Read Fin Online

Authors: David Monteagudo

Fin (23 page)

BOOK: Fin
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Por favor, no discutáis—dice Nieves con extraño dramatismo—. Me da miedo... me da miedo que en cualquier momento... Salgamos, vayámonos de aquí. ¡Hay que levantar a Hugo!

—¡Tranquilízate, Nieves!—dice Ginés.

—Además—insiste María, enzarzada ya en la discusión—, toda vuestra teoría carece de sentido. Si no me equivoco fue Nieves la que organizó todo esto, la fiesta, el aniversario, todo. ¿Y con cuánto tiempo os avisó? Que yo sepa, con un mes de antelación, incluso menos. ¿Y pensáis que en un mes hay tiempo para planear... para organizar una venganza de semejante calibre? No, señora, no hay tiempo. No solamente haría falta un poder desmesurado, y la colaboración de un montón de gente, ¿qué digo?, ¡de un ejército! También haría falta tiempo, mucho más que los... ¿Con cuántos días... cuántos días faltaban para el aniversario cuando conseguiste contactar con él? Tengo entendido que te costó localizarlo... ¿No, Nieves?... Nieves...

Nieves se tapa la cara con las manos. Ligeramente encorvada, con la cabeza cayendo sobre el pecho, su maciza espalda se ve sacudida por rítmicos espasmos que tanto podrían ser de risa como de llanto. Por unos momentos sólo se escucha el incesante piar de los pájaros, y el rítmico soplido que emite Nieves entre sus manos, en cada una de sus sacudidas. La expectación de las personas que la rodean es tal que nadie llega a pronunciar ni una palabra. Finalmente es la propia Nieves la que habla negando con la cabeza, sin apartar las manos, sin dejar ver su rostro. Ahora es evidente que está llorando:

—No fui yo... no fui yo... Fue él. Fue él quien lo organizó todo.

—¿El? ¿Quién es él?—pregunta María.

—¡El Profeta!—dice Nieves, mostrando bruscamente un rostro anegado por el llanto, mezclando la desesperación y la rabia en su agónico grito.

La mirada de Amparo se agranda y se ahonda al mismo tiempo, fija en sus compañeros. Hugo lanza un gemido de pánico y se encoge todavía más. Maribel se limita a alzar una ceja, con una expresión de triunfante suficiencia. María y Ginés miran a Nieves con la boca abierta, con la incredulidad y el asombro pintados en el rostro.

—¡Pero eso no puede ser!—dice Ginés—. Tú nos dijiste... tú nos dijiste...

—No fui yo... Lo organizó todo él, ¡ todo!

—Pero eso no... eso es... Tú nos llamaste, llamaste a todo el mundo... y lo del disco, tú... tú lo grabaste...

—Todo fue idea de él, lo del disco también, y otras cosas, muchas cosas, no... no las pudimos hacer todas.

—Pero... ¿Cómo...? ¿Estuviste con él? ¿Lo hicisteis entre los dos?

—¡No! ¡Yo ni siquiera lo he visto!

—¡Pues explícate, joder!

—Eh, no la atosigues—le dice Maribel a Ginés—, no la tomes ahora con ella porque no haya salido lo que tú querías.

—Nos debe una explicación—dice Ginés—. A todos. Nos ha mentido.

—Era para daros una sorpresa. Tenía que ser una sorpresa, por eso...

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

—Dijo que traería una sorpresa, que él traía una sorpresa, para todos.

—Y vaya si la trajo—dice Maribel.

—¡Tú cállate!—dice Ginés—. Yo... yo no entiendo nada. ¿No fuiste tú la que contactó con él?

—¡No! Fue él—gimotea Nieves—. Un día recibí un correo. Llevaba la fecha del día que estuvimos viendo las estrellas, hace veinticinco años, la fecha exacta, y por eso lo abrí...

—O sea, que ni siquiera fue tuya la idea de...

—¿No te lo está diciendo?—dice Maribel.

—¡Silencio!

