-Pues por ahora no estoy vinculada a nada; es todo lo que hay. Tengo que encontrar un lugar y no puedo controlar mis sueños. Lo único que sé es que está en este mundo, pero no puedo ir a ningún sitio ni hacer nada hasta que lo encuentre. ¿Creéis que esta situación me divierte más que a vosotros tres?
-¿Puedes lograr que volvamos allá? –preguntó Dave imprudentemente.
-¡No soy ningún maldito metro! -gruñó Kim-. Os saqué de allí porque el Baelrath de algún modo se desencadenó. Pero no puedo hacerlo a voluntad.
-Lo cual significa que estamos clavados aquí –dijo Kevin.
-A menos que Loren venga a buscarnos –corrigió Dave.
Paul sacudió la cabeza.
-No lo hará.
-¿Por qué? -preguntó Dave.
-Creo que Loren no va a participar en el juego. Puso las cosas en movimiento, pero luego las dejó en nuestras manos, y en las de algunos otros.
Kim asentía con la cabeza.
-Puso un hilo en el telar -murmuró-, pero no querrá tejer este tapiz.
Ella y Paul intercambiaron una mirada.
-Pero ¿por qué? -insistió Dave. Kevin captó la frustración en la voz del hombretón-. Nos necesita, o por lo menos necesita a Paul y a Kim. ¿Por qué no iba a venir a buscarnos?
-Por causa de Jennifer -explicó Paul. Después continuó-: Cree que ya ha sufrido bastante. No querrá imponerle ningún sufrimiento más.
Kevin carraspeó para aclarar su garganta.
-Según tengo entendido, sin embargo, cualquier cosa que suceda en Fionavar se reflejará aquí y también en los demás mundos, dondequiera que estén. ¿No es así?
-En efecto -dijo Kim con calma-. Así es. Quizá no de forma inmediata, pero si Rakoth logra dominar Fionovar entrará en posesión de todos los mundos. Sólo hay un Tapiz.
-Aunque sea así -dijo Paul-, tenemos que obrar por propia iniciativa. Loren no nos lo pedirá. Si nosotros cuatro queremos volver allí, tendremos que encontrar el medio de hacerlo por nuestra cuenta.
-¿Nosotros cuatro? -dijo Kevin. El sentimiento de impotencia pesaba demasiado. Miró a Kim y vio sus ojos llenos de lágrimas.
-No lo sé -murmuró ella-. No lo sé. Ella no quiere veros a ninguno de los tres. Nunca sale de casa. Me habla del trabajo, del tiempo y de las noticias, y ella, ella…
-Sigue en sus trece -dijo Paul Schafer.
Kimberly asintió con la cabeza.
Había sido de oro puro, recordó Kevin en medio de su dolor.
-Está bien -dijo Paul-. Ha llegado mi hora.
Era la Flecha del dios.
En la puerta había una mirilla por la que podía ver quién llamaba. Estaba siempre encerrada en casa, excepto cuando salía por las tardes a dar un paseo por el parque vecino. A menudo llamaban a la puerta: encargos, el hombre del gas, el correo certificado. Durante un cierto tiempo, al principio, habían traído estúpidamente flores. Siempre había creído que Kevin era más delicado que todo eso. No se preocupó de si semejante juicio era o no era justo. Había discutido con Kim por esa causa, cuando una noche su compañera de cuarto había encontrado un ramo de rosas en el cubo de la basura.
-¿Es que no puedes hacerte idea de lo que siente? ¿Acaso no te importa? -le había preguntado Kimberly a gritos.
La respuesta: no, y otra vez no.
¿ Cómo iba ella a experimentar de nuevo un sentimiento tan humano como la preocupación? Se había abierto un abismo insalvable entre ella y los otros cuatro, entre ella y cualquier otra persona. El hedor del cisne se había adherido a todo. Ahora veía el mundo a través de las filtradas tinieblas de Starkadh. ¿Qué voz, qué ojos entrevistos a través de aquella verde distorsión, podían enfrentarse con el poder de Rakoth que había atravesado su espíritu y su cuerpo hasta convertirla a ella, que en otro tiempo había sido amada y había sido una persona en toda su integridad, en una despreciable escoria?
Sólo sabía que estaba cuerda, aunque no sabía por que.
Y sólo una cosa la empujaba a seguir viviendo. No era una cosa prometedora, no podría serlo en modo alguno, pero era real, y fruto del azar, y le pertenecía a ella. Nadie podría contradecirla.
Por eso, cuando Kim se lo comunicó a los otros tres y vinieron a verla en el mes de julio para discutir con ella, se había limitado a ponerse en pie y marcharse de la habitación. No había vuelto a ver a Kevin, ni a Paul, ni a Dave desde aquel día.
Tendría el hijo, el hijo de Rakoth Maugrim. Se proponía morir al dar a luz.
No tenía intención de franquearle la entrada, pero vio que estaba solo, y eso era lo suficientemente inesperado como para obligarla a abrir la puerta.
-Tengo que contarte una historia -dijo Paul Schafer-. ¿Querrás escucharme?
