Fragmento de historia futura (3 page)

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Authors: Gabriel Tarde

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Fragmento de historia futura
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Sin embargo, el invierno de 2489 fue tan desastroso que hubo que tomar en serio las amenazas de los alarmistas. Y así se llegó a temer, de un momento a otro, la
apoplejía solar.
Tal era el título de un folleto sensacional que llegó a las veinte mil ediciones. Se aguardaba ansiosamente el retorno de la primavera.

La primavera lució al fin y reapareció el astro rey ¡pero cuán destronado e irreconocible! Estaba totalmente rojo. Los prados ya no eran verdes, el cielo no era azul, los chinos no eran ya amarillos, todo había cambiado de color repentinamente, como en una comedia de magia. Luego, por grados, de rojo que era pasó al color naranja; parecía una manzana de oro en el cielo; y por espacio de unos años pasó, lo mismo que toda la naturaleza, a través de mil matices magníficos o terribles, del naranja al amarillo, del amarillo al verde y del verde, finalmente, al índigo y al azul celeste. Los meteorólogos recordaron entonces que en el año 1883, el 2 de setiembre, el sol, en Venezuela, se había visto todo el día de color azul, igual que la luna. Tantos colores, tantos decorados nuevos del universo proteiforme que maravillaban a la mirada asustada, reavivaban y devolvían a su agudeza primitiva la impresión rejuvenecida de las bellezas naturales, y removían de manera extraña el fondo de las almas al renovar la faz de las cosas.

Al mismo tiempo, se sucedieron los desastres. Toda la población de Noruega, Rusia del norte, Siberia, pereció congelada en una sola noche; la zona templada quedó diezmada y los habitantes que quedaron, huyendo del amontonamiento de nieves y hielos, emigraron por centenas de millones hacia los trópicos, llenando los trenes que resoplaban, muchos de los cuales, por culpa de las intensas tempestades de nieve, desaparecieron para siempre jamás. El telégrafo transmitía todas estas catástrofes a la capital, aunque que ya no había noticias de los inmensos trenes internados en los túneles subpirenaicos, subalpinos, subcaucásicos, subhimalayos, donde estaban encerrados por enormes aludes, que obstruían simultáneamente entradas y salidas; hasta el punto de que algunos de los ríos más caudalosos, como por ejemplo el Rhin y el Danubio, cesaron de fluir, congelados hasta el fondo, de lo cual resultó una gran sequía seguida de una hambruna tan grande que obligó a millares de madres a comerse a sus bebés. De cuando en cuando, un país, un continente, interrumpía de pronto sus comunicaciones con la agencia central: era porque toda una red telegráfica estaba enterrada en la nieve, de donde surgían, de trecho en trecho, las puntas desiguales de los postes con sus diminutos cangilones. De esta inmensa red eléctrica, de trama dentada, que envolvía todo el globo, igual que esta prodigiosa cota de malla que el sistema sembrado de ferrocarriles ponía en la tierra, no quedan más que tramos diseminados, semejantes a los restos del gran ejército de Napoleón durante su retirada de Rusia.

De todos modos, los glaciares de los Alpes, de los Andes, de todas las montañas del mundo, vencidos por el sol, que durante miles de siglos fueron rechazados de sus últimos atrincheramientos en las gargantas abruptas y los elevados valles, han reanudado su marcha triunfal. Todos los glaciares muertos desde las edades geológicas reviven con más pujanza. De todos los valles alpinos o pirenaicos, verdes antaño y poblados de ciudades con aguas deliciosas, se ven desembocar estas hordas blancas, estas lavas heladas, con su morena frontal que avanza desplegándose por las vastas llanuras, acantilado movedizo hecho de rocas y de locomotoras volcadas, de puentes arruinados, de estaciones de ferrocarril, de hoteles, de monumentos arrastrados en desorden, chatarra monstruosa y sorprendente cuya invasión triunfante se vanagloria como de un botín. Lentamente, paso a paso, a pesar de algunas pasajeras intermitencias de luz y calor, a pesar de sus días a veces ardientes que testifican las supremas convulsiones del sol luchando contra la muerte y reanimando en las almas la engañosa esperanza; a través y mediante estas mismas peripecias, los pálidos invasores se abren camino. Recobran, recuperan uno a uno todos sus antiguos dominios del período glaciar; y al hallar en ruta algún gigantesco bloque errante que, a cien leguas de los montes, cerca de alguna ciudad famosa, se halla solo y sombrío, testigo misterioso de las grandes catástrofes de antaño, lo levantan y lo trasladan meciéndole sobre sus duras olas, como un ejército en marcha recobra y enarbola sus viejas banderas polvorientas encontradas en los templos enemigos.

¿Pero qué fue el período glaciar comparado con esta nueva crisis del globo y del cielo? Un debilitamiento sin duda, un desvanecimiento análogo del sol lo produjo, y muchas especies animales poco protegidas, debieron perecer a la sazón. Y sin embargo, aunque sólo fue un toque de
campana,
por decirlo de alguna manera, una simple advertencia del ataque final y mortal. Los períodos glaciares —pues es sabido que hubo varios— se explicaban por su reaparición engrandecida. Pero esta aclaración de un punto oscuro de geología era, preciso es confesarlo, una compensación insuficiente de los perjuicios públicos que causaba.

