Authors: Ed Greenwood
—Oh, sí. Sí. Por todos los dioses, sí.
Un gran clamor de alegría y felicitación salió de las bocas de los presentes, seguido de una lluvia de manos sobre los hombros de la joven pareja. Jhessail y Merith se abrazaron, Rathan empinó un pellejo de vino y Torm, en una explosión de risas, arrojó una daga hacia lo alto y la cogió en medio de su titilante caída. Entonces, el ladrón corrió hasta donde estaba Elminster, quien permanecía inmóvil de espaldas a todos ellos. Torm lo cogió de una manga, tiró de ella haciendo girar al sorprendido mago y lo zarandeó con júbilo.
Elminster habló con voz sosegada, aunque sus ojos brillaron.
—Me has arruinado el conjuro; lo he perdido. Será mejor que tengas una buena razón para hacer esto, Torm, hijo de Dathguld.
Torm se tragó su risa, lleno de asombro:
—¿Sabes quién era mi padre?
Elminster sacudió la mano con un gesto resignado.
—Desde luego, desde luego —dijo malhumorado—. ¡Ahora quiero saber tu razón para todo este alboroto y zarandeo y todo ese baile arriba y abajo...! ¡Y me estás pisando los pies!
—Oh —y, por una vez en su vida, a Torm no se le ocurrió otra cosa que decir, hasta que sus pies dejaron libres los del anciano mago y sus manos soltaron los ropajes de éste. Entonces, su alegría y su propósito volvieron a él a toda prisa, y dijo con tono grandioso—: ¡Narm y Shandril se van a casar! ¿Qué dices a eso? ¡A casarse, digo!
El mago pareció desconcertado por un momento, y después enfadado.
—¿Eso es todo? —preguntó—. Oh, sí..., cualquier idiota podía adivinar eso. ¿Y has echado por tierra mi conjuro y dejado que Manshoon se me escapara de la mano por eso? ¡Grrrr! —Dio una patada contra el suelo y se volvió con brusquedad en medio de un remolino de ropas polvorientas, mientras Torm se quedaba mirándolo embobado. El ladrón recobró su acostumbrada sonrisa cuando vio que Elminster se encaminaba derecho hacia la jubilosa y encarantoñada pareja.
—¡Tontaina! —dijo Rathan afectuosamente empujando su pellejo de vino contra las manos de Torm—. Vamos, siéntate y echa un trago.
—¡Odio esa bazofia! —dijo Torm con un escalofrío—. ¿No podemos gastarnos algunas bromas, mejor?
—Siempre me he preguntado, amigo Torm —intervino la voz seria de Florin desde atrás—, qué harías cuando estuvieses contento de verdad... y ahora ya lo sé. La verdad es que cada día que pasa descubro nuevos portentos. Pero... el mensaje que traigo es para tu mojado compañero. Rathan: Narm y Shandril querrían hablar contigo y conmigo tan pronto como los dioses lo permitan.
Rathan lo miró, momentáneamente sorprendido, y después asintió con un gesto:
—Sí, desde luego —y, colocando de un golpe el pellejo en manos de Torm, dijo—: Vigílame esto un rato, ¿eh, Torm? Gracias... ¡Y cuidado con gastarme ninguna broma! ¿Me oyes? —añadió con severidad.
Torm se encogió de hombros y extendió las palmas de las manos en falsa señal de inocencia:
—¿Dices eso por mi cara honesta y sincera? ¿Por mis amables y piadosas maneras? ¿Por mi gentil disposición?
—No —dijo Elminster secamente desde atrás, provocando un respingo en Torm—. Por la largura de tu lengua —y, cogiéndolo del brazo según pasaba, el viejo mago se lo llevó consigo—. Ven —le ordenó—, se requiere tu presencia.
Narm, con su brazo rodeando a Shandril y una especie de luz en su rostro, miraba a Rathan. A pesar de su ansiedad, habló en una voz baja y titubeante:
—Yo... no tengo ningún regalo que darte, buen guía de Tymora —dijo—. Pero... ¿podrías... casarnos, y cuanto antes?
Rathan le dedicó una sonrisa.
