No existe una ciudad, repito, sino una gruta de filósofos, una gruta natural, en la que se sientan a distancia unos de otros, o agrupados por escuelas, en sillas de granito, al borde de una fuente petrificante, una gruta espaciosa de prestigiosas cristalizaciones amorosamente destiladas, simulando vagamente, con un poco de buena voluntad, toda clase de hermosos objetos: copas, arañas de cristal, catedrales, espejos; copas que no se manchan nunca, arañas que no alumbran, catedrales en las que nadie reza, pero espejos en los que se mira uno más o menos fiel y gozosamente. También hay un lago negro y sin fondo en el que se inclinan, como puntos de interrogación, las aristas de la bóveda sombría y las barbas de los pensadores. Tal cual, sin embargo, y semejante hasta el fin a la filosofía que alberga, esta amplia caverna, con sus centelleos de cristal en sus dudosas sombras —llenas de precipicios, es cierto—, nos recuerda mejor a la nueva humanidad, pero más aún, con su fascinación ilusoria, a la gran magia cotidiana de nuestros abuelos, la noche estrellada... Lo que allí se destila, lo que allí cristaliza en ideas sistemáticas, en estalactitas mentales de cada cerebro, es prodigioso, indescriptible. Mientras todas las antiguas estalactitas se van ramificando y metamorfoseando, de mesa ante un altar, o de águila convertida en quimera, aparecen por doquier novedades cada vez más sorprendentes. Están, naturalmente, los neoaristotélicos, los neokantistas, los neocartesianos y los neopitagóricos.
No olvidemos a los comentadores de Empédocles, al que su interés por los subterráneos volcánicos le valió un rejuvenecimiento inesperado de su antigua autoridad sobre los espíritus, sobre todo después de que un arqueólogo ha pretendido haber encontrado el esqueleto de tan gran hombre horadando una galería investigadora hasta el pie del Etna, hoy día totalmente extinguido. También hay constantemente algún innovador que aporta un evangelio inédito que cada cual aspira a enriquecer con una variante, destinada a suplantarlo. Citaré, a guisa de ejemplo, la mejor cabeza de nuestro tiempo, el jefe de la escuela en sociología a la moda. Según este profundo pensador, el desarrollo social de la humanidad que empezó en la superficie terrestre y continúa todavía ahora bajo su corteza casi superficial, debe, a medida de los progresos del enfriamiento solar y planetario, proseguir de capa en capa, hasta el centro de la tierra, apretujándose estrechamente la población y, por el contrario, desplegándose la civilización a cada nuevo descenso. Es admirable con qué precisión dantesca caracteriza al tipo social propio de cada una de estas humanidades encajadas concéntricamente, cada vez más nobles, más ricas, más equilibradas, más felices. Es necesario leer el retrato, ampliamente emotivo, que traza del último hombre, único superviviente y sólo heredero de cien civilizaciones sucesivas, reducido a sí mismo y bastándose a sí mismo en medio de inmensas provisiones de ciencia y arte, dichoso como un Dios porque lo comprende lodo, porque lo puede todo, porque acaba de descubrir la verdadera palabra del gran enigma, pero muriendo porque no puede sobrevivir a la humanidad y, mediante una sustancia explosiva, de potencia extraordinaria, hace saltar al globo con él, para sembrar a la inmensidad con los restos del hombre. Este sistema, es natural, tiene muchos sectarios. Sus sectarias, no obstante, graciosas Hipatías, indolentemente escondidas en torno al bloque magistral, opinan que convendría unir con el hombre final a la mujer final, no menos ideal que él.
