Fuego Errante (44 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Fuego Errante
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Los ojos de Metran mostraban indecisión. Se separó con lentitud de la mesa, dudó un momento y luego dijo con voz aguda y débil:

-Cuentan que puedes morir. Una y otra vez has sido muerto. Haré ofrenda de tu cabeza ante el trono de Starkadh.

Levantó una mano por encima de la cabeza y Cavalí emitió un profundo gemido. Arturo aguardaba con la cabeza erguida. Todo ha acabado, pensó Paul y comenzó a rezar.

Luego Metran bajó la mano muy despacio y se echó a reír violentamente.

La risa se prolongaba, corrosiva y desdeñosa.

Es un actor, recordó Paul, estremeciéndose por la humillación de aquella mofa. Los estuvo engañando durante mucho tiempo.

-Loren, Loren, Loren -dijo por fin Metran, retorciéndose de risa-. ¿Sólo porque eres un loco me tomas a mí por tal? Ven y cuéntame cómo eludiste al Traficante de Almas; luego te pondré fuera de combate.

La risa cesó. Su rostro sólo reflejaba maldad.

Desde el otro lado de la sala, Paul oyó la voz de Loren:

-Metran, tuviste un padre, pero no turbaré su descanso pronunciando tu nombre completo. Has de saber que el Consejo de los Magos te ha condenado a muerte y también el soberano rey de Brennin. Has sido maldecido en el Consejo y vas a morir. Has de saber también que no eludimos al Traficante de Almas: lo matamos.

-Ja! -ladró Metran-. ¿Todavía te atreves a fanfarronear, Manto de Plata?

-Nunca lo he hecho -dijo Loren.

Con Matt a su lado avanzó hacia las verdes luces de la gran sala.

-Contempla como prueba el bastón de Amairgen -añadió mientras sostenía en alto la Rama Blanca.

Metran retrocedió y Paul vio que su rostro empalidecía, pero sólo por un momento.

-¡Espléndidamente entretejido! -dijo Metran con sarcasmo~. Una hazaña digna de ser cantada. Y, como recompensa, te permitiré permanecer aquí y mirar, Loren. Tú y los que contigo hayan venido, contemplad con impotencia cómo yo extiendo una lluvia de muerte desde Eridu, donde ha estado cayendo durante tres días, hasta las montañas del Soberano Reino.

-¡En nombre del Tejedor! -exclamó Diarmuid horrorizado.

Metran se dio la vuelta y regresó junto a la mesa al lado de la Caldera. Otra vez los svarts reanudaron el ciclo de vivir y morir. Entretanto Denbarra permanecía inmóvil con los ojos perdidos en el vacío y la boca abierta, babeante y silenciosa.

-Mira -dijo Paul.

Matt le decía con urgencia algo a Loren. Vieron que el mago permanecía un momento sin saber qué hacer mirando al enano; luego Matt le dijo algo más y Loren asintió con la cabeza.

Se dirigió hacia el estrado, blandiendo el bastón de Amairgen y apuntándolo hacia la Caldera. Metran lo miró de reojo y sonrió. Loren pronunció una palabra, luego otra. Cuando hubo pronunciado la tercera, un rayo de luz plateada surgió del bastón y de inmediato los deslumbró a todos.

Las piedras de Cader Sedar se estremecieron. Paul abrió los ojos y vio que Metran se tambaleaba. Todo el castillo temblaba. Advirtió que la inmensa Caldera de Khath Meigol oscilaba y se balanceaba sobre el fuego.

Luego vio que se quedaba quiera como antes.

La protección había actuado. Matt se levantó despacio del suelo y, a pesar de la distancia, se dio cuenta de que el enano temblaba por la fuerza que aquella oleada de poder había extraído de él. Y, de pronto, recordó que aquel mismo día Matt había proporcionado la fuerza necesaria para fabricar la protección contra el Traficante de Almas, y que luego había reunido los vientos de todos los mundos para que pudieran llegar hasta la isla. No podía ni siquiera intuir lo que el enano estaba soportando. ¿Qué podían la palabra y el pensamiento frente a cosas como aquélla? ¿Cómo reconocer que ni palabra ni pensamiento bastaban?