—Por favor, no discutáis—dice Nieves—. Ya os lo explico, os lo explicaré todo. Yo no... yo no pensaba en hacer la fiesta. Me acordaba, me acordaba muy bien; no se me había olvidado porque... fue un momento muy bonito, por eso... por eso me pareció una buena idea cuando me lo dijo Andrés...

—Le llama Andrés—dice Amparo.

—¡Sí, Andrés! Lo que decía... todo era muy bonito, me pareció como... como que quería empezar una nueva vida, y que nos perdonaba, que en su nueva vida no tenía que haber rencor y precisa... precisamente quería que nosotros lo supiéramos, para que no tuviéramos mala conciencia y... ¡Todo lo que decía era muy bonito... un poco... un poco ingenuo, pero muy bonito!

—¿Pero tú hablaste con él por teléfono?—dice María, que hasta el momento había permanecido muda.

—No, todo fue por correo, por el ordenador...

—Y entonces—dice María con vivo interés—, ¿cómo puedes estar tan segura de que era él?

—¡Claro que era él! ¿A qué viene eso? No hablamos por teléfono, pero era él, ¿cómo no iba a ser él con todo lo que sabía de nosotros? Además, aunque hubiera hablado... ni siquiera me acuerdo de qué voz tenía. La voz no... no es infalible. La mitad de vosotros no me reconocía cuando os llamé...

—Vamos a ver—dice de pronto Ginés—. Yo aún no me acabo de creer que todo esto no sea una trola que nos estás contando. Ayer... ayer tú misma dijiste, cuando estábamos en aquella casa, cuando salió el tema de los buitres... dijiste que habías estado hablando con el cura para pedir el refugio.

—No, yo sólo fui a recoger la llave, entonces me dieron las instrucciones... pero todo eso lo llevó Andrés...

—Evidentemente—dice Maribel—. Tiene línea directa con los curas.

—Ya me extrañaba a mí—dice Amparo—que nos dejaran el refugio para una fiesta privada.

—¡ Dios! —dice Ginés llevándose las manos a las sienes.

—¿Y la sorpresa cuál era?—dice María.

—Hija mía, está bien claro—apunta Maribel.

—No sé...—vacila Nieves—, no sé si era algo, una cosa concreta... yo más bien, no sé por qué, interpreté que la sorpresa era eso: que él viniera, que no nos guardara rencor, que nos perdonara...

—Estamos bien jodidos—dice María—, y que conste que no me creo ni una palabra de vuestra mierda de teoría de la venganza...

—Todo sigue según su plan—dice Maribel—. Hugo sigue sufriendo, cada vez más... y el siguiente era Ibáñez. De cajón.

—¿Ah, sí?—dice María—. Entonces, ya que lo sabes todo, también sabrás quién es el siguiente de la lista. Porque hasta ahora te has limitado a vaticinar a toro pasado; y eso... convendrás conmigo en que no tiene mucho mérito.

—No sé—dice Maribel en tono evasivo—, ahora ya no está tan claro. Las chicas le tratábamos mejor, más o menos todas por un igual.

—¡Basta, por favor!—dice Nieves en actitud suplicante—. No sé cómo podéis... discutir, como si no pasara nada, y... en cualquier momento... en cualquier momento... ¡yo no quiero desaparecer!, ¡no quiero que desaparezca nadie!

—No, mujer, no te preocupes—dice María, abrazando de nuevo a Nieves.

—No entiendo que podáis discutir—repite Nieves.

—Cada cual pasa el miedo lo mejor que puede—sentencia Amparo desde abajo, pues sigue abrazando a Hugo que, a su vez, parece haberse dormido.

—Las... desapariciones han seguido un ciclo de unas doce horas—dice Ginés desganadamente—, en principio... si realmente se trata de una serie, no hay nada que temer durante un buen rato.

—Menos tendría que temer—dice Maribel—si no hubiera sido tan confiada.

—Maribel—dice Ginés con severidad—no tienes derecho a...

—¿Sabes lo que me gustaría, eh?—le interrumpe María, encarándose con Maribel—, ¿sabes lo que me encantaría que pasara? Pues que ahora llegáramos al pueblo... y hubiera gente, y nos dijeran que todo esto no había sido más que una evacuación preventiva... ¡cómo me iba a reír entonces!

