Para empezar, el orgullo humano, la fe del hombre en sí mismo, limitados antaño por la presión constante, por el profundo sentimiento de superioridad de los poderes que lo arropaban, se irguieron, preciso es confesarlo, con una fuerza terrible de elasticidad. Somos un pueblo de Titanes. Pero al mismo tiempo, lo que podía haber de enervante en el aire de nuestras grutas (en realidad, el más puro que jamás se haya respirado, tras morir de frío todos los gérmenes perniciosos que llenaban la atmósfera), ha sido combatido ventajosamente. Lejos de verse alcanzados por esta anemia que algunos predecían, vivimos en un estado de sobreexcitación habitual que sustenta la multiplicidad de nuestras relaciones y de nuestras tónicas sociales (apretones de manos con amigos, charlas, encuentros femeninos, seducciones, etc.) que, entre muchos de nosotros, pasa al estado de frenesí continuo con el nombre de fiebre troglodítica. Esta nueva enfermedad, cuyo microbio aún no se ha descubierto, lo desconocían nuestros abuelos, gracias tal vez a la influencia entorpecedora (o pacificadora, como se quiera) de las distracciones naturales y rurales. ¡Rurales! Éste es un extraño arcaísmo. Pescadores, cazadores, labradores, pastores: ¿se comprende hoy día el significado de estas palabras? ¿Por un instante ha meditado alguien en la vida de este ser fósil del que tanto se suele hablar en los libros de historia antigua al que llamaban
campesino
? La habitual sociedad de este ser extraño, que componía la mitad o las tres cuartas partes de la población, no eran hombres sino cuadrúpedos, legumbres y gramíneas que, debido a las exigencias de su cultivo, en la
campiña
(otra palabra ininteligible hoy día), le condenaban a vivir inculto, aislado, lejos de sus semejantes. Sus rebaños conocían las delicias de la vida social; pero él no tenía de la misma la menor idea.
Los pueblos —¡donde se extrañaban de que los hombres quisieran emigrar!— eran los únicos puntos muy raros y muy diseminados donde la vida de sociedad era a la sazón conocida. ¡Pero a qué dosis estaba mezclada con la vida animal y vegetativa! Otro fósil especial de aquellas regiones era el obrero; y las relaciones del obrero con su patrono, las relaciones de la clase obrera con las demás clases de la población y de las distintas clases entre sí, ¿eran relaciones realmente sociales? En absoluto. Los sofistas a los que llamaban economistas, y que eran a nuestros sociólogos actuales lo que los alquimistas fueron antaño a los químicos, o los astrólogos a los astrónomos, habían acreditado, cierto es, este error de que la sociedad consiste esencialmente en un intercambio de servicios; bajo este punto de vista, sumamente desfasado del resto, el lazo social nunca sería más estrecho que entre un asno y su asnero, el buey y su boyero, el cordero y su pastora. La sociedad, ahora lo sabemos, consiste en un intercambio de reflejos. Imitarse mutuamente y, a fuerza de imitaciones acumuladas, combinadas de mil maneras diferentes, conseguir algo original: esto es lo principal. Por esto la vida urbana de antaño, fundada principalmente en la relación, más orgánica y natural que social, del productor al consumidor o del obrero al patrono, no era más que una vida social muy impura, origen de discordias sin fin.
Si hemos podido llevar adelante la vida social más pura y más intensa que se haya visto jamás, es gracias a la simplificación extrema de nuestras necesidades propiamente dichas. Cuando el hombre era
panívoro
y omnívoro, la necesidad de comer se ramificaba infinitamente; hoy día, se limita a comer carne conservada por los mejores refrigeradores. En una hora, cada mañana, gracias al empleo de nuestras ingeniosas máquinas de transporte, un solo societario alimenta a un millar. La necesidad de vestirse casi ha sido suprimida por la suavidad de una temperatura siempre igual y, preciso es confesarlo también, por la ausencia de gusanos de seda y de plantas textiles. Éste podría ser un inconveniente sin la incomparable belleza de nuestras formas, que prestan un encanto real a esta gran sencillez de atuendo. Observamos, no obstante, que se usan bastante las cotas de malla de amianto, recamadas de mica, de plata repujada y realzadas con oro, en las que parecen vaciadas en metal, más que veladas, las delicadas y finas gracias de nuestras mujeres. Este tornasolado metálico, infinitamente matizado, ejerce un efecto delicioso a la vista. Además, se trata de vestimentas que nunca se desgastan.
¡Cuántos comerciantes de paños, modistas, sastres, bazares de novedades, fueron aniquilados de golpe! Subsiste la necesidad del alojamiento, cierto, extremadamente reducido: ya nadie se halla expuesto a dormir bajo las estrellas. Cuando un joven, cansado de la vida en común que por el momento le bastaba con el gran salón-taller de sus semejantes, desea, por motivos del corazón, poseer una casa para él solo, únicamente ha de aplicar en alguna parte, contra la pared rocosa, el taladro perforador y, en cuestión de días, habrá excavado su celda. Sin alquiler y muy pocos muebles. El mobiliario colectivo, que es espléndido, es casi el único usado por los enamorados.