-Habéis encontrado la muerte que vinisteis a buscar -dijo, ya sin traza alguna de frivolidad-. Cuando hayáis muerto, podré volver a fabricar la lluvia de muerte; al fin y al cabo ya os importará poco. Reduciré tus huesos a polvo y usaré tu calavera de almohada, Loren Manto de Plata, esclavo de Ailell.

Cerró el libro sobre la mesa y comenzó a hacer gestos con los brazos.

Paul se dio cuenta de que estaba haciendo acopio de poder. Iba a usarlo contra Loren y Matt. Había llegado, pues, el final. Y si era así…

Desde la entrada salvó de un salto las escaleras y fue a caer junto a Matt. Se arrodilló.

-Mi hombro puede servirte de ayuda -dijo-. Apóyate en mí.

Sin decir palabra, Matt le obedeció y Paul sintió que Loren lo tocaba en señal de despedida. Luego vio que levantaba de nuevo la Rama Blanca y apuntaba hacia Metran, que se interponía entre ellos y la Caldera. Vio que Metran levantaba un largo dedo y los señalaba a los tres.

Los dos magos hablaron a la vez y la gran sala se estremeció hasta los cimientos mientras los dos rayos de poder explotaban uno contra otro. Uno era plateado, como la luna, como el manto de Loren; el otro de un siniestro color verde como las luces de aquel lugar. Se encontraron a medio camino entre los magos y levantaron al chocar una llamarada en el aire.

Paul oyó que Matt se esforzaba por mantener la respiración y vio que Loren sostenía rígidamente el bastón, luchando por canalizar el poder que le estaba proporcionando el enano. Sobre el estrado vio que Metran, alimentado por tantos svarts alfar, extraía de ellos el mismo poder con el que había fabricado el invierno en pleno verano. Lo hacia sin ninguna dificultad, sin ningún esfuerzo.

Sintió que Matt empezaba a temblar. El enano se apoyaba cada vez con más fuerza sobre su brazo. No podía ayudarlos. Tan sólo con su hombro. Su compasión. Su amor.

Con un crujido salvaje, los dos rayos de poder se enredaron uno con otro, mientras el castillo entero se estremecía con aquella fuerza desatada. El rayo verde y el plateado seguían resistiendo, llameando, mientras los mundos pendían de esa balanza. Tanto resistían que Paul tenía la impresión de que el tiempo se había detenido. Ahora sostenía al enano con ambos brazos y con toda su alma dirigía sus oraciones a lo que él sabía que

era la Luz.

Se dio cuenta de que nada eta bastante. Ni el valor, ni la sabiduría, ni las plegarias, ni la urgente necesidad. Nada de todo eso bastaba contra tanto poder. Muy despacio, con brutal claridad, el rayo plateado de poder perdía terreno. Luchando amargamente centímetro a centímetro, Paul vio que Loren se veía obligado a ceder. Sentía su respiración jadeante y desigual. Lo miró; ríos de sudor le surcaban el rostro. Junto a él, Matt todavía se sostenía en pie, todavía luchaba, aunque todo su cuerpo se estremecía como sacudido por una fiebre letal.

Un hombro. Compasión. Amor. ¿Qué más podía darles en la hora final?

¿Con quién mejor morir que junto a ellos?

Matt Soren empezó a balbucear. Con un esfuerzo supremo que casi rompió el corazón de Paul, el enano luchó por articular las palabras.

-Loren -susurró con el rostro contraído por la tension-, Loren…, hazlo ahora.

El rayo verde de Metran debía de estar a una distancia de quince centímetros. Paul podía sentir el calor del fuego. Loren permanecía en silencio, con la respiración entrecortada.

-Loren -balbuceó de nuevo Matt-, para esto he vivido. Hazlo.

