Fortunata y Jacinta (86 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Aparisi sostuvo poco después que él había previsto todo lo que estaba pasando. Él no era partidario de la Restauración; pero había que respetar los hechos consumados. Don Baldomero no cesaba de exclamar: «
Veremos a ver
si ahora, ¡qué dianches!, hacemos algo; si esta nación entra por el aro...». Jacinta se indignaba en su interior. Tenía un volcán en el pecho, y la alegría de los demás la mortificaba. Por su gusto se hubiera echado a llorar en medio de la reunión; mas érale forzoso contenerse y sonreír cuando su suegro la miraba. Retorciendo en su corazón la cuerda con que a sí propia se ahogaba, se decía: «Pero a este buen señor, ¿qué le va ni le viene con el Rey?... ¡Qué les importa!... Yo estoy volada, y aquí mismo me pondría a dar chillidos, si no temiera escandalizar. ¡Esto es horrible!...».

Don Alfonso érale antipático, porque su imagen estaba asociada a la horrible pena que la infeliz sufría. Aquella mañana fue con Barbarita a casa de Eulalia Muñoz, que vivía en la Calle Mayor, a ver la entrada del Rey. Amalia Trujillo la tomó por su cuenta, y la estuvo adulando antes de darle el gran susto. Hallábanse las dos solas en el balcón de la alcoba de Eulalia, y ya sonaban los clarines anunciando la proximidad del Rey, cuando Amalia, ¡plum!, le soltó el pistoletazo.

—Tu marido
entretiene
a una mujer, a una tal Fortunata, guapísima... de pelo negro... Le ha puesto una casa muy lujosa, calle tal, número tantos... En Madrid lo sabe todo el mundo, y conviene que tú también lo sepas.

Quedose yerta. Cierto que sospechaba; pero la noticia, dada así con tales detalles, como el pelo negro, el número de la casa, era un jicarazo tremendo. Desde aquel aciago instante, ya no se enteró de lo que en la calle ocurría. El Rey pasó, y Jacinta le vio confusa y vagamente, entre la agitación de la multitud y el
tururú
de tantas cornetas y músicas. Vio que se agitaban pañuelos, y bien pudo suceder que ella agitara el suyo sin saber lo que hacía... Todo el resto del día estuvo como una sonámbula.

Entró Guillermina, que también hubo de llevar sus notas de alegría al concierto general.

—Ya era tiempo —dijo antes de meterse en el rincón en que solía estar—. No aguardo sino a que descanse del viaje para ir a echarle el toro... Me tiene que dar para concluir el piso bajo. Y lo hará, porque le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficencia y la religión. Dios le conserve.

Jacinta la siguió al gabinete próximo, y allí estuvieron las dos de cháchara por espacio de una hora larga. Guillermina decía:

—Paciencia, hija, paciencia, y todo se arreglará; yo te lo prometo.

Ya cerca de las doce entró Juan, y su mujer le miró con severidad sin decirle nada... «Es que te voy a aborrecer —pensó—, como no te enmiendes. Pues no faltaba otra cosa... Y lo que es esta noche te como... No me engatusarás con tus zalamerías».

Juan, aunque bien hubiera querido contradecir los optimismos de su padre y amigos, no se atrevió a ello, porque el empuje de aquella opinión era demasiado fuerte para luchar con él. Hasta los últimos días del 74 había defendido la Restauración. Después de hecha, encontró mal que la hicieran los militares, y en esto fundó sus críticas del suceso consumado.

—Aquí siempre se han hecho las mudanzas de esa manera —dijo el señor de Santa Cruz con patriarcal buena fe—. Es nuestra manera de matar pulgas. Pues qué, ¿querías tú que las Cortes...? Estás fresco.

