Favoritos de la fortuna (131 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—¿Nombre? —preguntó Clodiano, que era el primer censor.

—¡Cneo Pompeyo Magnus! —contestó Pompeyo a voz en grito.

—¿Tribu?

—¡Clustumina!

—¿Padre?

—¡Cneo Pompeyo Estrabón, cónsul!

—¿Has servido en seis campañas o durante diez años?

—¡Sí! —gritó Pompeyo con todas sus fuerzas—. ¡ Dos en la guerra itálica, una defendiendo la ciudad en el asedio de Roma, dos con Lucio Cornelio Sila en Italia, una en Sicilia, una en África, una en Numidia, una defendiendo Roma de Lépido y Bruto, seis en Hispania y una liquidando a los partidarios de Espartaco! ¡Dieciséis campañas y, después de ser cadete, todas como general!

La multitud perdió los estribos y prorrumpió en gritos, vítores y aplausos, pateando el suelo y agitando los brazos, y las sucesivas oleadas de aclamaciones ensordecieron a los censores y a los desfilantes, haciendo que los caballos se asustasen y derribasen a algunos jinetes.

Cuando por fin cesó el clamor —y tardó en cesar porque Pompeyo se había dirigido al centro del espacio abierto ante el templo de Cástor, con la brida bajo el brazo, dando vueltas y aplaudiendo a la multitud— los censores recogieron sus largos y pesados documentos y se sentaron tranquilamente, contentándose con asentir con la cabeza conforme desfilaban al trote las catorce centurias posteriores a la de Pompeyo.

—¡Espléndido espectáculo! —gruñó Craso, cuyo caballo público lo tenía en propiedad su hijo mayor, Publio, ya con veinte años. Contemplaba el desfile con César desde la galería de su casa, la que había sido de Marco Livio Druso y estaba dotada de una magnífica vista al bajo Foro—. ¡Qué farsa!

—¡Pero magníficamente escenificada, Craso, magníficamente escenificada! Tienes que darle sobresaliente a Pompeyo por la inventiva para atraerse a la multitud. Sus juegos serán aun mejores.

—¡Dieciséis campañas! ¡Y después de cadete, todas como general! ¡Ah, sí, aproximadamente un intervalo de mercado después de la muerte de papá en el asedio a Roma, en el que no hizo más que preparar el ejército de éste para el regreso a Piceno; en Italia, el general fue Sila y Metelo Pío; contra Lépido y Bruto, el general fue Catulo! Y ¿qué decir de lo último, «liquidando a los partidarios de Espartaco»? ¡ Por los dioses, César, si todos considerásemos nuestras carreras como lo hace él, seriamos generales!

—Consuélate con el hecho de que Catulo y Metelo Pío estarán diciendo lo mismo más o menos —añadió César, también dolido—. Es un advenedizo de pueblo.

—¡Espero que mi artimaña del trigo dé resultado!

—Lo dará, Marco Craso, ya lo verás.

Pompeyo regresó eufórico a su casa de la Carinae, pero no duraría su entusiasmo. A la mañana siguiente, los heraldos de Craso comenzaron a difundir la noticia de que, en la festividad de Hércules invicto, el cónsul Marco Licinio Craso ofrecería al dios la décima parte de su fortuna, que se celebraría una fiesta pública en diez mil mesas y que la mayor parte de la ofrenda se dedicaría a dar a todos los ciudadanos romanos de la ciudad cinco modii gratuitos de trigo durante septiembre, octubre y noviembre.

—¿Cómo se atreve? —dijo Pompeyo a Filipo, que había venido a darle la enhorabuena por el espectáculo de la transvectio… y ver cómo encajaba Magnus el golpe de Craso.

—Es muy listo —dijo Filipo con fingido tono lastimero—. Y más teniendo en cuenta lo dados que son los romanos a tener en cuenta el coste de las cosas. Los juegos son una cosa abstracta, pero la comida es de dominio público y la gente conoce desde el precio de una lubina hasta el de un arenque, pues aunque no puedan comprarlo preguntan el precio en el mercado. Curiosidad humana. Y todos sabrán lo que Craso se ha gastado en trigo y no digamos el número de modii que ha tenido que comprar. El rumor de ábacos será ensordecedor.