El único ojo de Matt se cerró. Temblaba sin cesar. Paul cerró los ojos y abrazó a Matt tan estrechamente como pudo.

-Matt -oyó que decía el mago-. Oh, Matt.

Sólo su nombre. Nada más.

Luego el enano se dirigió a Paul.

-Gracias, amigo. Es mejor que te marches.

Afligido, muy afligido, Paul le obedeció. Miró a Loten y vio que tenía el rostro deformado por el odio. Luego oyó que el mago gritaba, reunía el último poder alimentado por el enano Matt Sóren y lo canalizaba a través de la Rama Blanca de Amairgen; en el grito y en la sacudida que le siguieron se concentraron el corazón y el alma de Loren Manto de Plata.

Sobrevino un replandor de destructora luz. Toda la isla osciló, y con la sacudida de Cader Sedat el temblor se extendió por cada uno de los mundos del Tejedor.

Metran emitió un grito agudo y corto, como abortado. De los muros comenzaron a caer piedras sobre sus cabezas. Paul vio a Matt tendido en tierra y a Loren que se inclinaba sobre él. Luego miró al estrado y vio que la Caldera de Khath Meigol se rompía en pedazos como el alud de una montaña.

La protección estaba vencida. Sabía que Metran estaba muerto y sabia también algo más. Vio que los svarts, engendrados para matar, se precipitaban contra ellos con espadas y cuchillos, y gritando se levantó y desenvainó su espada para proteger a aquellos que habían hecho lo que habían hecho.

Los svarts no pudieron llegar hasta él. Les salieron al paso cuarenta hombres de Brennin, conducidos por Diarmuid dan Ailell, y los soldados de la Frontera del Sur avanzaron a guadañadas de pura furia por entre las filas de la Oscuridad. Paul se precipitó en la lucha blandiendo la espada con un amor que le inundaba el corazón como la marea, y con un deseo de destrucción que iba más allá del dolor.

Los svarts alfar eran muchos y tardaron mucho tiempo en aniquilarlos, pero los mataron a todos. De repente Paul se encontró en uno de los pasillos que salían de la gran sala, sangrando por numerosas heridas, junto a Kell y a Diarmuid. No quedaba ningún svart a quien perseguir y regresaron otra vez.

A la entrada se detuvieron para contemplar la carnicería que había tenido lugar. Estaban cerca del estrado y se acercaron. Metran yacía de espaldas con el rostro descompuesto y el cuerpo desfigurado por horribles heridas. Cerca estaba Denbarra. Durante la lucha la fuente había estado barbullando, con la mirada perdida de los locos sin remedio, hasta que Diarmuid le había clavado la espada en el corazón y lo había dejado muerto cerca de su mago.

No lejos de ellos, todavía ardiendo, estaban esparcidos los mil pedazos de la destrozada Caldera de Khath Meigol. Como un corazón, pensó Paul, alejándose de allí. Tuvo que caminar sobre los cadáveres de los svarts y sobre las piedras que se habían derrumbado de los muros y del techo en el cataclismo final. Ahora todo estaba en calma. Las luces verdes se habían apagado y los hombres de Diarmuid estaban encendiendo antorchas en torno a la sala. Al resplandor de su luz, Paul distinguió, a medida que se acercaba, una silueta de rodillas que acunaba sin cesar en medio de aquella devastación una cabeza morena que yacía en su regazo.

Para esto he vivido, había dicho Matt Soren; y había obligado al mago a extraer de él el último y mortal poder. Y había muerto.

Al mirarlo en silencio, Paul vio en el rostro del enano algo que nunca había observado en él mientras vivió: Matt Sóren sonreía en medio de las ruinas de Cader Sedat, y no era la mueca que tan bien conocían sino la sonrisa del que ha conseguido lo que más deseaba.

Mil pedazos, como un corazón. Paul miró a Loren que seguía arrodillado.

Lo tocó como el mago lo había tocado a él poco antes; luego se alejó. Al volverse, vio que Loren se había cubierto el rostro con el manto.

