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Authors: David Monteagudo

Fin (20 page)

BOOK: Fin
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—No está—dice alguien.

—Pero... ibais juntos, ¿no?—pregunta Ginés.

Hugo es incapaz de pronunciar palabra: con la mirada fija, alelado, parece haber perdido la noción de lo que le rodea.

—Yo los vi—dice Nieves—hace... hace muy poco, justo antes de que aparecieran las cabras.

Un silencio atónito, de desconcierto y confusión, pesa sobre el grupo. Durante unos instantes nadie sabe qué hacer. Las miradas viajan una y otra vez a un lado y otro del camino, y cada vez constatan que no se ve ningún movimiento, ninguna traza de la camisa blanca de Cova en los centenares de metros de galería que la amplia curva de la hoz permite ver en una y otra dirección. Son muchos metros, demasiados para que alguien—alguien cansado y con los pies llenos de ampollas, y con el impedimento de un pequeño equipaje—los haya recorrido en tan poco tiempo.

—¡Se puede haber caído!—dice Ginés, y en un instante están todos asomados a la barandilla, desplazándose lateralmente sin despegar de ella las manos, desplegándose en una amplia cenefa irregular, descompensada, de cuerpos alegremente vestidos.

—¡Cova!—grita Ginés con todas sus fuerzas, y el eco de su grito, rebotando en las paredes, se mezcla enseguida con otras llamadas que han surgido casi al mismo tiempo de las bocas de sus compañeros; y al poco tiempo el congosto entero se llena de ecos confusos y entremezclados.

—¡Silencio! ¡No la oiremos si nos llama!

Ahora los ecos se extinguen rápidamente, dejando paso a un silencio siniestro, pesado como una losa.

—¿Alguien ve algo?—dice Ginés.

—No, por aquí no está, pero... no se ve del todo—dice Ibáñez, sacando medio cuerpo por encima de la baranda—, habría que asomarse más.

—¡Tened cuidado! Por favor—dice Nieves—, no vayáis a caeros ahora vosotros.

—Hay que bajar—dice Ibáñez—, seguro que hay algún sitio por donde se puede bajar.

—Por favor... no bajéis—dice Maribel lloriqueando.

—¡Tenemos que asegurarnos, joder!... ¡Podría estar herida!—exclama Ibáñez.

—Desde luego, si se ha caído—dice María—estará aquí abajo, al pie de la pared. No puede haber ido más lejos.

—A lo mejor se marchó corriendo—dice Nieves—. ¿Habíais discutido? ¿Estabais discutiendo?

Las preguntas de Nieves van dirigidas a un Hugo en estado de
shock
, con la boca aflojada, entreabierta, y la mirada perdida que pasa lentamente de un objeto, de un rostro a otro sin verlos realmente.

—No... discutir... discutir...—acierta a decir al cabo de un rato, buscando entre los rostros que le rodean el que le ha hecho la pregunta.

—¡Rápido!—dice Ginés—, que vaya alguien a recorrer el camino.

—Pero... ¿hacia dónde?—pregunta Nieves.

—¿A dónde va a ser?—dice Ginés—. Para atrás. Para delante no puede haber ido. ¡Venga, rápido!

—Ya voy yo—dice Amparo.

—No te alejes mucho...—dice Maribel gimiendo como una niña—. No... no quiero que se aleje de nosotros.

—Vete tú con ella—dice Ginés—. No hace falta que os perdáis de vista: avanzad hasta donde todavía podáis vernos... de todas formas veréis mucho más de la galería de lo que se alcanza desde aquí.

—Vamos, Maribel—dice Amparo cogiendo de la mano a su amiga—, a ver si vemos a Cova.

Las dos mujeres echan a andar sin demasiadas prisas, mientras Ginés se asoma de nuevo a la barandilla y se queda inmóvil, con las dos manos muy separadas, apoyadas en el pasamano.

