-Desde los tiempos de Revor las nueve tribus no han tenido un señor común, un padre. ¿No os parece que ha llegado la hora de que tengamos un aven?
-¡Si! -exclamó la Asamblea. (Era del dominio común.)
-¿Quién podrá serlo?
Y de este modo Ivor dan Banor de la tercera tribu se había convertido en el primer aven de toda la Llanura desde hacía mil años, y su nombre había sido aclamado en aquel sagrado lugar.
Todos estaban muy orgullosos, pensaba Navon mientras se arrebujaba en su capa para protegerse del cortante viento. Todos los miembros de la tercera tribu compartían a la vez su gloria y su responsabilidad, e Ivor había dejado muy claro que no contarían con ningún privilegio en el reparto de obligaciones.
Había decidido que Celidon estaría a salvo. Los lobos no osarían acercarse ni retar el insondable poder que se encerraba en el círculo de piedras en torno a la Casa.
Los eltors eran la principal preocupación. Los animales habían conseguido avanzar hacia el sur, hasta las cercanías del río Latham, y hasta allí debían seguirlos las tribus; los cazadores debían rodear las bandadas -aunque ahora ese nombre era una ironía- y los campamentos debían estar en constante alerta.
Y así se había hecho. Por dos veces los lobos se habían aventurado a atacar una de las protegidas bandadas, y por dos veces los veloces auberei habían conseguido dar la alarma en los campamentos cercanos para poder rechazar a los merodeadores.
En esos momentos, pensaba Navon mientras escrutaba de norte a sur toda la extensión de la empalizada, en esos momentos Levon, el hijo del aven, estaba fuera del campamento, vigilando el rebaño de la tercera tribu en el helado frío de la noche. Y con él estaba un hombre que se había convertido en el héroe de Navon -aunque habría enrojecido y lo habría negado si alguien lo hubiera afirmado-. Ningún otro hombre de ninguna tribu, ni siquiera el mismísimo Levon, había matado tantos lobos o había pasado tantas noches de guardia como Torc dan Sorcha. En otro tiempo lo habían llamado El Proscrito, recordaba muy bien Navon sacudiendo la cabeza en lo que él creía un gesto adulto de incredulidad. Pero ya nadie lo llamaba así. Y la silenciosa destructividad de Torc se había convertido en leyenda entre las tribus.
Pero la tribu necesitaba más que compartir héroes, y Navon estaba decidido a no defraudarlos. Y aquel centinela de catorce años, que no era en modo alguno el más joven, escrutaba minuciosamente la oscuridad que se extendía hacia el sur.
Pero fuera o no el más joven, fue el primero en ver y oír a un solitario auberei que se acercaba al galope, y así fue Navon el que dio la alarma, mientras el auberei se dirigía al campamento más próximo sin detenerse siquiera a dar descanso a su montura.
Era indudable que aquel ataque era el más violento.
Era, sí, el ataque más violento, se dio cuenta Torc, mientras contemplaba las oscuras y escurridizas siluetas de los lobos que se acercaban amenazadoramente al enorme rebaño que guardaban la tercera y la séptima tribus. O trataban de guardar, corrigió para sí, al tiempo que alcanzaba al galope a Levon para recibir las órdenes del jefe de la cacería. El asunto tenía muy mal cariz; los lobos eran muchos esta vez. En medio del caos que se avecinaba, se irguió en su silla y examinó la bandada: los cuatro eltors, líderes del rebaño, permanecían todavía controlados y atados; era un procedimiento desagradable pero necesario, pues si la enorme bandada echaba a volar el caos no tendría remedio. Mientras los líderes estuvieran controlados, la bandada permanecería reunida, y además los eltors tenían cuernos y, por consiguiente, podían luchar.
Y comprobó que realmente estaban luchando contra la primera avanzadilla de los lobos. Era una escena atroz: gruñidos de lobos, agudos bramidos de los eltors, fantasmales antorchas de los jinetes, y sobre todo la sangre de los eltors que de nuevo teñía la nieve.
