Fenris, El elfo (12 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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Suspiró quedamente. Hubo un largo silencio.

—Ayudadme —susurró Ankris finalmente—. Por favor, ayudadme. Solo quiero ser un elfo normal y...

Se le quebró la voz y no pudo seguir hablando. Entrevio los ojos de su madre llenos de lágrimas. Su padre también parecía conmovido.

Se sintió furioso y humillado por un momento. Era orgulloso y odiaba tener que ponerse en evidencia de aquella manera. Pero en su interior había algo que gritaba desesperadamente pidiendo ayuda, y en aquel momento comprendió que esa voz había estado allí desde el primer día y, por alguna razón, no había querido escucharla. Era aquella voz la que acababa de hablar por él en aquel momento. Aquella voz que Aonia, la Señora de la Torre, había escuchado gritar sin palabras cuando lo había mirado a los ojos en la Escuela del Bosque Dorado.

Sintiéndose de pronto mucho más inseguro y vulnerable, perdida ya aquella coraza de impasibilidad con que había recubierto su corazón, Ankris alzó la cabeza y miró a su alrededor. Se dio cuenta de que todos se habían vuelto hacia el Señor del Bosque Dorado, que se había puesto en pie, evidentemente incómodo.

—Ni siquiera la magia puede curar a un licántropo —dijo.

Ankris respiró hondo. Había dicho «curar». Eso significaba que admitía que estaba enfermo. Tal vez...

—He oído hablar de hechizos que devuelven a los licántropos su forma original —intervino el brujo.

El Archimago lo fulminó con la mirada. Los magos nunca se habían llevado bien con los brujos; estos no poseían auténtico poder mágico, pero conocían como nadie los secretos del mundo natural, y por ello la mayoría de la gente prefería confiar en ellos antes de hacerlo en un mago consagrado, cuyos poderes resultaban inexplicables a los ojos de los no iniciados. Los magos lo sabían y, si bien despreciaban a los brujos por no ser capaces de realizar hechizos, también eran muy conscientes de que ellos, a pesar de todo su poder y su riqueza, habían perdido la batalla de la popularidad en favor de los brujos.

No sucedía lo mismo en tierras humanas, donde, según había oído Ankris, magos y brujos eran odiados por igual.

—Son hechizos temporales y duran solo unas horas —dijo con frialdad—. Se requeriría un lugar de extraordinario poder para incrementar la fuerza de esos conjuros, y me temo que ni siquiera nuestra Escuela es apropiada para ello. Podemos conseguir que su cuerpo resista sin transformarse varias horas más. Y eso es todo lo que podemos hacer por él.

—¿De veras? —el brujo alzó una ceja—. Pues en tal caso, me temo que yo puedo hacer mucho más. Mis narcóticos lo han sumido durante años en un sueño profundo todas las noches de luna llena.

—¿Insinúas que tus brebajes están por encima de nuestra magia más avanzada? Te recuerdo que no has logrado evitar que se transforme.

—Pero he impedido que siga asesinando —el brujo sonrió, burlón—, cosa que encuentro mucho más práctica y efectiva que reducir a la mitad sus horas como bestia. Pero, en cualquier caso, no es ahí adonde quería llegar. Lo que me gustaría señalar es que el joven Ankris tomaba los narcóticos voluntariamente —paseó su inquietante mirada sobre los asistentes—. Somos como somos, y en muchos casos no podemos luchar contra nuestra naturaleza. He visto a los licántropos de cerca. Puedo asegurar que para ellos es extremadamente difícil plantar cara a la bestia que los devora por dentro. He aquí a un muchacho que tiene el valor de luchar, porque quiere ser como los demás. Un muchacho con la suficiente entereza como para tratar de vencer a la bestia, en lugar de rendirse a ella, como hace la mayoría. No creo que se le deba castigar por ello. Controlarlo, sí. Y evitar que siga matando, también. Pero eso es precisamente lo que él quiere, lo que nos está pidiendo a gritos. Ayudémosle.

