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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (3 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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Apenas era más alto que ella, pero era fornido y recio. Pelo oscuro despeinado veteado de gris, ojos grises, fríos e intensos… de hecho, todo su aspecto era desaliñado para las estrictas ordenanzas militares barrayaresas. Llevaba el uniforme tan arrugado y sucio y manchado como el suyo, y tenía un hematoma en el pómulo derecho.
Parece que también ha tenido un día de perros,
pensó ella, aturdida. Entonces los chispeantes remolinos negros se expandieron y volvieron a ahogarla.

Cuando su visión se despejó de nuevo, las botas se habían ido… no. Allí estaba, sentado cómodamente en un tronco. Ella trató de concentrarse en algo que no fuera su vientre rebelde, pero su vientre ganó el control con una sacudida.

El capitán enemigo se agitó involuntariamente mientras ella vomitaba, pero continuó sentado. Se arrastró los pocos metros que había hasta el pequeño arroyo al fondo del barranco, y se lavó la boca y la cara en su agua helada. Sintiéndose relativamente mejor, se sentó en el suelo y croó:

—¿Bien?

El oficial inclinó la cabeza, con un leve gesto de cortesía.

—Soy el capitán Aral Vorkosigan, al mando del crucero de guerra imperial
General Vorkraft
. Identifíquese, por favor. —Su voz era de barítono, su habla apenas tenía acento.

—Comandante Cordelia Naismith. Exploración Astronómica Betana. Somos un grupo científico —remarcó, acusadora—. No combatientes.

—Eso he advertido —dijo él secamente—. ¿Qué le ha pasado a su grupo?

Los ojos de Cordelia se entornaron.

—¿No estuvo usted allí? Yo estaba en las montañas, ayudando al botánico de mi equipo.

Y añadió, con más urgencia:

—¿Ha visto a mi botánico… mi alférez? Me empujó al barranco cuando nos emboscaron…

Él alzó la mirada hacia el borde del barranco, al lugar desde donde ella había caído… ¿hacía cuánto?

—¿Era un chico de pelo castaño?

El corazón de ella dio un brinco, lleno de enfermiza expectación.

—Sí.

—Ahora ya no hay nada que pueda hacer por él.

—¡Eso ha sido un asesinato! ¡Lo único que tenía era un aturdidor! —Sus ojos frieron al barrayarés—. ¿Por qué atacaron a mi gente?

Él acarició pensativo el aturdidor.

—Su expedición —dijo lentamente—, iba a ser detenida, preferiblemente de manera pacífica, por violación del espacio barrayarés. Hubo un altercado. Me alcanzaron por la espalda con un rayo aturdidor. Cuando recuperé el sentido, encontré su campamento tal como lo ha encontrado usted.

—Bien. —Una bilis amarga le agrió la boca a Cordelia—. Me alegra que Reg le alcanzara, antes de que lo asesinaran.

—Si se refiere a ese chico rubio, equivocado pero sin duda valiente, no podría haberle dado a una casa a dos pasos. No sé por qué los betanos se ponen uniforme de soldado. No están mejor entrenados que los niños de un picnic. Si en sus filas hay soldados profesionales, no se nota.

—Era geólogo, no un asesino contratado —replicó ella—. Y en cuanto a mis «niños», sus soldados no fueron capaces de capturarlos.

Él frunció el ceño. Cordelia cerró la boca bruscamente.
Oh, magnífico,
pensó.
Ni siquiera ha empezado a retorcerme los brazos y ya le estoy dando información gratis.

—No lo sabían —murmuró Vorkosigan. Señaló con el aturdidor corriente arriba, hacia el lugar donde el comunicador yacía roto. Un pequeño surtidor de vapor brotaba del destrozo—. ¿Qué órdenes le dio a su nave cuando le informaron de su huida?

—Les dije que recurrieran a su iniciativa —murmuró ella vagamente, tanteando en busca de inspiración en medio de una niebla palpitante.

