—Me hiciste daño —se quejó. Él tuvo la elegancia de parecer avergonzado.
—No era yo, mi señora —dijo con tono mohíno, como un niño al que hubieran atrapado robando manzanas de la cocina—. Fue el vino. Bebí demasiado.
Cogió otro cuerno de cerveza para subrayar la confesión. Cuando se lo llevó a la boca, ella se lo estampó contra la cara con tanta fuerza que le melló un diente. Años más tarde, en un banquete, oyó como relataba a una sirvienta cómo se lo había roto en un combate cuerpo a cuerpo de un torneo.
«Bueno, nuestro matrimonio fue un largo combate —reflexionó—, así que en cierto modo no faltó a la verdad.»
Lo demás fueron todo mentiras. Sí que recordaba lo que le hacía por las noches, estaba segura. Se lo veía en los ojos. Sólo fingía que se le había olvidado; era más fácil que hacer frente a la vergüenza. En lo más profundo de su ser, Robert Baratheon era un cobarde. Con el tiempo, los ataques fueron cada vez menos frecuentes. Durante los primeros meses de su matrimonio la poseía al menos una vez cada quince días; hacia el final, ni una vez al año. Pero nunca lo había dejado por completo. Más tarde o más temprano llegaba una noche en que bebía demasiado y se empeñaba en reclamar sus derechos. Lo que a la luz del día lo avergonzaba, por las noches le producía placer.
—¿Mi reina? —dijo Taena Merryweather—. Tenéis una mirada muy extraña. ¿Os sentís mal?
—No, estaba... recordando. —Tenía la boca seca—. Sois una buena amiga, Taena. No tenía una amiga de verdad desde...
Alguien llamó a la puerta.
«¿Otra vez? —El ritmo apremiante del sonido la hizo estremecer—. ¿Qué pasa? ¿Se nos vienen encima otros mil barcos?» Se puso una túnica y fue a ver quién era.
—Siento mucho molestaros, Alteza —dijo el guardia—, pero Lady Stokeworth está abajo y os suplica audiencia.
—¿A estas horas? —estalló Cersei—. ¿Es que Falyse se ha vuelto loca? Decidle que me he retirado. Decidle que están masacrando a la gente de las Escudo, que llevo toda la noche despierta. La recibiré por la mañana.
—Disculpad, Alteza, pero... —dijo el guardia, titubeante— no se encuentra en buen estado, no sé si me comprendéis.
Cersei frunció el ceño. Había dado por supuesto que Falyse acudía a comunicarle que Bronn había muerto.
—Muy bien. Tengo que vestirme. Llevadla a mis estancias y que me espere. —Lady Merryweather hizo ademán de levantarse para acompañarla, pero la Reina la detuvo—. No, quedaos. Al menos una de nosotras podrá descansar. No tardaré mucho.
Lady Falyse tenía la cara hinchada y magullada, y los ojos enrojecidos por las lágrimas. El labio inferior parecía roto, y llevaba la ropa sucia y desgarrada.
—Válganme los dioses —dijo Cersei mientras la invitaba a pasar y cerraba la puerta—. ¿Qué os ha pasado en la cara?
Falyse no pareció oír la pregunta.
—Lo ha matado —dijo con voz temblorosa—. La Madre tenga piedad, lo... lo... —Se derrumbó entre sollozos; le temblaba todo el cuerpo.
Cersei sirvió una copa de vino y se la tendió a la mujer llorosa.
—Bebed esto. El vino os calmará. Así, muy bien. Un poco más. Dejad de llorar y decirme a qué habéis venido.
La Reina necesitó la frasca entera para poder sonsacarle el relato completo a Lady Falyse. Cuando lo logró no supo si reír o encolerizarse.
—¿Un combate singular? —repitió. «¿Es que no hay nadie en los Siete Reinos de quien pueda fiarme? ¿Soy la única de todo Poniente que tiene una pizca de cerebro?»—. ¿Me estáis diciendo que Ser Balman desafió a Bronn en combate singular?
