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Authors: David Monteagudo

Fin (19 page)

BOOK: Fin
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El desfiladero es una brecha profunda o garganta que ha ido abriendo en la roca el paso constante del agua del río; un río que hace millones de años discurría plácidamente por la llanura, sesenta o setenta metros más arriba. La brecha—que se extiende a lo largo de casi cuatro kilómetros— sorprende por la extraordinaria regularidad de su anchura, que es de unos veinte metros en la zona central del recorrido, y por sus rectas y verticales paredes, que en algunos tramos parecen talladas a cincel en la roca.

Pero el desfiladero no es propiamente un cañón, pues para merecer tal nombre tendría que ser más tortuoso, más laberíntico y serpenteante. El que nos ocupa es más bien un congosto, o una hoz: un par de hoces que despliegan sus amplias curvas simétricas, consecutivas, a lo largo de unos kilómetros.

La naturaleza tenaz, ciega pero constante, ha labrado esta fenomenal hendidura en el paisaje a lo largo de eras. El hombre, más modesto, se ha limitado a rubricar la obra con una delgada línea tallada en la roca a una altura constante, un camino hueco como el que dejaría una lombriz en un terrario, ignorante de la pared de cristal que revela su obra.

El trabajo del hombre: un par de años de actividad impulsiva y vanidosa, perfectamente localizable en el tiempo, hace apenas seis décadas. La barandilla que resigue esa línea en la práctica totalidad de su recorrido: una obra todavía más frágil, más reciente; una línea aún más delgada y sutil, casi invisible, siempre a punto de romperse, como el hilo de una tela de araña.

El sol todavía no se ha puesto. Ni siquiera ha empezado a atardecer. El sol está, en realidad, en la mitad de su parsimoniosa caída desde el cénit hasta el crepúsculo. Pero el grupo de amigos camina a la sombra, sin recibir su luz, sin ver ni siquiera el efecto abrasador de ésta al incidir en la roca, en la tierra, en los arbustos y los rastrojos que tapizan la llanura. La pared izquierda del desfiladero—en la que está excavado el pasadizo por el que van caminando— está orientada hacia el oeste y recibe por lo tanto la luz de la tarde, pero la recibe tan sólo en una franja que no llega a un tercio de su profundidad total, ni mucho menos a la línea por la que discurre la galería o pasadizo, más cercano al umbrío cauce que al borde superior de la pared. Los caminantes no pueden ver esa franja que discurre por encima de sus cabezas, de roca caldeada, blanqueada por una luz que todavía no amarillea, porque ni la barandilla ni la sensatez les permiten asomarse lo suficiente. Sólo pueden mirar la otra pared, la que tienen delante, vestida enteramente de gris; y del sol no ven más que una corona, el inofensivo incendio, la fusión del borde superior de la roca y su encendida pelusilla de vegetación.

Abajo, en el cauce reseco del río, piedras redondeadas de diferentes tamaños, amontonadas, algunas muy grandes; y manojos caóticos de ramas negruzcas, arrastradas por la última crecida, pudriéndose entre las rocas; y la mancha blanca, ofensiva, de un bidón, de una bolsa de plástico. Y más abajo, medio oculta junto a un pequeño remanso de arena combada y grisácea, el agua: estancada, mezquina, insignificante.

El aire es seco, la visibilidad excelente. Al mirar para arriba, entre las dos paredes del congosto se recorta—como un río mucho más limpio y caudaloso—un cielo azul claro, diáfano, de extraordinaria pureza. Una agradable brisa, seca y templada, circula por el túnel que forma la garganta. Pero el silencio es sobrecogedor. No llega el canto de las cigarras ni el zumbido de los insectos hasta el fondo de la brecha; sólo el chillido aislado de algún ave rapaz que tiene su nido en las rocas, a vertiginosa altura. Y más arriba los buitres, empequeñecidos por la distancia, abundantes como golondrinas pero mucho más lentos, mucho más majestuosos.

