Fenris, El elfo (20 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Fenris, El elfo
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Ronna habló con ellos, señalando al elfo y pronunciando el nombre de Fenris. Los hombres y mujeres del grupo se miraron unos a otros, sorprendidos, y murmuraron entre ellos. Entonces Ronna echó a andar hacia el poblado e hizo una seña a su compañero para que la siguiera. Los otros fueron tras ellos.

Inseguro, el elfo comprobó que lo miraban de reojo y mantenían la distancia. Sin embargo, no parecían tenerle miedo. Más bien se trataba de un extraño respeto reverencial.

Lo condujeron hasta una choza que estaba algo apartada de las demás. Ronna penetró en ella, pero antes indicó por señas al elfo que entrara tras ella. Tuvo que agacharse porque era demasiado alto para la puerta y, al hacerlo, advirtió que en torno a la entrada de la vivienda había pintados unos extraños símbolos, más complejos que los adornos que lucían aquellas personas sobre su piel.

El interior de la choza estaba iluminado por el cálido resplandor rojizo de un brasero colocado en el centro. El techo, de forma semiesférica, era más alto allí que en los lados. Las paredes se hallaban cubiertas por pieles blancas que, además de aislar la estancia del frío del exterior, estaban pintadas con imágenes de lobos. El elfo se había colocado cerca del brasero, porque tenía frío y porque aquel era el único lugar donde su cabeza no rozaba el bajo techo de la vivienda. Pero al ver las pieles pintadas se acercó a ellas, agachando la cabeza, para examinarlas. Una de ellas mostraba a un grupo de hombres y de lobos rodeando a otro lobo mucho más grande que el resto. Parecía como si se inclinasen ante él.

—Fenris —dijo de repente la voz de Ronna junto a él, con respeto y veneración.

Se sobresaltó. Miró a la muchacha y se dio cuenta de que ella señalaba al gran lobo de la imagen.

Y entonces comprendió.

Aquel lobo al que llamaban Fenris debía de ser una especie de dios para ellos. Ello explicaría que Ronna no le tuviese miedo, a pesar de que lo había visto transformado en lobo días antes. El elfo había oído decir que algunas tribus humanas primitivas adoraban a algún tipo de animal y lo consideraban su padre y protector. Las pinturas de la choza y lo que había visto en la cueva parecían corroborarlo: aquella gente se consideraba emparentada de alguna manera con los lobos.

«¿Me han confundido a mí con su dios?», se preguntó. Si se trataba de eso, desde luego debía sacarlos de su error. Actuar como un dios a la larga solo podía traerle problemas.

Se volvió hacia Ronna para tratar de hacérselo comprender, y entonces vio que se había acercado a ellos un hombre joven cuyo aspecto pequeño y frágil le hacía parecer mayor de lo que era. Su manto estaba adornado con los mismos símbolos que había visto dibujados en torno a la entrada de la vivienda, y cubría su cabeza con un tocado de plumas.

El elfo retrocedió un paso. Aquel hombre tenía todo el aspecto de ser un mago o un brujo —algunos humanos no veían ninguna diferencia entre unos y otros—, y él, tras su experiencia con Novan y Shi—Mae, había aprendido a no confiar en los hechiceros. La mano de Ronna se posó tranquilizadoramente sobre su brazo. Esto lo desconcertó. Si lo creían una especie de dios, ¿por qué lo trataba la chica con tantas confianzas?

—Log —dijo, señalando al hombre del tocado de plumas.

—Log —repitió el elfo, inseguro.

El brujo, o lo que fuera, se señaló a sí mismo, asintiendo. Después se acercó al elfo sin preocuparse lo más mínimo por la mirada recelosa que este le dirigió. Clavó en él sus ojos oscuros y murmuró unas palabras en su propio idioma. Alzó la mano y la acercó a su frente. El elfo quiso retroceder, pero se sintió paralizado por su mirada. Los dedos de Log rozaron su frente y despertaron en su interior algo salvaje que había permanecido dormido desde la última luna llena. Sintió a la bestia rugir en su interior y lanzó un grito de alarma; pero, cuando el lobo trataba de tomar el control sobre su cuerpo e iniciar la transformación, el hombre retiró la mano, y la bestia volvió a ocultarse en el más oscuro rincón de su ser.

Temblando, el elfo se apoyó contra la pared y cerró los ojos, agotado y sudoroso. Cuando los volvió a abrir de nuevo, Ronna y Log lo miraban fijamente.

—Fenris —dijo Log simplemente.

El elfo, debilitado tras el duro viaje y la lucha interna que acababa de librar, sintió que se le nublaban los ojos y cayó desvanecido sobre el suelo cubierto de pieles.

Tardó varios días en reponerse, y se dio cuenta entonces de los estragos que habían causado en su cuerpo aquellos meses de vida rigurosa y austera en las Tierras Muertas. Las gentes de la tribu cuidaron de él y, cuando se encontró un poco mejor, percibió que los más jóvenes solían espiarlo a menudo desde la entrada, cuando los mayores no miraban. Era evidente que sentían curiosidad hacia él. Pero no parecían temerle.

