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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (7 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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—¿Quién?

—Bien que me gustaría saberlo. El que me golpeó en la cabeza y me ocultó entre los helechos, en vez de cortarme la garganta y arrojarme al agujero más cercano. El teniente Radnov parece tener un topo en su grupo. Y sin embargo… si ese topo me fuera leal, lo único que tendría que hacer es decírselo a Gottyan, mi primer oficial, y éste haría que una patrulla leal bajara a recogerme en un santiamén. ¿Quién de mis hombres está tan confuso como para traicionar a ambos bandos a la vez? ¿O me estoy pasando por alto algún detalle?

—Tal vez todavía están persiguiendo mi nave —sugirió Cordelia.

—¿Dónde está su nave?

Cordelia calculó que la sinceridad debería ser ya segura.

—Camino de la Colonia Beta.

—A menos que los hayan capturado.

—No. Estaban fuera de su alcance cuando hablé con ellos. Puede que no estén armados, pero son más veloces que su crucero de batalla.

—Mmm. Bueno, es posible.

No parece sorprendido,
advirtió Cordelia.
Apuesto a que sus informes de inteligencia sobre nuestro material producirían espasmos a nuestros agentes de contrainteligencia.

—¿Hasta dónde los perseguirán?

—Eso es cosa de Gottyan. Si considera que no puede alcanzarlos, regresará a la estación de contacto. Si piensa que sí, hará todos los esfuerzos.

—¿Porqué?

Él la miró de reojo.

—No puedo hablar de eso.

—No veo por qué no. No voy a ir a ninguna parte que no sea una prisión barrayaresa, durante una temporada. Es curioso cómo cambian los parámetros. Después de este viaje, me parecerá el súmmum del lujo.

—Intentaré que no se llegue a eso —sonrió él.

Sus ojos la molestaban, y su sonrisa. Podía enfrentarse a su rudeza y equipararla con su propio orgullo, protegiéndose como si fuera el florete de un espadachín. Pero su amabilidad era como luchar contra el mar, y los golpes de ella se volvían suaves y perdían toda voluntad. Cordelia no respondió a la sonrisa, y el rostro de él se ensombreció y se volvió de nuevo hosco y grave.

3

Después de desayunar, caminaron un rato en silencio. Vorkosigan fue el primero en romperlo. La fiebre parecía estar disolviendo su natural humor taciturno.

—Charle conmigo. Me distraerá de la pierna.

—¿Sobre qué?

—Sobre cualquier cosa.

Ella reflexionó, sin dejar de caminar.

—¿Encuentra muy distinto comandar una nave de guerra que una nave corriente?

Él se lo pensó.

—No es la nave lo que es distinto. Son los hombres. El liderazgo es sobre todo un poder sobre la imaginación, especialmente en combate. El hombre más valiente, solo, puede ser tan sólo un lunático armado. La verdadera fuerza yace en la habilidad de conseguir que otros hagan tu trabajo. ¿No es así incluso en las flotas de la Colonia Beta?

Cordelia sonrió.

—Más bien. Si alguna vez tuviera que ejercer el poder por la fuerza, eso significaría que ya lo he perdido. Prefiero ser suave. Así tengo la ventaja, porque siempre puedo mantener mi temperamento, o lo que sea, un poco más que cualquier hijo de vecino. —Contempló el desierto—. Creo que la civilización debe de haberse inventado para el beneficio de las mujeres, sobre todo de las madres. No puedo imaginar cómo mis antepasadas cavernícolas cuidaban de sus familias en condiciones primitivas.

—Sospecho que trabajaban juntas, en grupos —dijo Vorkosigan—. Apuesto a que usted podría habérselas apañado, si hubiera nacido en esos tiempos. Tiene la competencia que se suele buscar en una madre de guerreros.

Cordelia se preguntó si Vorkosigan le estaba tomando el pelo. Parecía tener tendencia al humor seco.

