Después, lo único que le quedaba era sentarse a bostezar durante largo rato, mientras Brosco y sus hijos los hacían avanzar en la luz previa al amanecer por un entramado de canales menores. Aquel día parecía diferente, claro y luminoso. En Braavos sólo había tres tipos de clima: la niebla era insoportable; la lluvia, peor, y la lluvia gélida, lo peor de todo. Pero muy de cuando en cuando llegaba un amanecer rosado y azul, y el aire era límpido y estaba cargado de salitre. Eran los días que más le gustaban a Gata.
Cuando llegaron a la amplia vía de agua conocida como canal Largo, giraron hacia el sur en dirección al mercado de pescado. Gata iba sentada con las piernas cruzadas; trataba de contener los bostezos y de recordar detalles del sueño.
«He vuelto a soñar que era una loba.» Lo que mejor recordaba eran los olores: árboles y tierra, sus hermanos de manada, el rastro del caballo, del ciervo, del hombre, todos diferentes, y el hedor agudo y acre del miedo, siempre el mismo. A veces, los sueños de lobo eran tan vívidos que oía los aullidos de sus hermanos al despertar, y en cierta ocasión, Brea le dijo que había estado gruñendo en sueños y dando zarpazos bajo las mantas. Le pareció una mentira idiota hasta que Talea se lo confirmó.
«No debería tener sueños de lobo —se dijo la niña—. Ahora soy una gata, no una loba. Ahora soy la gata de los canales.» Los sueños de lobo eran de Arya de la Casa Stark. Pero por mucho que lo intentara, no podía librarse de Arya. Daba igual que durmiera en los sótanos del templo o en su pequeña buhardilla, con las hijas de Brosco; los sueños de lobo seguían acosándola por las noches. Y a veces tenía otros sueños.
Los sueños de lobo eran los buenos. En los sueños de lobo era rápida y fuerte; daba caza a su presa con su manada. El que detestaba era el otro sueño, aquel en el que tenía dos piernas en vez de cuatro patas. En él siempre estaba buscando a su madre, caminando a trompicones por un páramo de barro, sangre y fuego. Era un sueño en el que siempre llovía. Oía los gritos de su madre, pero un monstruo con cabeza de perro le impedía ir a salvarla. Era un sueño en el que siempre acababa llorando como una niñita asustada.
«Los gatos no lloran —se dijo—. Ni los lobos. No es más que un sueño idiota.»
El canal Largo llevó el bote de Brosco bajo las cúpulas de cobre verde del Palacio de la Verdad y las altas torres cuadradas de los Prestayn y los Antaryon, antes de pasar por debajo de los inmensos arcos grises del río de agua dulce en dirección al barrio conocido como Ciudad Sedimento, donde los edificios eran más pequeños y menos majestuosos. A lo largo del día, el canal se convertiría en un hervidero de botes y barcazas, pero en la oscuridad previa al amanecer lo tenían casi entero para ellos solos. A Brosco le gustaba llegar al mercado de pescado justo cuando el Titán anunciaba la salida del sol con su rugido. El sonido retumbaba por toda la albufera; la distancia lo amortiguaba, pero aun así bastaba para despertar a la ciudad.
Cuando Brosco y sus hijos amarraban junto al mercado de pescado, ya estaba abarrotada de vendedores de arenques, pescaderas, recolectores de ostras y almejas, mayordomos, cocineros, criadas y tripulantes de las galeras, todos negociando a gritos mientras inspeccionaban las capturas. Brosco siempre iba de bote en bote y examinaba el marisco; de cuando en cuando daba un golpecito a una caja con el bastón.
—Este —decía—. Sí. —
Tap tap
—. Este. —
Tap tap
—. No, ese no. Este. —
Tap
.
No era muy dado a la conversación. Talea decía que su padre era tan rácano con las palabras como con las monedas. Ostras, almejas, centollos, mejillones, berberechos, a veces gambas... Brosco compraba lo que tuviera mejor aspecto cada día. A ellos les correspondía llevar al bote las cajas y barriles que golpeara con el bastón. Brosco estaba mal de la espalda, no podía levantar nada que pesara más que un pichel de cerveza negra.