—Desde luego que sí. Pero, claro que tienes un regalo —dijo señalando al desorden de piedras rotas que los rodeaba, donde todavía brillaban unas desperdigadas monedas entre el polvo—. Una de ésas, quizá —dijo con brusquedad—. Procura que sea de oro, ¿eh? —Narm le dio las gracias y, agarrando su mano con la palma hacia arriba, le puso una moneda de oro encima. Rathan la sostuvo en alto y dijo—: Tymora os mira desde arriba y encuentra bueno vuestro presente. Que el rostro luminoso de la buena fortuna brille sobre esta unión. Bajo el signo de su favor, yo os declaro prometidos, y estaréis casados antes de que expiren nueve días y nueve noches. Todos los presentes, gritad «Así sea».
Y, mientras resonaba el coro de «así-seas», el sol brilló encima de ellos con una intensidad repentina y la moneda despidió un destello de luz dorada en los dedos de Rathan. Hubo un resplandor instantáneo y desapareció. Narm, quien hasta el momento había dudado secretamente de la sinceridad del robusto clérigo, abrió la boca estupefacto. Rathan extendió sus manos vacías en bendición, dio un paso adelante para tomar una mano de cada uno de los contrayentes y juntó éstas dentro de las suyas. Luego retrocedió un paso y saludó con una inclinación de cabeza, y de nuevo volvió a ser el sonriente Rathan que guiñaba el ojo y buscaba con la mirada su pellejo de vino.
—Te damos las gracias, Rathan —dijo Shandril con una ronca solemnidad en la voz.
él se inclinó otra vez y dijo:
—Es la voluntad de Tymora, pero el placer es mío —y pronunció estas palabras ceremoniosas con la alegría y la aprobación de un amigo.
Entonces habló Narm:
—Mi Florin —dijo al alto explorador, que llevaba su armadura chamuscada y arañada por las garras del dragón—, ¿podríamos ir al Valle de las Sombras por un tiempo, con todos vosotros? No tenemos hogar, y mi señora..., no, los dos estamos cansados de correr y luchar y no conocer nunca ni descanso ni hogar. Sé que es mucho pedir, pero...
—Basta de tonterías —interrumpió Torm—. Por supuesto que vendréis al valle... ¿Adónde ibais a ir si no?
Florin lo miró severamente, y luego sonrió.
—La verdad, Torm —dijo—, yo no habría sabido ponerlo en mejores palabras... Sois bienvenidos por tanto tiempo como deseéis. Yo diría que estudiarás mejor el arte en la paz y tranquilidad del Valle de las Sombras, por relativa que pueda llegar a ser, que vagando por ahí, mientras un mago tras otro lo emplea contra ti.
—¿Estudiar? —preguntó Narm con timidez mirando fijamente a Elminster, quien daba bocanadas en su pipa con rostro inexpresivo.
—Sí, con Illistyl y conmigo —dijo Jhessail—. él —señaló con la cabeza a Elminster— estudiará a tu prometida. Hacía mucho tiempo que nadie dominaba un fuego mágico con tanta capacidad... y que sobrevivía a su uso.
Las rojas y anaranjadas llamas danzaban en dos braseros que se erguían en un salón de piedra abovedado, y entre ellos había un altar de piedra negra brillantemente pulida y con la forma de un gigantesco trono de doce metros de altura. A los pies del Asiento de Bane, había otro trono mucho más pequeño y, sobre él, se sentaba un hombre de ojos fríos, pelo marrón claro y rasgos macilentos. Su hábito de alta capucha era sencillo y de un negro intenso, y en sus manos lucía numerosos anillos. Ningún ser viviente conocía su verdadero nombre, excepto él mismo; y pocos conocían su nombre común. Era el Alto Imperceptor de Bane, y estaba muy enojado.
—Dadme una buena razón —dijo fríamente a aquellos que se arrodillaban ante él— por la que yo deba perdonaros la vida. Me habéis fallado. Manshoon había de recibir nuestro mensaje durante esa reunión con los nobles. No podemos actuar contra el traidor Fzoul si Manshoon está en la ciudad, o conoceremos una derrota segura. Recibisteis el mensaje, pero no lo entregasteis. ¿Tenéis algo que alegar?