Ibáñez marcha a la cabeza de la comitiva. Ha empujado con el pie una piedra del tamaño de una naranja, y ésta ha rebotado durante unos segundos hasta llegar al cauce seco del río, produciendo una cadena de golpes y ecos duros como el pedernal, que rebotan y se multiplican por las paredes de la garganta.

Nadie hace ningún comentario: ni María, que camina en segunda posición, a dos pasos de Ibáñez; ni Ginés, que renunció hace tiempo a arrastrar la bicicleta—demasiado problemática en este peculiar sendero—y ahora carga tenazmente con la lámpara de butano; ni Amparo, que ha pedido varias veces la tregua de un descanso; ni ninguno de los otros, que avanzan en fila india, evitando caminar a dúo, porque la estrechez del camino apenas lo permite, silenciosos, cabizbajos, agotado el caudal de exclamaciones y frases admirativas del primer momento, cuando han empezado a transitar por el desfiladero.

Ahora se diría que les abruma la imponente grandiosidad del congosto, y que lo único que desean es salir cuanto antes a cielo abierto, antes de que el sol descienda todavía más, y a la umbría del fondo de la brecha le siga la sombra gris del crepúsculo.

Hugo va cerrando la fila; así se lo ha pedido Maribel, que no deja de mirar para atrás, a pesar de que ni siquiera es ella quien ocupa la última posición. Cova ha retrocedido con Hugo para caminar delante de él; pero ahora se pone a su lado y le habla un momento al oído, después de asegurarse de que nadie mira hacia ellos.

—Que aflojes un poco—bisbisea por segunda vez—... quiero hablar sin que nos oigan.

Hugo aminora la marcha. Nieves, que iba delante de Cova, se da la vuelta instintivamente, al notar que los pasos que la preceden se van quedando atrás; pero al ver con el rabillo del ojo que Cova y Hugo están hablando, vuelve inmediatamente a mirar hacia delante, al movimiento de los pies de su predecesora—Maribel, en este caso—, despreocupándose por completo de la dilación de la pareja.

—Todo esto me da miedo—dice Cova con voz quejumbrosa, cuando considera que ya no pueden oírla—, todo... todo es muy raro... todo esto me parece...

Cova vacila antes de continuar la frase, y Hugo aprovecha su indecisión para interrumpirla bruscamente.

—¿Y
te crees que yo no tengo miedo?—le dice tirando de ella, para que no se alejen más de los diez o doce metros que ya les separan del grupo—, aquí todo el mundo está acojonado; yo también; por eso quiero salir cuanto antes de estas putas montañas, y llegar a algún sitio civilizado...

—No llegaremos a ese pueblo. Hoy no... ya empieza a atardecer.

—No seas pesimista—dice Hugo con un gesto de fastidio—, Lo último que nos hace falta ahora es gente pesimista.

—Es que...—Cova hace un esfuerzo por no llorar, pero los sollozos se le amontonan en la garganta, en el paladar, nublándole los ojos, cerrando el paso del aire hasta convertir su voz en un gemido—todo esto es muy raro y tú... desde que llegamos aquí... desde que estás con tus amigos... es como si yo no existiera, es como si...

—Venga, mujer—dice Hugo suavizando el tono, pero sin acercarse físicamente a ella—, hacía mucho que no los veía; es lógico que... al encontrarme otra vez con ellos, me siento otra vez joven y...

—No, no es eso—replica Cova, con un matiz de irritación en su actitud llorosa—, es... lo de siempre, pero peor. Creo que en realidad tú eres así, que siempre ha sido así, que en realidad estamos juntos pero... es como si no fuéramos una pareja...

—Ya estamos otra vez con eso—dice Hugo, con la actitud de quien ha oído muchas veces una queja injustificada, pueril, y ya empieza a perder la paciencia—. No mezcles las cosas. ¿Qué tiene que ver eso con el problema que tenemos ahora? Hay que llegar a Somontano cuanto antes:
eso
es lo que ahora me preocupa a mí.