Cuando emprendían el camino de regreso a casa, Gata apestaba siempre a pescado y a salmuera. Se había acostumbrado tanto al olor que ya casi no lo percibía. El trabajo no le importaba. Cuando le dolían los músculos de tanto cargar, o la espalda por el peso de un barril, se decía que se estaba haciendo más fuerte.
Cuando tenían todos los barriles a bordo, Brosco volvía a hacer la seña, y sus hijos manejaban otra vez las pértigas por el canal Largo. Brea y Talea se dedicaban a cuchichear en la proa del bote. Gata sabía que hablaban del amigo de Brea, con el que se reunía en el tejado cuando su padre se iba a dormir.
—Aprende tres cosas nuevas antes de volver con nosotros —le había ordenado a Gata el hombre bondadoso al enviarla a la ciudad.
Y siempre lo hacía. A veces no eran más que tres palabras nuevas del idioma braavosi. A veces llevaba anécdotas de marineros, o sucesos asombrosos del ancho y húmedo mundo que se extendía más allá de las islas de Braavos: guerras, lluvias de sapos, dragones recién incubados... A veces aprendía tres chistes nuevos, tres nuevos acertijos, o tres trucos de un oficio u otro. Y muy de cuando en cuando averiguaba algún secreto.
Braavos era una ciudad hecha para los secretos, una ciudad de nieblas, de máscaras, de susurros. Según descubrió, hasta su existencia se había guardado en secreto durante un siglo; su situación permaneció oculta el triple de tiempo.
—Las Nueve Ciudades Libres son hijas de la primera Valyria —le enseñó el hombre bondadoso—. En cambio, Braavos es el hijo bastardo que se fugó de casa. Somos un pueblo mestizo, hijo de esclavos, putas y ladrones. Nuestros antepasados llegaron a este refugio procedentes de medio centenar de tierras, huyendo de los Señores Dragón, que los habían esclavizado. Se trajeron medio centenar de dioses, pero tienen uno en común.
—El que Tiene Muchos Rostros.
—Y muchos nombres —asintió el hombre bondadoso—. En Qohor es la Cabra Negra; en Yi Ti, el León de Noche; en Poniente, el Desconocido. Al final, todos tenemos que inclinarnos ante él, adoremos a los Siete, al Señor de la Luz, a la Madre Luna, al Dios Ahogado o al Gran Pastor. Toda la humanidad le pertenece. De lo contrario, en el mundo habría un pueblo cuyos habitantes vivirían eternamente. ¿Conoces algún pueblo que viva eternamente?
—No —respondió ella—. Todo hombre debe morir.
Gata siempre se encontraba al hombre bondadoso esperándola cuando regresaba al templo de la colina la noche en que la luna se tornaba negra.
—¿Qué sabes ahora que no supieras cuando te fuiste? —era su pregunta.
—Sé qué pone Beqqo
el Ciego
en la salsa picante que sirve con las ostras —respondía ella—. Sé que los comediantes del Farol Azul van a representar
El señor del semblante triste
y que los comediantes del Barco responderán con
Siete remeros borrachos
. Sé que el librero Lotho Lornel duerme en la casa del capitán mercante Moredo Prestayn cuando el honorable capitán mercante está de viaje, y se marcha cuando regresa la
Zorra
.
—Bueno es saber esas cosas. ¿Y quién eres tú?
—Nadie.
—Mientes. Eres Gata de los canales, te conozco. Vete a dormir, niña. Por la mañana tienes que servir.
—Todo hombre tiene que servir.