—Mi... mi señor —dijo titubeante uno de los que se arrodillaban—, el mensaje estaba a punto de ser transmitido a Manshoon, de una manera que resultara creíble... y para eso necesitábamos que todos los presentes en la asamblea estuviesen al corriente, o él se habría olido nuestra estratagema. La reunión apenas había comenzado, y el estúpido de Kalthas estaba diciendo con toda presunción que las guarniciones en las tierras del norte eran innecesarias y contraproducentes, cuando Manshoon se puso en pie de repente y volcó la mesa con todo cuanto había en ella. Entonces... comenzó a llorar, Temido Señor. Susurró una palabra, «Maruel» o algo semejante, y después invocó a una bola de cristal. Ni siquiera nos miraba. Miró dentro del globo cuando éste fue hasta él...
—¡La palabra invocatoria! —interrumpió bruscamente el Alto Imperceptor—. ¿Cuál era?
—Ah..., un momento, Temido Señor; comenzaba por «Zell...», ¡ah, sí! Era
Zellathorass
—dijo triunfante el hombre postrado. El Alto Imperceptor asintió con la cabeza.
—Levántate y continúa —fue todo lo que dijo. Con una reverencia, el hombre se levantó.
—La... la palabra con que despachó al globo, después, Temido Señor, fue
«Alvathair
», recuerdo. Parecía furioso luego de esto, y nos hizo marchar. Dijo «Señores, esta reunión ha terminado. Por vuestra seguridad, salid de inmediato». Y llamó a las gárgolas que, desde arriba, se vinieron sobre nosotros, y... y huimos.
—¿Visteis adónde fue Manshoon? —preguntó impaciente el Alto Imperceptor.
—N... no, Temido Señor. No se lo vio en la ciudad durante el resto del día —el portavoz extendió sus manos con gesto inocente—. Salimos aquella misma noche y vinimos directos a ti, por miedo a transmitir nuestro mensaje equivocadamente, una vez perdida la oportunidad que nos recomendaste aprovechar.
El Alto Imperceptor hizo un leve gesto de asentimiento:
—Bien hablado, y bien recordado. Levantaos todos —y, cuando se acalló el roce de pies y ropas sobre el suelo, él recorrió con su mirada la fila de hombres que tenía delante y añadió—: ¿Tiene alguno de vosotros algo más que contar?
Un tal Theln habló:
—Sí, Temido Señor. —éste lo invitó a continuar con un gesto—. Yo me encontré con un mercader leal al Señor Negro —y se inclinó hacia el gran trono—, quien me habló de una muchacha que ahora se halla de camino al Valle de las Sombras en compañía de aquellos que se hacen llamar los caballeros de Myth Drannor. Esta joven, de alguna manera, es capaz de producir fuego mágico. El hombre me dijo que este fuego puede atravesar las barreras mágicas tal como si fueran de aire, y que es muy poderoso.
El Alto Imperceptor se inclinaba ahora hacia adelante interesado. A un sutil movimiento de su mano, un sacerdote superior oculto tras negros tapices había ejecutado un sortilegio para detectar cualquier mentira que Theln pudiera contar.
—La llevan ante Elminster, no hay duda —dijo el Señor de Bane—. Ese fuego es muy poderoso, en verdad. Si poseyéramos ese poder, podríamos someter a todos aquellos que se oponen a nuestro Gran Señor —todos, excepto el Alto Imperceptor se inclinaron de nuevo—, y a aquellos traidores que un día fueron nuestros hermanos también. Debemos intentar hacernos con ese fuego mágico, si lo que te han contado es cierto. Ese fiel... ¿quién es y de cuándo son sus noticias?
—Un tal Raunel, un comerciante de salchichas de la cuenca del Vilhon, que encontré en la carretera cuando me dirigía hacia aquí. Me dijo que había hablado con un guardabosques que había visto a la muchacha y a todos los demás con sus propios ojos, cerca de las Montañas del Trueno, ayer a últimas horas de la mañana. él se encontró con este guardabosques, un tal Hylgaun, en la noche de ayer junto a un fuego que compartieron al lado de la carretera.
El Alto Imperceptor volvió a asentir con la cabeza y casi sonrió:
—Has hecho bien, Theln, y serás recompensado. Ve y llama al sacerdote Laelar para que nos asesore. Todos los demás, dejadnos.