La rabia amenazaba con cortar la respiración de Torc. Esforzándose por conservar la calma, vio que el ala derecha del rebaño se desbandaba y que los lobos irrumpían por allí.
Levon también lo vio.
-¡Doraid! -le gritó al jefe de cacería de la séptima tribu-. ¡Toma la mitad de tus hombres y resiste!
Doraid titubeó.
-¡No! -dijo-. Tengo otra idea mejor. ¿Por qué no…?
Mientras hablaba se cayó del caballo y dio con sus huesos en la nieve. Torc ni siquiera se detuvo para ver dónde caía.
-¡Jinetes de la séptima tribu! -gritó por encima de la algarabía de la batalla-. ¡Seguidme!
Tabor dan Ivor, que llevaba la antorcha de su hermano, vio que, en efecto, los jinetes de la séptima tribu lo seguían. Su corazón se llenó de gozo, pese a aquella carnicería, al comprobar que la reputación de Torc dan Sorcha forzaba a la ciega obediencia. Ningún hombre de la Llanura sentía un odio tan desafiante contra la Oscuridad como aquel jinete de la tercera tribu, que se defendía de los vientos del invierno con una simple piel de eltor sobre su pecho desnudo. El poder que irradiaba era tan impresionante que incluso los cazadores de otra tribu lo seguían sin cuestionarse nada.
Torc arremetió contra el flanco de los lobos. Blandiendo a diestra y siniestra las espadas, él y los jinetes de la séptima tribu irrumpieron en plena manada de lobos, la dividieron en dos y rápidamente dieron la vuelta para cortarles el paso por el otro lado.
-¡Cechtar! -dijo Levon, imperturbable como siempre-. Ve con veinte hombres por el otro lado. Que no se muevan los eltors líderes.
-¡A la orden! -gritó Cechtar, radiante como siempre, y salió al galope con un grupo de jinetes en sus talones, envueltos por el polvo de la nieve.
Al levantarse sobre la silla, Tabor estuvo a punto de caer, pero logró guardar el equilibrio, y volviéndose hacia su hermano le dijo:
-Los auberei han logrado pasar. Veo las antorchas que avanzan desde el campamento.
-¡Bien! -gruñó Levon mirando hacia otro lado-. Vamos a necesitar su ayuda.
Tabor hizo girar a su caballo para seguir la mirada de su hermano y lo que vio le heló el corazón.
Por el sur se acercaban urgachs.
Aquellas salvajes criaturas montaban sobre unas bestias que Tabor jamás había visto; eran unos corceles de seis patas, tan monstruosos como sus jinetes, con un horripilante cuerno sobre la cabeza.
-Según parece tendremos que luchar -dijo Levon casi para sí mismo; luego, sonriéndole a su hermano, continuó- Vamos, hermano, ha llegado nuestra hora.
Y los dos hijos de Ivor, uno alto y rubio, el otro más joven, moreno y delgado, espolearon los caballos y sAileron al encuentro de la avanzadilla de los urgachs.
Pese a sus esfuerzos, Tabor no podía seguir la marcha de su hermano, que pronto lo dejó atrás. Pero Levon no cabalgó solo durante demasiado tiempo, pues enseguida le salió al paso un jinete que cabalgaba seguro sobre un veloz caballo y que llevaba botas negras y una pelliza de eltor.
Juntos, Levon y Torc avanzaron hacia la ancha fila de urgachs.
-Son muchos -se dijo Tabor intentando por todos los medios alcanzarlos.
Estaba muy cerca de ellos, por eso vio mejor que nadic lo que ocurría. A treinta pasos de la avanzadilla de los urgachs, Levon y Torc, sin mediar palabra, hicieron girar sus caballos en ángulo recto y, galopando paralelamente a la línea que formaban aquellos monstruos de seis patas, dispararon tres flechas cada uno a una velocidad vertiginosa.
Seis urgachs cayeron.
Pero Tabor no tenía tiempo que perder en aplausos. Salvajemente animado por la acción de Torc y Levon, de pronto advirtió que estaba galopando contra la línea de los monstruos, tan sólo con una antorcha en su mano derecha.
