Authors: Laura Gallego García
—¿Y qué pasará después? Con esta cantidad solo tengo para unos meses.
—Toma esto también —le entregó un pergamino—. Aquí está escrita la fórmula del somnífero para que puedas prepararlo tú mismo. El brujo dice que conoces todas las plantas descritas aquí.
Ankris desenrolló el pergamino y sus ojos de elfo lo leyeron sin problemas a la luz de la luna.
—Eso es cierto —asintió, sintiendo que una llama de esperanza alimentaba su corazón.
—Se me olvidaba —añadió el Capitán—. Tus padres te mandan recuerdos. Tu padre me ha dado esto para ti —le dio un objeto alargado, cuidadosamente envuelto en una tela—. Me ha dicho que es un regalo de familia. Pero no te entretengas en abrirlo ahora. Ya lo mirarás más tarde.
—Gracias, Capitán. Nunca lo olvidaré.
El Capitán le dirigió una mirada llena de gravedad.
—Es una manera de saldar mi deuda —murmuró.
—¿Vuestra... deuda?
—La noche en que los licántropos mordieron a tu madre... ella y tu padre tuvieron que enfrentarse a tres de ellos completamente solos, porque yo no quise escucharla... Si le hubiera hecho caso y hubiese mandado a un grupo con ellos para defender el vado, tal vez tú serías ahora un muchacho normal.
Ankris comprendió enseguida lo que quería decir. Su madre le había contado la historia, pero nunca lo había visto de aquel modo. No supo qué decir.
—Sin embargo, quiero que sepas —concluyó el Capitán— que, aunque te aprecio, nunca dejaría a un licántropo suelto por ahí, ni siquiera en tierras de humanos. Confío en ti. Prométeme que lucharás contra la bestia.
—Lo juro, mi Capitán —prometió Ankris con toda su alma.
Momentos después, emprendía la huida del Reino de los Elfos. Como los amigos fieles que siempre habían sido, los lobos de su manada lo acompañaron, haciendo menos penosa la partida.
Ankris no se detuvo un momento en toda la noche. Corrió y corrió hasta el agotamiento, pero incluso cuando salió el sol siguió corriendo por el bosque, evitando los lugares habitados. Seguía llevando ventaja a los soldados del rey, pero sabía que estos pronto lo alcanzarían.
Sobre todo, porque pasaría toda una noche inconsciente.
Cuando llegó el plenilunio, Ankris encontró un buen lugar donde esconderse, una grieta al fondo de un precipicio, y allí tomó el somnífero poco antes de que tuviese lugar la transformación. Cuando despertó al día siguiente, en el mismo lugar, no se entretuvo: todavía quedaba mucho camino hasta la frontera.
A pesar de sus prisas y sus precauciones, los soldados lo alcanzaron, y durante varios días Ankris huyó desesperadamente de ellos, y algunas veces estuvieron a punto de abatirlo con sus flechas. En un momento determinado por poco lo atraparon; varios disparos llegaron a impactar en su cuerpo, pero por fortuna no le dieron en ningún punto vital. En aquella ocasión escapó gracias a los lobos, que lo ayudaron durante toda su huida, distrayendo a los soldados, atacándolos desde la espesura y obligándolos a retrasarse en su persecución. Además, una nueva llama ardía en el pecho del joven elfo. No deseaba morir, ya no. Sobreviviría. Y destruiría a la bestia. Debía hacerlo por sus padres, por el Capitán, por el brujo, porque ellos creían en él.
Pero, sobre todo, por sí mismo. Para demostrar al mundo que Shi—Mae estaba equivocada y que él no era ningún monstruo.
Tras varios días de avanzar ocultándose a través del bosque, de huidas desesperadas, de contener el aliento, temblando, en algún agujero mientras los soldados rastreaban la zona buscándolo, Ankris llegó por fin, casi arrastrándose de agotamiento, al Anillo. Y se sintió libre.
Porque, aunque estaba herido y aquel intrincado círculo boscoso pertenecía todavía al Reino de los Elfos, el joven sabía que jamás lo atraparían allí, en el lugar donde había crecido.
Las flechas de los soldados le habían acertado en un muslo y en un hombro, y la carrera a través del bosque había mantenido las heridas abiertas y sangrantes a pesar de los improvisados vendajes y torniquetes que se había aplicado. Así que decidió quedarse unos días para curarse y recuperar fuerzas.
Días más tarde, antes de abandonar para siempre el Reino de los Elfos recordó el regalo de su padre y abrió el paquete con curiosidad.
Era una daga de plata.
Ankris sabía que la plata era mortal para él, pero solo bajo su otra forma. Pese a todo, la cogió con precaución para examinarla, preguntándose por qué su padre le entregaría algo así, sabiendo que era el arma con la que cualquiera podría matarlo. ¿Es que le estaba diciendo con ello que debía poner fin a su vida?
Pero, cuando le dio la vuelta, comprendió que no era así. El mensaje de su padre eran las dos letras finamente entrelazadas que, siglos atrás, había grabado sobre el mango de la daga quienquiera que la hubiera templado, las dos letras que constituían las iniciales de su primer propietario: A.H.