Y eso hacía tres días de cada treinta. Cuando la luna se tornaba oscura no era nadie, una sierva del Dios de Muchos Rostros que llevaba una túnica blanca y negra. Se adentraba en la oscuridad aromática en pos del hombre bondadoso, con el farol de hierro en la mano. Lavaba a los muertos, examinaba su ropa y contaba sus monedas. Algunos días seguía ayudando a Umma, la cocinera, y troceaba grandes champiñones blancos o desespinaba el pescado. Pero sólo cuando la luna era negra. El resto del tiempo era una huérfana, con unas botas zarrapastrosas que le quedaban grandes y una capa marrón con el dobladillo deshilachado, que gritaba «¡Mejillones, berberechos, almejas!» mientras empujaba su carretilla por el puerto del Trapero.
Sabía que la luna se volvería negra aquella noche; la anterior había sido apenas una esquirla. «¿Qué sabes ahora que no supieras cuando te fuiste?», le preguntaría el hombre bondadoso en cuanto la viera.
«Sé que Brea, la hija de Brosco, se reúne con un muchacho en el tejado cuando su padre se va a dormir —pensó—. Talea dice que Brea se deja tocar por él, aunque no es más que una rata de tejado, y todas las ratas de tejado son ladrones.» Pero era lo único. Necesitaba dos cosas más, pero tampoco estaba preocupada. Abajo, entre los barcos, siempre se aprendía algo.
Cuando volvieron a la casa, Gata ayudó a los hijos de Brosco a descargar el bote. Brosco y sus hijas repartieron el marisco entre tres carretillas, sobre un lecho de algas.
—Volved cuando lo hayáis vendido todo —les dijo Brosco a las chicas, igual que todas las mañanas, y ellas se fueron para pregonar la captura.
Brea empujaba su carretilla al puerto Púrpura, para vender a los marineros braavosis que anclaban allí sus barcos. Talea se iba a los callejones que rodeaban el estanque de la Luna, o vendía entre los templos de la isla de los Dioses. Gata se dirigió al puerto del Trapero, como hacía nueve días de cada diez.
Sólo los braavosis tenían permiso para utilizar el puerto Púrpura, desde la Ciudad Ahogada y el palacio del Señor del Mar; las naves de sus ciudades hermanas y las del resto del mundo tenían que conformarse con el puerto del Trapero, más mísero, sucio y desorganizado que el Púrpura. También era más ruidoso, ya que marineros y comerciantes de medio centenar de territorios abarrotaban sus muelles y callejones, mezclándose con aquellos que los servían o se aprovechaban de ellos. Era el lugar favorito de Gata, el que más le gustaba de Braavos. Disfrutaba con el ruido, con los olores extraños, viendo qué barcos habían llegado con la marea vespertina y cuáles habían zarpado. También le gustaban los marineros: los bulliciosos tyroshis con sus vozarrones retumbantes y sus bigotes teñidos; los lysenos de piel clara, siempre regateando para que les bajara el precio; los velludos y achaparrados marineros del Puerto de Ibben, que gruñían juramentos con sus voces graves y rasposas... Sus favoritos eran los isleños del verano, que tenían la piel tan lisa y oscura como la teca. Llevaban capas con plumas rojas, verdes y amarillas, y los mástiles altos y las velas blancas de sus naves cisne eran magníficos.
A veces también había ponientis: remeros y marineros de carracas procedentes de Antigua, de galeras mercantes del Valle Oscuro, Desembarco del Rey y Puerto Gaviota, de rechonchas cocas del Rejo... Gata sabía cómo se llamaban los mejillones, los berberechos y las almejas en braavosi, pero en el puerto del Trapero pregonaba su mercancía en la lengua del comercio, el idioma de los muelles, los atracaderos y las tabernas de marinos, una basta mezcolanza de palabras y expresiones tomadas de media docena de lenguas, acompañada de signos y gestos, la mayoría de ellos insultantes. Esos eran los que más le gustaban. Si alguien la molestaba, ella le hacía una higa, o lo llamaba picha de culo o coño de camello.
—No habré visto nunca un camello —les decía—, pero reconozco un coño de camello en cuanto lo huelo.
