Favoritos de la fortuna (129 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Ahora, Hortensio miraba indeciso; lo que decía Cicerón no carecía de sentido. Al fin y al cabo, no pedía nada que impidiera a la defensa decir la última palabra, y a él le gustaba eso de poder largar su imponente perorata como una impresionante novedad al final de la actio secunda. Sí, tenía razón: desembarazémonos lo antes posible de todo el tedioso procedimiento en la actio prima y dejemos el faro alejandrino para el apoteosis.

Por ello, cuando Glabrio le miró con gesto interrogante, Hortensio dijo con voz suave:

—Te ruego que solicites a Marco Tulio que lo amplíe.

—Amplíalo, Marco Tulio —dijo Glabrio.

—Poco más hay que decir, Manio Acilio. Simplemente que a los abogados defensores no se les conceda ni un ápice más de tiempo para hablar del que yo utilice durante la actio prima, desde luego. Estoy dispuesto a conceder a la defensa el tiempo que desee durante la actio secunda. Como veo un impresionante equipo de abogados defensores, mientras que yo soy el único de la acusación, eso procurará a la defensa la suficiente ventaja que considero debe tener. Unicamente solicito eso: que la actio prima se desarrolle tal como he expuesto.

—Es una idea de gran mérito, Marco Tulio —dijo Glabrio—. ¿Qué opinas, Quinto Hortensio?

—Hagámoslo como ha esbozado Marco Tulio —contestó Hortensio.

Sólo Cayo Verres tenía cara de preocupación.

—¡Ah, ojalá supiera qué se trae entre manos! —susurró a Metelo Caprario el joven—. Hortensio debía haberse negado.

—Cayo Verres, cuando llegue la actio secunda, te aseguro que el jurado habrá olvidado todo lo que hayan dicho los testigos —le respondió en voz baja su cuñado.

—¿Y por qué quiere imponer Cicerón esos cambios?

—Porque sabe que va a perder y desea causar expectación. Y la única manera de conseguirlo es hacer algo nuevo. César utilizó el mismo recurso en el proceso contra Dolabela el viejo, imponiendo innovaciones, y se ganó mucha admiración pero perdió el caso. Igual que Cicerón. No te preocupes, que Hortensio ganará.

Las únicas observaciones de carácter general que hizo Cicerón antes de exponer la primera categoría de delitos de Cayo Verres se relacionaban con el jurado.

—Recordad que el Senado ha encargado al pretor urbano, Lucio Aurelio Cotta, una encuesta sobre composición de los jurados y ha acordado enviar los resultados a la asamblea del pueblo para que la ratifique como ley. Entre la época de Cayo Graco y del dictador Lucio Cornelio Sila, el Senado había perdido uno de sus derechos incuestionables, el de constituir los jurados de los tribunales de justicia de Roma. El privilegio que Cayo Graco otorgó a los caballeros —¡y todos sabemos a dónde nos llevó! —Sila se lo devolvió al Senado con los nuevos tribunales, pero como ha quedado demostrado por los sesenta y cuatro senadores expulsados por los censores, estos no habían hecho honor a la confianza que Sila había depositado en ellos. Hoy no se juzga únicamente a Cayo Verres, sino también al Senado de Roma. Y si este jurado senatorial no se conduce honorable y honradamente, ¿quién podrá reprochar a Lucio Cotta si recomienda privar a los padres conscriptos del derecho a formar el jurado? Miembros del jurado, os suplico que no olvidéis un solo momento la gran responsabilidad que pesa sobre vuestros hombros, ni el porvenir, el prestigio del Senado de Roma.