Hubo murmullos de asentimiento. Ankris miró a su alrededor, incrédulo. Hasta el Archimago parecía considerar las palabras del brujo.

El juez frunció el ceño y alzó la mirada hacia el rey. Ankris no se atrevió a imitarlo. Pero vio que el juez vacilaba y sintió, por un momento, que había un rayo de esperanza.

El juez carraspeó y abrió la boca para hablar.

—Yo no estoy de acuerdo —dijo entonces una voz clara y fría como el hielo.

Ankris no necesitó volverse. Habría reconocido aquella voz en cualquier parte.

Shi—Mae acababa de entrar en la sala y se abrió paso entre la gente hasta llegar ante el juez. Los murmullos aumentaron en intensidad.

—Shi—Mae, heredera de la Casa Ducal del Río —proclamó, aunque no era necesario. Todos habían reconocido en ella a la joven y bella prometida del acusado.

—¿Tenéis algo que decir, Shi—Mae? —preguntó el juez.

—Deseo hacer constar que conozco a este elfo muy bien —comenzó Shi—Mae.

La sala estaba completamente en silencio, pendiente de sus palabras. Pero, si esperaban que Shi—Mae continuase el discurso del brujo, hablando en favor de Ankris, se llevaron una sorpresa.

—Lo conozco —prosiguió Shi—Mae—, porque era mi prometido e íbamos a casarnos. Nuestra relación duraba ya diez años.

—¿Cómo? —soltó el Duque del Río, sin poderlo evitar; apenas hacía dos años que Shi—Mae le había hablado por primera vez de su noviazgo con Ankris.

Shi—Mae ignoró deliberadamente el exabrupto de su padre y continuó:

—Sin embargo, en todo este tiempo él jamás me habló de sus transformaciones. Me ocultó que se convertía en un lobo asesino las noches de luna llena. Y yo lo descubrí de manera fortuita hace solo tres semanas.

Shi—Mae relató su visita a la cabaña de Ankris y todo lo que sucedió después. La audiencia escuchaba, sobrecogida, mientras la muchacha contó cómo su prometido, a quien quería más que a nada en el mundo, se había transformado en una bestia ante sus ojos y había tratado de matarla y devorarla. Describió con todo detalle la horrible persecución a través del bosque, durante la cual Shi—Mae había luchado hasta el agotamiento, tratando de detener a la formidable criatura que intentaba asesinarla. «Oh, Shi—Mae», murmuraba Ankris para sus adentros, llorando en silencio, intuyendo por primera vez lo terrible que aquella noche había sido para ella. «Lo siento, lo siento, lo siento tanto...»

—Pero yo no quería matarlo, no quería, porque Ankris era mi prometido... —susurró ella—. Al final lo transformé en piedra y logré detenerlo hasta la salida del sol. Entonces lo despetrifiqué y... —tomó aliento— me fui a la Escuela del Bosque Dorado a presentarme a la Prueba del Fuego.

Hubo murmullos y exclamaciones de admiración. Todos habían oído hablar de la Prueba del Fuego, pero solo los magos que la habían superado comprendieron todas las implicaciones de las palabras de Shi—Mae, y palidecieron. Enfrentarse a la Prueba del Fuego sin haber descansado el día anterior, tras haber agotado casi toda la energía mágica, era prácticamente un suicidio.

Muchos miraron a Ankris casi con odio, pero él apenas se dio cuenta. Solo tenía ojos para Shi—Mae, que se erguía como una heroína ante una audiencia que la contemplaba con admiración.

—Ahora lo veo todo de diferente manera —prosiguió ella—. Si yo no hubiera sido una aprendiza de hechicería, si hubiera sido cualquier otra elfa, Ankris me habría matado esa noche. Puede que cuente con ese brebaje que lo hace inofensivo, pero, desde luego, cuando yo lo vi era un animal sanguinario. Al día siguiente me dijo que había sido un descuido, que en el último momento se había dado cuenta de que ya no le quedaba —tomó aliento y continuó—: Si realmente quisiera controlar a la bestia, jamás habría cometido ese tipo de desliz. Podemos ayudarlo, dice el brujo. Pero, ¿de verdad desea dejarse ayudar?

