Un pequeño ejército de filósofos y teólogos ha declarado que es imposible crear verdaderos robots que puedan pensar como nosotros. John Searle, un filósofo de la Universidad de California en Berkeley, propuso el «test de la habitación china» para demostrar que la IA no es posible. En esencia, Searle argumenta que aunque los robots puedan ser capaces de superar ciertas formas del test de Turing, pueden hacerlo solo porque manipulan símbolos ciegamente, sin la más mínima comprensión de lo que significan.
Imaginemos que estamos dentro de la caja y no entendemos una palabra de chino. Supongamos que tenemos un libro que nos permite traducir el chino con rapidez y manipular sus caracteres. Si una persona nos hace una pregunta en chino, simplemente manipulamos esos caracteres de extraña apariencia, sin entender lo que significan, y damos respuestas creíbles.
La esencia de su crítica se reduce a la diferencia entre
sintaxis
y
semántica
. Los robots pueden dominar la sintaxis de un lenguaje (por ejemplo, manipular su gramática, su estructura formal, etc). pero no su verdadera semántica (por ejemplo, lo que las palabras significan). Los robots pueden manipular palabras sin entender lo que significan. (Esto es algo parecido a hablar por teléfono con una máquina automática que da mensajes de voz, donde uno tiene que apretar el «uno», «dos», etc., para cada respuesta. La voz en el otro extremo es perfectamente capaz de digerir las respuestas numéricas, pero hay una total ausencia de comprensión).
También el físico Roger Penrose cree que la inteligencia artificial es imposible, que seres mecánicos que puedan pensar y posean conciencia humana son imposibles según las leyes de la teoría cuántica. El cerebro humano, afirma, está tan alejado de cualquier cosa que se pueda crear en el laboratorio que crear robots de tipo humano es un experimento condenado al fracaso. (Argumenta que de la misma manera que el teorema de incompletitud de Gódel demostró que la aritmética es incompleta, el principio de incertidumbre de Heisenberg demostrará que las máquinas son incapaces de pensamiento humano).
No obstante, muchos físicos e ingenieros creen que no hay nada en las leyes de la física que impida la creación de un verdadero robot. Por ejemplo, a Claude Shannon, a menudo llamado el padre de la teoría de la información, se le preguntó una vez: «¿Pueden pensar las máquinas?». Su respuesta fue: «Por supuesto». Cuando se le pidió que clarificara ese comentario, dijo: «Yo pienso, ¿no es así?». En otras palabras, era obvio para él que las máquinas pueden pensar porque los humanos son máquinas (aunque hechas de material blando en lugar de material duro).
Puesto que vemos robots en las películas, podemos pensar que el desarrollo de robots sofisticados con inteligencia artificial está a la vuelta de la esquina. La realidad es muy diferente. Cuando vemos que un robot actúa como un humano, normalmente hay un truco detrás, es decir, un hombre oculto en la sombra que habla a través del robot gracias a un micrófono, como el mago en
El mago de Oz
. De hecho, nuestros robots más avanzados, como los robots exploradores del planeta Marte, tienen la inteligencia de un insecto. En el famoso Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT, los robots experimentales tienen dificultades para duplicar hazañas que incluso las cucarachas pueden realizar, tales como maniobrar en una habitación llena de muebles, encontrar lugares ocultos y reconocer el peligro. Ningún robot en la Tierra puede entender un sencillo cuento de niños que se le lea.
En la película
2001: una odisea del espacio
se suponía equivocadamente que para 2001 tendríamos a HAL, el super robot que puede pilotar una nave espacial a Júpiter, hablar con los miembros de la tripulación, reparar averías y actuar casi como un humano.
Hay al menos dos problemas importantes a los que los científicos se han estado enfrentando durante décadas y que han obstaculizado sus esfuerzos por crear robots: el reconocimiento de pautas y el sentido común. Los robots pueden ver mucho mejor que nosotros, pero no entienden lo que ven. Los robots también pueden oír mucho mejor que nosotros, pero no entienden lo que oyen.
Para abordar estos problemas, los investigadores han tratado de utilizar «la aproximación de arriba abajo» a la inteligencia artificial (a veces llamada la escuela «formalista» o GOFAI, por «good old-fashioned AI» o «buena IA a la antigua usanza»). Su objetivo, hablando en términos generales, ha sido programar todas las reglas del reconocimiento de pautas y el sentido común en un simple CD. Creen que si se insertara este CD en un ordenador, este sería repentinamente autoconsciente y alcanzaría inteligencia de tipo humano. En las décadas de 1950 y 1960 se hicieron grandes avances en esta dirección con la creación de robots que podían jugar a las damas y al ajedrez, hacer álgebra, coger bloques y cosas así. El progreso era tan espectacular que se hicieron predicciones de que en pocos años los robots superarían a los humanos en inteligencia.
