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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (24 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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—No te olvides de los escobarianos. Y de unos pocos betanos también.

—Los recordaré.

Caminaron juntos sendero abajo.

—¿Hay algo que necesites en el campamento? He intentado encargarme de que se proporcionara de todo, dentro de nuestro límite de suministros, pero puede que se me haya pasado algo por alto.

—El campamento parece estar bien ahora. No necesito nada especial. Lo único que nos hace falta de verdad es irnos a casa. No, ahora que lo pienso, quiero un favor.

—Pídelo —dijo él ansiosamente.

—La tumba del teniente Rosemont. No tiene lápida. Puede que yo nunca regrese allí. Mientras aún sea posible encontrar los restos de nuestro campamento, ¿podrías hacer que tu gente marcara la tumba? Tengo todos sus números y fechas. Manejé sus impresos de personal con bastante frecuencia, y me los sé de memoria.

—Me encargaré personalmente.

—Espera. —Él hizo una pausa y ella extendió una mano. Sus gruesos dedos abarcaron los de ella; su piel era cálida y seca, y la quemó—. Antes de ir a recoger al pobre teniente Illyan…

La tomó en sus brazos y se besaron, por primera vez, durante largo rato.

—Oh —murmuró ella después—. Tal vez eso haya sido un error. Duele mucho cuando te paras.

—Bueno, déjame…

Su mano le acarició amablemente el pelo, y luego desesperadamente se enredó en un mechón. Se besaron de nuevo.

—Esto… ¿señor? —El teniente Illyan, que subía por el sendero, se aclaró ruidosamente la garganta—. ¿Ha olvidado la conferencia de Estado Mayor?

Vorkosigan se separó de ella con un suspiro.

—No, teniente. No la he olvidado.

—¿Puedo felicitarlo, señor? —sonrió.

—No, teniente.

Illyan dejó de sonreír.

—Yo… no comprendo, señor.

—No importa, teniente.

Continuaron caminando, Cordelia con las manos en los bolsillos, Vorkosigan con las suyas cruzadas a la espalda.

La mayoría de las mujeres de Escobar ya se habían marchado en lanzadera hacia la nave que llegó para transportarlas a casa, a última hora de la tarde anterior, cuando un delgado guardia barrayarés apareció en la puerta del refugio preguntando por la capitana Naismith.

—Con los saludos del almirante, señora. Desea saber si le importaría comprobar los datos de la tumba que ha mandado hacer para su oficial. Está en su despacho.

—Sí, por supuesto.

—Cordelia, por el amor de Dios —susurró la teniente Alfredi—, no vayas sola.

—No pasa nada —respondió ella, impaciente—. Vorkosigan no es un problema.

—¿No? ¿Y qué quería ayer?

—Ya te lo he dicho, hablar de la tumba.

—Eso no requiere dos horas enteras. ¿Te das cuenta del tiempo que estuviste fuera? Vi cómo te miraba. Y tú… tú volviste con cara de muerta.

Cordelia ignoró sus preocupadas protestas, irritada, y siguió al amabilísimo guardia hasta las cavernas depósito. Las oficinas administrativas de las fuerzas de Barrayar en el planeta se encontraban en una de las cámaras laterales. Tenían un cuidadoso aire de trabajo que sugería la cercana presencia de oficiales del Alto Mando, y de hecho, cuando entraron en el despacho de Vorkosigan, con su nombre y rango brillando sobre la mugre que había pertenecido a su predecesor, lo encontraron dentro.

Illyan, un capitán y un comodoro se agrupaban con él en torno a un terminal de ordenador, evidentemente enfrascados en alguna especie de reunión informativa. Él se interrumpió para saludarla con un cuidadoso gesto de cabeza, al que ella respondió de igual manera.

Me pregunto si mis ojos parecen tan ansiosos como los suyos
, pensó Cordelia.
El minueto de modales que ensayamos para ocultar nuestra intimidad a la muchedumbre no servirá para nada si no ocultamos mejor nuestras miradas
.