—Eso nos gustaría a todos, María—dice Ginés.

—No sé yo—dice María—. No sé yo si a todos... Parece que aquí hay gente empeñada en que paguemos todos por sus pecados, queramos o no.

—Bueno, basta ya—dice Ginés—. Nieves tiene razón: no vamos a ganar nada discutiendo. Lo que hay que hacer es llegar al pueblo. Supongo que en eso estamos todos de acuerdo. Yo, por mi parte... Os diré una cosa: si consigo tomarme un café recién hecho, y darme un baño... Por mi que venga el fin del mundo. Ya me da igual, ya todo me da igual.

—Venga, vamos a levantar a Hugo—añade al poco rato, rompiendo la cavilosa tregua que sus palabras han provocado.

—Lo del café es fácil—dice Amparo, mientras entre todos aúpan a Hugo a la posición erguida—, basta con encontrar una cocina que tenga bombona de butano.

Arriba, por encima de sus cabezas, el cielo se ha decolorado completamente, con esa transparencia que adquiere antes de la salida del sol. Sólo las estrellas más brillantes siguen siendo visibles, separadas, perdidas en la inmensidad de la bóveda celeste como pequeñas partículas escapadas del sol que se adivina fulgurando detrás de las montañas. La claridad difuminada y traslúcida le da al paisaje, a las arboledas y los barrancos, una extraordinaria suavidad como de desnudo femenino, como sólo la tiene el paisaje cuando lo vemos entre dos luces.

Nieves y Amparo, ayudando a Hugo y a Maribel, pisan ya el asfalto de la carretera, avanzando muy lentamente, entre quejidos y paradas constantes. María y Ginés están todavía en el mirador, colgándose al hombro las escasas bolsas con las que ha venido cargando el grupo. Ginés retiene un momento a María cuando ésta arrancaba ya en dirección a la carretera, y le dice:

—No te ensañes con Maribel.

—¿Ensañarme, yo? ¡Pero si es ella la que...!

—Ya lo sé. Pero tienes que comprender que ha perdido a su marido y... y también tiene hijos. Toda esa paranoia del Profeta no es más que una justificación para toda su desgracia.

—Ya, pero es que esa paranoia tiene mucho éxito entre tus amigos y... ya estamos bastante jodidos para encima acabar locos.

—Ya lo sé, ya lo sé... Oye, otra cosa: perdona si antes... no sabía que querías ocultar... seguir ocultando...

—Ah, sí. Al final salió bien. No pasa nada.

—Me ha sorprendido...

—No quiero morir de puta. No lo he sido en la mayor parte de mi vida. No quiero acabar con el sambenito...

—¿Quién dice que vamos a morir?

—Todos vamos a morir...—dice María con la mirada perdida, y luego, al ver la expresión de Ginés, añade burlona—alguna vez, hombre, alguna vez.

—Bueno. Y tú no eres propiamente una puta. Yo no te considero así...

—¡Venga, hombre! Tú eres muy bueno, muy especial. Pero tus amigos... Te aseguro que ninguno de ellos, ni un solo segundo, dejaría de pensar que esa chica que está a su lado se dejaba follar por cierta cantidad de dinero. No quiero acabar sintiendo eso a mi alrededor.

—O sea, que no lo tienes tan asumido.

—Oye, no necesito que vengas a darme lecciones. Si no te importa ya me ocupo yo de mis propias contradicciones.

—Perdona...

—No, perdona tú. Tienes razón, es sólo que...

—No te preocupes. Míralo por el lado bueno: si en realidad no somos novios... y, además, no hemos tenido trato carnal, entonces el Profeta, que todo lo ve, no tiene por qué hacerte nada.

—Lo dices en coña, ¿no?

—Hay que ponerle una vela a Dios y otra al diablo. Una al Profeta y otra a los extraterrestres. O a los virus.

—Sí, tú ríete...

—Oh... Piensa en el chasco que se llevará Maribel... porque ella, la pobre, no lo ve todo. No es más que un heraldo del ángel exterminador.