En el Instituto de Investigación de Stanford, por ejemplo, en 1969 el robot SHAKEY causó una sensación mediática. SHAKEY era un pequeño ordenador PDP colocado sobre un conjunto de ruedas con una cámara en la parte superior. La cámara era capaz de examinar una habitación, y el ordenador analizaba e identificaba los objetos que había allí y trataba de navegar entre ellos. SHAKEY fue el primer autómata mecánico que podía navegar en el «mundo real», lo que llevó a los periodistas a especular acerca de cuándo los robots dejarían atrás a los humanos. Pero pronto se hicieron obvios los defectos de tales robots. La aproximación de arriba abajo a la inteligencia artificial dio como resultado robots enormes y complicados que tardaban horas en navegar por una habitación especial que solo contenía objetos con líneas rectas, es decir, cuadrados y triángulos. Si se colocaba en la habitación mobiliario de formas irregulares, el robot se veía impotente para reconocerlo. (Resulta irónico que una mosca de la fruta, con un cerebro que contiene solo unas 250.000 neuronas y una pequeña fracción del poder de computación de dichos robots, pueda navegar sin esfuerzo en tres dimensiones y ejecutar sorprendentes maniobras de vuelo, mientras que esos pesados robots se pierden en dos dimensiones).
La aproximación de arriba abajo dio pronto con un muro de ladrillo. Steve Grand, director del Instituto CyberLife, dice que aproximaciones como esta «han tenido cincuenta años para confirmarse y no han hecho honor a su promesa».
[39]
En los años sesenta, los científicos no apreciaban plenamente el ingente trabajo que suponía programar robots para lograr incluso tareas sencillas, tales como identificar objetos como llaves, zapatos y copas. Como decía Rodney Brooks, del MIT: «Hace cuarenta años el Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT contrató a un estudiante de licenciatura para resolverlo durante el verano. El fracasó, y yo fracasé en el mismo problema en mi tesis doctoral de 1981».
[40]
De hecho, los investigadores de IA todavía no pueden resolver este problema.
Por ejemplo, cuando entramos en una habitación reconocemos inmediatamente el suelo, las sillas, los muebles, las mesas y demás objetos. Pero cuando un robot explora una habitación no ve otra cosa que una vasta colección de líneas rectas y curvas, que convierte en píxeles. Se necesita una enorme cantidad de tiempo de computación para dar sentido a esa maraña de líneas. A nosotros nos llevaría una fracción de segundo reconocer una mesa, pero un ordenador ve solo una serie de círculos, óvalos, espirales, líneas rectas, líneas onduladas, esquinas y demás. Al cabo de una gran cantidad de tiempo de computación, un robot podría reconocer finalmente el objeto como una mesa. Pero si rotamos la imagen, el ordenador tiene que empezar el proceso de nuevo. En otras palabras, los robots pueden ver, y de hecho pueden hacerlo mucho mejor que los humanos, pero no entienden lo que ven. Al entrar en una habitación, un robot solo vería una maraña de rectas y curvas, y no sillas, mesas y lámparas.
Cuando entramos en una habitación nuestro cerebro reconoce objetos realizando billones y billones de cálculos, una actividad de la que felizmente no somos conscientes. La razón de que no seamos conscientes de todo lo que está haciendo nuestro cerebro es la evolución. Si estuviéramos solos en la selva con un tigre de dientes afilados nos quedaríamos paralizados si fuéramos conscientes de todas las computaciones necesarias para reconocer el peligro y escapar. Para nuestra supervivencia, todo lo que necesitamos saber es cómo correr. Cuando vivíamos en la jungla, sencillamente no necesitábamos ser conscientes de todas las operaciones de nuestro cerebro para reconocer la tierra, el cielo, los árboles, las rocas y demás.
En otras palabras, la forma en que trabaja nuestro cerebro puede compararse a un enorme iceberg. Solo tenemos conocimiento de la punta del iceberg, la mente consciente. Pero bajo la superficie, oculto a la vista, hay un objeto mucho mayor, la mente inconsciente, que consume vastas cantidades de la «potencia de computación» del cerebro para entender cosas sencillas que le rodean, tales como descubrir dónde está uno, a quién le está hablando y qué hay alrededor. Todo esto se hace automáticamente sin nuestro permiso o conocimiento.
Esta es la razón de que los robots no puedan navegar por una habitación, leer escritura a mano, conducir camiones y automóviles, recoger basura y tareas similares. El ejército de Estados Unidos ha gastado cientos de millones de dólares tratando de desarrollar soldados mecánicos y camiones inteligentes, pero sin éxito.