—¡Lo que quieres decir sin decirlo es que todos llegarán a la conclusión de que Craso se ha gastado con la gente más dinero que yo! —dijo Pompeyo, fulminándole con la mirada.

—Eso me temo.

—Pues tendré que enviar a mis agentes a que hagan cundir el rumor de lo que han costado los juegos —añadió Pompeyo, mirando a Filipo con los ojos entornados—. ¿Cuánto habrá desembolsado Craso? ¿Tienes idea?

—Unos mil talentos.

—¿Craso? ¿MIL talentos?

—Fácilmente.

—¡Con lo roñoso que es!

—Este año no, Magnus. Tu generosidad y talento para el espectáculo han picado al buey y le han impulsado a cornear.

—¿Qué puedo hacer?

—Poca cosa, salvo organizar unos juegos maravillosos.

—Tú te callas algo, Filipo.

Sus fofas mejillas se estremecieron y sus negros ojos chispearon; lanzó un suspiro y se encogió de hombros.

—Bueno, mejor que lo sepas por mí que por boca de tus enemigos —respondió—. El trigo gratuito dará la victoria a Craso.

—¿Por qué? ¿Porque llene las panzas vacías? ¡Este año no hay panzas vacías en Roma!

—Va a distribuir cinco modii de trigo gratis a los romanos en septiembre, octubre y noviembre. ¡ Echa la cuenta! Son dos hogazas de pan de una libra durante noventa días. Y la mayor parte de esos noventa días vendrán mucho después de que haya concluido tu programa de espectáculos, por lo que todos los habrán olvidado. Mientras que hasta finales de noviembre, todas las bocas de Roma que muerdan una hogaza de pan darán mentalmente gracias a Marco Licinio Craso. ¡Ganará él, Magnus! —dijo Filipo.

Hacía mucho tiempo que a Pompeyo no le daba una pataleta, pero la rabieta que le acometió en presencia de Lucio Marcio Filipo fue de antología. Se tiró de los pelos, se arañó cuello y carrillos y su cuerpo quedó lleno de contusiones por los golpes que propinó a su anatomía contra suelo y paredes. Lloraba a lágrima viva, deshizo muebles y obras de arte y sus alaridos estuvieron a punto de hacer que se derrumbase el techo. Mucia Tercia, que acudió apresuradamente a ver que sucedía, echó un vistazo y salió de estampida. Lo mismo que los criados. Filipo permaneció sentado, contemplándole lleno de estupor, hasta que llegó Varrón.

—¡Por Júpiter! —exclamó éste.

—¿Es increíble, no? —dijo Filipo—. Ahora ya está mucho más calmado. Si le hubieses visto hace un rato… ¡ Era terrorífico!

—Le he visto en otras ocasiones —respondió Varrón, bordeando aquel cuerpo tendido en el suelo de mármol blanco y negro, para sentarse en la camilla de Filipo—. Es por lo de Craso, claro.

—Sí. ¿Dices que le has visto de este modo?

—Cuando no pudo hacer pasar sus elefantes por la puerta triunfal —contestó Varrón en un susurro para que no le oyese el revolcado Pompeyo; no estaba muy seguro de hasta qué extremo podían ser fingidas las rabietas del picentino ni en qué medida podía afectarle lo que se dijese o hiciera—. Y cuando Carrinas se escapó del asedio en Spoletium. No soporta que se burlen de él.

—El buey embistió con los dos cuernos —dijo Filipo pensativo.

—El buey —añadió Varrón con aspereza —tiene actualmente tres cuernos, y el tercero —según dicen lenguas femeninas— es el más grande.

—Ah, entonces tiene nombre.

—Cayo Julio César.

Pompeyo se sentó de un salto, con toda la vestimenta destrozada y cráneo y cara sangrando.

—¡Lo he oído! —exclamó, despejando la incógnita de Varrón respecto a sus rabietas—. ¿Qué sucede con César?

—Pues que es quien ha ideado la campaña de Craso para adquirir mayor popularidad —contestó Varrón.

—¿Quién te lo ha dicho? —inquirió Pompeyo, poniéndose ágilmente en pie y aceptando el pañuelo que le tendía Filipo.

—Palicano.

—Bien que lo sabrá, Él, que fue tribuno vendido a César-añadió Filipo, haciendo un guiño mientras Pompeyo se sonaba ruidosamente.