—Está en la mesa del secretario, Cor… capitana Naismith. —Él la dirigió con un gesto de la mano—. Examínelo. —Devolvió su atención a sus oficiales.

Era una sencilla tableta de acero, un artículo militar barrayarés estándar, y la ortografía, los números y las fechas estaban en orden. Ella la acarició un instante. Desde luego, parecía duradera. Vorkosigan terminó su reunión y se le acercó.

—¿Está bien?

—Bien. —Ella le dirigió una sonrisa—. ¿Pudiste encontrar la tumba?

—Sí, tu campamento es todavía visible desde el aire a baja altura, aunque otra estación de lluvias lo destruirá y…

La voz del oficial de guardia llegó desde la puerta, donde había una conmoción.

—Eso es lo que usted dice. Por lo que sé, podrían ser bombas. No puede entrar ahí.

Otra voz respondió:

—Tiene que firmarlo personalmente. Ésas son mis órdenes. Actúan ustedes como si hubieran ganado la maldita guerra.

El segundo hablante, un hombre con el uniforme rojo oscuro de los técnicos médicos de Escobar, retrocedió en la puerta, seguido de una plataforma flotante de control que parecía una especie de extraño globo. Estaba cargada con grandes recipientes, cada uno de medio metro de altura, repletos de paneles de control y aperturas de acceso. Cordelia los reconoció de inmediato y se envaró, sintiéndose asqueada. Vorkosigan parecía inexpresivo.

El técnico se quedó mirando.

—Tengo una factura que requiere la firma personal del almirante Vorkosigan. ¿Está aquí?

Vorkosigan dio un paso al frente.

—Yo soy Vorkosigan. ¿Qué es esto, un…?

—Tecnomed —susurró Cordelia.

—¿Tecnomed? —Vorkosigan terminó la frase, aunque la exasperada mirada que le dirigió sugería que aquélla no era la pista que quería.

El tecnomed sonrió agriamente.

—Los devolvemos al remitente.

Vorkosigan caminó alrededor de la plataforma.

—Sí, ¿pero qué son?

—Todos sus bastardos —dijo el tecnomed.

Cordelia, al captar la auténtica perplejidad en la voz de Vorkosigan, añadió:

—Son replicadores uterinos, hum, almirante. Contenidos en sí mismos, con energía independiente… aunque necesitan ser observados…

—Todas las semanas —coincidió el tecnomed, viciosamente cordial. Mostró un disco de datos—. Les enviaron instrucciones con ellos.

Vorkosigan parecía anonadado.

—¿Y qué demonios voy a hacer con ellos?

—Creí que iba a hacer que nuestras mujeres respondieran a esa pregunta —replicó el tecnomed, tenso y sarcástico—. Personalmente, sugeriría que los colgaran del cuello de sus padres. Los complementos genéticos paternos están marcados en cada uno, así que no debería tener problemas para identificar a quién pertenecen. Firme aquí.

Vorkosigan tomó el clasificador de la factura, y lo leyó dos veces. Caminó de nuevo despacio alrededor de la plataforma flotante, contando, con aspecto profundamente preocupado. Llegó junto a Cordelia tras completar el circuito y murmuró:

—No sabía que se pueden hacer esas cosas.

—En casa las usan constantemente, para emergencias médicas.

—Deben de ser extraordinariamente complejas.

—Y caras también. Me sorprende… Tal vez no querían discutir si llevárselos o no a casa con algunas de las madres. Un par de ellas tenían sus dudas respecto a abortar. Esto os carga la culpa a vosotros. —Sus palabras parecían entrar en él como balas, y ella deseó haberlo expresado de otra manera.

—¿Están vivos ahí dentro?

—Claro. ¿Ves todas las luces verdes? Placentas y demás. Flotan en el líquido amniótico, como en casa.

—¿Se mueven?

—Supongo que sí.