—Hay que buscar el punto flaco de esta pared—dice al cabo de un rato, como si hablara consigo mismo.

—¿Y quién baja?—dice Ibáñez mirando a María. Ella también le está mirando a la cara, aunque su mente parece estar en algún lugar que nada tiene que ver con las facciones del hombre que tiene delante.

—Yo he hecho escalada—dice María finalmente—, también escalada libre. Peso menos que cualquiera de vosotros. La relación peso potencia... Soy la más indicada, sobre todo para un descenso.

—Vamos a perder mucho tiempo...—dice Nieves. Por la entonación empleada, parece que se ha limitado a verbalizar el fluir de su pensamiento, sin ser demasiado consciente de lo que decía. Aun así Ginés le lanza una mirada rápida y severa, cargada de censura, y después mira a Hugo, aunque éste continúa en el mismo estado ausente y pensativo, sin asimilar, en realidad, nada de lo que ocurre a su alrededor.

Mientras tanto, María ha pasado ágilmente al otro lado de la valla, y ahora alarga el cuello hacia el fondo del barranco, colgándose de la barandilla con una sola mano. Ibáñez y Ginés siguen con aprensión todos sus movimientos, alargando los brazos hacia ella por si tienen que sujetarla en cualquier momento. Ginés incluso va más allá y rodea con su mano la delgada muñeca de María, no sin antes apartar una pulsera, de fina cadena de oro, que la rodea. María gira la cabeza y mira primero la mano de Hugo y después sus ojos.

—No hará falta ni que baje—dice, apartando su mirada de la de Ginés y dirigiéndola a Ibáñez—. No está, no está aquí; ya casi lo veo todo. Si se pasa uno de vosotros a este lado y me sujeta, podré descolgarme un poco más y ver hasta el último rincón. Así nos aseguraremos al cien por cien.

—Y los demás tiramos para este lado—dice Nieves— de la barandilla, quiero decir... me da miedo que se rompa con tanto peso.

La barandilla, en realidad, parece sólida y bien anclada a la roca. Aparte del pasamano tiene dos cables de acero, tensados, que corren a todo lo largo, sujetándose en cada montante y minimizando así el peligro de una hipotética caída.

Pero desde la lejanía no se ven estos cables. Parece que no existan. Desde la lejanía se ve a Ginés—una figura larga y desgarbada—pasando torpemente por encima del delgado pasamano, ayudado por otras figuras menos relevantes que hormiguean a su alrededor. La galería, el camino excavado en la roca, es una delgada línea de sombra trazada en la pared; y en esa línea descubrimos, a la izquierda, otra pequeña mancha de color, en realidad dos manchas muy juntas, que se aleja del grupo desplazándose muy lentamente, con constantes paradas. Eso es todo. No se ve ningún otro personaje, ningún otro síntoma de actividad, ninguna mancha blanca en la perezosa curva que traza el cauce del río, tapizado de rocas redondeadas y cantos rodados de todos los tamaños, como una espuma gorda y gris que hubiera quedado petrificada, detenida en un instante de su fluir pesado y grasiento.

HUGO-MARÍA-GINÉS-AMPARO-IBÁÑEZ-MARIBEL-NIEVES

Ya es de noche. Las estrellas se han adueñado del cielo con su brillo furioso. La tierra está en sombra: no alumbra, no da luz el vago resplandor que irradia del poniente, allí donde el sol se ha ocultado hace más de una hora; no es más que un aura, una dorada fosforescencia que apaga algunas estrellas y recorta en silueta negra, misteriosa, el perfil de las montañas. Tampoco alumbra la luna: media circunferencia trazada con extraordinaria precisión, con un arco de luz afilado en las puntas como una aguja; es una luna baja, puramente decorativa, a punto de disolverse en el fulgor opalino del horizonte.