—Ya sé que César es muy amigo de Craso —dijo Pompeyo en tono apagado, apartando el pañuelo y arrojándoselo al asqueado Filipo—. Fue él quien llevó la negociación el año pasado. Y quien sugirió que restableciésemos el tribunado de la plebe.

La última frase la pronunció dirigiendo una furibunda mirada a Filipo, por no haberlo previsto.

—Yo respeto muchísimo la habilidad de César —dijo Varrón.

—Igual que Craso… y yo —añadió Pompeyo, aún con cara de pocos amigos—. Bueno, al menos ya sé de parte de quién está César.

—César está de parte de César —dijo Filipo—. Pero si eres listo, Magnus, puedes darle cuerda a pesar de su amistad con Craso. Algún día tendrás necesidad de él; sobre todo después de que yo haya muerto, que no tardará. Estoy demasiado obeso para llegar a los setenta. Lúculo teme a César, ¿sabes? Y eso ya es mérito; sólo sé de otro hombre al que Lúculo temía: Sila. Si te fijas bien en César, verás que es otro Sila.

—Filipo, si dices que le dé cuerda se la daré —dijo Pompeyo, condescendiente—. ¡ Pero pasará mucho tiempo hasta que olvide que me fastidió el año que fui cónsul!

Entre el final de los juegos triunfales de Pompeyo (que fueron muy celebrados, más que nada porque los gustos teatrales y circenses de Pompeyo eran los de un hombre corriente) y el inicio de los ludi romani, llegaron las calendas de septiembre, y en las calendas de septiembre había siempre reunión del Senado. Era tradicionalmente una sesión importante, y la sesión de aquel año respondió a la tradición, pues Lucio Aurelio Cotta expuso en ella lo que había descubierto.

—He cumplido la tarea que me encomendasteis a principios del año, padres conscriptos —dijo Lucio Cotta desde el estrado curul—, y espero que sea de vuestra aprobación. Antes de entrar en detalles, esbozaré lo que voy a solicitaros que propongáis como ley.

No tenía en las manos rollos ni papeles, ni tampoco se veía documento alguno en poder del funcionario del pretor urbano. Como era un día de agobiante calor (según la estación, estaban a mediados de verano), la Cámara lanzó un leve suspiro de alivio; no iba a ser una reunión pesada y tediosa. Pero no era una persona pesada y tediosa Lucio Cotta; de los tres hermanos, era el más joven y más inteligente.

—Francamente, colegas de esta Cámara —prosiguió Cotta con su voz potente y clara—, no me ha impresionado el estudio sobre senadores o caballeros en el desempeño de la función de jurado. Cuando un jurado lo forman senadores, favorece a los de la orden senatorial. Y cuando lo componen caballeros, propietarios de caballo público, favorece a la orden ecuestre. Los dos tipos de jurado son susceptibles de soborno, debido, fundamentalmente, creo yo, a que son jurados homogéneos, ya sean senatoriales o ecuestres.

»Lo que yo propongo es repartir las funciones del jurado de un modo equitativo sin precedentes. Cayo Graco arrebató el jurado al Senado y se lo dio a las dieciocho centurias de la primera clase que poseen caballo público y figuran en el censo con una renta mínima anual de cuatrocientos mil sestercios. Bien, es irrebatible que, con escasas excepciones, todos los senadores pertenecen a una familia de las más importantes de la primera clase de las dieciocho centurias. Lo que quiero decir es que Cayo Graco se quedó corto. Por consiguiente, propongo que todos los jurados sean tripartitos y los formen un tercio de senadores, un tercio de caballeros del caballo público, y un tercio de tribuni aerarii, los caballeros que forman la mayor parte de la primera clase y tienen censada una renta mínima anual de cien mil sestercios.

Comenzó a alzarse un rumor, pero no de indignación; los rostros vueltos como girasoles hacia Lucio Cotta mostraban asombro reflexivo.