¿Qué diré del arte y de la poesía? Para ser justo, la alabanza se convertiría en hipérbole. Limitémonos a indicar el sentido general de las transformaciones. Ya dije que se ha convertido en nuestra arquitectura, muy
interiorizada
y armoniosa, imagen petrificada e ideal, concentrada y consumida, de la antigua naturaleza. No insistiré en ello. Pero me queda por decir una palabra sobre esta inmortal y desbordante población de estatuas, de frescos, de esmaltes, de bronces que, de concierto con la poesía, cantan en esta transfiguración arquitectónica del abismo, la apoteosis del amor. Podría llevarse a cabo un interesante estudio sobre las graduales metamorfosis que el genio de nuestros pintores y nuestros escultores ha hecho sufrir, desde hacer tres siglos, a esos tipos consagrados de leones, caballos, tigres, aves, árboles, flores, sobre los cuales no se cansa de ejercitarse, sin más ayuda ni más traba con la vista de ningún animal ni de ninguna planta. Jamás, en efecto, nuestros artistas —que no quieren ser tomados por fotógrafos— no habían representado jamás tantos animales como desde que no existen; igual que nunca habían pintado ni esculpido tantas vestimentas como desde que todo el mundo sale casi desnudo, mientras que antes, en la época de la humanidad vestida, se veían desnudos por todas partes. ¿Es acaso que la Naturaleza, ahora muerta, antes viva, de la que nuestros grandes maestros extraen sus temas y sus motivos, es un simple alfabeto jeroglífico y fríamente convencional? No: hija ahora de la tradición, y ya no de la generación humanizada y armonizada, todavía hace presa en los corazones, y si recuerda a cada cual sus sueños más que sus memorias, sus concepciones más que sus terrores infantiles, todavía encanta y subyuga. Tiene para nosotros el encanto profundo e íntimo de una vieja leyenda, pero de una leyenda en la que todos creen.
Nada más inspirador. Tal debía ser la mitología del bueno de Homero, cuando sus auditorios de las Cicladas todavía creían en Afrodita y en Palas Atenea, en los Dióscuros y en los Centauros, de los que él hablaba arrancando lágrimas de éxtasis. De esta manera nuestros poetas nos hacen llorar cuando hoy día nos hablan de los cielos de azur, del horizonte, de los mares, del perfume de las rosas y del canto de los pájaros, de todas estas cosas que nuestro ojo no ha visto, que nuestro oído no escuchará jamás, que nuestros sentidos ignoran, pero que nuestro pensamiento evoca por un instinto extraño, al menor contacto con el amor. Y cuando nuestros pintores nos enseñan esos caballos, cuyas patas se afinan cada vez más, esos cisnes cuyo cuello cada vez se redondea y se alarga más, esas viñas cuyas hojas y pámpanos cada día se complican con bordes dentados y rúbricas nuevas, enlazando las aves más exquisitas; una emoción incomparable se eleva en nosotros, como la que experimentaría un joven griego ante un bajorrelieve lleno de faunos y ninfas, o de argonautas en busca del vellocino de oro, de nereidas jugando en torno a la copa de Anfítrite, la diosa griega del mar.
Si nuestra arquitectura, pese a toda su magnificencia, parece ser sólo un simple decorado para las demás bellas artes, éstas, a su vez, por admirables que sean, apenas parecen ser dignas de ilustrar nuestra poesía y nuestra literatura lapidaria. Pero en nuestra poesía y en nuestra literatura hay resplandores que son, respecto a otras bellezas más veladas, lo mismo que la flor es al ovario, lo que el marco es al cuadro. Quien lea nuestros dramas, nuestras epopeyas novelescas, en donde se desarrolla toda la historia antigua hasta las luchas y los amores heroicos de Milcíades, verá que no se puede escribir nada más sublime. Quien lea nuestras obras idílicas, nuestras elegías, nuestros epigramas inspirados en la antigüedad y nuestros versos de todo género, escritos en una decena de lenguas muertas, que por nuestra voluntad han resucitado para reavivar con sus timbres particulares, con sus sonoridades múltiples, el placer de nuestros oídos, y acompañar con su rica orquestación el canto de nuestro puro Ático, en inglés, alemán, sueco, árabe, italiano, castellano, francés; no podrá imaginar nada más encantador que esta resurrección transfigurante de idiomas olvidados, gloriosos en tiempos pasados.