An—Halian.
Respiró profundamente. Entonces, era verdad. Tenía raíces nobles. Estaba emparentado con los Condes de los Robles.
Sonrió amargamente. Tiempo atrás, habría acogido la noticia con júbilo. Ahora le daba exactamente igual; era un proscrito y poco importaba su nombre. De hecho, había pensado seriamente en hacerse llamar de otra forma en lo sucesivo. El conocer sus orígenes no le servía ya para nada.
Excepto por un detalle: con aquel regalo, su padre no estaba sugiriéndole que se suicidase. Le había revelado su origen, entregándole un objeto que constituía un tesoro familiar.
Le estaba diciendo que lo aceptaba y lo reconocía como hijo. A pesar de la bestia.
El muchacho suspiró y sonrió de corazón por primera vez en muchos días. Guardó cuidadosamente la daga y se puso en movimiento, cojeando, en cuanto se ocultó el sol.
Cuando llegó al límite del bosque, se volvió hacia sus compañeros de manada. Los lobos lo miraron, indecisos. Ankris sabía que no podía pedirles que lo acompañaran adondequiera que lo llevaran sus pasos, pero, aun así, le resultaba difícil despedirse de aquellos animales con los que había compartido tantas cosas. Se inclinó junto a uno de los machos, tal vez no el más fuerte pero sí el más sensato, y le dijo al oído:
—Ahora tú eres el jefe. Cuida de ellos. No dejes que se metan en líos.
El lobo lo miró; parecía que sonreía. Ankris se incorporó y aulló a la luna.
Y los lobos de su manada aullaron con él por última vez.
Cuando el elfo echó a andar, sin mirar atrás, los lobos siguieron aullando, llorando su partida, pero no lo siguieron. Y así, bajo la luz de las estrellas, Ankris abandonó el Reino de los Elfos para no volver.
No sabía que, lejos de allí, también otra persona se había puesto en marcha e iba tras sus pasos. Su perseguidor era implacable y conocía su oficio, y, lo que era peor, carecía de sentimientos y no se detendría hasta cumplir con su objetivo, que no era otro que verlo muerto.
Ajeno a esta circunstancia, creyéndose por fin a salvo, Ankris emprendió su viaje.
El interior de la taberna estaba lleno de individuos de todas las clases y calañas y, sin embargo, un alto elfo de cabello cobrizo y ropas viejas no podía dejar de llamar la atención. Todos se volvieron para mirarle.
—¿Qué busca aquí este orejudo? —murmuró alguien, en voz lo bastante alta como para que lo oyera el recién llegado.
Ankris suspiró. Se estaba empezando a acostumbrar a aquel tipo de situaciones. Desde que había desembarcado en tierras de los humanos, meses atrás, las había sufrido a menudo. Ignorando a los que lo miraban descaradamente, se dirigió hacia una mesa ocupada por un grupo de personas, entre las que se hallaba un tipo ataviado con una túnica roja. Aquella prenda le recordó a Shi—Mae y sintió una punzada en el corazón, pero se sobrepuso y se acercó de todos modos.
—¿Eres Kaltar el mago? —preguntó; había estudiado el idioma de los humanos en la escuela de los Centinelas, pero había sido en los últimos tiempos, tratando con ellos, cuando había aprendido realmente a hablarlo.
—Sí —repuso el de la túnica, mirándolo con desconfianza—. ¿Y tú quién eres?
—Mi nombre no importa. Necesito hablar contigo.
—¿Sobre qué?
—Me han dicho que estudiaste en la Torre.
—Sí. Pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Y qué?
Ankris disimuló su alegría. Había visto a varios magos desde su partida del Reino de los Elfos, pero todos se habían formado en otras Escuelas, y ninguno había podido decirle lo que necesitaba saber.
—¿Podemos hablar en privado?
—No. Ni siquiera te conozco.
Ankris se obligó a sí mismo a ser paciente. Odiaba aquella ciudad y no apreciaba precisamente a los humanos, tan desconfiados, agresivos e impredecibles. Pero necesitaba aquella información.
—Está bien —dijo, encogiéndose de hombros, y se sentó junto a ellos; todos, incluido Kaltar, lo miraron con antipatía.
—¿Se puede saber qué quieres?
—Ya te lo he dicho: hablar. Necesito que me digas cómo puedo llegar a la Torre.
—Qué gracioso. ¿Y por qué iba yo a hacer eso?
—Por pura y simple amabilidad. ¿O es que esa palabra es desconocida en tierras de los humanos?
Kaltar lo miró con mala cara, pero uno de sus compañeros dejó escapar una carcajada.
—Me cae bien este elfo; tiene agallas.
—Pues a mí, no —gruñó el mago—. ¿Para qué quieres llegar a la Torre?
—Eso es asunto mío.
—Pues, si no eres mago, no van a dejarte entrar.
—Ya pensaré en eso cuando llegue. Sé que está en el Valle de los Lobos. ¿Por dónde queda ese valle?
—Muy lejos; tardarás mucho tiempo si vas andando, o incluso a caballo.