—Dijo que sería s-s-sencillo. Que la lanza era arma de c-c-caballeros, y que B-Bronn no era un caballero de verdad. Balman me dijo que lo descabalgaría y lo remataría mientras aún estuviera c-c-conmocionado.
Bronn no era un caballero, eso era cierto. Bronn era un asesino curtido en la batalla.
«El cretino de tu esposo firmó su propia sentencia.»
—Excelente plan. No me atrevo a preguntar en qué momento se torció.
—B-Bronn le clavó la lanza en el pecho al pobre c-caballo de Balman. Balman... El animal le aplastó las piernas al caer... Suplicó clemencia...
«Los mercenarios no tienen piedad», podría haberle dicho Cersei.
—Os pedí que organizarais un accidente de caza. Una flecha perdida, una caída del caballo, un jabalí furioso... Hay muchas maneras de que un hombre muera en el bosque, y en ninguna se utilizan lanzas.
Falyse no pareció oírla.
—Intenté ir con mi Balman, y él... Él... me pegó en la cara. Hizo c-c—confesar a mi señor. Balman llamaba a gritos al maestre Frenken para que lo ayudara, pero el mercenario no... No... No...
—¿Lo hizo confesar? —A Cersei no le gustaba el cariz que estaba tomando el asunto—. Confío en que nuestro valeroso Ser Balman guardara silencio.
—Bronn le clavó un puñal en el ojo y me dijo que me marchara de Stokeworth antes del anochecer o me haría lo mismo. Dijo que me entregaría a la g-g—guarnición, en caso de que los soldados me quisieran para algo. Cuando ordené que detuvieran a Bronn, uno de sus caballeros tuvo la insolencia de ordenarme que obedeciera a Lord Stokeworth. ¡Lo llamó «Lord Stokeworth»! —Lady Falyse se aferró a la mano de la Reina—. Tenéis que proporcionarme caballeros, Alteza. ¡Un centenar de caballeros! ¡Y también ballesteros; he de recuperar mi castillo! ¡Stokeworth es mío! ¡Ni siquiera me permitieron recoger mi ropa! Bronn dijo que ahora era de su esposa... Mis s-sedas, mis terciopelos...
«Los trapos son el menor de tus problemas.» La Reina liberó sus dedos de la mano húmeda de la mujer.
—Os pedí que apagarais una vela para ayudarme a proteger al Rey, y lo que habéis hecho es verterle un caldero de fuego valyrio. ¿El descerebrado de vuestro Balman llegó a mencionar mi nombre? Decidme que no.
Falyse se humedeció los labios.
—Es que... sufría mucho; tenía las piernas rotas. Bronn dijo que tendría clemencia, pero... ¿Qué será de mi pobre m-m—madre?
—¿Vos qué creéis? —«Supongo que morirá», pensó.
Seguramente, Lady Tanda estaría muerta a aquellas alturas. Bronn no era hombre que invirtiera muchos esfuerzos en cuidar de una anciana con la cadera rota.
—Tenéis que ayudarme. ¿Adónde puedo ir? ¿Qué puedo hacer?
«Tal vez te case con el Chico Luna —estuvo a punto de decir Cersei—. Es casi tan imbécil como tu difunto esposo.» En aquellos momentos no podía correr el riesgo de que se desatara una guerra a las puertas de Desembarco del Rey.
—Las hermanas silenciosas siempre acogen a las viudas —le dijo—. Llevan una vida serena, una vida de plegarias, meditación y buenas obras. Dan consuelo a los vivos y paz a los muertos.
«Y no hablan.» No podía permitir que aquella mujer fuera por los Siete Reinos revelando secretos peligrosos.
Pero Falyse hizo oídos sordos al sentido común.
—Todo lo que hicimos lo hicimos por serviros, Alteza. Orgullosos de Ser Leales. Dijisteis...
—Lo recuerdo. —Cersei se obligó a sonreír—. Os quedaréis aquí con nosotros hasta que encontremos la manera de recuperar vuestro castillo, mi señora. Permitidme que os sirva otra copa de vino; os ayudará a dormir. Estáis agotada y destrozada, es evidente. Pobre Falyse, mi querida amiga... Eso es, bebed.