—¡Dios me libre de eso! Dedicar tu vida a tus hijos durante dieciocho o veinte años, y luego permitir que el Gobierno te los quite y los despilfarre para arreglar algún fallo de la política… no, gracias.

—Yo nunca lo he considerado así —concedió Vorkosigan. Guardó silencio unos instantes, mientras continuaba cojeando apoyado en su palo—. ¿Y si son voluntarios? ¿No tiene su gente ningún ideal de servicio?

—¿Nobleza obliga? —Pero ahora le tocó a ella el turno de guardar silencio, un poco cortada—. Supongo que si se ofrecieran voluntarios sería distinto. Sin embargo, no tengo hijos, así que por fortuna no tendré que enfrentarme a esas decisiones.

—¿Se alegra, o lo siente?

—¿Lo de los hijos? —Ella lo miró a la cara. Vorkosigan no parecía ser consciente de haber golpeado un punto flaco—. Supongo que no se han cruzado en mi camino.

El hilo de la conversación se rompió cuando tuvieron que enfrentarse a un tramo rocoso, lleno de súbitos barrancos que se abrían a sus pies. Escalar algunos puntos peligrosos y cuidar de Dubauer requirió toda la atención de Cordelia. Cuando llegaron al otro lado hicieron un descanso de mutuo acuerdo, sin consultarlo siquiera, y se sentaron agotados contra una roca. Vorkosigan se subió la pernera del pantalón y se aflojó la bota para mirar la herida infectada que amenazaba con detenerlo.

—Parece que es buena enfermera. ¿Cree que ayudaría abrirla y drenarla? —le preguntó a Cordelia.

—No lo sé. Temo que si toqueteo acabe por tener peor aspecto.

Dedujo que la herida debía ser mucho peor de lo que él daba a entender, cosa que quedó confirmada cuando Vorkosigan tomó medio analgésico de su precioso y limitado depósito.

Continuaron caminando y Vorkosigan empezó a hablar de nuevo. Contó algunas anécdotas sardónicas de sus días de cadete y describió a su padre, que había sido general en jefe de las fuerzas de infantería en su tiempo, y amigo y contemporáneo del voluntarioso anciano que ahora era emperador. Cordelia captó una leve y distante impresión de un padre frío a quien su joven hijo no podía complacer del todo jamás, ni siquiera con sus mejores esfuerzos, y con quien sin embargo compartía un lazo de subyacente lealtad.

Ella describió a su madre, una dura profesional médica que se resistía a la jubilación, y a su hermano, que acababa de conseguir el permiso para tener un segundo hijo.

—¿Recuerda bien a su madre? —preguntó Cordelia—. Murió cuando era usted muy joven, supongo. ¿Un accidente, como mi padre?

—No, un accidente no. Política. —Su rostro se volvió sombrío y distante—. ¿No ha oído hablar de la Masacre de Yuri Vorbarra?

—Yo… no sé gran cosa sobre Barrayar.

—Ah. Bueno, el emperador Yuri, en los últimos días de su locura, se volvió extremadamente paranoico con sus parientes. Al final se convirtió en una profecía que se cumplió a sí misma. Envió a todos sus pelotones de la muerte una noche. El escuadrón que iba a por el príncipe Xav nunca llegó a pasar de sus lacayos. Y por algún oscuro motivo, no envió a nadie contra mi padre, al parecer porque no era descendiente del emperador Dorca Vorbarra. No puedo imaginar en qué pensaba el viejo Yuri, matar a mi madre y dejar vivo a mi padre. Fue entonces cuando mi padre lanzó a sus comandos contra Ezar Vorbarra, en la guerra civil que siguió.

—Oh.

La garganta de Cordelia parecía seca y pastosa con el polvo de la tarde. Había provocado una reacción de frialdad en él, de modo que la película de sudor que bañaba su frente pareció de pronto condensación.