—En mi opinión —prosiguió Lucio Cotta en tono persuasivo—, nosotros, los senadores, nos hemos vuelto sentimentales en los años transcurridos entre Cayo Graco y Lucio Cornelio Sila. Recordábamos con añoranza el privilegio de la función de jurado sin acordarnos de la realidad de esa función. Trescientos de nosotros para formar jurado, contra mil quinientos caballeros del caballo público. Luego, Sila nos devolvió la ansiada función de jurados, y, aunque aumentó el número de senadores para proveerla mejor, no tardamos en darnos cuenta de que todos los que residimos en Roma nos vemos perpetuamente obligados a constituir un jurado u otro. Desde luego, porque los tribunales actuales han incrementado notablemente las tareas de los jurados. Los procesos eran, con gran diferencia, mucho menos numerosos cuando en su mayoría debía instruirlos individualmente una asamblea. Yo creo que Sila había pensado que el tamaño más reducido de cada jurado y la ampliación del Senado bastarían para solventar los inconvenientes de vernos constantemente esclavizados por la función del jurado; pero subestimó el problema.

»Inicié mi encuesta convencido de tan sólo un hecho: que el Senado, aun en su actual ampliación, no es un organismo lo bastante numeroso para poder aportar jurados en todos los juicios. Y, sin embargo, padres conscriptos, estaba poco dispuesto a devolver los tribunales a los caballeros de las dieciocho centurias del caballo público. Pues sentía que hacerlo habría sido una doble traición: a mi propio orden senatorial y al muy excelente sistema jurídico que Sila nos dio con la creación de tribunales permanentes.

Todos escuchaban extasiados, inclinados hacia adelante. ¡Lo que decía Lucio Cotta era la pura verdad!

—Así, al principio, pensé en repartir equitativamente la función de jurado entre el Senado y las dieciocho centurias, para que el jurado de un juicio estuviera compuesto a partes iguales por senadores y caballeros. No obstante, haciendo cálculos vi que la carga de funciones para los senadores seguía siendo muy acusada.

Con rostro serio, ojos brillantes y sin dejar de gesticular, Lucio Cotta cambió ligeramente de énfasis.

—Si un hombre se ve obligado a juzgar a un congénere —añadió con voz persuasiva—, independientemente de su categoría o condición, debe acudir al tribunal fresco, animoso e interesado. Y ello no es posible si ese individuo tiene que formar parte de varios jurados. Acaba hastiado, escéptico, desinteresado y… es más proclive a aceptar sobornos. Pues ¿qué otra compensación puede esperar si no es por venalidad? El Estado no paga a los jurados. Por consiguiente, el Estado no debería tener potestad para enajenar tal cantidad del tiempo libre de una persona.

Muchos asintieron con la cabeza y se oyó un murmullo de aprobación. La Cámara escuchaba con sumo agrado lo que decía Lucio Cotta.

—Soy consciente de que muchos de vosotros pensabais de modo muy parecido, que la función de jurado debía encomendarse a un organismo más numeroso que el Senado. Y soy consciente, naturalmente, de que durante un breve período de tiempo la función de jurado estaba encomendada a las dos órdenes. Pero, como he dicho antes, ninguna de las soluciones aplicadas hasta ahora ha sido suficiente. Si hay mil ochocientos miembros del Senado menos en las dieciocho centurias, el contingente de caballeros es bastante numeroso y un caballero puede desempeñar, tal vez, su función de jurado una vez al año —hizo una pausa, satisfecho de la expectación que causaba—. Un hombre de la primera clase, colegas senadores —añadió con renovada energía—, no es más que eso. Un hombre de la primera clase. Un ciudadano de medios estimables con una renta mínima de trescientos mil sestercios al año. Sin embargo, por el hecho de que Roma es antigua, ciertas cosas no han cambiado, o han continuado a la manera antigua, añadiendo simplemente mayor número de gentes o de funciones, como sucede con la primera clase. En los orígenes, existían sólo las dieciocho primitivas centurias, pero como tenazmente hemos mantenido esas dieciocho centurias con cien hombres en cada una, hubimos de aumentar la primera clase añadiendo más centurias. Cuando tuvimos setenta y tres centurias suplementarias, decidimos ampliar la primera clase de otro modo: no añadiendo más centurias, sino aumentando el número de hombres en cada una de ellas por encima de la primitiva cifra de cien. Y acabamos teniendo lo que yo denominaría una primera clase de cúpula escasa con sólo mil ochocientos hombres de las dieciocho centurias primitivas y muchos miles en las otras setenta y tres.

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