A veces, alguien se enfadaba, pero para esas ocasiones tenía el cuchillo. Lo llevaba siempre muy bien afilado, y además sabía utilizarlo. Roggo
el Rojo
la había adiestrado una tarde en el Puerto Feliz, mientras esperaba a que Lanna se quedara libre. La enseñó a escondérselo en la manga y a sacarlo cuando lo necesitara, y a cortar el cordón de un monedero tan limpia y rápidamente que le daría tiempo a gastar todo el dinero antes de que su dueño lo echara de menos. No estaba de más saberlo; hasta el hombre bondadoso lo reconocía. Sobre todo de noche, cuando los jaques y las ratas de tejado campaban por sus respetos.
Gata había hecho muchos amigos en los muelles: estibadores, comediantes, fabricantes de cuerdas, zurcidores de velas, taberneros, destiladores, panaderos, mendigos y prostitutas. Le compraban almejas y berberechos, le contaban historias verdaderas de Braavos y falsas sobre su vida, y se reían de su manera de pronunciar el braavosi. No le molestaba. En respuesta les hacía una higa y los llamaba coños de camello, con lo que se partían de risa. Gyloro Dothare le enseñó canciones picantes, y su hermano Gyleno le mostró el mejor lugar para pescar anguilas. Los comediantes del Barco la enseñaron a adoptar poses de héroe, y con ellos aprendió monólogos de
La canción del Rhoyne
,
Las dos esposas del conquistador
y
La lujuriosa dama del mercader
. Plumín, el hombrecillo de ojos tristes que escribía las mojigangas obscenas para el Barco, se ofreció a enseñarle cómo besaban las mujeres, pero Tagganaro le dio un golpe con un bacalao, y no se volvió a hablar del tema. Cossomo
el Conjurador
le hizo trucos de magia: podía comerse un ratón y luego sacárselo a ella de la oreja.
—Es magia —le decía.
—Qué va —respondía Gata—. Lo tenías en la manga; lo he visto moverse.
«¡Ostras, almejas, berberechos!», eran las palabras mágicas de Gata, y como buenas palabras mágicas la llevaban a casi cualquier lugar. Había subido a bordo de barcos de Lys, Antigua y el Puerto de Ibben para vender sus ostras en las mismísimas cubiertas. Algunos días empujaba su carretilla hasta las torres de los poderosos para ofrecer almejas cocidas a los guardias que vigilaban sus puertas. En una ocasión pregonó su captura en los peldaños del Palacio de la Verdad, y cuando otro vendedor ambulante trató de echarla, ella le volcó el carro, y sus ostras rodaron por los adoquines. Los agentes de aduanas de Puerto Chequy también compraban su mercancía, al igual que los remeros de la Ciudad Ahogada, cuyas cúpulas y torres sumergidas sobresalían de las aguas verdes de la albufera. Un día, cuando Brea se tuvo que quedar en la cama con la sangre de la luna, Gata empujó su carretilla hasta puerto Púrpura para vender centollos y gambas a los remeros de la barcaza de un Señor del Mar, que estaba decorada con rostros sonrientes de proa a popa. En otras ocasiones seguía el río de agua dulce hasta el estanque de la Luna. Vendió su mercancía a arrogantes jaques vestidos con ropa de seda a rayas, y también a serenos y justicias mayores con jubones marrones y grises. Pero siempre regresaba al puerto del Trapero.
—¡Ostras, almejas, berberechos! —pregonaba mientras empujaba la carretilla por los muelles—. ¡Mejillones, gambas, berberechos!
Un sucio gato anaranjado la siguió, atraído por sus gritos. Más adelante apareció un segundo gato, un animal patético de pelo gris enmarañado con un muñón en vez de cola. A los gatos les gustaba el olor de Gata. Algunos días eran más de una docena los que la seguían antes de que se pusiera el sol. A veces, la niña les tiraba una ostra para ver cuál la cogía. Advirtió que rara vez ganaban los machos grandes; lo más habitual era que se llevara el premio un animal más pequeño y rápido, más flaco, taimado y hambriento.