La carretera discurre, por lo tanto, en penumbra, ajena a la exhibición de joyería que se despliega en el cielo. Después de un tramo de interminables curvas entrelazadas, ocultas bajo los árboles, la carretera traza una larga recta a cielo abierto, resiguiendo la arista de una estrecha meseta. El borde de la meseta desciende en un desmonte hasta el fondo del vallecillo por el que discurre el río en paralelo a la carretera, casi recto en este tramo. Al final de la recta, la calzada se desvía de nuevo hacia la izquierda—con una curva brusca y pronunciada—, abandonando la cuenca fluvial para internarse en un laberinto de cerros y barrancos resecos. Como para despedirse del río, antes de esa abrupta curva se abre una pequeña era o mirador a la derecha de la carretera, dominando el paisaje fluvial de cañaverales y alguna que otra arboleda.

Pero ahora no se ve nada de eso. En medio de la penumbra casi total que cubre la tierra, sólo se ve un movedizo foco de luz en el centro de la pequeña explanada que forma el mirador, una luz vacilante, con destellos azules y amarillos a ratos, que alumbra poco más que los rostros tic las siete personas que se agrupan a su alrededor, sentadas, arrodilladas, alguna recostada, pero todas ellas mostrando en su actitud un poderoso impulso gregario, un temor ¡i quedarse aisladas del grupo.

La luz es una lámpara de butano. La camisa incandescente está rota y alumbra muy poco. La llama trapea y se desplaza a ratos abandonando la camisa, que entonces enrojece y se apaga como una brasa, mientras que unas llamitas azuladas, como las de un vulgar hornillo, culebrean entre los huecos de la zona agujereada. Los grillos cantan sin parar. Su cri-cri estruendoso lo llena todo, como si el aire de la noche, como si las mismas sienes latieran con la pulsación constante y regular de su canto. No hace frío. La temperatura sería incluso molesta, por lo elevada, si el ambiente fuera húmedo o el aire estuviera totalmente quieto. Pero el aire está seco como la piedra caldeada por el sol, y circula a una velocidad constante, pausada, modelando con su blanda caricia la superficie de la tierra.

—Tendríamos que habernos quedado en aquella casa —dice Nieves, mirando fijamente las contorsiones de la llama.

Nadie le responde. Nadie hace ningún comentario. Sentados en diferentes actitudes, con el cansancio y la rendición pintados en el rostro, sus compañeros se limitan a contemplar, como ella, el resplandor de la lámpara, sin oponer la menor resistencia a su banal atracción. Sentado en actitud semejante a sus compañeros, abrazándose las rodillas, Hugo también mira hacia la lámpara; pero una mirada más atenta, más cercana, percibiría que sus ojos no «descansan» en la llama, como los de las personas que hay a su alrededor, ni la atraviesan con la mirada vacía del que tiene el pensamiento ausente, sino que la enfocan con terca perseverancia, con una expresión ceñuda, obtusa, como si el humilde objeto encerrara algún profundo significado que no fuese capaz de desentrañar.

Sólo Amparo escapa al poder hipnótico de la llama: está nimbada, estirada de cara al cielo y con los pies descalzos; unos pies llenos de rozaduras y ampollas reventadas. Se diría que duerme, pero sus ojos están abiertos, y de vez en cuando, con una inspiración algo más ruidosa, deja rodar la cabeza hacia un lado, sin decir nada, como si le agobiase el exagerado esplendor del cielo estrellado.

—Ya sabía que no llegaríamos al pueblo.

La voz de Nieves ha vuelto a romper el silencio. Una vez más, nadie le ha contestado, ni la ha mirado siquiera. Su entonación no ha sido irritada, ni de reproche: más bien ha sonado como una declaración de derrota, o de autocompasión. Ginés se dirige a ella finalmente, después de un buen rato, cuando parecía que el comentario había quedado ya olvidado, como el anterior.

—Lo decidimos entre todos—recita Ginés cansinamente—, aquella casa estaba cerrada a cal y canto... decidimos aprovechar al máximo el tiempo para intentar llegar a Somontano. ¡Lo decidimos entre todos!

