Fuego mágico (22 page)

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Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
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—¡Ajá! —llegó la respuesta de Torm desde debajo de un montón de escombros—. ¿Cambiará con esto tu tono, fiel seguidor de Tymora? —El ladrón se levantó con su atuendo gris polvoriento llevando en sus manos un refulgente disco de oro argentífero pulido de seis palmos de diámetro.

—¡Por el amor de la Señora! —exclamó Rathan gratamente boquiabierto—. ¿P... puedo ver eso, buen Torm?

—Ahora soy «buen Torm», ¿no? —recalcó con burla el ladrón—. ¿Buen Torm Dedos Avariciosos, tal vez?

—Deja de aullar, Buen Torm Dedos Avariciosos —dijo Merith desde atrás—, o algún buen granjero de los valles te tomará por una mujer gruñona y se casará contigo.

—Cierta mujer gruñona de los valles se casó contigo —replicó Torm—, y mira lo que... —sus palabras quedaron ahogadas en el estrépito ocasionado por una olla de monedas de oro volcada sobre su cabeza.

Narm contemplaba asombrado, mientras el aire se llenaba súbitamente de pequeños objetos valiosos, cómo éstos volaban con entusiasmo de un caballero a otro.

—¡Son como niños! —exclamó por fin azorado.

—Señor Evocador —le dijo Jhessail con una dulce sonrisa—,
son
niños.

—Pero... ¡son los famosos caballeros de Myth Drannor! —protestó Narm con suavidad devolviéndole la sonrisa.

—Estamos todos en las manos de unos niños —respondió ella—. ¿Quiénes si no iban a cabalgar hacia el peligro con entusiasmo y blandir sus espadas contra espantosos enemigos, lejos de casa y de más cuerdos objetivos?

—Y, sin embargo, vos sois un caballero —señaló Narm.

La maga extendió sus manos vacías.

—¿Acaso he dicho que yo no sea un niño? —respondió ella afectuosamente—. Ah, dioses —y se levantó con un revuelo de faldas, cogió un juego de uñas postizas de metal trabajado con pequeños carbunclos y lo arrojó con fuerza y puntería a la espalda de Torm. Sonrió maliciosamente a Narm, se sentó como si nada hubiera pasado y se volvió para vigilar a Shandril. Detrás de ellos, Elminster rió entre dientes mientras Torm soltaba un rugido de dolor y se volvía en busca de su inesperado enemigo.

En medio de todo este tumulto, la compañera de Narm yacía inmóvil, con los ojos todavía cerrados y la respiración ligera. Su aspecto era joven y sereno, y estaba muy hermosa, y de nuevo Narm sintió dolor en el corazón.

—¿Se recuperará? —preguntó algo desolado.

Jhessail le dio unas palmaditas en el hombro.

—Está en manos de los dioses —dijo con sencillez—. Nosotros haremos cuanto podamos.

Elminster asintió con la cabeza y se sacó la pipa de los labios. De su tazón seguían saliendo espirales de humo verdoso y pequeñas chispas.

—Ha retenido y manejado más poder de cuanto jamás he visto salir de una balhiir —dijo el anciano mago—. Más, creo yo, del que esa criatura poseía de hecho.

Jhessail y Narm se volvieron y lo miraron con sorpresa.

—¿Cómo es eso? —preguntó Jhessail.

Pero Elminster desechó su pregunta con un gesto.

—Demasiado pronto —les dijo—. Demasiado pronto para otra cosa que no sea charla ociosa... y la charla ociosa no ayudará a nadie y podría además preocupar a nuestro joven amigo.

Narm clavó los ojos en él y le dijo:

—Con todo respeto, lord Elminster, yo ya no puedo estar más preocupado. ¿Qué puedo temer?

Elminster estalló en risitas:

—Yo temo más, muchacho, que me llames «lord Elminster». Ahora, preocúpate de dominar tu temperamento y tu pena. Existen buenas razones para no hablar de esto ahora. Si te sirve de consuelo, yo estoy tan asombrado como espantado por lo que tu Shandril ha hecho.

—¿De veras? —preguntó Narm apremiándolo a seguir aunque tratando de hablar con calma.

—Sí. La forma más común de destruir una balhiir requiere como mínimo tres magos y, en muchos casos, cinco o más. éstos han de retener la balhiir entre sí a fuerza de magia, oponiéndole su telequinesia para contrarrestar sus salvajes movimientos y sacudidas. Entonces la separan en pedazos y cada uno absorbe lo que puede de ella. Es un proceso bastante espectacular, y... —añadió secamente— mata a muchos magos.

—¿Y a pesar de ello enviasteis a Shandril a enfrentarse sola contra esa cosa? —protestó Narm sintiendo que su frustración se convertía de improviso en rabia. La dulce y triste mirada de Elminster impidió a su lengua proseguir con más amargos comentarios.

—Yo no disponía de cinco magos —dijo con sencillez el anciano—. Nos enfrentábamos con un dracolich y no podíamos abandonar el asunto aunque lo deseáramos, si no queríamos acabar pereciendo todos. Si tú hubieses intentado hacer las veces de uno de esos magos, Narm, ahora estarías muerto. Conserva la calma, te ruego, por el bien de tu compañera. Las grandes palabras no le serán de mucha ayuda ahora.