Él se frotó la cara, contemplando aturdido los contenedores.

—Diecisiete. Dios, Cordelia, ¿qué hago con ellos? El cirujano, claro, pero… —Se volvió hacia el fascinado secretario—. Trae al cirujano jefe, rápido. —Se giró hacia Cordelia, bajando la voz—. ¿Cuánto tiempo funcionarán estas cosas?

—Los nueve meses enteros, si hace falta.

—¿Puede devolverme la factura, almirante? —dijo el tecnomed en voz alta—. Tengo otros deberes que cumplir. —Miró con curiosidad a Cordelia, enfundada en su pijama naranja.

Ausente, Vorkosigan garabateó su nombre al pie de la factura con un lápiz óptico, la marcó con el pulgar y se la entregó, todavía ligeramente hipnotizado por la plataforma llena de contenedores. Cordelia, morbosamente curiosa, caminó alrededor de ellos también, inspeccionando los indicadores.

—El más joven parece tener unas ocho semanas. El mayor tiene más de cuatro meses. Debe de haber sido justo después de que empezara la guerra.

—¿Pero qué hago con ellos? —murmuró él de nuevo. Cordelia nunca lo había visto tan perdido.

—¿Qué se suele hacer con los bastardos de los soldados? Sin duda que la situación se habrá planteado antes, aunque tal vez no a esta escala.

—Normalmente abortamos a los bastardos. En este caso, parece que ya se ha hecho, en cierto modo. Tantos problemas… ¿Esperan que los mantengamos con vida? ¿Fetos flotantes, bebés en lata…?

—No sé. —Cordelia suspiró, pensativa—. Qué grupito tan triste de seres humanos rechazados son. Excepto que… si no hubiera sido por la gracia de Dios y el sargento Bothari, uno de esos niños en lata podría haber sido mío y de Vorrutyer. O mío y de Bothari, en todo caso.

A él pareció enfermarlo la idea. Redujo la voz a un susurro y empezó de nuevo:

—¿Pero qué hago… qué quieres que haga con ellos?

—¿Me estás pidiendo que dé las órdenes?

—Yo nunca… Cordelia, por favor… qué modo honorable…

Debe de ser toda una conmoción descubrir de repente que estás embarazado, diecisiete veces, y a tu edad
, pensó ella. Reprimió el humor negro (él estaba claramente desorientado), y se apiadó de su confusión.

—Cuida de ellos, supongo. No tengo ni idea de qué implicará eso, pero… bueno, has firmado por ellos.

Él suspiró.

—Cierto. Di mi palabra, en cierto modo. —Trató de analizar el problema en términos familiares y encontró el equilibrio—. Mi palabra como Vorkosigan, de hecho. Cierto. Bien. Objetivo definido, plan de ataque propuesto… ahora podemos actuar.

Llegó el cirujano, y se quedó de una pieza al ver la plataforma flotante.

—Qué demonios… Oh, ya sé lo que son. Nunca creí que iba a ver uno… —Pasó los dedos por un contenedor, con una especie de ansia técnica—. ¿Son nuestros?

—Todos nuestros, según parece —replicó Vorkosigan—. Los escobarianos los enviaron.

El cirujano se echó a reír.

—Qué gesto tan obsceno. Aunque supongo que es comprensible. ¿Pero por qué no eliminarlos?

—Por alguna idea civil sobre el valor de la vida humana, tal vez —dijo Cordelia acaloradamente—. Algunas culturas la tienen.

El cirujano alzó una ceja, pero no dijo nada, tanto por la total falta de diversión en el rostro de su comandante como por las palabras de ella.

—Aquí están las instrucciones. —Vorkosigan le entregó el disco.

—Oh, bien. ¿Puedo vaciar uno y analizarlo?

—No, no puede —dijo Vorkosigan fríamente—. Di mi palabra, como Vorkosigan, de que se cuidaría de ellos. De todos ellos.