—He estado pensando… Hablaba usted antes de las cosas que hace la gente cuando se deja llevar por el pánico, y lo recordé. No pensaba en ello desde hacía años. Cuando los hombres de Yuri volaron la puerta…

—Dios mío, ¿no estaría usted presente?

—Oh, sí. Yo también estaba en la lista, por supuesto. Cada asesino tenía asignado un blanco concreto. El asignado a mi madre… agarré un cuchillo, un cuchillo de mesa que tenía junto al plato, y lo golpeé con él. Pero justo delante de mí, en la mesa, había un buen cuchillo para trinchar. Si lo hubiera tomado en cambio… bien podría haberlo golpeado con una cuchara. Él me agarró y me lanzó al otro lado de la habitación…

—¿Qué edad tenía usted?

—Once años. Pequeño para mi edad. Siempre fui pequeño para mi edad. Me acorraló contra la pared. Disparó un… —Se mordió el labio inferior y a punto estuvo de hacerse sangre—. Es curioso cuántos detalles vuelven cuando uno habla de algo. Creí que había olvidado más cosas.

La miró, con la cara blanca, y de repente se entristeció.

—La he molestado, con toda esta cháchara. Lo siento. Fue hace mucho tiempo. No sé por qué estoy hablando tanto.

Yo sí,
pensó Cordelia. Estaba pálido y ya no sudaba, a pesar del calor. Medio inconscientemente, se abrochó la parte superior de la camisa.
Tiene frío,
pensó ella;
le está subiendo la fiebre. ¿Cuánto más le subirá? Aparte del efecto que tengan esas píldoras. Esto podría ponerse muy feo.

Un oscuro impulso la hizo decir:

—Sé lo que quiere decir, cuando habla de recuerdos. Primero estaba la lanzadera subiendo, como una bala, igual que de costumbre, y mi hermano saludando, lo cual era una tontería, porque él no podía vernos… y entonces esa mancha de luz en el cielo, como un segundo sol, y una lluvia de fuego. Y esa
estúpida
sensación de absoluta comprensión. Esperas a que llegue la conmoción y te alivie… y nunca lo hace. Entonces la visión en blanco. No en negro, sino ese brillo púrpura y plateado, durante días. Casi había olvidado lo que es quedarte cegada, hasta ahora.

Él la miró.

—Eso es exactamente… iba a decirle que él le disparó una granada sónica al estómago. No pude oír nada durante algún tiempo. Como si todo el sonido hubiera rebasado la escala de la percepción humana. Ruido total, más vacío de significado que el silencio.

—Sí…

Qué extraño, que él supiera exactamente lo que sentí. Sin embargo, lo dice mejor…

—Supongo que mi decisión de ser soldado deriva de esa fecha. Me refiero a la de verdad, no a los desfiles y los uniformes y el glamour. A la logística, la ventaja ofensiva, la velocidad y la sorpresa… el poder. Convertirme en un hijo de puta mejor preparado, más fuerte, más duro, más rápido que nadie que pudiera atravesar mi puerta. Mi primera experiencia de combate. No tuve mucho éxito.

Estaba temblando. Pero ella también. Siguieron caminando, y Cordelia intentó cambiar de tema.

—Nunca he estado en combate. ¿Cómo es?

Él hizo una pausa, reflexivo.
Midiéndome otra vez,
pensó Cordelia.
Y sudando; la fiebre debe estar remitiendo, por el momento, gracias al cielo.

—A distancia, en el espacio, existe la ilusión de una lucha limpia y gloriosa. Casi abstracta. Podría ser una simulación, o un juego. La realidad no hace mella hasta que alcanzan tu nave.

Contempló el terreno que tenía delante, como si fuera a elegir su camino, pero era llano y sin problemas.