Mientras su invitada apuraba la frasca, Cersei salió a la puerta y llamó a sus doncellas, le ordenó a Dorcas que fuera a buscar a Lord Qyburn y lo llevara allí de inmediato. A Jocelyn Swyft la envió a las cocinas.
—Trae pan y queso, una empanada de carne y unas cuantas manzanas. Y vino. Tenemos sed.
Qyburn llegó antes que la comida. Lady Falyse ya se había bebido tres copas más y empezaba a dar cabezadas, aunque de cuando en cuando se espabilaba y dejaba escapar otro sollozo. La Reina se llevó a Qyburn aparte y le habló de la estupidez de Ser Balman.
—No puedo consentir que Falyse vaya contando tonterías por la ciudad. El dolor le ha reblandecido los sesos. ¿Seguís necesitando mujeres para vuestro... trabajo?
—Pues sí, Alteza. Las marionetistas están bastante gastadas.
—Lleváosla y haced con ella lo que queráis. Eso sí, en cuanto entre en las celdas negras... ¿He de seguir?
—No, Alteza. Lo entiendo.
—Bien. —La Reina volvió a lucir su sonrisa—. Mi querida Falyse, ha venido el maestre Qyburn. Os ayudará a descansar.
—Ah —dijo Falyse vagamente—. Ah, vale.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Cersei se sirvió otra copa de vino.
—Estoy rodeada de enemigos y de imbéciles —dijo.
No podía confiar ni en los de su propia sangre, ni siquiera en Jaime, que en otros tiempos había sido su otra mitad. «Tenía que ser mi espada y mi escudo, mi brazo derecho. ¿Por qué se empeña en insultarme?»
Bronn no era más que una molestia, claro. En ningún momento había pensado de verdad que estuviera ocultando al Gnomo. Su retorcido hermanito era demasiado listo para permitir que Lollys le pusiera su nombre al pequeño bastardo; sabía que eso haría recaer sobre ella la ira de la Reina. Era lo que había dicho Lady Merryweather, y estaba en lo cierto. La burla era cosa del mercenario, estaba casi segura. Se lo imaginaba con una copa de vino en una mano y una sonrisa insolente en la cara mirando como su hijastro, arrugado y enrojecido, mamaba de las tetas hinchadas de Lollys.
«Sonreíd cuanto queráis, Ser Bronn; pronto gritaréis. Disfrutad de vuestra dama retrasada y de vuestro castillo robado mientras podáis. Cuando llegue el momento os aplastaré como a una mosca.» Tal vez debería enviar a Loras Tyrell para que lo aplastara, si volvía vivo de Rocadragón. Sería encantador. «Si los dioses son bondadosos, se matarán entre ellos, como Ser Arryk y Ser Erryk.» En cuanto a Stokeworth... No, estaba harta de pensar en Stokeworth.
Cuando la Reina volvió al dormitorio, la cabeza le daba vueltas, y Taena se había quedado dormida otra vez.
«Mucho vino y poco sueño —se dijo. No todas las noches la despertaban dos veces con noticias tan graves—. Al menos, yo me puedo despertar. Robert habría estado demasiado borracho para levantarse, no digamos para gobernar. Jon Arryn se habría tenido que encargar de todo.» La complacía pensar que era mejor rey que Robert.
Al otro lado de la ventana, el cielo empezaba a aclararse. Cersei se sentó en la cama junto a Lady Merryweather, prestó atención a su respiración pausada y vio como subían y bajaban sus pechos.
«¿Soñará con Myr? —se preguntó—. ¿O con su amante de la cicatriz, el moreno peligroso al que no podía decir que no?» De lo que estaba casi segura era de que no soñaba con Lord Orton.
Cersei le puso una mano en el pecho. Con suavidad al principio, casi sin tocarlo, sintiendo su calidez en la palma de la mano, la piel suave como la seda. Lo apretó con delicadeza y luego pasó el pulgar por el pezón negro, adelante y atrás, hasta que sintió que se endurecía. Cuando alzó la vista, Taena tenía los ojos abiertos.
