nos vendería.

—Pues te has equivocado —dijo César, cogiéndole los clavos y poniéndose a clavar el travesaño—. ¿Cómo has podido hacer tan buena carrera como pirata, Polígono? ¡ Eres un manazas!

—Hay hombres que hacen una buena carrera por ser incompetentes —contestó el pirata, apoyándose en una pala.

—¡Yo no! —espetó César, dando el último martillazo y poniéndose en pie.

—Ya lo he visto —añadió Polígono con un suspiro.

—¡Vamos, empieza a cavar!

—¿Y eso para qué es? —inquirió Polígono, señalando un montón de cuñas de madera mientras César le arrebataba la pala.

—Cuñas —gruñó César, cavando la tierra—. Cuando este hoyo sea lo bastante profundo para el peso de la cruz y del crucificado, meteremos el madero; pero como la tierra es blanda y no quedará recto, lo fijaremos con cuñas por la base. Así, una vez que estés muerto, la cruz saldrá con facilidad al quitarlas, y el gobernador podrá volver a utilizar estos estupendos instrumentos de tortura para la próxima banda de piratas que capture.

—¿No pierdes aliento?

—Tengo energía de sobra para trabajar y hablar al mismo tiempo. Vamos, Polígono, ayúdame a meter en el hoyo tu última morada… ¡ Eso es! —exclamó César, retrocediendo un paso—. Ahora mete una cuña, que está ladeada —añadió, dejando la pala y cogiendo la maza—. ¡No, no, al otro lado! ¡Por el lado en que se inclina! ¡Ya se ve que no eres ingeniero!

—No seré ingeniero —replicó Polígono con aviesa sonrisa— pero he logrado que mi ejecutor me haga la cruz.

César se echó a reír.

—Amigo mio, ¿te crees que no me he dado cuenta? Pero eso tiene un precio, como debe saber todo buen pirata.

—¿Un precio? —inquirió Polígono, ya serio.

—A los demás les quebraremos las piernas para que mueran rápido, mientras que a ti te pondré un apoyo en los pies para que el peso sea menor y tardes días en morir, Polígono.

Cuando la galera de Rodas, que había salido de Nicomedia siguiendo a César, entró en el río que conducía al puerto de Pérgamo, los remeros se quedaron sin respiración y temblando. En Rodas morían hombres —y ejecutados—, pero la justicia al estilo romano no se conocía en la isla, pues Rodas era amiga y aliada, pero no formaba parte de ninguna provincia. Por ello, el espectáculo de quinientas cruces en unos campos en barbecho junto al puerto les resultaba tan extraño como monstruoso. Un campo de muertos, menos uno —su jefe—, que para mayor ironía tenía puesta una diadema, y aún gemía y gritaba.

Quinto Pompeyo permaneció en Pérgamo, negándose a marchar hasta que César no partiera. La visión de aquellas cruces era como un bosque de árboles perfectamente homogéneos. La crucifixión era una pena capital impuesta a esclavos —no a libertos—, pero nunca en forma masiva, y aquello era un regimiento de muertos perfectamente alineados. Y el hombre capaz de planearlo y llevarlo a cabo en tan poco tiempo era persona a quien no convenía quitar ojo de encima. Ni dejarle al mando de Pérgamo, aun de modo oficioso. Por eso Quinto Pompeyo aguardó a que la flota de César zarpase hacia Rodas y Patara.

El procuestor llegó a Nicomedia y se encontró con el gobernador pletórico de gozo; Junco había hallado un escondrijo lleno de lingotes de oro en una mazmorra subterránea del palacio y se lo había quedado, ignorando que César y Oradaltis lo habían puesto allí para hacerle caer en la trampa.

—Bien, Pompeyo, has trabajado con denuedo para incorporar Bitinia a la provincia de Asia —dijo Junco, magnánimo—, así que accederé a tu petición y puedes atribuirte el sobrenombre de Bitínico.

Como la prerrogativa provocó en Pompeyo (Bitínico) la misma euforia que embargaba al gobernador, los dos se reclinaron dispuestos a cenar encantados de la vida.

Fue Junco quien sacó a colación el tema de César, ya después de que hubiesen retirado el último plato.

—Es el mentula más arrogante que me he echado a la cara —dijo, torciendo el gesto—. Se negó a darme parte del botín y tuvo la osadía de pedirme permiso para crucificar a quinientos hombres fuertes y sanos con los que al menos compensaré algo cuando los venda como esclavos.

—¿Venderlos? —inquirió Pompeyo, mirándole boquiabierto.

—¿Qué sucede?

—¡Si ordenaste que los crucificásemos, Marco Junio!

—¿Yo?

Pompeyo (Bitínico) sufrió un visible estremecimiento.

—Cacat! —rezongó.

—¿Pero qué sucede? —repitió Junco, hierático.

—César volvió a Pérgamo siete días después y me dijo que le habías autorizado a crucificar a los piratas. Te confieso que me extrañó, pero jamás pensé que pudiera estar mintiendo. ¡ Los ha crucificado a todos, Marco Junio!

—¡Cómo se ha atrevido!

—¡Claro que se ha atrevido! ¡ Y con toda naturalidad y tranquilidad! ¡Y me obligó a prepararlo todo como si yo fuese un criado! Yo le dije, incluso, que me extrañaba que hubieses dado tu aprobación, y no te creas que dio muestras de inquietud o de mala conciencia. ¡De verdad, Marco Junio, que pensé que era sincero! Y tú no mandaste mensaje diciendo lo contrario —añadió con astucia.

Junco estaba tan indignado, que se echó a llorar.

—¡Esos hombres valían dos millones de sestercios! ¡ Dos millones, Pompeyo! Y, además, ha enviado mil talentos al erario de Roma sin contar conmigo ni ofrecerme parte. Ahora tendré que solicitarla al Tesoro, y ya sabes lo que es la burocracia. ¡Suerte tendré si me lo conceden antes de que nazca mi primer nieto! ¡Mientras que ese fellator se habrá quedado con miles y miles de talentos!

—No creo —replicó Pompeyo (Bitínico), tratando de mirar a cualquier parte menos al afligido Junco—. Hablé con el capitán de los barcos de Rodas y parece ser que César repartió el botín entre Rodas, Xantos y Patara. Fue un buen botín, pero no era ningún te soro egipcio. Según el capitán, César se quedó con muy poca cosa y todos los de la expedición pensaban lo mismo. Uno de sus libertos me dijo que a César le gustaba bastante el dinero pero que no era tan tonto como para apreciarlo al extremo de arriesgar su carrera política, y añadió con sonrisa de connivencia que César nunca se vería implicado en ningún proceso por extorsión. Además, parece que había jurado crucificar a los piratas mientras estaba en su guarida aguardando el rescate. Será difícil demostrar que se haya quedado con nada del botín, Marco Junio.

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