Hacia frío en el porche. Tras un instante de vacilación se hizo a un lado y lo dejó entrar. Cerró la puerta y caminó hacia la sala. El colgó su abrigo en el armario del recibidor y la siguió.
Ella se sentó en la mecedora. Él en el sofá y la miró; era alta y hermosa, todavía esbelta, aunque ya no estaba delgada, pues cumplía el séptimo mes de embarazo. Mantenía la cabeza muy erguida y la mirada de sus grandes ojos verdes era severa.
-Me disgusté contigo la última vez, y lo haré de nuevo, Paul. No podrás convencerme.
-Dije que quería contarte una historia -murmuró él.
-Pues cuéntala.
Entonces por primera vez le habló del perro gris que había visto sobre la muralla de Paras Derval, y de la tristeza insondable que había en sus ojos; le habló de su segunda noche en el Arbol del Verano, cuando Galadan, a quien ella también conocía, había ido a buscarlo, y le contó cómo el perro había aparecido de nuevo y cómo había luchado en el Bosque de Mornir. Le contó cómo, atado en el Arbol del dios, había visto que la luna roja se levantaba en el cielo y que el perro gris expulsaba al lobo del bosque.
Le habló de Dana. Y de Mórnir. De los poderes que se habían manifestado aquella noche en respuesta a la Oscuridad que se desataba en el norte. Su voz era más profunda de lo que ella recordaba. Parecía tener extrañas resonancias.
-No estamos solos en esto -le había dicho-. Puede rompemos en pedazos al final, pero no será sin que se le oponga resistencia, y sea lo que sea lo que has visto y sufrido en aquel lugar, debes entender que él no puede diseñar el dibujo a su capricho. De otro modo no estarías aquí.
Ella escuchaba casi en contra de su voluntad. Sus palabras le recordaban otras que ella misma había pronunciado cuando estaba en Starkadh: «No obtendrás nada de mí a menos que lo tomes por la fuerza», había dicho. Pero eso había ocurrido antes. Antes de que él hubiera comenzado a tomar todo por la fuerza, hasta que Kim la había rescatado.
Alzó un poco la cabeza.
-Sí -dijo Paul sin dejar de mirarla-. ¿Lo entiendes? Es más fuerte que cualquiera de nosotros, más fuerte incluso que el dios que me salvó. Es más fuerte que tú, Jennifer, no hay ni qué decirlo; excepto en una cosa: no puede apoderarse de lo que tú eres.
-Lo sé -dijo Jennifer Lowell-. Precisamente por eso quiero tener su hijo.
El se recostó en su asiento.
-Entonces te conviertes en su servidora.
-No. Escúchame ahora, Paul, porque tú no sabes todo lo sucedido. Cuando por fin me dejó…, me entregó a un enano. Se llamaba Blod. Yo era un regalo, un juguete, pero le dijo algo al enano: le dijo que tenía que matarme y que había una razón para ello. –Había una fría resolución en su voz-. Tendré a su hijo porque estoy viva a pesar de que él deseaba mi muerte; el hijo es fruto del azar, está fuera de sus planes.
Él permaneció en silencio un buen rato. Luego dijo:
-Pero aquí estás tú, dentro y fuera de ti misma.
Su risa estalló de forma brutal.
-¿Y quién soy yo, dentro y fuera de mí misma, para responderle? Tendré su hijo, Paul, y él será mi respuesta.
Paul sacudió la cabeza.
-Hay mucha maldad en ese ser, y sólo servirá para probar lo que ya está suficientemente probado.
-En modo alguno -dijo Jennifer.
Tras un momento, Paul hizo un gesto con la boca.
-No voy a insistir más, entonces. He venido por ti, no por El. De todos modos, Kim ya ha soñado su nombre.
Los ojos de ella relampaguearon.
-Paul, entiéndeme. Haría lo que voy a hacer pese a lo que Kim pudiera decir. Pese a lo que Kim pudiera soñar. Y le pondré el nombre que yo elija.
Paul estaba sonriendo de forma inesperada.
-Persiste en tu empeño y hazlo pues. Pero vuelve a nosotros, Jen: te necesitamos.
Sólo cuando hubo acabado de hablar, ella se dio cuenta de lo que ella misma había dicho. Él la había engañado, decidió, la había incitado deliberadamente a algo que había querido evitar. Pero, por alguna razón, no podía enfadarse con él. Si aquella primera tabla de salvación que él le había tendido hubiera sido un poco mas firme, incluso habría podido sonreír.
Paul se levanto.
-Hay una exposición de pintura japonesa en el Museo de Arte. ¿Te gustaría ir a verla conmigo?
Durante bastante rato ella siguió balanceándose en la mecedora mientras lo miraba. Era moreno, delgado, frágil, aunque no tanto como en la primavera pasada.
-¿Cómo se llamaba el perro? -preguntó.
-No lo sé. Me gustaría saberlo.
Poco después ella se levantó, se puso el abrigo y dio el primer paso en el primer puente que se le tendía.
«La tenebrosa semilla de un dios tenebroso», pensaba Paul, mientras trataba de mostrar interés ante los cuadros del siglo XIX traídos de Kyoto y Osaka. Grullas, árboles retorcidos, elegantes damas con largos alfileres en sus tocados.