—Es que...—Cova duda y se detiene un momento, mirando nerviosamente a un lado y otro—creo que sí que tiene que ver...

—¿Qué quieres decir?

Hugo se ha parado un momento, mirando a Cova con verdadera curiosidad, pero enseguida la empuja de nuevo para que no se queden atrás.

—Creo que hemos venido aquí para eso—dice Cova buscando los ojos de Hugo—, para acabar. Todo se ha acabado, también nosotros, nuestro matrimonio, nosotros mismos... Esto es el final, ¿no lo entiendes? ¡Es el final de todo!

—Pero... ¿qué tonterías dices? Y no te pares.

—No, ¡basta ya! ¡No puedo más!—dice Cova, parándose en seco—. Abrázame, por favor, necesito que me abraces. Dame un abrazo y me creeré... pensaré que saldremos de aquí, y que llegaremos a ese pueblo y... y que todo volverá a ser normal.

Hugo lanza un suspiro y mira hacia el grupo que se aleja, y todavía resopla un par de veces y menea la cabeza antes de rodear los hombros de Cova con sus brazos, primero con cierta aprensión, y después aflojándose un poco en el abrazo.

—Dime que me perdonas—dice Cova al oído de Hugo, transmitiéndole la calidez y la humedad de su aliento.

Hugo ha dado un respingo, apartando ligeramente su cabeza de la de Cova, y se queda completamente inmóvil en esa posición, con el cuerpo tenso y la mirada clavada en las rocas del cauce del río.

—¿Por qué no me dejaste? ¿Por qué seguiste conmigo? —dice Cova. Su voz suena ahora extrañamente neutra, indiferente, y su cuerpo entero se ha aflojado en una total pasividad.

Hugo empieza a separarse de ella muy lentamente, milímetro a milímetro; y entonces ocurre algo que les hace abandonar bruscamente su abrazo, y mirar hacia delante, hacia el grupo que se ha detenido de golpe, a un tiro de piedra de donde están ellos.

—¡Mirad! ¿Qué es eso?—ha dicho alguien.

Hugo aguza la mirada pero no ve nada; nada más que las paredes grises y el sexteto que forman sus compañeros ahora inmóviles, en actitud expectante. En cambio oye algo: oye una especie de crepitar que va en aumento, un entrechocar de piedras, como si una infinidad de guijarros estuviera cayendo al fondo del barranco, rebotando en las rocas como lo hizo hace un momento el pedrusco que lanzó Ibáñez. Entonces descubre las diminutas sombras grises, mimetizadas con la roca, numerosas, avanzando hacia ellos con una extraña cadencia, un fluir a saltos leves y acompasados.

—¡Son cabras!—dice una voz, probablemente la de María.

—Cabras monteses—añade Ibáñez, en el mismo tono de asombro.

A Hugo le llega todo con retraso. Ahora distingue a los animales. Lo que en la lejanía parecían pulgas, parásitos saltarines de la roca, o pedazos animados de la misma roca, piedras que avanzaban rebotando, como rebotan los guijarros planos en el agua, se revelan ahora como agilísimas cabras, dotadas de vistosas cornamentas, algunas—seguramente las de los machos—de desproporcionada grandeza.

Los animales vienen hacia ellos, ya están llegando a la altura del primer grupo; avanzan a enorme velocidad por el cauce del río, sin detenerse nunca, remontando a ratos por las paredes, encontrando apoyos, salientes de la roca que el ojo ni siquiera distingue. Su pelaje, el color mismo de cuernos y pezuñas, se confunde con el color mineral de la piedra; y las pezuñas son duras como piedras, como centenares de piedras golpeando la roca.