Respecto a nuestros dramas, a nuestros poemas, obras a menudo colectivas e individuales a la vez, de una escuela encarnada en su jefe y animada por una idea única, como las esculturas del Partenón, nada tienen las obras maestras de Sófocles y Homero que se les pueda comparar. Lo que las especies extinguidas de la antigua naturaleza son a nuestros pintores y escultores, los sentimientos también extinguidos de la antigua naturaleza humana lo son a nuestros dramaturgos. Los celos, la ambición, el patriotismo, el fanatismo, el furor combativo, el amor exaltado a la familia, el orgullo del nombre, todas estas pasiones desaparecidas del corazón, cuando se evocan en la escena ya no hacen llorar ni estremecen a nadie, lo mismo que los tigres y los leones de tipo heráldico pintados en nuestros atrios no asustan ya a los niños. Pero con un acento nuevo y resonante, nos hablan con su antiguo lenguaje; y a decir verdad, no son más que un gran teclado en el que se interpretan nuestras pasiones nuevas. Aunque solamente hay una, bajo mil nombres, como allá arriba no hay más que un sol: el amor, alma de nuestra alma, foco central de nuestras artes. Sol verdadero e indefectible, que no se cansa de tocar ni de reanimar con la mirada, para rejuvenecerlas, para redorarlas con sus auroras, o para de nuevo purpurarlas con sus crepúsculos, a sus criaturas inferiores de antaño, las antiguas formas del corazón; como si bastara un rayo del otro sol para lograr esta gran evocación embellecedora de los más antiguos tipos vegetales resucitados en flores, de esta gran fantasmagoría anual, decepcionante y encantadora, que llamaban primavera cuando todavía había una primavera.
De este modo, para nuestros mejores literatos todo lo que acabo de alabar ahora no vale nada si el corazón no está impresionado. Ellos darían, por una nota íntima y justa, todas las proezas, todos los trucos de prestidigitación. Lo que buscan, bajo las más grandiosas concepciones y maquinaciones escénicas, bajo las innovaciones rítmicas más audaces, que adoran de rodillas cuando las han encontrado, es un breve párrafo, un verso, la mitad de un verso, o un matiz inadvertido de amor profundo, donde la menor frase inexpresada del amor dichoso, del amor doliente, del amor agonizante, deje su huella. Así, en el origen de la humanidad, cada tinte del alba o del crepúsculo, cada hora del día, fue, para el primero que lo nombró, un nuevo dios solar que no tardó en tener sus adoradores, sus sacerdotes y sus templos. Pero detallar esta sensación, al estilo del erotismo desfasado, para nosotros no es nada; lo difícil, lo meritorio, es recoger, con nuestros místicos, en los últimos abismos del dolor, las perlas y los corales del fondo de ese mar, sus flores de éxtasis, y enriquecer el alma con sus propios ojos. Nuestra más pura poesía se une de esta manera a nuestra más profunda psicología. Una es el oráculo, la otra es el dogma de la misma religión.
No obstante, ¿ello es creíble? A pesar de su hermosura, de su armonía, de su incomparable dulzura, nuestra sociedad también tiene sus refractarios. Hay, aquí y allí, algunos irregulares que aseguran estar saturados de nuestra esencia social tan pura y de tan elevadas dosis, de nuestra sociedad a ultranza y forzada. Encuentran nuestra belleza excesivamente monótona, nuestro bienestar demasiado tranquilo. En vano, para complacerles, cambiamos de vez en cuando la fuerza y la coloración de nuestro alumbrado, y hacemos circular por nuestros corredores una especie de brisa refrescante; ellos insisten en juzgar monótono nuestro día sin nubes y sin noches, nuestro año sin estaciones, nuestras ciudades sin campos. Cosa extraña: cuando llega el mes de mayo, este sentimiento de malestar, que sólo experimentan en tiempo ordinario, se vuelve contagioso y casi general. Por eso, mayo es el mes más melancólico y más ocioso del año. Como si, arrojado de todas partes, de la inmensidad sombría de los cielos, de la superficie helada del suelo, la Primavera, igual que nosotros, buscara asilo bajo tierra; o más bien, como si fuese su fantasma errante el que periódicamente viniera a visitarnos y a atormentarnos con su obsesión. Entonces, la ciudad se llena de músicos, y su música es tan dulce, tan tierna, tan triste, tan desesperadamente desgarradora, que se ve a los amantes, por centenares a la vez, cogerse de la mano y ascender