Tras estas palabras, después de conceder a la defensa exactamente el mismo tiempo que él había utilizado, Cicerón hizo comparecer a sus testigos y presentó las pruebas. Fueron declarando uno por uno: robos de trigo por un total de trescientos mil modii en tan sólo un año en un pequeño distrito, más las cantidades saqueadas en otros distritos; robos de tierras que, en un solo distrito y en tres años, redujeron el número de agricultores de doscientos cincuenta a ochenta, aparte de robos de tierras en otros muchos distritos; desfalco de los fondos del Erario destinados a la adquisicion de trigo; usura del veinticuatro por ciento y más; destrucción o alteración de los libros de registro de diezmos; robo de estatuas y pinturas de los templos; ocasión en que, invitado a cenar, Verres elogió ante su anfitrión las piedras preciosas que adornaban unas copas y al salir se apropió de los servicios de oro y plata, metiéndolos en bolsas para transportarlos mejor; construcción de un barco no pagado para cargar en él parte de sus pillajes y llevárselos a Roma; tolerancia de los piratas y aceptación de parte de los botines; destrucción de testamentos, etcétera, etcétera, etcétera.

Cicerón aportaba listas, documentos, tablillas de cera en las que se advertían las modificaciones de cifras; y testigos en abundancia, testigos a los que no se podía intimidar ni desacreditar durante los interrogatorios. Y, además, no sólo había presentado testigos de los robos de trigo en un solo distrito, sino en muchos; y a la lista de obras de Praxiteles, Policleto, Mirón, Strongylion y todos los demás escultores famosos que Verres había robado, acompañaba unas facturas de «venta», que en el caso de un Cupido de Praxiteles, su propietario se había visto obligado prácticamente a regalárselo. Las pruebas eran abrumadoras e impresionantes, y durante nueve días fue como una marea la enumeración de delitos, abuso de autoridad y extorsiones. La actio prima concluyó el día catorce de sextilis.

Hortensio temblaba al abandonar el tribunal, pero cuando Verres trató de hablarle, meneó la cabeza enojado.

—¡A tu casa! —exclamó—. ¡Y que vengan tus cuñados!

La casa de Cayo Verres estaba en la mejor zona del Palatino, y, aunque era una de las mayores de la colina, la cantidad de obras de arte que encerraba la hacía parecer tan pequeña y abarrotada como un taller de escultura del Velabrum. Los sitios no ocupados por esculturas o cuadros, los llenaban armarios rebosantes de bandejas y platos de oro y plata, alhajas y piezas de rica tapicería; mesas de cidro con pedestal criselefantino se mezclaban con sillas doradas y divanes exóticos. Afuera, en el jardín porticado, había amontonadas estatuas de mayor tamaño, bronces en su mayoría, aunque también brillaba el oro y la plata. Era un almacén de incalculable valor fruto de quince años de pillaje.

Los cuatro hombres se reunieron en el despacho de Verres, no menos abarrotado de objetos valiosos.

—Tienes que desterrarte voluntariamente —dijo Hortensio.

—¡Bromeas! —replicó Verres, quedándose boquiabierto—. ¡ Aún falta la actio secunda! ¡Con tus discursos me absolverán!

—¡Eres un necio! —rugió Hortensio —. ¿Es que no te has dado cuenta? He sido engañado, burlado, embaucado, timado, y todo lo que tú quieras para definir el hecho de que Cicerón ha impedido toda posibilidad que tenía yo de ganar este maldito caso. ¡ Podría haber transcurrido un año entre la actio prima y la actio secunda, Cayo Verres, y yo y mis ayudantes desplegar nuestra mejor oratoria durante un mes, Cayo Verres, y, a pesar de ello, el jurado no habría olvidado esa avalancha de pruebas! ¡Con toda sinceridad, Cayo Verres, si hubiese conocido un solo ápice de tus delitos antes del proceso, no habría aceptado defenderte! ¡ Mummio y Paulo a tu lado son novicios! ¿Y qué has hecho con tanto dinero? ¿Dónde está?, ¡por Juno! ¿Cómo puede una persona haberlo gastado si por un Cupido de Praxiteles paga una miseria y por la mayoría de las otras estatuas nada? ¡Durante mi carrera he defendido a muchos rufianes desalmados, pero tú superas a todos! ¡ Marcha voluntario al destierro, Cayo Verres!