Ronna no se apartó de su lado. Era difícil comunicarse por señas, de modo que el elfo trató de aprender algunas palabras de su lengua que, aunque le parecía tosca y rudimentaria comparada con el bello idioma élfico, tenía algo que le llegaba al corazón sin saber por qué.

Una tarde, Log entró en su choza y se sentó junto a él para tratar de establecer comunicación. Había traído consigo varios pedazos de cuero en los que había diversas imágenes pintadas. El elfo las reconoció: muchas de ellas reproducían las pinturas murales de la cueva que le había mostrado Ronna. A través de ellas, del lenguaje gestual y de lo poco que había aprendido de su idioma, el elfo pudo comprender un poco mejor la historia de aquellas gentes.

Tenían una leyenda según la cual sus antepasados habían llegado a aquel lugar huyendo de una terrible catástrofe. Estaban a punto de morir de hambre y de frío cuando los lobos los acosaron, pero entonces un enorme lobo, más grande que los demás, había acudido en su ayuda.

El lobo y los humanos se hicieron amigos; el lobo les enseñó a sobrevivir y, a cambio, ellos le enseñaron a hablar. Y, cuando fue capaz de hablar como un ser humano, el lobo adquirió también la habilidad de poder transformarse en hombre a voluntad. Un día los abandonó para marcharse lejos, pero antes juró que su espíritu siempre protegería a la tribu y que ningún lobo los dañaría jamás. A cambio, ellos debían prometer que no matarían ni herirían nunca a ningún miembro de su especie.

Se marchó y nunca regresó, pero ellos jamás olvidaron su nombre: Fenris.

Aquellos hombres y mujeres se hicieron llamar, en adelante, la Tribu del Lobo, y habían estado aguardando el regreso de Fenris desde entonces, añorando al hermano perdido a quien tanto debían. La bendición de Fenris seguía con ellos, dado que ningún lobo podía atacarlos, pero jamás habían vuelto a saber de él.

«Fenris no es un dios para ellos», pensó entonces el elfo. «Es un héroe mítico, pero también el miembro que le falta a la tribu para sentirse completa».

Trató de hacerles comprender que él no era la persona que estaban esperando. Incluso les reveló su nombre élfico, pese a que al abandonar la cabaña de Novan había jurado que no volvería a utilizarlo. Ronna se echó a reír. Tardó un buen rato en hacerle entender que, por supuesto, ellos sabían que él no era Fenris; pero probablemente se trataba de uno de sus descendientes y, por tanto, se le podía llamar así.

Ante esto, él no supo qué decir. La historia de aquella gente parecía una leyenda, pero la figura del enorme lobo que se había transformado en hombre le había llamado la atención. ¿Podría haber sido aquel Fenris uno de los primeros licántropos? ¿Procedían los hombres—lobo, en su origen, de animales que se habían transformado en humanos, y no al revés? ¿En qué momento el animal bondadoso y protector de las leyendas se había transformado en una bestia asesina? ¿Y por qué?

En cualquier caso, y aunque no fuera más que una leyenda, había algo en ella que lo consolaba inmensamente. Fenris no había sido un asesino. Él y su tribu, la Tribu del Lobo, habían convivido en paz.

Y, por otro lado, aquel mito explicaba también por qué al tratar de atacar a Ronna se había transformado en elfo de nuevo. ¿Podía haber sido la mano protectora de Fenris, el hermano perdido, quien había salvado la vida de la chica en aquella ocasión?

Sintió que una llama de esperanza alimentaba su corazón por primera vez en mucho tiempo. Si eso era cierto, no podía hacer daño a aquellas personas. Tal vez hasta podría encontrar un hueco entre ellos, si lo aceptaban como uno más. Porque, a pesar de que su madre lo había educado para que soportarse la soledad, esta le había pesado como una losa desde la muerte de Novan.

Mirando alternativamente a Ronna y a Log, el elfo se señaló a sí mismo, vacilante, y pronunció la palabra que utilizaba aquella gente para referirse a los miembros de su tribu. Lo hizo con timidez, esperando un rechazo por su parte, puesto que era muy consciente de los rasgos élficos que lo hacían tan diferente de ellos.

Log no sonrió, pero el rostro de Ronna resplandeció de alegría. Impulsivamente, le echó los brazos al cuello y lo abrazó como a un hermano, y el elfo sintió que su corazón, congelado desde hacía mucho tiempo, volvía a latir al calor del de ella.

Celebraron una especie de rito de aceptación en la tribu. Lo vistieron con uno de sus trajes de pieles, mejor confeccionados que el tosco manto que se había hecho él mismo; sujetaron su cabello castaño con una banda de cuero, al estilo del clan, y adornaron su rostro con las pinturas tribales. Después, con solemnidad, le otorgaron públicamente su nuevo nombre, y pasó a llamarse definitivamente Fenris. Bailaron toda la noche en torno a la hoguera y Fenris participó de aquella salvaje alegría. Cuando por fin, agotado, se dejó caer en el suelo para contemplar cómo bailaban los demás, Ronna fue con él y se sentó a su lado. No tardó en dormirse, con una sonrisa en los labios, la cabeza apoyada sobre el hombro del elfo y sus brazos rodeando su cintura.