—¿Te gusta? —le preguntó.
—Sí —dijo Lady Merryweather.
—¿Y esto? —Cersei pellizcó el pezón y tiró de él con fuerza, retorciéndoselo entre los dedos.
La myriense dejó escapar un gemido de dolor.
—Me hacéis daño.
—No es más que el vino. He bebido una frasca con la cena y otra con la viuda Stokeworth. He tenido que beber para que se calmara. —Le retorció el otro pezón hasta que le arrancó otro gemido—. Soy la reina. Reclamo lo que me corresponde por derecho.
—Haced lo que queráis. —Taena tenía el pelo tan negro como Robert, también entre las piernas, y cuando Cersei la tocó allí lo encontró húmedo, empapado, mientras que el de Robert había sido duro y seco—. Por favor —suplicó la myriense—, seguid, mi reina. Haced conmigo lo que queráis. Soy vuestra.
Pero era inútil. Fuera lo que fuera lo que sentía Robert las noches en que la poseía, ella no lo notaba. Aquello no le proporcionaba placer. A Taena sí. Sus pezones eran dos diamantes negros; su sexo estaba ardiendo.
«Robert te habría amado durante una hora. —La Reina introdujo un dedo en aquel pantano myriense, y luego otro; los metía y los sacaba—. Pero después de derramarse en tu interior, le habría costado recordar tu nombre.»
Quería saber si con una mujer sería tan sencillo como había sido siempre con Robert.
«Diez mil hijos tuyos perecieron en la palma de mi mano, Alteza —pensó al tiempo que introducía un tercer dedo en Myr—. Mientras roncabas, yo me lamía para quitarme a tus hijos de la cara y los dedos, uno a uno, todos príncipes blanquecinos y pegajosos. Hiciste valer tus derechos, mi señor, pero en la oscuridad, devoré a tus herederos.» Taena se estremeció. Jadeó unas palabras en una lengua extranjera, se estremeció otra vez, arqueó la espalda y gritó. «Como si estuvieran degollándola», pensó la Reina. Durante un momento se imaginó que sus dedos eran los colmillos de un jabalí, que desgarraban a la myriense desde la entrepierna hasta la garganta.
También fue inútil.
Siempre había sido inútil con todos menos con Jaime.
Cuando fue a retirar la mano, Taena se la cogió y le besó los dedos.
—¿Cómo puedo complaceros, mi amada reina? —Deslizó la mano por el costado de Cersei y le rozó el sexo—. Decidme qué queréis que haga, amada mía.
—Dejadme en paz.
Cersei dio media vuelta y se cubrió con las mantas, temblorosa. Empezaba a amanecer. Pronto llegaría la mañana y todo quedaría olvidado.
No había ocurrido.
Las trompetas lanzaron su bramido metálico, que hendió el tranquilo aire azul del ocaso. Josmyn Peckledon se puso en pie de un salto y corrió a por el cinto de su señor.
«Tiene buen instinto el chico.»
—Los bandidos no anuncian su llegada con trompetas —le dijo Jaime—. No me hace falta la espada. Debe de ser mi primo, el Guardián del Occidente.
Cuando salió de la carpa, los jinetes ya estaban desmontando: media docena de caballeros y una veintena de arqueros y soldados a caballo.
—¡Jaime! —rugió un hombre desgreñado que vestía cota de malla dorada y capa de piel de zorro—. ¡Tan flaco, y todo de blanco! ¡Y con barba!
—¿Esto? Apenas una pelusa comparada con la tuya, primo. —La barba encrespada y el poblado bigote de Ser Daven se fundían con unas patillas espesas como arbustos, y estas, con la maraña de pelo rubio, aplastada por el yelmo que se estaba quitando. En medio de todo aquel pelo acechaban una nariz respingona y un par de ojos color avellana, llenos de energía—. ¿Te ha robado algún bandido la navaja de afeitar?