Los científicos empezaron a darse cuenta de que jugar al ajedrez o multiplicar números enormes requería solo una minúscula porción de la inteligencia humana. Cuando el ordenador de IBM Deep Blue ganó al campeón mundial de ajedrez Garry Kaspárov en un encuentro a seis partidas en 1997, fue una victoria de la potencia bruta de computación, pero el experimento no nos dijo nada sobre la inteligencia o la consciencia, aunque el encuentro fue motivo de muchos titulares en los medios. Como dijo Douglas Hofstadter, un científico de la computación de la Universidad de Indiana: «Dios mío, yo creía que el ajedrez requería pensamiento. Ahora me doy cuenta de que no es así. No quiere decir que Garry Kaspárov no sea un pensador profundo, sino solo que se le puede superar en pensamiento profundo para jugar al ajedrez, igual que se puede volar sin mover las alas».
[41]
(Los desarrollos en los ordenadores también tendrán un enorme impacto en el futuro del mercado de trabajo. Los futurólogos especulan a veces con que las únicas personas que tendrán trabajo dentro de unas décadas serán los científicos y los técnicos en ordenadores muy cualificados. Pero, en realidad, los barrenderos, albañiles, bomberos, policías y demás, también tendrán trabajo en el futuro, porque lo que ellos hacen implica reconocimiento de pautas. Cada crimen, cada pieza de desecho, cada herramienta y cada incendio es diferente, y por ello no pueden ser gestionados por robots. Resulta irónico que trabajadores con formación universitaria, tales como contables de nivel medio, agentes de Bolsa y empleados de banca, puedan perder sus puestos de trabajo en el futuro porque su trabajo es semirepetitivo y solo consiste en seguir la pista de números, una tarea en la que los ordenadores sobresalen).
Además del reconocimiento de pautas, el segundo problema con el desarrollo de los robots es aún más fundamental, y es su falta de «sentido común». Los humanos saben, por ejemplo, que
Pero no hay ninguna línea de cálculo infinitesimal o de matemáticas que pueda expresar estas verdades. Nosotros sabemos todo esto porque hemos visto animales, agua y cuerdas, y nos hemos imaginado la verdad por nosotros mismos. Los niños adquieren el sentido común tropezando la realidad. Las leyes intuitivas de la biología y la física se aprenden de la manera difícil, interaccionando con el mundo real. Pero los robots no lo han experimentado. Solo conocen lo que se les ha programado por adelantado.
(Como resultado, los empleos del futuro incluirán también aquellos que requieran sentido común, esto es, creatividad artística, originalidad, talento para actuar, humor, entretenimiento, análisis y liderazgo. Estas son precisamente las cualidades que nos hacen unívocamente humanos y que los ordenadores tienen dificultades en reproducir).
En el pasado, los matemáticos intentaron crear un programa de choque que pudiera reunir todas las leyes del sentido común de una vez por todas. El intento más ambicioso fue CYC (abreviatura de enciclopedia), una idea de Douglas Lenat, el director de Cycorp. Como el Proyecto Manhattan, el proyecto de choque que costó 2.000 millones de dólares y que construyó la bomba atómica, CYC iba a ser el «Proyecto Manhattan» de la inteligencia artificial, el empujón final que conseguiría una auténtica inteligencia artificial.
No es sorprendente que el lema de Lenat sea que la inteligencia es diez millones de reglas.
[42]
(Lenat tiene una forma original de encontrar nuevas leyes del sentido común; él hace que su personal lea las páginas de tabloides escandalosos y revistas de cotilleos. Luego pregunta a CYC si puede detectar los errores en los tabloides. Realmente, si Lenat tiene éxito en esto, CYC quizá sea en realidad más inteligente que la mayoría de los lectores de tabloides).
Uno de los objetivos de CYC es llegar al «umbral», es decir, el punto en que un robot sea capaz de entender lo suficiente para poder digerir nueva información por sí mismo, simplemente leyendo revistas y libros que se encuentran en cualquier biblioteca. En ese punto, como un pajarillo que deja el nido, CYC será capaz de agitar sus alas y despegar por sí mismo.
Pero desde la fundación de la firma en 1984, su credibilidad ha sufrido de un problema común en IA: hacer predicciones que generen titulares pero que sean completamente irreales. Lenat predijo que en diez años, para 1994, CYC contendría de un 30 a un 50 por ciento de «realidad de consenso». Hoy día, CYC ni siquiera se le acerca. Como han descubierto los científicos de Cycorp, hay que programar millones y millones de líneas de código para que un ordenador se aproxime al sentido común de un niño de cuatro años. Hasta ahora, la última versión del programa CYC contiene solo 47.000 conceptos y 306.000 hechos. A pesar de los comunicados de prensa siempre optimistas de Cycorp, uno de los colaboradores de Lenat, R. V. Guha, que dejó el equipo de 1994, dijo: «En general puede considerarse CYC como un proyecto fallido. [...] Nos estábamos matando tratando de crear una pálida sombra de lo que se había prometido».
[43]