—¡Tú sabes que sí, Shi—Mae! —gritó Ankris.

Ella se volvió hacia él y lo contempló fríamente.

—Entonces, me lo habrías dicho. Si no puedes confiar en mí, ¿cómo esperas que yo confíe en ti? Eres un monstruo, una bestia asesina. No eres uno de nosotros.

El juez se inclinó hacia Shi—Mae.

—¿Eres consciente de lo que dices? Te recuerdo que estás hablando del elfo con el que pensabas casarte.

—No. No es el elfo con quien pensaba casarme. El Ankris que yo conocía no existe. Fue todo una mentira, una ilusión. Aquella noche vi su verdadero rostro, un rostro que, desde entonces, me persigue todas las noches en mis peores pesadillas. No quiero ni pensar en lo que sucedería si otra joven cayera en la misma trampa que yo. Puede parecer agradable y buena persona a simple vista, pero... ¿qué sucedería si volviera a tener... un descuido una noche de luna llena?

—¿Adónde quieres ir a parar, muchacha? —gruñó el brujo.

—Yo digo que no se puede controlar a la bestia —declaró Shi—Mae, desafiante, mirando a su alrededor—. Hay que destruirla. Y, si para ello debemos matar al elfo..., que así sea.

Ankris jadeó, perplejo. Todo el mundo empezó a hablar a la vez, pero de pronto un grito resonó sobre la sala.

—¡¡¡Sucia arpía manipuladora!!! —chilló Eilai, con los ojos llenos de lágrimas, tratando de abalanzarse sobre Shi—Mae, mientras su esposo la retenía a duras penas—. ¡¡¡Cómo te atreves a hablar así de mi hijo!!!

Cuando el juez logró que los ánimos volvieran a calmarse, preguntó a Shi—Mae:

—¿Tienes algo más que añadir?

—Sí —dijo ella, mirando a Ankris a los ojos—. Esta criatura es un monstruo que jamás debería haber nacido. Y por eso tiene que morir.

Ankris sintió que se quedaba sin aire y se dejó caer sobre el banco, sin querer creer lo que acababa de escuchar. La sala se revolucionó de nuevo. Todos hablaban a la vez, y tuvieron que sujetar a Eilai entre tres para que no se arrojara sobre Shi—Mae.

—¡Dejadme! —chillaba la Centinela—. ¡Soltadme! ¡¡Voy a matar a esa zorra traidora!! ¡¡Cómo has podido vender a mi hijo de esa manera, mala hembra!!

Finalmente, se llevaron a Eilai a rastras y la sacaron de la sala. Ankris comprendió de pronto que su madre sabía exactamente cómo se sentía. No se hubiera enfurecido tanto si cualquier otra persona hubiese pedido su muerte al tribunal. Pero Shi—Mae...

Cerró los ojos con cansancio. «Está bien, matadme ya», pensó. «Ni siquiera la persona a la que más amo cree que merezca seguir viviendo».

Se sentó sobre el banco y enterró la cara entre las manos. Sintió la mirada triunfal de Shi—Mae sobre él. «¿Tanto me odias?», pensó. Abrió los ojos y la miró, y leyó la verdad en su mirada color zafiro.

Sí.

Apenas oyó nada de lo que sucedió en los momentos siguientes. Otros elfos hablaron, pero él no los escuchó, y estaba seguro de que el resto de la sala tampoco lo hacía. Las palabras de Shi—Mae seguían pesando como una losa sobre las mentes de todos. Cuando, finalmente, el jurado tomó una decisión, a Ankris no le sorprendió en absoluto escuchar que el juez anunciaba:

—An—Kris de los Robles, este tribunal te considera culpable de licantropía y del asesinato de doce elfos. La sentencia es la muerte.