Oyó que Levon gritaba en vano su nombre. Ahogando un grito de temor propio de sus quince años, enfiló su caballo hacia un hueco en aquella fila apretada. Un urgach, enorme y peludo, le interceptó el paso.
-¡Cernan! -gritó Tabor.
Arrojó la anrorcha mientras se escurría bajo la panza de su caballo. Oyó el silbido de una espada encima de su cabeza y un gutural aullido de dolor, clara evidencia de que la antorcha arrojada había prendido en cabellos y carne; enseguida se encontró al otro lado de la línea de urgachs alejándose al galope del lugar de la lucha, por la majestuosa belleza de la nevada Llanura, a la luz de las estrellas y de la luna creciente.
Se detuvo y buscó su pequeña espada en la silla del caballo. Pero no le hacía falta: ningún urgach lo había seguido. Aquellos monstruos estaban atacando con violencia a los aterrorizados eltors, embistiendo y corneando a las chillonas criaturas; luego cambiaron de dirección y atacaron el flanco izquierdo de los dalreis en una embestida brutal. Los refuerzos estaban a punto de llegar; Tabor veía a lo lejos el resplandor de las antorchas que se acercaban desde los campamentos, pero lleno de desesperación pensó que no iban a ser suficientes frente a los urgachs.
Vio que Levon y Torc se disponían a atacar de nuevo, pero los urgachs habían irrumpido en el grueso de los jinetes y sus espadas estaban causando estragos entre los cazadores, mientras los lobos sembraban el terror entre los eltors con total impunidad.
Detrás de él oyó ruido de cascos. Desenvainó la espada y lanzó su caballo a frenética velocidad. Y un grito helado salió de su garganta.
- ¡Vamos, hermanito! -gritó alguien.
Al momento, como un trueno, apareció Dave Martyniuk, blandiendo un hacha de Brennin; junto a él cabalgaba un príncipe rubio y tras ellos treinta hombres más.
Así fue como los guerreros de Brennin llegaron en ayuda de los dalreis, capitaneados por el príncipe Diarmuid y por un hombre llamado Davor, fornido y salvaje, envueltos por la furia de la batalla como lo estaba la luna creciente por el halo rojo.
Tabor vio cómo aquellos entrenados soldados de Diarmuid irrumpían en la manada de lobos; las espadas subían y bajaban sin cesar, manchadas de sangre. Luego atacaron la falange de los urgachs donde combatían Torc, Levon y el valiente Cechtar, y, por encima de los bramidos de los moribundos eltors y los gruñidos de los lobos, Tabor oyó una y otra vez la voz de Davor que gritaba ¡Revor!; y su joven corazón se dejó invadir por una oleada de alegría y orgullo.
Pero, de pronto, sintió que su corazón ya no era joven, que ya no era un muchacho de quince años, un neófito jinete de los dalreis.
Desde su ventajoso puesto de observación sobre el campo de batalla, Tabor vio aparecer por el este una masa informe que se acercaba a toda velocidad, y se dio cuenta de que no eran sólo los dalreis quienes recibían refuerzos. Si desde semejante distancia podía distinguir a los urgachs, eso quería decir que eran muchos, muchísimos; y, en efecto, lo eran.
Así pues, había llegado la hora.
«Querida» El pensamiento tomó forma en su mente.
«Aquí estoy», oyó al instante. «Siempre estoy aquí. ¿Quieres cabalgar?»
«Creo que debemos hacerlo», contestó Tabor. «Ha llegado nuestra hora, esplendorosa criatura.»
«Ya hemos cabalgado antes.»
Lo recordaba, lo recordaría siempre. «Pero nunca en una batalla. Tendremos que matar.»
En la voz de su espíritu sonaba algo nuevo: «Me crearon para la guerra. Y para volar. Llámame».
La crearon para la guerra. Era verdad, pero era una lástima; sin embargo, los urgachs estaban cada vez más cerca.
Por eso, en su mente, Tabor pronunció su nombre. Imrairh-nimphais, la llamó, colmado de amor; y desmontó del caballo, porque, en cuanto hubo pronunciado su nombre, apareció en el cielo, encima de su cabeza, la criatura de su sueño, más gloriosa que ninguna otra cosa en la Tierra.