—El asesinato… El asesinato es diferente. Aquel día en Komarr, cuando maté a mi oficial político… Estaba más furioso que el día en que… que la otra vez. Pero de cerca, al ver que la vida se apaga entre tus manos, al ver ese cadáver vacío, ves tu propia muerte en la cara de tu enemigo. Sin embargo, había traicionado mi honor.

—No estoy segura de comprender eso.

—Sí. La furia parece hacerla más fuerte, no más débil como a mí. Ojalá comprendiera cómo lo hace.

Era otro de sus extraños cumplidos incomprensibles. Ella guardó silencio, mirándose los pies, mirando la montaña que tenían delante, el cielo, a cualquier parte menos a su ilegible rostro. Por eso ella fue la primera en advertir el brillo a poniente.

—Eh, ¿no parece eso una lanzadera?

—En efecto. Observemos desde la sombra de esos grandes matorrales —indicó Vorkosigan.

—¿No quiere intentar atraer su atención?

—No. —Alzó la palma de la mano en respuesta a su mirada interrogatoria—. Mis mejores amigos y mis enemigos más letales llevan todos el mismo uniforme. Prefiero hacer conocer mi presencia de la manera más selectiva posible.

Pudieron oír el distante rugir de los motores de la lanzadera cuando se perdió tras la gran montaña al oeste.

—Parece que se dirigen al escondrijo —comentó Vorkosigan—. Eso complica las cosas. —Apretó los labios—. Me pregunto qué estarán haciendo de vuelta. ¿Es posible que Gottyan haya encontrado las órdenes selladas?

—Sin duda habrá heredado todas sus órdenes.

—Sí, pero no tengo mis archivos en los lugares de rigor, porque no deseo compartir todos mis asuntos con el Consejo de Ministros. No creo que Korabik Gottyan pudiera encontrar lo que se le escapa a Radnov. Radnov es un espía listo.

—¿Radnov es un tipo alto, ancho de hombros, con una cara que parece una hoja de hacha?

—No, ése es el sargento Bothari. ¿Dónde lo ha visto?

—Era el hombre que le disparó a Dubauer en el bosque, junto al barranco.

—¿Oh, de veras? —Los ojos de Vorkosigan se iluminaron, y sonrió como un lobo—. Ahora se aclaran muchas cosas.

—Para mí no —instó Cordelia.

—El sargento Bothari es un hombre muy extraño. Tuve que castigarlo de manera muy severa el mes pasado.

—¿Tanto como para convertirlo en candidato para la conspiración de Radnov?

—Apuesto a que es lo que pensó Radnov. No estoy muy seguro de que pueda hacerla comprender cómo es Bothari. Nadie más parece comprenderlo. Es un combatiente de infantería soberbio. También odia mis tripas con todas sus fuerzas, como dicen ustedes los betanos.
Disfruta
odiándome. De algún modo, parece necesario para su ego.

—¿Sería capaz de dispararle por la espalda?

—Nunca. Golpearme en la cara, sí. De hecho, fue por eso por lo que tuve que castigarlo la última vez. —Vorkosigan se frotó la mandíbula, pensativo—. Pero armarlo hasta los dientes y guiarlo a la batalla a mi espalda es perfectamente seguro.

—Parece un completo pirado.

—Curioso, mucha gente dice eso. Yo lo aprecio.

—Y ustedes nos acusan a los betanos de ser un circo.

Vorkosigan se encogió de hombros, divertido.

—Bueno, me resulta útil tener a alguien con quien practicar que no contenga los golpes. Sobrevivir a las prácticas de combate mano a mano con Bothari me estimula. Pero prefiero mantener esa fase de nuestra relación en el ring de prácticas. Puedo imaginar que Radnov se equivocara al incluir a Bothari sin examinar con atención su forma de ser. Actúa como el tipo de hombre capaz de encargarse del trabajo sucio… ¡Por Dios, apuesto a que eso es lo que hizo Radnov! El bueno de Bothari.

Cordelia miró a Dubauer, que estaba de pie tras ella, aturdido.

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