Tardó un poco en conocer las costumbres de la Tribu del Lobo, pero lo animaba el hecho de que ellos lo aceptaron enseguida como uno más. Algunos lo miraron con desconfianza al principio, pero todos asistieron a su transformación la siguiente noche de luna llena, y ya ninguno volvió a tener dudas acerca de su parentesco con su animal totémico.

Algo debía de tener de cierto la leyenda de la Tribu del Lobo, puesto que la bestia no atacó a ninguno de ellos.

Una nueva vida comenzó entonces para Fenris. Se esforzó por aprender la lengua de sus nuevos amigos y adoptar sus costumbres. Hombres y mujeres salían a cazar juntos y traían comida para toda la tribu. Cuando las mujeres se quedaban embarazadas, permanecían en el poblado hasta que los niños ya no necesitaban tanta atención y podían quedarse al cuidado de los ancianos de la tribu.

Por tal motivo, también Ronna se unía a las partidas de caza, y casi siempre escogía el grupo en el que se encontraba Fenris. El elfo lo aceptó como algo natural, al igual que el resto de la tribu. Había sido ella quien lo había encontrado y lo había llevado al poblado, con sus hermanos perdidos, y por ello era lógico que entre los dos hubiese un vínculo especial. Tanto los hermanos mayores como la madre de la chica aceptaron a Fenris con alegría y orgullosos de que el recién llegado se uniese a su familia como un miembro más.

Fueron días felices para el elfo—lobo. Por fin se sentía querido y aceptado no solo por una persona, sino por todo un grupo. Seguía sin poder mantener el control de sus actos las noches de luna llena, pero al menos sabía que no haría daño a los que le rodeaban. En tales ocasiones, Ronna salía a cazar con él, montada sobre su lomo, y los dos juntos recorrían los valles y los desfiladeros helados. Tanto la bestia como el elfo apreciaban sinceramente a la chica, y solo a ella le permitía el lobo montar sobre su lomo las noches de luna llena.

Cuando Fenris fue capaz de hablar con cierta fluidez la lengua de sus nuevos amigos, Log mantuvo una importante conversación con él.

En realidad no era un hechicero o, al menos, no en el sentido estricto de la palabra. Tampoco era un brujo. Los miembros de la tribu lo llamaban chamán, y su poder estaba relacionado con el mundo del espíritu. Era capaz de reconocer la verdadera naturaleza de una persona con solo mirarla atentamente a los ojos y, en ocasiones, cuando entraba en trance, su espíritu salía fuera de su cuerpo para fundirse con la naturaleza. Ronna le explicó que los grandes chamanes podían introducir su propia conciencia en el cuerpo de un animal, y así ver y oír a través de ellos. Nadie sabía si el chamán de la Tribu del Lobo había logrado algo semejante, porque mantenía en secreto lo que aprendía cuando su espíritu se alejaba de su cuerpo, durante el trance.

En otras circunstancias, Fenris se habría mostrado escéptico. Pero el día de su llegada había visto cómo Log descubría al lobo agazapado en su interior con solo mirarlo a los ojos, y por eso acudió a su cita inquieto y cauteloso.

Ambos se sentaron en el suelo de la cabaña de Log, junto al brasero, que emitía un olor dulzón y aromático. Hablaron de cosas triviales hasta que el chamán preguntó:

—¿Qué se siente cuando te transformas en lobo?

—Dolor —respondió Fenris inmediatamente—. Dolor y miedo.

—¿No te hace sentir mejor, más poderoso, más fuerte?

—Eso es después. Pero mi mente está dormida y no puede apreciarlo. Cuando me transformo, solo puedo pensar como una bestia asesina.

El chamán asintió, pero a Fenris le dio la sensación de que no lo había comprendido.

—Vosotros no os dais cuenta porque la bendición de Fenris, el Primero, os protege. Pero nadie está a salvo junto a mí las noches de plenilunio.

—¿De dónde sacas tu poder? ¿Naciste con él?

—No es un poder, sino una maldición —corrigió Fenris.

—Nada que nos acerque tanto a nuestros hermanos los lobos puede ser una maldición —manifestó Log, mirándolo con sombría severidad—. Quiero saber por qué los dioses te han otorgado este poder a ti, un extranjero, mientras que nosotros, fieles servidores de los lobos, no podemos ser como ellos.

Fenris debería haber detectado el extraño fuego que alimentó los ojos del chamán al pronunciar estas palabras, pero estaba demasiado preocupado por expresarse correctamente. Mucho tiempo después advertiría el verdadero sentido de aquellas preguntas, pero entonces ya sería demasiado tarde.

Le habló de la licantropía, y le explicó que en el lugar del que procedía era considerada una maldición o una enfermedad, no un don. Le contó cómo, en su caso, se había manifestado al llegar a la adolescencia. Le habló de los asesinatos, del rechazo de sus semejantes, del odio y del miedo, de su largo peregrinar en busca de un hogar. Cuando terminó de hablar, sobrevino un pesado silencio. Entonces, Log lo miró fijamente y declaró con solemnidad:

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