Como la parte de lo necesario se reduce a casi nada, la parte de lo superfluo ha podido ampliarse a casi todo. Cuando se vive con tan poco, queda mucho tiempo para pensar. Un mínimo de trabajo utilitario y un máximo de trabajo estético, ¿no es acaso la misma civilización en lo que tiene de más esencial? El sitio que las necesidades suprimidas han dejado vacío en el corazón, lo ocupan los talentos, lo talentos artísticos, poéticos, científicos, cada día multiplicados y arraigados, convertidos en verdaderas necesidades adquiridas, pero necesidades de
producción más que de consumo
. Subrayo esta diferencia. El industrial siempre trabaja, no para su placer ni para el de su mundo, de sus congéneres, de sus competidores naturales, sino para una sociedad diferente a la suya —a cargo de no importa qué reciprocidad—, de modo que su labor constituye una relación no social, casi antisocial con sus desemejantes, con gran detrimento de sus reducidas relaciones con sus semejantes; y así, la creciente actividad de su trabajo tiende a aumentar, no a disminuir, la diferencia entre las distintas sociedades, como obstáculo a su asociación general. Esto se vio, en el siglo XX de la era antigua, cuando toda la población estaba dividida en sindicatos laborales de las diversas profesiones, que entre ellos libraban una guerra encarnizada y cuyos miembros, en el seno de cada uno, se odiaban fraternalmente.
Pero para el teórico, para el artista, para el esteticista de todos los géneros, producir es una pasión, consumir es un gusto. Pues todo artista es también un aficionado; pero su afición, relativa a las demás artes antes que a la suya, no representa en su vida más que un papel secundario comparado con su papel especial. El artista crea por placer y sólo él crea de esta suerte.
Se comprende, por tanto, la profundidad de la revolución realmente social, la operada desde que la actividad estética, a fuerza de engrandecerse, terminando un día por ser más importante que la actividad utilitaria, a la relación del productor con el consumidor la ha sustituido, como elemento preponderante de las relaciones humanas, la relación del artista al entendido. Divertirse o satisfacerse cada cual aparte, y servirse unos de otros, era el antiguo ideal social al que nosotros sustituimos por éste: servirse uno a sí mismo y entretenerse mutuamente. Y respecto al intercambio de servicios, a partir de entonces, sólo hay el intercambio de admiraciones o de críticas, de juicios favorables o severos, sobre el que descansa la sociedad. Al régimen anárquico de la codicia ha sucedido el gobierno autócrata de la opinión, hoy día omnipotente. Toda vez que nuestros abuelos se engañaban al creer que el progreso social tendía a lo que ellos llamaban la libertad de espíritu. Nosotros tenemos algo mejor, tenemos el júbilo y la fuerza de espíritu que posee una certeza fundada en su sola base sólida, en la unanimidad de los espíritus sobre algunos puntos esenciales. Sobre esta roca es posible construir los más elevados edificios de ideas, las sumas filosóficas más gigantescas.
El error, ahora reconocido, de los antiguos visionarios llamados socialistas, fue no distinguir que esta visión en común, esta intensa vida social, ardientemente soñada por ellos, tenía como condición
sine qua non
la vida estética, la religión tan propagada de la belleza y la verdad; y comprender que esto supone la supresión severa de muchas necesidades corporales; por lo que, en consecuencia, lanzándose, como hacían, al desarrollo exagerado de la vida mercantil, iban en contra de su verdadero objetivo. Sé que habría sido necesario extirpar la fatal costumbre de comer pan, que humillaba al hombre a las tiránicas exigencias de una planta, y de las bestias que reclamaban el forraje de esta misma planta y de otras plantas que también les servían de alimento. Pero en tanto esa desdichada necesidad hacía estragos, renunciando a combatirla, hubiera sido preciso suscitar otras no menos antisociales, o sea no menos naturales, por lo que valía más dejar la gente al arado que atraerla a las fábricas, pues la dispersión y el aislamiento de los egoísmos siguen siendo preferibles a su acercamiento y a sus conflictos. Pero pasemos esto por alto.