Verres y los Metelos Caprarios habían escuchado la diatriba con la boca abierta.

Hortensio se puso en pie.

—Llévate lo que puedas al exilio, pero si quieres mi consejo, deja las obras de arte que pillaste en Sicilia. De todos modos, no podrás llevarte más de lo que robaste en Hera de Samos. Recoge las pinturas y los objetos pequeños y envía tu dinero fuera de Roma mañana al amanecer, sin falta —añadió, dirigiéndose a la puerta sorteando objetos de valor—. De todos modos, me llevo mi esfinge de marfil de Fidias. ¿Dónde está?

—¿Tu… qué? —espetó Verres, torciendo el gesto—. ¡Si no me absuelven, nada te debo!

· —Me debes una esfinge de marfil de Fidias —replicó Hortensio—, y gracias debes dar a tu buena suerte de que no te pidiera más. Si el resto no te sirve de nada, al menos el consejo que acabo de darte lo vale. ¡ Dame la esfinge de marfil, Verres!

Era lo bastante pequeña para que Hortensio la ocultase bajo el brazo izquierdo con los pliegues de la toga; una obra exquisita en sus más mínimos detalles, desde las plumas de las alas hasta los minúsculos pelillos que había entre las garras.

—Tan tranquilo —comentó Marco Caprario después de que Hortensio hubo marchado.

—¡Ingrato! —rezongó Verres.

Pero el cónsul electo, Metelo Caprario, frunció el ceño.

—Tiene razón, Cayo. Tienes que marcharte de Roma mañana por la noche como máximo. Cicerón hará que el tribunal precinte la casa en cuanto se entere de que sacas cosas. ¿Por qué demonios lo has guardado todo aquí?

—No está todo aquí, Quinto. Aquí sólo tengo las cosas que no puedo dejar de ver a diario. Casi todo está guardado en mi casa de Cortona.

—¿Quieres decir que hay más? ¡Por los dioses, Cayo, te conozco desde hace años y aún me sorprendes! ¡No me extraña que nuestra pobre hermana se queje de que ni le haces caso! O sea, que ¿éstas son las obras que no puedes prescindir de ver cada día? ¡Y yo que siempre he creído que esta casa parecía una tienda del Porticus Margaritaria porque ni te fiabas de los esclavos!

—¿Tu hermana se queja, no? —replicó Verres con desprecio—. ¿Y qué derecho tiene a quejarse, si hace meses que César le lubrica bien el cunnus? ¿Cree que soy tonto o tan ciego que no veo más allá de un bronce de Mirón? —añadió, poniéndose en pie—. Debería haberle dicho a Hortensio a dónde ha ido a parar la mayor parte de mi dinero… se te habría caído la cara de vergüenza. Los Caprarios sois bien caros, ¡pero tú el que más, Quinto! Seguiré el consejo de ese abogado ladrón y marcharé al destierro, y con un poco de suerte lo que consiga llevarme seguirá siendo mío. ¡Se acabó el dinero para los Caprarios y Metela Capraria! Que César la mantenga en el lujo a que está acostumbrada, y… os deseo suerte para que ése os preste dinero. Y no esperéis que os devuelva la dote de vuestra hermana. Hoy mismo voy a divorciarme de ella alegando adulterio con César.

La consecuencia de esta conversación fue la airada salida de los dos cuñados. Por un instante, ya a solas, Verres permaneció sentado en el escritorio, acariciando distraídamente con un dedo los suaves planos marmóreos pintados de la mejilla de una Hera de Policleto. Luego, se encogió de hombros y llamó a sus esclavos. Le parecía insoportable desprenderse de todo cuanto había en aquella casa. Sólo por salvar la piel y el convencimiento de que quedarse algo era mejor que perderlo todo, le impulsaron a hacer una somera selección con su mayordomo. Esto si, esto no, esto tampoco, eso si…

—Cuando hayas alquilado los carros —y si dices algo a alguien te crucifico —que los traigan a la puerta de atrás mañana por la noche. ¡Y que todo vaya bien metido en cajas! ¿Me oyes?