Ankris suspiró. «Por fin», pensó. Por fin había acabado todo, descansaría y olvidaría a Shi—Mae para siempre. Aún oyó el grito de su madre mientras los guardias del rey se lo llevaban a rastras hacia la muerte. Volvió la cabeza para mirar a Shi—Mae por última vez; y, en lugar de la expresión triunfal que esperaba encontrar en su rostro, sorprendió en sus ojos una mirada de profunda y desesperada tristeza.

Los guardias se lo llevaron a empujones, mientras la multitud lo abucheaba, y Ankris pensó que lo había imaginado.

No ejecutaron la sentencia inmediatamente. Lo arrojaron de nuevo al calabozo, y allí lo dejaron durante unas horas más, hasta la puesta del sol. Por la noche, cuando la luna creciente brillaba en lo alto del cielo, los guardias fueron a buscar a Ankris.

—Es la hora —dijeron.

El joven se levantó y los siguió, obediente. Se sentía muerto por dentro. La ejecución no cambiaría tanto las cosas. Lo arrastraron hasta las afueras de la ciudad. Como era tarde, no encontraron a nadie por el camino. Ankris había oído decir que, en tierras humanas, los reos eran paseados en carretas por la población para que la multitud, enfurecida, los insultara y los humillara escupiéndoles y lanzándoles cosas. Los elfos, en cambio, eran mucho más discretos. La ejecución se llevaría a cabo de noche, en el bosque, y nadie más que los verdugos y un funcionario del rey estaba autorizado a asistir.

Sin embargo, cuando Ankris fue arrojado al suelo en un claro del bosque, no vio al funcionario por ninguna parte. Los guardias que lo custodiaban no hicieron ademán de cargar sus arcos ni de sacar la espada.

—¿Qué significa esto? —murmuró él, aturdido—. ¿A qué estáis esperando?

—Me están esperando a mí —dijo una voz serena desde la oscuridad.

Ankris trató de ubicar aquella voz. Para cuando su dueño salió de entre las sombras y la luz de la luna iluminó su cara, el joven ya sabía de quién se trataba, pero, aun así, su presencia allí lo sorprendió.

Era el Capitán de los Centinelas de la frontera sur.

Ankris fue a preguntar algo, pero no encontró palabras. El Capitán sonrió y se alejó un poco para hablar con él lejos de los oídos de los guardias.

—He intercedido por ti —dijo—. A pesar del odio que te tiene mi hijo, aprecio sinceramente a tus padres y confío en la palabra del brujo. Y, por otra parte, te he tenido en mi escuela y sé que no eres un monstruo, hijo.

Ankris sintió que tenía un nudo en la garganta.

—No he conseguido que te levantaran la pena, pero sí conmutarla. No estás condenado a muerte..., pero quedas desterrado para siempre de nuestro Reino. Si osas volver, nada podrá salvarte ya.

Ankris no se sintió tan aliviado como habría cabido esperar.

—Tienes hasta el amanecer para abandonar el Reino de los Elfos —concluyó el Capitán—. Cuando salga el sol, serás oficialmente un proscrito, y los soldados del rey tienen orden de tirar a matar.

Ankris reaccionó.

—¿Qué? —soltó—. ¡Pero si la frontera más cercana está a dos semanas de aquí!

El Capitán se encogió de hombros.

—Nadie dijo que fuera fácil, muchacho, pero al menos tienes una oportunidad. Los soldados no comenzarán a perseguirte hasta el alba. Eso quiere decir que tienes una noche de ventaja. Y, conociendo tus habilidades de Centinela, dudo que sean capaces de cogerte. Pero no te confíes.

El joven trató de asimilar toda aquella información.

—Capitán —dijo, mirándolo con seriedad—, no puedo marcharme. Pasado mañana es luna llena. No puedo permitir que...

—Está todo previsto. Toma —le tendió un frasco con un líquido de color rojizo que Ankris conocía muy bien—. Es un regalo del brujo. Busca un buen lugar donde esconderte durante el plenilunio. Al menos por un tiempo no causarás daños.

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