De este modo se ven todas las ventajas que debemos a nuestra situación contra natura. Lo que la vida social tiene de más exquisito y de más sustancioso, de más fuerte y de más dulce, nosotros lo hemos sabido comprender. En otros tiempos, aquí y allí, en algunos raros oasis en medio de los desiertos, se tenía el presentimiento lejano de esta cosa inefable: tres o cuatro salones del siglo XVIII (viejo estilo), dos o tres talleres de pintor, uno o dos hogares de actores, eran, hasta cierto punto, imperceptibles núcleos de protoplasma social perdido en un conjunto de materias extrañas. Pero esta médula se ha convertido ahora en toda la osamenta. Nuestras ciudades son un verdadero taller, un cálido hogar, un inmenso salón. Y esto se ha logrado de la forma más sencilla, más inevitable del mundo. Según la ley de la segregación del viejo Herbert Spencer, la selección de las virtuosidades y de las vocaciones heterogéneas debía realizarse completamente sola. En efecto, al cabo de un siglo, hay bajo tierra, en vías de formación o de perforación constante, una ciudad de pintores, una ciudad de escultores, una ciudad de músicos, una ciudad de poetas, una ciudad de geómetras, de físicos, de químicos, hasta de naturalistas, de psicólogos, de especialistas de todas clases en teorías y en estética, salvo a decir verdad, en filosofía. Puesto que fue preciso renunciar, tras varias tentativas, a mantener una ciudad de filósofos, a causa especialmente de los continuos problemas causados por la tribu de sociólogos, los hombres más antisociales del mundo.
No olvidemos, por ejemplo, mencionar la ciudad de los excavadores (ya no se llaman arquitectos), cuya especialidad consiste en elaborar los planos de excavación y reparación de todas nuestras criptas y dirigir la ejecución de los trabajos realizados por nuestras maquinarias. Abandonando los senderos trillados de la antigua arquitectura, han creado con toda clase de piezas esta arquitectura moderna, tan hondamente original, de la que nuestros abuelos no tuvieron la menor idea. El monumento de la antigua arquitectura, especie de joya pesada y voluminosa, era una obra desligada, cuyo exterior, sobre todo la fachada, preocupaba mucho más que el interior. Para el arquitecto moderno, sólo existe el interior y cada obra se incorpora a las anteriores, ninguna queda aislada. Las habitaciones sólo son una prolongación y una ramificación unas de otras, una serie sin fin, como las epopeyas orientales. Falsamente individualizada, especie de seudoanimal por su simetría, pero tanto más discordante en el seno del paisaje más simétrico y mejor dispuesto, la obra del arquitecto antiguo parecía un verso en medio de la prosa, un cliché en medio de una fantasía; el arquitecto estaba especialmente encargado de representar el reglamento, la frialdad y la rigidez entre el desorden de la naturaleza y la libertad de las demás artes. Pero hoy día, en vez de ser la más disciplinada de las artes, la arquitectura es la más libre y más exuberante. Es el principal pintoresquismo de nuestra vida, el paisaje artificial y realmente artístico, que presta a todas las obras maestras de nuestros pintores y nuestros escultores el horizonte de sus perspectivas, el cielo de sus bóvedas, la vegetación de sus columnatas innumerables y desordenadas, cuyo fuste imita el porte idealizado de todas las antiguas esencias de árboles, cuyo capitel imita la forma perfecta de todas las antañonas flores. Naturaleza elegida y perfecta que se ha humanizado para encantar al hombre y que el hombre ha divinizado para albergar en ella al amor. Naturalmente, esta perfección sólo se logró a fuerza de innumerables tanteos. Numerosos derrumbamientos ocasionados por excavaciones imprudentes, sin suficientes pilastras, engulleron ciudades enteras durante los dos primeros siglos. Nuestros nietos podrán, por esto, descubrir nuevas Pompeyas. Al menor temblor de tierra (la única amenaza natural que nos preocupa), todavía se producen algunos aludes parciales. Pero se trata de accidentes sumamente raros.
Reanudemos el relato. Cada una de nuestras ciudades, al colonizar a su alrededor, se ha convertido en madre de una federación de ciudades semejantes, cuyo colorido propio se ha multiplicado en varios matices que la reflejan embelleciéndola. De esta manera se han formado nuestras naciones, cuyas diferencias corresponden, no a accidentes geográficos, sino a la diversidad de las aptitudes de la naturaleza humana exclusivamente sociales. Además, en cada una, la división de las ciudades se funda en la de las escuelas, entre las que la más floreciente en un momento dado, gracias al todopoderoso favor público, es elevada a la categoría de capital de su nación particular.
El nacimiento y la devolución del poder, que tanto había agitado a la humanidad de otros tiempos, tienen lugar entre nosotros con la mayor naturalidad del mundo. Siempre hay, en nuestra multitud de genios, uno superior saludado como tal por la aclamación casi unánime de sus alumnos primero, de sus camaradas después. Es juzgado, en efecto, por sus colegas, de acuerdo con sus proezas electorales. La elevación de este dictador a la soberana magistratura, vista la íntima solidaridad que nos ata y nos consolida unos a otros, nada tiene de humillante para el orgullo de los senadores que lo han elegido y que son los jefes de todas las grandes escuelas creadas por ellos mismos. Un elector que sea un alumno, un elector que sea un admirador inteligente y simpático, se identifica con su elegido. Pues tal es el carácter propio de nuestra república
geniocrática:
descansar sobre la admiración, no sobre la envidia —sobre la simpatía, no sobre el odio— sobre la inteligencia, no sobre la ilusión.