Pero ahora hay un momento de confusión. Hugo detecta un extraño movimiento en el sexteto que forman sus amigos, veinte metros más adelante: una agitación, un replegarse dubitativamente, intentando retroceder... Entonces se da cuenta de que un grupo de cabras, una ramificación de la corriente general, avanza por el pasadizo excavado en la roca, con evidente peligro de arrollar a los caminantes. Hugo echa a correr en dirección a ellos; pero no ha dado tres zancadas cuando el subgrupo de cabras, muy cerca ya de los caminantes, sufre una extraña contracción, como si todas ellas formasen un cuerpo que se ha estremecido ante el peligro, y a continuación—sin apenas refrenar su loca carrera—el caudal de patas y cabezas y cuernos salta por encima de la barandilla, la rebasa, la golpea con más de una pezuña, y se precipita en una inconcebible caída de veinte metros hacia el fondo de la garganta.

Pero las pezuñas encuentran apoyos donde parece increíble que los haya, y allí donde cualquier ser humano habría muerto aplastado contra las rocas, los animales fluyen improvisando la trayectoria con infalible instinto, y acaban uniéndose al rebaño fugitivo sin haber sufrido ningún daño más allá de algún amontonamiento, de algún resbalón corregido instantáneamente, como una corriente de agua habría saltado y fluido al encontrar un dique natural que frenara su trayectoria.

Incapaces de pronunciar una palabra, todos contemplan cómo el rebaño se pierde de nuevo en la lejanía, mientras va disminuyendo gradualmente el castañear de las pezuñas que hace tan sólo unos segundos llenaba de ecos la garganta. Por unos instantes todo queda en silencio. En el aire flota un olor penetrante y montaraz, con los matices almizclados propios de los machos cabríos.

—¡Joder! ¿Habéis visto...?—dice Hugo corriendo de nuevo hacia sus compañeros—. ¿Os han llegado a tocar? ¿Estáis bien?

—Huele a chotuno—dice Nieves por toda respuesta.

—Estamos bien—aclara Ginés—. Se han desviado antes.

—Ya lo sé—dice Hugo—, pero... ha faltado bien poco.

—Se han asustado tanto como nosotros—dice María.

—Pero ¿habéis visto cómo han saltado?—insiste Hugo.

—Yo pensaba que se mataban todas—dice Amparo—, ahí, en montón.

—Yo ya no aguanto más—dice Maribel con voz quejumbrosa—. ¿Por qué hay tantos animales por todas partes?

—Lo preocupante es que fueran así, corriendo—dice Ibáñez—, y tantas...

—¿Qué quieres decir?—pregunta Nieves.

Ibáñez mira en la dirección en la que han llegado las cabras, pero no dice nada. Es María la que responde por él:

—Que no vinieran huyendo de algo.

—¡Joder!—dice Hugo, resumiendo groseramente, pero con precisión, el sentir del grupo, la desazón y el pesimismo que la nueva posibilidad ha abierto en los que no la habían contemplado.

—De una crecida seguro que no escapaban—dice Amparo—. Van al revés...

—Da igual—dice Ginés—. No podemos dudar por cada nuevo detalle...

—Sí—dice Hugo—, un detallito de nada...

—Hay que seguir—insiste Ginés, sin ni siquiera mirar a Hugo—, tenemos que darle caña y salir cuanto antes del desfiladero.

—Sí—dice Amparo—y rezar porque no venga una de jabalís... o de osos.

—¡Ay, calla!—protesta Maribel.

—Oye—dice de pronto Nieves, mirando hacia atrás en el camino—. ¿Y tu mujer?

—¿Cova?—dice Hugo—. Está allí; se ha quedado...

Hugo ha enmudecido a la mitad de la frase, en el momento en que ha girado la cabeza para mirar atrás.

—Estaba... estaba ahí—dice señalando al camino. Sus palabras tienen un ritmo decreciente, su cara refleja una total estupefacción. Después, con movimientos rápidos, nerviosos, mira hacia el otro lado, hacia la parte del camino que aún no han recorrido, y por último pasa revista fugazmente a sus compañeros con la mirada alterada, con un brillo de pánico flotando en sus ojos. Incluso mira al suelo, por detrás de ellos, entre sus piernas.

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