Cuando el último hubo desaparecido, el sacerdote salió de detrás de los tapices y simplemente dijo:
—Ninguna mentira, Temido Señor —y se retiró.
Bien. Eso dejaba sólo dos posibles embusteros en el asunto: ese Raunel y el tal Hylgaun. La historia parecía cierta.
Cuando se hubo quedado solo, aquel hombre pálido y de mirada fría echó una ojeada por la vacía estancia. «Maruel... Maruel... Yo conozco ese nombre.» Entonces, cogió la gran maza negra de Bane y alzó su amenazante figura mientras meditaba. ¿Por qué no podía recordar nunca tales cosas? ¿Por qué? Un detalle olvidado, una precaución equivocada..., bien podrían ocasionarle la muerte un día. El Alto Imperceptor suspiró. Aquél no había sido un buen día.
El dragón negro volaba torpemente. A menudo sus alas vacilaban y se inclinaba hacia uno u otro lado a pesar de los mandatos y maldiciones de Manshoon. Orlgaun estaba herido de gravedad y tal vez nunca podría volver a llevarlo. Esta idea ardía en la mente de Manshoon como colofón a su derrota, y a punto estuvo de volver para matar con la magia que ya tenía preparada.
Pero era imposible. Orlgaun estaba volando con el último resto de sus fuerzas ahora, más bajo de lo que Manshoon hubiese preferido. El aparentemente interminable verde del gran Reino Elfo se extendía por debajo de ellos mientras el dragón volaba hacia el nordeste. Manshoon pensó en el combate recién librado y concluyó con amargura que era probable que no hubiera matado ni a uno solo de aquellos que se habían levantado contra él. Elminster los había protegido esta vez, pero pocos podían sobrevivir a un ataque de él y Orlgaun, aunque sólo fuese de pasada. ¡Aquel maldito elfo y el explorador con su escudo volador! Todavía podía sentir las hojas de sus espadas... pero no viviría mucho tiempo... Recibirían su merecido, cuando tuviese a aquella muchacha en sus manos, aun cuando nada tuviesen que ver con la muerte de Symgharyl Maruel.
La idea de la muerte de Shadowsil lo hacía sentir triste y débil en su interior, y sólo su intensa cólera lo sacaba de aquella momentánea tristeza. Agarró una varita con ferocidad, ansiando destruir algo con ella. Entonces frunció el entrecejo.
La muchacha. Sí. Era fuego mágico. Todavía le dolía donde por unos momentos lo había tocado, a pesar de todas las pócimas mágicas que había tomado desde entonces, hasta agotar las reservas que llevaba guardadas en el cinturón. ¡Dioses, cómo escocía todavía! Había tenido suerte de que ella fuese profana e inexperta en la batalla, pues, de no ser así, ese día podría haber sido el fin de Manshoon. ¡Aquel poder debía ser suyo, y pronto, antes de que Elminster lo dominara! No era precisamente el viejo loco que se imaginaba, éste. No era agresivo, pero su arte era más fuerte de cuanto había creído. También él recibiría, sin duda, su parte de la matanza cuando se vengara..., algo preparado con cuidado cuando estuviese de vuelta en...
¡Dioses! ¡Estaban volando por entre los árboles!
Orlgaun había perdido más y más altura mientras él rumiaba sus pensamientos; sus alas se movían con mayor debilidad cada vez y, de pronto, sus zarpas y su barriga comenzaron a rozar ruidosamente las pequeñas ramas superiores de los más altos árboles del bosque. Manshoon dio un grito y se agarró con fuerza a la aleta que tenía ante sí con los ojos fijos delante. Pero el dragón no reaccionó, y él vio que los árboles se extendían hasta el horizonte más allá de cuanto sus ojos podían abarcar, con sólo algunos huecos delante de él. Manshoon maldijo con toda su alma cuando el dragón fue a estrellarse poco más adelante en medio de un tumulto de ramas que se quebraban y fustigaban de un modo salvaje a su jinete. Los golpes y quebraduras se hicieron más y más fuertes a medida que Orlgaun terminaba de hundirse de lleno entre los árboles y los aplastaba con su enorme masa corporal, haciéndolos saltar de raíz con el impacto.