Después sostuvo el Delfín, con ejemplos de Francia e Inglaterra, que ninguna Restauración había prevalecido; mas todos se negaron a seguirle por los vericuetos históricos. Don Baldomero, sin meterse en dibujos, dijo una cosa muy sensata, producto de su observación de tanto tiempo:

—Yo no sé lo que sucederá dentro de viente, dentro de cincuenta años. En la sociedad española no se puede nunca fiar tan largo. Lo único que sabemos es que nuestro país padece alternativas o fiebres intermitentes de revolución y de paz. En ciertos periodos todos deseamos que haya mucha autoridad. ¡Venga leña! Pero nos cansamos de ella y todos queremos echar el pie fuera del plato. Vuelven los días de jarana, y ya estamos suspirando otra vez porque se acorte la cuerda. Así somos, y así creo que seremos hasta que se afeiten las ranas.

—Es la condición humana. Así viven y se educan las sociedades —dijo el Delfín—. Lo que a mí no me gusta es que esto se haga por otra vía que la de la Ley.

«¡Pillo, tunante!» pensaba Jacinta comiéndose las palabras, y con las palabras la hiel que se le quería salir. «¿Qué sabes tú lo que es ley? ¡Farsante, demagogo, anarquista! Cómo se hace el purito... Quien no te conoce...».

Cuando se retiraron a su alcoba, Jacinta se esforzaba en aumentar su furor; quería cultivarlo, o alimentarlo como se alimenta una llama, arrojando en ella más combustible. «Esta noche me le como. Quisiera estar más furiosa de lo que estoy, para no dejarme engolosinar. Y eso que lo estoy bastante. Pero aún me vendría bien un poquito más de ira. Es un falso, un hipócrita, y si no le aborrezco, no tengo perdón de Dios».

En esto, sintió que Juan la abrazaba por la cintura...

—Quítate, déjame... —gritó ella—. Estoy muy incomodada; ¿pero no ves que estoy muy incomodada?

Juan la vio temblorosa y sin poder respirar.

—Perdone usted, señora —replicó bromeando.

Jacinta tuvo ya en la punta de la lengua el
lo sé todo
; pero se acordó de que noches antes su marido y ella se habían reído mucho de esta frase, observándola repetida en todas las comedias de intriga. La irritada esposa creyó más del caso decir:

—Te aborreceré, ya te estoy aborreciendo.

Santa Cruz, que estaba de buenas, repitió con buena sombra otra frase de las comedias:


Ahora lo comprendo todo
. Pero la verdad, chica, es que no comprendo nada.

Turbada en sus propósitos de pelea por el buen genio y los cariñosos modos que el pérfido traía aquella noche, Jacinta rompió a llorar como un niño. Juan le hizo muchas caricias, besos por aquí y allí, en el cuello y en las manos, en las orejas y en la coronilla; besos en un codo y en la barba, acompañados del lenguaje más finamente tierno que se podría imaginar.

—No aguanto más, no puedo aguantar más —era lo único que ella decía con angustioso hipo, mojándole a él la cara y las manos con tanta y tanta lágrima. No podía tener consuelo. Todo aquel llanto era el disimulo de tantísimos días, sospechar callando, sentirse herida y no poder decir ni siquera ¡ay! «Esto es horrible, esto es espantoso; no hay mujer más desgraciada que yo... Y lo que es ahora, te aborreceré de veras, porque yo no puedo querer a quien no me quiere. Te quería más que a mi vida. ¡Qué tonta he sido! A los hombres hay que tratarlos sin consideración... Ya no más, ya no más... Estoy volada, y lo que es esta no te la perdono... digo que no te la perdono.

Algún trabajo le costó a Santa Cruz que su mujer repitiese lo que le había dicho una amiga aquella mañana. Y cuando él lo negaba, la ofendida esposa, que sentía en su alma la convicción profundísima de la autenticidad del hecho, irritábase más: «No lo niegues, no me lo niegues, pues yo sé que es cierto. Hace tiempo que te lo he conocido».

—¿En qué...?

—En muchas cosas.

—Dímelas —indicó él poniéndose serio.

—Si siempre has de negarlo... Pero no, no me engañas más.

—Si no pienso engañarte...