Él hizo una mueca.

—Buena orden para un betano. Al menos tiene la seguridad de que la obedecerán.

Oh, no. Mi turno.

—Eh. Sé por qué mi gente me dejó aquí. ¿Por qué lo abandonaron los suyos? ¿No es un comandante en activo, aunque sea barrayarés, demasiado importante para dejarlo por ahí perdido? —Se enderezó aún más—. Si Reg no pudo haberle dado a una casa a dos pasos, ¿quién le disparó a usted?

Eso le ha dolido,
pensó ella, mientras el aturdidor con el que él había estado haciendo gestos ausentes giraba para apuntarla. Pero dijo solamente:

—Eso no es asunto suyo. ¿Tiene otro comunicador?

Vaya, vaya, ¿se había enfrentado este severo comandante barrayarés a un motín? ¡Bueno, confusión en el enemigo!

—No. Sus soldados lo destruyeron todo.

—No importa —murmuró Vorkosigan—. Sé dónde conseguir otro. ¿Puede caminar ya?

—No estoy segura.

Ella se puso en pie, y luego se llevó las manos a la cabeza para contener los dolores.

—Es sólo una contusión —dijo Vorkosigan, sin ningún pesar—. Caminar le hará bien.

—¿Hasta dónde? —jadeó ella.

—Unos doscientos kilómetros.

Ella se desplomó de rodillas.

—Que tenga un buen viaje.

—Yo solo, dos días. Supongo que usted tardará más, con eso de que es geóloga, o lo que sea.

—Astrocartógrafa.

—Levántese, por favor.

Él se levantó rápidamente y la sujetó por el codo con una mano. Parecía curiosamente reacio a tocarla. Ella estaba helada y envarada; pudo sentir el calor de su mano a través del grueso tejido de la manga. Vorkosigan la empujó con decisión por la pendiente del barranco.

—Habla en serio —dijo ella—. ¿Qué va a hacer con una prisionera en una marcha forzada? ¿Y si le hundo la cabeza con una roca mientras duerme?

—Correré el riesgo.

Llegaron a lo alto. Cordelia se apoyó en uno de los arbolitos, sin resuello. Vorkosigan ni siquiera respiraba con dificultad, advirtió ella con envidia.

—Bueno, no voy a ir a ninguna parte hasta que haya enterrado a mis oficiales.

Él pareció irritarse.

—Es una pérdida de tiempo y de energía.

—No voy a dejarlos para los carroñeros como si fueran animales muertos. Sus matones de Barrayar puede que sepan mucho de asesinar, pero ninguno de ellos podría haber muerto de manera más marcial.

Él se la quedó mirando, con expresión ilegible, y luego se encogió de hombros.

—Muy bien.

Cordelia empezó a abrirse paso por el contorno del barranco.

—Creía que estaba aquí —dijo, sorprendida—. ¿Lo ha movido usted de sitio?

—No. Pero no puede haberse arrastrado hasta muy lejos, en su estado.

—¡Dijo que estaba muerto!

—Y lo está. Su cuerpo, sin embargo, seguía animado. El disruptor no debió de alcanzarle el cerebelo.

Cordelia siguió la pista de vegetación quebrada hasta una pequeña elevación. Vorkosigan la siguió en silencio.

—¡Dubauer!

Corrió hacia la figura vestida de oscuro que estaba encogida entre los helechos. Mientras se arrodillaba a su lado, él se volvió y se estiró, y luego empezó a temblar lentamente de arriba abajo, los labios torcidos en una extraña mueca.
¿Frío?,
pensó ella, y entonces advirtió lo que estaba viendo. Se sacó el pañuelo del bolsillo, lo dobló, y se lo colocó entre los dientes. La boca de Dubauer ya estaba manchada de sangre de una convulsión anterior. Después de unos tres minutos suspiró y se quedó flácido.