Se posó sobre la tierra. Su cuerno relucía con el mismo color de plata que la luna, aunque su pelo era rojo como la luna que la había creado. Sus pezuñas no dejaban ningún rastro sobre la nieve, tan liviano era su paso.
Había pasado mucho tiempo. Con el corazón lleno de luz, Tabor alzó la mano; ella inclinó la cabeza y lo acarició con el cuerno, para que él también pudiera a su vez acariciarla.
«Sólo nos tenemos el uno al otro», la oyó decir, e hizo un gesto de asentimiento y aceptación. Luego ella le dijo: «¿Quieres que volemos?».
Y Tabor dan Ivor montó sobre la criatura de su ayuno, el regalo de doble filo que Dana le había hecho para que lo llevara por el cielo, lejos del mundo de los hombres. E Imraith-nimphais así lo hizo. Abandonó la Tierra y ascendió por el anchuroso y frío cielo, transportando sobre su lomo al jinete que, el único entre todas las criaturas, había soñado su nombre, y a los hombres de la Tierra les pareció que ambos eran como un cometa desatado entre las estrellas y la Llanura.
Luego Tabor dijo en su interior: «¿Los ves?».
Y ella contestó: «Sí».
Él la condujo hacia los urgachs que se acercaban al campo de batalla, y se cernieron sobre ellos como una luz asesina. Ella cambió a medida que descendían y con su brillante cuerno mató una y otra vez, muchas, muchas veces, obedeciendo el gobierno de su mano. Los urgachs emprendieron la huida y ellos los persiguieron y los aniquilaron; y los lobos también se dieron a la fuga, lejos, hacia el sur, mientras los dalreis y los hombres de Brennin gritaban de entusiasmo, asombrados al ver aquel resplandor que llegaba del cielo en su ayuda.
Ella no los oía; tampoco él. Siguieron la persecución y la matanza hasta que el cuerno se llenó de sangre coagulada y no quedó por matar ninguna de aquellas repugnantes criaturas de la Oscuridad.
Por fin, temblando por la fatiga y la conmoción de la batalla, tomaron tierra en un lugar no contaminado por la sangre. Tabor le limpió el cuerno con la nieve. Luego, permanecieron uno junto al otro en el vasto silencio de la noche.
«Sólo nos tenemos el uno al otro», dijo ella.
«Sólo el uno al otro hasta el final», le contestó él.
Después ella, resplandeciente, emprendió el vuelo, y mientras el alba despuntaba sobre las montañas él comenzó el largo camino de retorno hacia los campamentos de los hombres.
-La primera batalla es siempre la peor -dijo Carde, mientras acercaba su caballo al de Kevin para que nadie pudiera oírlo.
Sus palabras tenían toda la intención de ser alentadoras, y Kevin esbozó un gesto de asentimiento, pero no era una persona inclinada a engañarse a sí mismo y sabía perfectamente que la conmoción de la batalla, aunque innegable, no era en realidad el problema esencial.
Tampoco lo era la envidia hacia Dave Martyniuk, aunque con honestidad debía admitir que ese sentimiento explicaba en gran parte su estado de ánimo actual, cuando ya todo había acabado, tras la electrizante aparición en el cielo de aquella resplandeciente y alada criatura. Dave se había portado de un modo magnífico; había estado casi aterrador. Blandiendo la enorme hacha que Matt Soren había conseguido para él en la armería de Paras Derval, se había lanzado a la lucha adelantándose incluso a Diarmuid y sembrando una tremenda mortandad entre los lobos mientras gritaba con toda las fuerzas de sus pulmones. El hombretón se había enfrentado también cuerpo a cuerpo con una de aquellas monstruosas fieras, armadas de colmillos, que llamaban urgachs. Y también la había matado; esquivando traicioneros golpes de espada, había lanzado un golpe de revés con el hacha que le había cortado la cabeza y derribado de su gigantesco corcel. Luego también había matado a aquella bestia de seis patas.