Distinguió a Arturo junto a Diarmuid y se acercó a ellos. En torno a la sala resplandecían las antorchas.

-Tenemos tiempo, todo el que necesitemos –dijo Arturo-. Dejémoslo solo un rato.

Juntos los tres descendieron con Cavalí por los pasillos desmoronados de Cader Sedat. Hacía frío y humedad. Parecía que entre las piedras caldas soplaba un frío viento de desconocida procedencia.

-¿No hablaste de los muertos? -murmuró Paul.

-Si -dijo Arturo-. El Castillo en Espiral esconde, bajo en nivel del mar, los más poderosos de los muertos en todos los mundos.

Doblaron un recodo y apareció otro corredor más oscuro aun.

-Hablaste de despertarlos -dijo Paul.

Arturo sacudió la cabeza.

-No puedo. Sólo trataba de asustarlo. Sólo pueden ser despertados si se los llama por su nombre, y la última vez que estuve aquí era muy joven y no se…

Se interrumpió y guardó silencio.

¡No!, pensó Paul. Ya hay bastante. Ya ha habido bastante, sin duda.

Abrió la boca para decir algo, pero no pudo. El Guerrero exhaló un lento suspiro, como aspirándolo de su lejano pasado, de su más íntima esencia. Luego asintió con un gesto, sólo una vez, con esfuerzo, como si moviera la cabeza bajo el peso de los mundos.

-Vamos -dijo con sencillez.

Paul miró a Diarmuid y en la oscuridad adivinó la misma rígida aprensión en el rostro del príncipe, pero siguieron a Arturo y al perro.

Siguieron bajando. El pasillo que había tomado Arturo descendía con brusquedad y tenían que apoyarse en las paredes para mantener el equilibrio. Las piedras estaban muy húmedas al tacto. Sin embargo había luz, una débil fosforescencia que procedía del mismo corredor. La túnica blanca de Diarmuid brillaba con ese reflejo.

Comenzaron a oír un ruido machacón al otro lado de los muros.

-El mar -dijo Arturo con calma.

Luego se detuvieron frente a una puerta que Paul no había visto, y el Guerrero se volvió hacia los dos hombres.

-Quizá prefiráis aguardar aquí.

El silencio era denso.

Paul sacudió la cabeza.

-Ya he probado antes el sabor de la muerte -dijo. Diarmuid sonrió con un gesto que era un tenue reflejo de su antigua sonrisa.

-Conviene que uno de nosotros sea totalmente normal, ¿no?

Dejaron, pues, el perro en la puerta, y los tres entraron entre el golpeteo incesante del mar.

Había menos de los que había imaginado Paul. No era una habitación demasiado grande. El suelo era de piedra, sin ningún adorno. En el centro se erguía una columna con una vela que ardía con una llama inmóvil. Los muros brillaban pálidamente. En torno a la habitación, en nichos iluminados por la débil luz de la vela y el resplandor de los muros, yacían unos veinte cuerpos en lechos de piedra. Sólo veinte, pensó Paul, de todos los muertos de todos los mundos. Quería acercarse a ellos y observar los rostros de los elegidos, pero lo invadió la timidez, la sensación de ser un intruso en su descanso. Luego sintió que Diarmuid le ponía la mano en el brazo, y vio que Arturo se había detenido junto a uno de los nichos y se cubría la cara con las manos

-¡Ya es suficiente! -gritó Paul avanzando hacia Arturo.

Junto a ellos, como si estuviera dormido, salvo que no respiraba, yacía un hombre de mediana estatura, de cabellos negros y rostro rasurado. Tenía los ojos cerrados y muy separados bajo una frente despejada. La boca y la barbilla eran firmes, y Paul vio que tenía las manos cruzadas sobre la empuñadura de la espada y que eran muy bellas. Parecía haber sido un señor entre los hombres y Paul sabía que, si descansaba en aquel lugar, sin duda lo había sido.

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