Ella resopló inquieta y lo examinó con ansiedad. Dubauer abrió los ojos y pareció concentrarse en su rostro. Se agarró a su brazo y emitió ruidos, todo gemidos y vocales ahogadas. Ella trató de aliviar su agitación animal acariciándole amablemente la cabeza y secándole la baba ensangrentada de la boca; él se calmó.

Cordelia se volvió hacia Vorkosigan, con la visión nublada por las lágrimas de furia y dolor.

—¡No está muerto! Sólo herido. Necesita ayuda médica.

—No está siendo usted realista, comandante Naismith. Nadie se recupera de las heridas causadas por un disruptor.

—¿No? No se puede calcular desde fuera el daño que su sucia arma ha causado. Todavía puede ver y oír y sentir… ¡no puede rebajarlo al rango de cadáver a su conveniencia!

El rostro de Vorkosigan parecía una máscara.

—Si lo desea —dijo lentamente—, puedo acabar con su sufrimiento. Mi cuchillo de combate está bastante afilado. Usado con rapidez, puede cortarle la garganta casi sin dolor. O, si considera que es su deber como comandante, puedo prestarle el cuchillo para que lo utilice usted.

—¿Es lo que haría por uno de sus hombres?

—Por supuesto. Y ellos harían lo mismo por mí. Ningún hombre podría desear vivir de esa forma.

Ella se levantó y lo miró con firmeza.

—Ser de Barrayar debe de ser como vivir entre caníbales.

Un largo silencio se produjo entre ellos. Dubauer lo rompió con un gemido. Vorkosigan se agitó.

—¿Qué propone entonces que hagamos con él?

Ella se frotó las sienes, cansada, buscando un razonamiento que pudiera penetrar aquella fachada impenetrable. Su estómago ondulaba, sentía la lengua como de lana, sus piernas temblaban por el agotamiento, el bajo nivel de azúcar en la sangre y la reacción al dolor.

—¿Adónde tiene planeado ir? —preguntó por fin.

—Hay un depósito de suministros situado… en un lugar que conozco. Oculto. Contiene comunicadores, armas, comida… Poseerlo me pondría en posición de, ejem, corregir los problemas en mi mando.

—¿Tiene suministros médicos?

—Sí —admitió él, reacio.

—Muy bien. —Ahí va nada—. Cooperaré con usted, le doy mi palabra, como prisionera; le ayudaré en todo lo que pueda siempre que no ponga en peligro mi nave, si llevamos con nosotros al alférez Dubauer.

—Eso es imposible. Ni siquiera puede andar.

—Creo que puede, si se le ayuda.

Él la miró, lleno de irritación contenida.

—¿Y si me niego?

—Entonces puede dejarnos aquí a los dos o matarnos a los dos.

Cordelia apartó la mirada del cuchillo, alzó la barbilla y esperó.

—Yo no mato a los prisioneros.

Ella se sintió aliviada al oírlo hablar en plural. Dubauer había vuelto a ser considerado humano por su captor. Cordelia se arrodilló para ayudar al alférez a ponerse en pie, rezando para que Vorkosigan no decidiera poner fin a la discusión disparándole con el aturdidor y matando a su botánico a continuación.

—Muy bien —capituló él, dirigiéndole una extraña mirada llena de intensidad—. Tráigalo. Pero debemos viajar rápido.

Ella consiguió incorporar al alférez. Sujetándolo con fuerza por el hombro, lo guió en su temblequeante caminar. Parecía que él podía oír, pero no decodificar ningún significado de los ruidos del habla.

—Ve —le defendió ella, a la desesperada—, puede andar. Sólo necesita un poco de ayuda.

Llegaron al borde del calvero cuando la luz de la tarde lo marcaba con largas sombras negras, como la piel de un tigre. Vorkosigan se detuvo.