—Lo que Amalia me ha dicho —afirmó Jacinta con súbita ira, llena de dignidad, poniéndose en pie y afianzando con un gesto admirable su aseveración—, es verdad. Yo digo que es verdad y basta.

Grave y mirándola a los ojos, el anarquista replicó en tono muy seguro:

—Bueno, pues es verdad. Yo te declaro que es verdad.

—2—

Q
uedose Jacinta como una estatua, y al fin, volviendo la espalda a su marido, hizo un ademán de salir. Él la cogió por una mano, y quiso abrazarla. Ella no se dejó. En medio del estrujón frustrado, sólo pudo articular la esposa muy vagamente estas palabras: «Me voy». Lo que más la irritaba era que el tunante, después de lo que había dicho, tuviera todavía humor de bromas y pusiera aquella cara de pillín, como si se tratara de una cosa de juego. Porque se sonreía, y tranquilo en apariencia, díjole en tono de seriedad cómica:

—Señora, acuéstese usted.

—¿Yo...?

—Se lo mando a usted... Acuéstese usted al momento.

No le fue a ella posible entonces librarse de un abrazo apretado, y en aquel segundo estrujón, oyó estas cariñosas palabras:

—¿No vale más que nos expliquemos como buenos amigos? Hijita de mi alma, si te enfurruñas, no llegaremos a entendernos.

Jacinta fue bruscamente desarmada. Quedose como el combatiente de los cuentos de niños, a quien por obra de magia se le convierte la espada en alfiler y el escudo en dedal.

El Delfín había entrado, desde los últimos días del 74, en aquel periodo sedante que seguía infaliblemente a sus desvaríos. En realidad no era aquello virtud, sino cansancio del pecado; no era el sentimiento puro y regular del orden, sino el hastío de la revolución. Verificábase en él lo que Don Baldomero había dicho del país; que padecía fiebres alternativas de libertad y de paz. A los dos meses de una de las más graves distracciones de su vida, su mujer empezaba a gustarle lo mismito que si fuera la mujer de otro. La bondad de ella favorecía este movimiento centrípeto, que se había determinado por quinta o sexta vez desde que estaban casados. Ya en otras ocasiones pudo creer Jacinta que la vuelta a los deberes conyugales sería definitiva; pero se equivocó, porque el Delfín, que tenía en el cuerpo el demonio malo de la variedad, cansábase de ser bueno y fiel, y tornaba a dejarse mover de la fuerza centrífuga. Mas era tanta la alegría de la esposa al verle enmendado, que no pensaba que aquella enmienda fuera como un descanso, para emprenderla después con más brío por esos mundos de Dios. También esto concordaba con un pensamiento de Don Baldomero, que decía: «Cuando el país remite, y fortalece con su opinión la autoridad, no es que ame verdaderamente el orden y la ley, sino que se pone en cura y hace sangre para saciar después con mejor gusto el apetito de las trifulcas».

Quedó, como he dicho, tan desarmada Jacinta, que no podía ser más. Pero creyendo que su dignidad le ordenaba seguir muy colérica, dijo todas las palabras necesarias para mostrarlo, por ejemplo:

—Me acostaré o no me acostaré, según me acomode. ¿A ti qué te importa? No parece si no que... Conmigo no se juega, ¿estamos?... ¿Pues qué se ha figurado este tonto? Hemos concluido, te digo que hemos concluido... Bien, me acuesto porque quiero, no porque tú me lo mandes... ¡Vaya!...

Poco después se oía en la alcoba lo siguiente:

—Que te estés quieto... No vayas a creerte que ahora te voy a perdonar. No, si no me engatusas... ni hay
tilín
que valga. Ya van quince y raya. No están los tiempos para perdones, caballerito. Haz el favor, te digo... No quiero verte, no quiero oírte, ni me importa que me quieras o no. Si me quieres, rabia y rabia; mejor. Yo me reiré viéndote padecer. Con que lo dicho, déjame en paz. Tengo un sueño espantoso... ¿No ves cómo se me cierran los ojos?