—Lo dices en coña...

—No sé, estoy perdiendo la fe; la fe en la razón, quiero decir. Pero ¿sabes? Me alegro de haberte conocido. Cuando estoy contigo me siento mejor... incluso antes de haberme tomado el primer café.

María y Ginés corren hacia el cuarteto que avanza ya por la carretera, mientras el sol pone una corona de lava fundida entre dos montañas, en el último perfil del horizonte. En el centro de la explanada está la lámpara de butano, sola, medio inclinada. Ya no queda gas en la pequeña bombona; nadie ha cerrado el grifo, que estuvo abierto toda la noche, sin que nadie lo tocara, hasta que la llama consumió por completo todo el combustible.

NIEVES-AMPARO-GINÉS-MARIBEL-MARÍA-HUGO

Antiguamente, la carretera procedente de Villallana moría en Somontano, que hasta principios de los años sesenta tuvo esta vía como único nexo de comunicación con el mundo. La estrecha carretera por la que avanzan penosamente los seis compañeros es, por lo tanto, de construcción relativamente reciente, y accede al pueblo por una zona escarpada y rocosa en la que no se ha edificado nunca vivienda alguna.

Las características del terreno obligaron a los ingenieros a eliminar grandes masas de roca para facilitar el trazado, e incluso hay un pequeño túnel en un tramo ya muy cercano al pueblo. Tal vez esta dificultad orográfica fue la causa de que se pospusiera durante tantos años la construcción de esta vía, que une Somontano, y por lo tanto Villallana, con las grandes rutas del norte. Con el tiempo, la carretera, no demasiado transitada, se ha convertido en cambio en un referente del turismo interior, de montaña y fin de semana. Ello se debe sin duda a la belleza, un tanto austera, de los paisajes por los que discurre y al hecho de que da acceso al famoso desfiladero.

En lo que respecta a Somontano, si viniendo desde Villallana se ve el pueblo ya en la lejanía, desplegado al pie del peculiar monte que lo tutela; desde la nueva carretera no se ven las casas hasta el último momento, cuando, después de trazar la última curva, se abandona por fin el intrincado laberinto del macizo rocoso y se desemboca en el pueblo.

Es en este laberinto en el que se encuentran ahora los dos hombres y las cuatro mujeres; en una curva muy pronunciada, muy prolongada, que empieza a ras de suelo y se interna luego entre paredes excavadas en la estribación rocosa: una de las últimas curvas—aunque ellos no lo saben—antes de llegar al pueblo.

La pared que queda a su derecha es baja, y apenas llegará a los cinco o seis metros en su zona más elevada. La otra, que corresponde al exterior de la curva, es un poco más alta, lo suficiente para que el sol—a pesar de que ya ha recorrido una buena porción del cielo—no llegue hasta el asfalto. Los caminantes disfrutan, por lo tanto, de una tregua de sombra, en esa hora en la que el aire todavía es agradablemente templado, mientras que el sol ya molesta y quema con sus rayos. Ahora el cielo es azul, de un azul limpio y satinado que el avance del día irá suavizando, calentándolo hasta convertirlo, al mediodía, en un blanco grisáceo, como la pintura requemada por el calor. El silencio es casi perfecto: los pájaros ya han dejado de piar, y todavía faltan horas para que empiece el canto de las cigarras.

Tras un sueño que ha sido escasamente reparador, los caminantes han sufrido en los primeros momentos para poner de nuevo el cuerpo en movimiento; después han alcanzado ese estado en el que los músculos, las articulaciones, entran en calor y el esfuerzo parece fácil y se hace mecánico, continuado; y ahora empiezan a notar de nuevo el cansancio, agudizado por la frustrante sensación de que el pueblo no acaba de aparecer, de que estaba en realidad mucho más lejos de lo que imaginaban.

BOOK: Fin
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stormbringer by Alis Franklin
In the Shadow of Crows by David Charles Manners
Sunlight on My Shadow by Liautaud, Judy
Seduced in Shadow by Stephanie Julian
Stormbound with a Tycoon by Shawna Delacorte
The Mediterranean Caper by Clive Cussler