—Si estuviera solo, llegaría hasta el escondite con las raciones de emergencia de mi cinturón —dijo—. Con ustedes dos, tendremos que arriesgarnos a buscar más comida en su campamento. Podrá enterrar a su otro oficial mientras yo busco.

Cordelia asintió.

—Busque algo con lo que excavar. Tengo que atender a Dubauer primero.

Él hizo un gesto de asentimiento con la mano y se dirigió hacia el círculo arrasado. Cordelia pudo recuperar un par de mantas medio quemadas de entre los restos de la tienda de las mujeres, pero nada de ropas, medicinas ni jabón, ni siquiera un cubo para transportar o calentar agua. Finalmente consiguió que el alférez la acompañara hasta el arroyuelo y lo lavó lo mejor que pudo, junto con sus heridas y sus pantalones, con el agua fría; lo secó con una de las mantas, volvió a ponerle la camiseta y la chaqueta del uniforme y lo envolvió con la otra manta de cintura para abajo, como si fuera un
sarong
. Él tiritó y gimió, pero no se resistió a su improvisado tratamiento.

Vorkosigan, mientras tanto, había encontrado dos cajas de raciones, con las etiquetas quemadas pero por lo demás intactas. Cordelia abrió una bolsita plateada, le agregó agua del arroyo, y descubrió que eran gachas enriquecidas con soja.

—Qué suerte —comentó—. Seguro que Dubauer podrá comerlas. ¿Qué hay en la otra caja?

Vorkosigan estaba haciendo su propio experimento. Añadió agua a su bolsa, la mezcló apretándola, y olisqueó el resultado.

—No estoy seguro del todo —dijo, tendiéndoselo—. Huele raro. ¿Podría estar estropeado?

Era una pasta blanca de fuerte olor.

—Está bien —le aseguró Cordelia—. Es salsa de queso artificial para ensalada.

Se acomodó y contempló el menú.

—Al menos tiene muchas calorías —se animó—. Todos necesitaremos calorías. Supongo que no llevará una cuchara en ese cinturón suyo.

Vorkosigan desenganchó un objeto del cinturón y se lo tendió sin más comentarios. Resultó estar compuesto por varios pequeños utensilios plegados sobre un mango, cuchara incluida.

—Gracias —dijo Cordelia, absurdamente complacida, como si satisfacer su humilde deseo hubiera sido un truco de mago.

Vorkosigan se encogió de hombros y se marchó para continuar su búsqueda en la oscuridad, y ella empezó a darle de comer a Dubauer. Él parecía vorazmente hambriento, pero incapaz de valerse por sí mismo.

Vorkosigan regresó.

—He encontrado esto.

Le tendió una pequeña pala de geólogo de un metro de largo, para excavar muestras de terreno.

—Es poca cosa para lo que hay que hacer, pero todavía no he encontrado nada mejor.

—Era de Reg —dijo Cordelia, aceptándola—. Servirá.

Condujo a Dubauer hasta un lugar cercano a su siguiente trabajo y lo sentó. Se preguntó si algún helecho del bosque podría proporcionarle un poco de aislamiento, y resolvió dedicarse a ello más tarde. Marcó las dimensiones de una tumba cerca del lugar donde había caído Rosemont, y empezó a apartar la gruesa hierba con la pala. El terreno era duro, pedregoso y resistente, y ella se quedó sin aliento rápidamente.

Vorkosigan apareció entonces, surgido de la noche.

—He encontrado algunas bengalas.

Partió un tubo del tamaño de un lápiz y lo dejó en el suelo, junto a la tumba, donde desprendió un brillo fantasmagórico verdigris. La observó críticamente mientras ella trabajaba.

Cordelia apartó la tierra, lamentando aquella vigilancia.
Lárgate,
pensó,
y déjame enterrar a mi amigo en paz.
Se sintió aún más incómoda cuando un nuevo pensamiento la asaltó: tal vez no me deje terminar, estoy tardando demasiado… Cavó con más fuerza.

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