—Eso no me importa; yo tengo mucho tiempo libre —repuso el elfo con una cansada sonrisa.
El mago lo miró fijamente. Ankris sostuvo su mirada.
—Está bien —suspiró el humano finalmente—. ¿Tienes un mapa?
—Sí, pero ese valle no figura en él.
—Déjame ver.
Ankris desplegó sobre la mesa el mapa que había obtenido semanas atrás en el mercado de la ciudad. Kaltar se inclinó sobre él para examinarlo.
—Aquí está el Valle de los Lobos —dijo, señalando un punto distante, casi en el margen del mapa, en medio de una cadena de montañas.
Ankris frunció el ceño.
—¿Dónde?
—Aquí. ¿Lo ves? Es un sitio perdido y minúsculo, tan apartado que nadie se acercaría por allí a propósito. El único acceso es a través de un desfiladero que no lleva a ninguna otra parte, y lo único que hay allí, además de la Torre, es un pueblo que consiste en una calle y cuatro casas.
Ankris asintió, pensativo, mientras sus ojos ambarinos recorrían el mapa calculando la distancia que habría entre la ciudad en la que se hallaba y aquel remoto y diminuto valle perdido en las montañas.
—Ahora en serio, ¿para qué quieres ir allí?
—Para ver a la Señora de la Torre.
La mesa entera estalló en carcajadas.
—Esa mujer es un mito —rió uno de los parroquianos—. No existe en realidad.
—Cierra la boca —cortó Kaltar, muy serio—. La Señora de la Torre existe y fue mi Maestra. No le faltes al respeto o me encargaré de echarte una maldición de lo más desagradable, te lo aseguro.
El bromista enmudeció y Ankris sonrió para sus adentros.
—A pesar de eso —prosiguió el mago, mirando al elfo—, nada te asegura que ella vaya a recibirte.
—He de intentarlo.
—Pues que tengas suerte, entonces. Y salúdala de mi parte, si la ves.
—Lo haré —prometió Ankris.
Salió de la taberna, y el mago y sus compañeros pronto lo olvidaron.
Sin embargo, días más tarde alguien les refrescó la memoria. Un hombre cubierto de pieles, de constitución recia y mirada pétrea, entró en la taberna y preguntó por un elfo de ojos ambarinos y cabello de color cobre. Kaltar, que llevaba unas copas de más, tardó un poco en recordar al joven que le había preguntado por el Valle de los Lobos pero, en cuanto lo hizo, al hombre de los ojos de piedra no le costó nada sacarle toda la información.
Y, con un brillo de triunfo en la mirada, salió de la taberna en persecución de su presa.
Ankris no tenía dinero para comprar un caballo, de manera que prosiguió su viaje a pie. Se dirigió hacia el norte, siempre hacia el norte, por zonas boscosas y poco habitadas. Sabía perfectamente cómo sobrevivir en la floresta y, además, prefería no mezclarse con la gente. Por otra parte, la pócima pronto se le acabaría, y el bosque era el lugar perfecto para encontrar los ingredientes que necesitaba para preparar más.
La primera vez que tomó somnífero elaborado por él mismo temió hasta el último momento que algo hubiese salido mal: podía haberse equivocado en las proporciones, o en algún ingrediente, o en la temperatura de la mezcla. Por ello, eligió un lugar muy apartado, a varios días de distancia de cualquier camino, por si algo fallaba; pero, inmediatamente después de la transformación, cayó dormido, y al día siguiente despertó en el mismo lugar.
El mes siguiente, sin embargo, sucedió algo.
Había elegido para ocultarse una pequeña cueva al pie de una montaña. Cuando abrió los ojos, poco antes del amanecer, olfateó la presencia de alguien extraño. Miró a su alrededor, confuso. La bestia no se había retirado todavía de su cuerpo, pero su mente racional comenzaba a despertar con las primeras luces del alba, que se filtraban por debajo de un manto de pesadas nubes grisáceas.
Vio ante sí a una niña que lo miraba. El lobo que había en él gruñó y quiso avanzar hacia ella, pero aún estaba bajo los efectos del somnífero. El elfo, que despertaba, quiso sonreírle.
Ankris sintió cómo se transformaba de nuevo en elfo, y la bestia desaparecía hasta la siguiente luna llena. Se incorporó, algo aturdido, y buscó a tientas sus ropas; en las noches de plenilunio se las quitaba antes del atardecer, porque siempre las destrozaba cuando se transformaba.
Se puso de nuevo la camisa y miró a su alrededor, ya algo más despejado, pero no vio a nadie. Se encogió de hombros. Seguramente había sido un sueño.
Prosiguió su viaje hacia el norte, pero se encontró con una cadena de montañas que le cerraba el paso. Según el mapa, debía de haber un desfiladero por allí, pero, por más que recorrió, arriba y abajo, el pie de la cordillera, no lo encontró. Volvió sobre sus pasos y llegó a una granja al caer la tarde, cuando el viento arreciaba y las nubes grises se habían transformado en negros nubarrones que anunciaban tormenta.