¿Cuántas calamidades! ¡Cuántos horrores! Mi pluma se confiesa impotente para describirlos. Por lo demás ¿cómo relatar unos desastres tan completos que a menudo hicieron morir a todos sus testigos, hasta el último, bajo montones de nieve de más de cien metros? Lo único que sabemos con certeza es que esto ocurrió a finales del siglo XXV, en un pequeño cantón de la Arabia Pétrea. Allí se habían refugiado, una invasión tras otra, una inundación tras otra, congelados unos sobre otros a medida que avanzaban, los millones de hombres que sobrevivieron a los billones de hombres desaparecidos. La Arabia Pétrea, con el Sahara, llegó, pues, a ser el país más poblado del globo. Allí trasladaron —en razón del calor relativo del clima—, no digo la sede del gobierno, ya que ¡ay! sólo el Terror reinaba, sino un inmenso calorífico, un resto de la Babilonia cubierta por un glaciar. Se construyó una ciudad nueva, en unos meses, sobre unos planos totalmente nuevos de arquitectura, maravillosamente adaptados a la lucha contra el frío. Por la más feliz de las casualidades, se descubrieron allí minas abundantes, sin explotar, de carbón de tierra. Hay allí, según parece, carbón suficiente para calentarse durante muchos años; respecto a la alimentación tampoco hay que preocuparse. Los graneros guardan numerosos sacos de cereales, en tanto el sol se reanima y el trigo empieza a crecer. ¡El sol se reanimó tras los períodos glaciares! ¿Por qué no empezar de nuevo? se preguntan los optimistas.

¡Esperanza de un día! El sol se tornó violáceo, el trigo congelado dejó de ser comestible, el frío fue tan intenso que las paredes de las casas, al contraerse, se agrietaron y dieron paso a las corrientes de aire que mataron a sus habitantes. Un médico afirma haber visto cristales de nitrógeno y oxígeno solidificados caer del cielo, lo que hace temer que a no tardar mucho se descomponga la atmósfera. Los mares ya son sólidos. Cien mil hombres que estaban apelotonados en vano alrededor de la enorme estufa gubernamental, al no lograr restablecerles la circulaión, quedaron convertidos en témpanos de hielo; y a la noche siguiente, otros cien mil hombres murieron de la misma manera. De esta hermosa raza humana, tan robusta y tan noble, formada durante tantos siglos de esfuerzos y de genio, mediante una selección tan inteligente y tan prolongada, pronto no iba a quedar más que unos millares, unos centenares de ejemplares macilentos y temblorosos, únicos depositarios de los últimos restos de lo que fue la Civilización.

III
LA LUCHA

En esta coyuntura, surgió un hombre que creía en la humanidad. La historia ha conservado su nombre. Por una rara coincidencia, se llamaba Milcíades, como otro salvador del helenismo.
[3]
Sin embargo, no era de raza helena; eslavo cruzado de bretón, sólo simpatizaba a medias con la prosperidad niveladora y debilitante del mundo neogriego, y en aquel diluvio total, en aquel triunfo universal de una especie de renacimiento bizantino modernizado, fue de los que guardaban piadosamente en lo más hondo de su corazón los gérmenes de la disidencia. Pero semejante al bárbaro Estilicón, supremo defensor de la romanización zozobrante contra la horda de la barbarie,
[4]
fue este disidente de la civilización el único que, en la pendiente de su estrepitoso hundimiento, trató de detenerlo. Elocuente y bien parecido, pero casi siempre taciturno, no sin algunas semejanzas en pose y facciones, decían, con Chateaubriand y Napoleón (dos celebridades, como es sabido, de una parte del mundo en su época), adorado por las mujeres, de quienes era la esperanza, y por los hombres, a los que causaba espanto, desde el principio descartó a la plebe y un accidente natural redobló su natural salvajismo. Al ver al mar menos liso aún que la tierra, y de todos modos más grande, pasó su juventud en el último navío acorazado del Estado, del que era capitán, realizando el periplo de policía de los continentes, soñando con imposibles aventuras, con conquistas cuando todo estaba ya conquistado, con descubrimientos en América cuando ya todo estaba descubierto, maldecía a todos los grandes viajeros, a todos los inventores, a todos los antiguos conquistadores, a todos los felices cosechadores de todos los campos de gloria en los que él ya nada podía espigar. Un día, no obstante, creyó haber descubierto una nueva isla —fue un error—, y tuvo la alegría de librar un combate, el último mencionado por la historia antigua, contra una tribu de salvajes que parecían muy primitivos, que hablaban inglés y leían las biblias. En aquel combate hizo gala de tal valor que, incluso su tripulación le juzgó loco y estuvo a punto de perder su graduación, después de que un alienista consultado estuviera dispuesto a confirmar públicamente aquel sentimiento popular, declarándole enfermo de una nueva clase de monomanía suicida. Por fortuna, un arqueólogo protestó de ello mostrando, documentos en mano, que aquel fenómeno tan raro, pero frecuente en los siglos pasados con el nombre de valentía, era un simple caso de atavismo muy curioso para su examen. Lo malo fue que el desdichado Milcíades fue herido en la cara, en aquel encuentro, y su cicatriz, que todo el arte de los mejores cirujanos jamás consiguió borrar, le ganó el apodo aflictivo y casi injurioso, de
marcado.
Así, se comprende fácilmente que a partir de esa época, irritado por el sentimiento de su deformidad parcial, como el viejo bardo llamado Byron lo estuvo en otros tiempos por una causa parecida, evitara presentarse en público para no ofrecer la visión manifiesta de su pasado ataque de locura. Ya no se le volvió a ver hasta un día en que estando su nave rodeada por los hielos del Gulf Stream, tuvo, con sus compañeros, que terminar la travesía a pie por encima del Atlántico solidificado.