Su compañera no hablaba demasiado, pero había ido al museo, y eso ya era mucho. Recordó la derrumbada figura que había sido siete meses antes, cuando Kim los había hecho regresar de Fionavar con la ayuda del deslumbrante poder del Baelrarh.
Ése era el poder de Kim, lo sabia: la Piedra de la Guerra y sus sueños en los que caminaba por la noche, con sus blancos cabellos, como los de Ysanne, con dos almas en su interior y la experiencia de dos mundos distintos. Debía de ser algo difícil. El precio del poder, recordó que le había dicho Ailell, el soberano rey, la noche en que jugaron al ta’bael. Esa noche había sido el inicio de las tres noches que se habían convertido en su más pesada carga. La puerta de entrada de lo que ahora era: el señor del Arbol del Verano.
Lo que ahora era. Habían llegado a la sala del siglo XX: más grullas, altas y esbeltas montañas, pequeños botes navegando en anchos ríos.
-Los temas no cambian demasiado -dijo Jennifer.
-No mucho.
Había sido salvado; era la respuesta de Mornir, pero no tenía ningún anillo que ardiera, ni sueños en los que escrutar los secretos del Tapiz, ni siquiera un cuerno como el que había encontrado Dave, ni la ciencia de los cielos de Loren, o una corona como Aileron; ni tampoco -aunque se estremeció mientras lo pensaba- un niño en su vientre como la mujer que estaba a su lado.
Y sin embargo… En las ramas del Arbol, dos cuervos se habían posado junto a su hombro: Pensamiento y Memoria eran sus nombres. También había aparecido una figura en el claro del Bosque; le había costado verla, pero había distinguido los cuernos que llevaba sobre su cabeza y que había inclinado ante él. También, en torno a él, se había levantado la niebla y había ascendido hasta el cielo en el que brillaba una luna roja en plena noche de novilunio. Había llovido. Y luego el dios.
Y el dios todavía estaba con él. Por las noches, a veces, podía sentir su tácita e inconmensurable presencia en el fluir de su sangre y en el amortiguado trueno de su corazón de hombre.
¿Acaso él era sólo un símbolo? ¿Una manifestación de lo que había dicho Jennifer: la prueba viviente de las fuerzas que se oponían a los planes del Desenmarañador? Había papeles aún peores, suponía. Por lo menos tenía un papel que jugar en lo que se avecinaba, pero algo en su interior -y en su interior latía un dios- le decía que había algo más. «Ningún hombre que no haya nacido dos veces podrá ser el señor del Árbol del Verano», le había dicho Jaelle en el templo.
El era más que un símbolo. La demora en aprender qué y cómo era parecía formar parte del precio.
Casi habían llegado al final. Se detuvieron ante un cuadro muy grande que reproducía una escena fluvial: barcos movidos con pértigas, otros descargados en muelles concurridos; había bosques en la otra orilla y montañas coronadas de nieve. Pero el cuadro estaba mal instalado; reflejadas en el cristal, Paul podía ver las figuras de dos estudiantes y del dormido guarda. Y de pronto, en el borroso reflejo de la puerta de entrada, vio a un lobo.
Conteniendo el aliento, se volvió con celeridad y sus ojos se encontraron con los de Galadan.
El señor de los Lobos había adoptado su apariencia real, y Paul, al oír el grito sofocado de Jennifer, supo que también ella recordaba aquella impresionante fuerza de poder, marcada con una cicatriz y con un mechón de plata en sus oscuros cabellos.
Cogiendo con fuerza la mano de Jennifer, Paul echó a correr recorriendo a la inversa la sala de exposición. No dejaba de mirar por encima de su hombro: Galadan los seguía con una sarcástica sonrisa en su rostro. No parecía tener prisa.
Dieron la vuelta a una esquina. Mientras murmuraba rápidamente una oración, Paul empujó una puerta que estaba señalada con el letrero de «SALIDA DE EMERGENCIA». Oyó que un guarda gritaba tras él, pero no sonó ningún timbre de alarma. Se encontraron en un corredor de servicio. Sin decir ni una palabra, siguieron corriendo. Detrás de ellos Paul oyó de nuevo el grito del guarda al tiempo que la puerta se abría por segunda vez.
El corredor se bifurcaba. Paul abrió otra puerta y empujó a Jennifer, que dio un traspié; Paul tuvo que sostenerla.
-¡No puedo correr más, Paul!
Soltó una maldición para sus adentros. No podían estar más lejos de la salida de lo que lo estaban. La última puerta los había llevado a la sala más grande del museo, destinada a la exposición permanente de las esculturas de Henry Moore. Era el orgullo del Museo de Arte de Ontario, la sala que lo colocaba entre los museos más importantes del mundo.
Y, según parecía, iban a morir en esa sala.
Ayudó a Jennifer a alejarse de la puerta. Pasaron junto a enormes esculturas: una maternidad, un desnudo, una figura abstracta.
-Espera aquí -dijo, y la hizo sentar en la ancha base de una de las esculturas.
No había nadie más en la sala, en aquella mañana de un día laborable de noviembre.