Tal como había previsto Hortensio, Cicerón y Glabrio precintaron la abandonada casa de Cayo Verres a la mañana siguiente de su nocturna huida, y ordenaron a su banco el bloqueo de fondos; pero demasiado tarde. El dinero es el objeto de valor más fácil de transportar pues no requiere más que un trozo de papel a presentar en el lugar de destino del viajero.

—Glabrio ha nombrado una comisión para determinar la indemnización, pero me temo que no será muy alta —dijo Cicerón a Hiero de Lilibeo—. Ha sacado el dinero de Roma. De todos modos, parece que la mayor parte de lo que robó en los templos de Sicilia se lo ha dejado. Lamentablemente se ha llevado las alhajas y el oro y la plata que robó a particulares, aunque tampoco ha podido cargar con todo. Los esclavos que han quedado —unos desgraciados, pero que han resultado muy útiles porque le odiaban-dicen que lo que tenía en su casa de Roma era una nadería comparado con lo que hay escondido en su finca de Cortona. Me imagino que es allí a donde han ido los hermanos Metelos, pero he adoptado una táctica de mi amigo César, que viaja más rápido que nadie, y creo que la delegación judicial llegará antes. Así que allá encontraremos quizá más cosas de Sicilia.

—¿A dónde ha marchado Cayo Verres? —inquirió Hiero, curioso.

—Se cree que se dirige a Massilia. Una plaza muy frecuentada por nuestros exiliados coleccionistas de arte —contestó Cicerón.

—Es una gran alegría haber recuperado nuestro legado artístico —dijo Hiero, sonriendo extasiado—. ¡Muchas gracias, Marco Tulio!

—Creo que soy yo quien acabará dándoos las gracias… si, ya que estáis satisfecho de mi actuación —añadió Cicerón con voz suave— cumplís vuestra promesa el año que viene. Los juegos plebeyos se celebran en noviembre, así que el pago no tendrá que detraerse de la cosecha de este año.

—Te pagaremos encantados, Marco Tulio, y te prometo que tu distribución de trigo al pueblo de Roma será extraordinaria.

—Así pues —dijo más tarde Cicerón a su amigo Tito Pomponio Atico —esta extraña experiencia de abogado acusador me ha resultado de un beneficio que tanta falta me hacía. Compraré el trigo a dos sestercios el modus y lo venderé a tres. Con ese sestercio de ganancia pagaré de sobra el transporte.

—Véndelo a cuatro —replicó Atico— y echa algo de dinero en tu bolsa, que bien lo necesita.

—¡No puedo hacerlo, Atico! —contestó Cicerón, sorprendido—. Los censores podrían decir que me enriquezco cobrando honorarios ilegales por mis servicios de abogado.

—¡Cicerón, Cicerón! —exclamó Atico con un suspiro—. Nunca te harás rico, y toda la culpa será tuya. Bien, supongo que la persona puede salir de Arpino, pero Arpino no puede nunca salir de la persona. ¡Tienes mentalidad de caballero rural!

—Tengo mentalidad de hombre honrado —replicó Cicerón— y estoy muy orgulloso de ello.

—¿Es que insinúas que yo no lo soy?

—¡No, no! —exclamó Cicerón irritado—. Tú eres un hombre de negocios romano relevante y tus reglas de conducta no son las mismas que las mías. ¡Yo no soy un Cecilio como tú!

—¿Vas a escribir el proceso contra Verres para publicarlo? —inquirió Atico, cambiando de tema.

—Sí, lo había pensado.

—¿Incluidos los grandes discursos no pronunciados de la actio secunda? ¿Los tenías redactados?

—Oh, sí. Siempre hago un borrador de mis discursos con meses de antelación; pero los discursos de la actio secunda tendré que modificarlos para incluir muchas cosas que dije en la actio prima. Adornadas, por supuesto.

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