Un día apareció Milcíades en medio del calentador central del Estado, una inmensa sala abovedada con paredes de diez metros de espesor, rodeada por un centenar de hornos gigantescos y constantemente iluminada por sus cien golas llameantes. El resto de la élite humana de ambos sexos se hallaba allí reunido, todavía espléndido en su miseria; no los grandes sabios calvos, ni las magníficas actrices, ni los inteligentes escritores faltos de aliento, ni los muy importantes personajes envejecidos, ni las ancianas damas respetables —por desgracia, la bronconeumonía causó estragos con los primeros fríos—, sino los fervientes herederos de sus tradiciones, sus alumnos llenos de talento y de futuro. Ningún profesor de la Facultad sino muchos ayudantes y auxiliares; ningún ministro sino numerosos jóvenes secretarios de Estado; ni una sola madre de familia sino modelos de pintor, admirables de formas y curtidas contra el frío a causa de su existencia desnuda, sobre todo muchas beldades mundanas preservadas también contra el frío por la higiene excelente del descote cotidiano, sin contar el ardor de su temperamento. Entre ellas era imposible no fijarse en la elevada y delicada estatura, en la esplendidez de su tocado y de su ingenio, en los ojos negros y en la tez rosada, y finalmente en la irradiación de toda su persona, de la princesa Lydia, ganadora del último concurso internacional de belleza y considerada la maravilla de los salones de Babilonia. ¡Qué personal tan distinto del que se obtenía antaño, gracias a los anteojos, desde lo alto de las tribunas de lo que llamaban la Cámara de Disputados! Juventud, hermosura, genio, amor, infinitos tesoros de ciencia y arte, plumas de oro, maravillosos pinceles, voces delirantes, todo lo que hay de más exquisito y civilizado en la tierra se condensaba en ese ramillete final que floreció bajo la nieve como una mata de rododendros o de rosas alpestres al pie de una cima. ¡Pero qué desaliento abatía a todas aquellas flores! ¡Qué lánguidas eran todas aquellas gracias!

Al aparecer Milcíades, la frentes se irguieron y todos los ojos se fijaron en él. Era alto, pero estaba enflaquecido y desecado, pese a la gordura ficticia de sus gruesas pieles blancas. Cuando echó atrás su gran capuchón blanco que recordaba la cogulla dominica de la antigüedad, se entreveía, a través de las estalactitas de su barba y sus cejas, la gran cicatriz. A esta vista, primero una sonrisa, luego un escalofrío, que no sólo se debía al frío, recorrió las filas de mujeres. Puesto que ¿es fuerza confesarlo? pese a los esfuerzos de una educación racional, la tendencia a aplaudir la valentía y sus señales no se había extinguido por completo de sus corazones. Particularmente Lydia se hallaba imbuida por ese sentimiento de otra edad, por una especie de atavismo moral añadido a su atavismo físico; y disimuló tan mal su admiración emocionada que el mismo Milcíades sintióse sobrecogido. A la admiración se unía la extrañeza, ya que le creían muerto desde varios años atrás, y todos se preguntaban por qué prodigios acumulados había logrado librarse de la desdicha de sus compañeros.

Pidió la palabra y le fue concedida. Subió a un estrado y se hizo un silencio tan profundo que hubiese sido posible oír, a pesar del espesor de las paredes, cómo fuera caía la nieve. Pero ahora dejemos que hable un testigo ocular, transcribamos un extracto del acta, fonografiada por él, de esta memorable sesión. Saltaré la parte del discurso de Milcíades en el que hizo el espantoso relato de los peligros corridos tras su abandono del navío.
(Aplausos a cada instante.)
Después de haber dicho que al atravesar París en un trineo tirado por renos, gracias a la canícula, reconoció el emplazamiento de esa ciudad muerta por el doble túmulo blanco levantado en el lugar de las flechas de Notre Dame
(movimientos en el auditorio),
el orador continuó:

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