Y era mentira. Lejos de tener ganas de dormir, estaba muy despabilada y nerviosa.

—Tú no tienes sueño. ¿A que no lo tienes? —le decía él—. ¿A que te despabilo y te pongo como un lucero?

—¿A que no? ¿Cómo?

—Contándote toda la verdad de lo que te dijo Amalia, haciendo una confesión general para que veas que no soy tan malo como crees.

—¡Ah, sí! Ven, ven, hijito —exclamó ella alargando sus brazos desnudos—. Confiésame todo; pero con nobleza. Nada de comedias... porque tú eras muy comiquito. Gracias que yo te conozco ya las marrullerías, y algunas bolas me trago; pero otras no. ¿De veras que vas a contármelo todo?

La idea de perdonar electrizaba a Jacinta, poniéndola tan nerviosa que echaba chispas. No cabía en sí de inquietud, pensando en lo grande del perdón que tenía que dar en pago de lo enorme de la sinceridad que se le ofrecía. Y su zozobra era tal, que por poco se echa de la cama, cuando Juan se apartó de ella para ir hacia la suya... «¿Pero qué? —pensó—, ¿se arrepiente este tuno de lo que ha dicho?... ¿Es que no quiere contarme nada?...».

—Abur, hombre —dijo en alta voz con despecho.

—Si vuelvo, si voy allá en seguida... Mi mujer gasta un genio muy vivo.

—Es que si cuentas, cuentas pronto; y si no, lo dices, para dormirme. No estoy yo aquí esperando a que al señorito le dé la gana de tenerme en vela toda la noche.

—Cállese usted,
so tía
... —Diciendo esto, volvió hacia ella, sentándose en el lecho y haciéndole mil ternezas.

—¡Ah!, esto está perdido —murmuró Jacinta en los respiros que las caricias de su marido le dejaban, ahogándola...—. Mira, estate quieto y no me sofoques. No tengo yo gana de bromas.

—Vamos al caso, niñita mía. Para que yo te cuente lo que deseas saber, es preciso que tú me cuentes antes a mí otra cosa. Dices que tú sospechabas esto que ha pasado, mejor, que lo adivinabas. ¿En qué te fundabas tú para adivinarlo?... ¿Qué observaste y qué supiste?

—¡Ay!... ¡Con lo que sale ahora este bobo...! ¿Crees que una mujer celosa necesita ver nada? Lo olfatea, lo calcula y no se equivoca... Se lo dice el corazón.

—El corazón no dice nada. Eso es una frase.

—Cuando te vuelves faltón, la menor palabra, cualquier gesto tuyo me sirven para leerte los pensamientos. ¿Y te parece que es poco dato el ver cómo me tratas a mí? Hasta la manera de entrar aquí es un dato. Hasta una ternura, una palabra cariñosa te venden, porque al punto se ve que son sobras de otra parte, traídas aquí por deber y para cubrir el expediente... Palabras y caricias vienen muy usadas.

—¡Cuánto sabes!

—Más sabes tú... No, no, más sé yo. En la desgracia se aprende... Muchas veces me callo por no escandalizar; pero por dentro siento algo que me está rallando así, así... muele que te muele... ¡Pues tengo yo un olfato...! Cuando estás faltoncito, si no lo conociera por otras cosas, lo conocería por el perfume que traes algunas veces en la ropa... Otro dato: Una noche traías en el pañuelo de seda del cuello, ¿qué crees?, pues un cabello negro, grande. Lo saqué con las puntas de los dedos y lo estuve mirando. Me daba tanto asco como si me lo hubiera encontrado en la sopa. No chisté. Otra noche dijiste en sueños palabras de las que se dicen cuando un hombre se pega con otro. Yo me asusté. Fue aquella noche que entraste muy nervioso y con un dolor en el brazo. Tuve que ponerte árnica. Me contaste que viniendo no sé por dónde te salió un borracho, y tuviste que andar a trompazos con él. Traías tierra en la americana azul. Toda la noche estuviste muy inquieto, ¿no te acuerdas?

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