Ginés ha elevado el tono en la última frase, mostrando súbitamente su enfado. Su reacción apenas ha merecido alguna mirada fugaz, desganada.

—Dijimos que haríamos fuego—dice Maribel, aprovechando la agitación que ha significado el pequeño rifirrafe para plantear su propia reivindicación.

—Sí, Maribel, dijimos que haríamos fuego—dice Ginés cerrando los ojos.

—No hace frío—dice Ibáñez con voz inexpresiva, sin dejar de mirar, como los demás, los movimientos de la llama.

—No, pero por la mañana refresca, antes del amanecer, y aquí no hay ropa de abrigo—dice María—. Aunque ella lo dice por los animales, ¿no es eso?

—Lo digo porque lo dijimos—dice Maribel, con un matiz de antipatía en la voz.

De nuevo el silencio. María hace una ronda con la mi rada, examinando a todos sus compañeros. Parece más entera, más despierta que ellos. María los va mirando uno por uno, pero cuando llega a Maribel desvía la mirada, porque ella, a su vez, la estaba mirando con una inquietante fijeza Maribel sí que está despierta, pero la suya es una animación nerviosa y un tanto febril, candidata a degenerar en histeria en cualquier momento. Nadie sabe cómo están los pies de Maribel. Lleva unos zapatos ligeros y escotados, con un poco de tacón, que la han mortificado durante todo el camino. Pero dejó de quejarse cuando empezaba a anochecer, y ahora permanece con ellos puestos: no se los ha querido quitar, como ha hecho el resto de sus compañeros en cuanto han decidido hacer el alto.

—Necesito bañarme—dice Nieves, rompiendo de nuevo el silencio—. No soporto estar así...

—Mañana nos bañaremos, en el pueblo—dice Ginés al cabo de unos segundos—, mañana lo haremos todo... ¡Por favor! ¡Había que intentarlo!

—¿El qué?

—Llegar a Somontano, Maribel; llegar a Somontano.

La voz de Ginés ha expresado una tristeza y un cansancio infinitos. María, que está a su lado, le pasa un brazo por encima de los hombros, y después le acaricia lentamente la nuca, discretamente, como jugando al descuido con su cabello.

—No habrá nadie en el pueblo.

La mano de María se ha detenido, y ahora baja lenta, cautamente, sin tocar la espalda de Ginés. Pero no es Ginés quien ha hablado. Es Amparo: su voz ha sonado nítida en la penumbra, brotando desde el suelo en el que tiene recostada la cabeza. Es como si su ausencia visual, el no estar visible su rostro como el de los demás, le diera una suerte i lo impunidad para decir lo que todos están pensando pero nadie se atreve a mencionar.

—No hay nadie... no hay nadie en ningún lado. No hemos visto a nadie en todo el día. Por esta carretera, y un domingo, pasan cientos de coches.

—Que no haya nadie en la zona que hemos recorrido —dice Ginés, hablando como si le costara un gran esfuerzo—no quiere decir...

—¿Y el coche que hemos visto?—prosigue tercamente Amparo—. Se había estrellado...

—Ya sé por dónde vas—dice Ginés—, pero no podemos afirmar que se estrellara en el momento del apagón.

—El piño era reciente—apunta Ibáñez—. No había nada de óxido en la chapa.

—Y tenía las llaves puestas—dice Amparo—. ¿Quién se dejaría las llaves... ?

—Sólo buscas los detalles... La demostración... la demostración de una hipótesis siempre es un ejercicio tendencioso—dice Ginés.

—A mí no me vengas con palabrerías—protesta Amparo—. ¡Pero si no hace falta demostrar nada para darse cuenta! No es sólo que no haya gente: es el mundo, es cómo está todo. Mirad... mirad las estrellas: vuelven a brillar de esa manera... y los grillos... nunca... nunca cantan así; es como si supieran...

BOOK: Fin
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