—¿Cómo demonios han conseguido meterlo en esto? Oh, bien, ya conseguiré uno más tarde, tal vez… —Continuó examinando la chispeante maquinaria.

—¿Tiene las instalaciones necesarias para solventar cualquier problema que pueda plantearse? —preguntó Vorkosigan.

—Demonios, no. Mil Imp sería el único lugar. Y ni siquiera tienen departamento de obstetricia. Pero apuesto a que en Exploración les encantará echar mano a estos bebés…

Cordelia tardó un confuso instante en darse cuenta de que se refería a los replicadores uterinos y no a su contenido.

—Tienen que ser atendidos dentro de una semana. ¿Puede hacerlo aquí?

—No creo… —El cirujano introdujo el disco en el monitor de la mesa del secretario y empezó a repasarlo—. Debe de haber diez kilómetros de instrucciones escritas… ah. No. No tenemos… no. Lástima, almirante. Me temo que esta vez tendrá que tragarse su palabra.

Vorkosigan hizo una mueca, lobuna y sin humor.

—¿Recuerda lo que le pasó al último hombre que dudó de mi palabra?

La sonrisa del cirujano se difuminó, insegura.

—Ésas son sus órdenes, entonces —continuó Vorkosigan, tenso—. Dentro de treinta minutos usted, personalmente, se marchará con estas… estas cosas en el correo rápido. Y llegará a Vorbarr Sultana en menos de una semana. Irá al Hospital Militar Imperial y requisará, por todos los medios que sean precisos, a los hombres y el equipo necesarios para… para completar el proyecto. Consiga una orden imperial si hace falta. Estoy seguro de que nuestro amigo Negri lo pondrá en contacto. Encárguese de que los instalan, los atienden, e infórmeme.

—¡No podremos llegar en menos de una semana! ¡Ni siquiera en el correo!

—Lo hará en cinco días, con impulso de seis puntos sobre la emergencia máxima. Si el ingeniero ha estado haciendo su trabajo, los motores no estallarán hasta llegar al nivel ocho. Es seguro. —Vorkosigan miró por encima del hombro—. Couer, reúna a la tripulación del correo, por favor. Y que se ponga su capitán: quiero darle las órdenes personalmente.

El comodoro Couer alzó las cejas, pero se dispuso a obedecer.

El cirujano bajó la voz, sin dejar de mirar a Cordelia.

—¿Es sentimentalismo betano en acción, señor? Un poco raro al servicio del emperador, ¿no cree?

Vorkosigan sonrió, los ojos entornados, y contestó en el mismo tono.

—¿Insubordinación betana, doctor? Será mejor que dedique sus energías a cumplir las órdenes en vez de idear excusas de por qué no puede.

—Será mucho más fácil abrir los contenedores. ¿Y qué va a hacer con ellos una vez estén… completados, o hayan nacido, o como quiera llamarlos? ¡Puedo entender su deseo de impresionar a su novia, pero piense con previsión, señor!

Vorkosigan frunció el ceño y gruñó. El cirujano retrocedió. Vorkosigan enterró el gruñido en un ruido para aclararse la garganta, y tomó aliento.

—Ése será mi problema. Palabra. Su responsabilidad terminará ahí. Veinticinco minutos, doctor. Si llega a tiempo puede que le deje viajar en el interior de la lanzadera. —Esbozó una sonrisita blanca, elocuentemente agresiva—. Puede disfrutar de tres días de permiso después de que los instalen en Mil Imp, si quiere.

El cirujano se encogió de hombros, derrotado, y desapareció para recoger sus cosas.

Cordelia lo miró, vacilante.

—¿Lo hará bien?

—Oh, sí, siempre tarda un poco en darle la vuelta a sus pensamientos. Para cuando lleguen a Vorbarr Sultana actuará como si él hubiera inventado el proyecto y los… replicadores uterinos. —La mirada de Vorkosigan regresó a la plataforma flotante—. Son las cosas más extrañas…

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