hacia el cielo asesino... A este propósito, debo declarar que recientemente se produjo una falsa alerta provocada por un alucinado que pretendía haber visto que el sol revivía y fundía los hielos. Ante esta noticia, que por otra parte nada ha confirmado, una parte bastante notable de la población se emocionó y empezó a acariciar proyectos de próxima salida; sueños malsanos y subversivos que sólo sirven para fomentar un descontento ficticio. Por suerte, un erudito, hojeando documentos, en un rincón olvidado de los archivos, encontró gran cantidad de planchas fonográficas y cinematográficas combinadas, y esas planchas nos han permitido oír de pronto todos los antiguos ruidos de la naturaleza, acompañados de las visiones correspondientes: el trueno, los vendavales, los torrentes, los rumores del alba, los chillidos del quebrantahuesos y la larga queja del ruiseñor entre toda clase de susurros nocturnos. Ante esta resurrección acústica y visual de otra época, de especies extinguidas y fenómenos desaparecidos, una inmensa extrañeza, seguida pronto por una inmensa desilusión, se produjo entre los más ardientes partidarios de la vuelta al antiguo régimen. Puesto que no estribaba en esto su fe en los poetas y los novelistas, ni siquiera en la de los naturalistas; ya que era algo, realmente, algo menos delicioso y menos digno de añoranzas. El canto del ruiseñor, sobre todo, provocó un verdadero despecho, asegurando todos que se mostraba muy inferior a su fama. En efecto, el más malo de nuestros conciertos es más musical que esta supuesta sinfonía natural a gran orquesta.
De esta forma se apaciguó, mediante un ingenioso procedimiento absolutamente ignorado por los antiguos gobiernos, el primero y único ensayo de rebelión. ¡Ojalá sea el último! Ciertos fermentos de discordia, por desgracia, empiezan a infiltrarse en nuestras filas; y nuestros moralistas observan con aprensión algunos síntomas que denotan la relajación de nuestras costumbres. El progreso de nuestra población, especialmente desde el descubrimiento de varios procesos químicos, tras los cuales se han apresurado a proclamar que harían pan con piedras, y que no valía la pena consumir nuestras provisiones de mesa ni de molestarse en limitar el número de bocas, resulta muy inquietante. Al mismo tiempo que aumenta el número de hijos, disminuye el de obras maestras. Esperemos que esta progresión lamentable finalice pronto. Si el sol, una vez más, como después de todas las épocas glaciares, se ha despertado de su letargo y recobra sus fuerzas, es de desear que sólo una escasa parte de nuestra población, la que tiene un espíritu más ligero y el corazón más indisciplinado y más tocado por una matrimonialidad incurable, se aproveche de estas ventajas aparentes y engañosas que les ofrecerá esta curación celeste, y se precipite hacia arriba, hacia la libertad de las inclemencias del tiempo. Pero esto es muy poco probable, si se tiene en cuenta la edad tan avanzada del sol y el peligro de las recaídas seniles. Lo cual es menos deseable. ¡Dichosos, repitamos con Milcíades, nuestro augusto padre, dichosos los astros extinguidos, o sea casi la totalidad de los que pueblan el espacio! La radiación, dijo con toda verdad, es a las estrellas lo que la floración a las plantas. Tras haber florecido, fructifican. Así, sin duda, cansadas de su expansión y del inútil gasto de fuerzas en el vacío infinito, las estrellas recogen, para fecundarlos en su profundo seno, los gérmenes de la vida superior. El ilusorio resplandor de estas estrellas diseminadas, en número relativamente ínfimo, que todavía brillan, que todavía no han acabado de arrojar lo que Milcíades llamaba su última calaverada de luz y calor, impedía a los primeros hombres soñar con esta innumerable y pacífica población de estrellas oscuras, que tenía por velo dicha radiación. Pero nosotros, liberados de prestigio y exentos de esta secular ilusión óptica, seguimos creyendo firmemente que, tanto entre los astros, como entre los hombres, los más brillantes no son los mejores, que las mismas causas han conducido a los mismos efectos, forzando a otras humanidades a cobijarse en el seno de su globo, prosiguiendo allí en paz y en condiciones singulares de independencia y de absoluta pureza, el curso dichoso de sus destinos y que, finalmente, tanto en el cielo como en la tierra, la felicidad vive escondida.