—¿Estáis siempre en lo cierto? —preguntó Narm, no con tono de enojo sino de cansancio—. ¿Los buenos y verdaderos caminos siempre aparecen tan claros ante vos?

Jhessail le hizo un gesto de advertencia, pero Elminster sonreía de nuevo.

—¡Ah, que me maten si tu lengua no es tan mordaz y tan ligera como la de Torm! —El mago dio una bocanada a su pipa y, dentro de la bruma de humo que produjo, se volvió de nuevo hacia Narm y lo miró con gravedad—. En los relatos de taberna, el héroe es siempre alto y radiante y sus enemigos oscuros y viles —dijo Elminster con una sonrisa—. Todo sería más simple si la vida fuese así, conociendo cada uno si es bueno o malo y lo que cada uno debe hacer y puede esperar alcanzar antes de que termine su papel en la Gran Obra. Pero, piensa en lo aburrido que eso sería para los dioses: cada uno una fuerza conocida, acontecimientos y hechos preordenados o, cuando menos, fácilmente predecibles; por eso las cosas no son así.

»Estamos aquí para divertir y entretener a los dioses, que caminan entre nosotros. Ellos observan y disfrutan y, algunas veces, incluso introducen una mano o algunas palabras silenciosas en nuestra vida cotidiana sólo para ver el resultado. Esto suele traducirse en milagros, desastres, luchas religiosas y muchas otras cosas sin las que podríamos muy bien pasar.

Narm se quedó mirándolo por unos instantes y después dijo con voz serena:

—Veo que obráis con juicio y cuidado, pues. Yo había temido que fueseis por ahí alardeando y aplastando tranquilamente con vuestro arte a todo aquel que se cruzaba en vuestro camino.

—Eso es precisamente lo que hace —irrumpió la voz de Torm, que se acercaba con los brazos llenos de oro—. ¡Brujos! Dondequiera que veas batallas, en este mundo, hay algún loco intrigante de turno farfullando y moviendo las manos. Honrados espadachines encuentran su fin... ¡víctimas de un hombre que jamás tendría el valor de enfrentarse un solo instante a ellos,
si éstos
pudiesen alcanzarlo! ¡Ya me gustaría que hubiera menos arte por ahí! ¡Así gobernarían el bravo y el fuerte, y no viejos furtivos de barba blanca y jóvenes locos temerarios que juegan con las fuerzas que nos dan a todos luz y vida!

—Sí —dijo Elminster con una sonrisa—. Pero, ¿gobernar qué? Un campo de batalla cubierto hasta los hombros de muertos en descomposición, mientras los supervivientes mueren de hambre y enfermedad. ¿Quién quedaría entonces para ayudar a los enfermos, o para cosechar o sembrar los campos? ¡Valiente rey, el que gobierna un cementerio! —y, poniéndose la pipa en la boca, añadió—: Además, no sirve de nada quejarse de lo que es y no podemos cambiar. Tenemos el arte. Hagamos de él el mejor uso que podamos.

—Oh, eso es lo que pienso hacer —respondió Torm con una sonrisa misteriosa.

—¿Has terminado, Torm? —preguntó Jhessail con dulzura—. ¿O tienes algo más en la lengua que necesites escupir?

—Sí —contestó el ladrón, sin poder reprimirse—. Escucha, viejo...

—¡Basta de charla! —cortó Florin con un chasquido de dedos—. ¡Mirad allá! ¡Viene un dragón!

—¡Nosss han visto, pequeña! —tronó la poderosa voz volviéndose hacia ella—. ¿Por qué tan sssorprendida?

Desde la espalda del dracolich, Symgharyl Maruel contemplaba pasmada la abierta cima de la montaña.

—¡El torreón! —gritó telepáticamente a Aghazstamn—. ¡Ha desaparecido! ¡La cima entera ha estallado en pedazos y desaparecido! ¡Tenemos que volver! ¡No podemos enfrentarnos a un poder capaz de hacer esto! —Sacudió la cabeza con incredulidad, pero el inmenso cráter seguía allí abajo mientras el dracolich volaba en círculos sobre él.

—¿Huir? ¡Nada de eso! —rugió el monstruo arqueando su gran cuello hacia ella con una sacudida que casi hace caer a Shadowsil. ésta se agarró con fuerza a la ósea aleta y exclamó en voz alta:

—¡Pero, la cima entera de la montaña ha
desaparecido
! ¡No podemos imponernos a...!

—¡Echa mano de tusss varitasss, pequeña cobarde! ¡Por fin estoy volando libre para luchar y matar despuésss de todosss estosss añosss! ¿Y tú quieresss que vuelva y abandone el oro y toda esta oportunidad? ¡Piénsalo bien, bruja de tresss al cuarto! —bramó Aghazstamn, y giró en ascenso con intención de zambullirse.

Con el viento silbando en sus oídos, Maruel sacó una varita mágica y la sostuvo con firmeza contra su pecho. Mirando hacia abajo, pudo ver a un hombre con armadura, un elfo y otros más. No se veía rastro alguno de Rauglothgor. Tal vez el viejo horror se había destruido a sí mismo ocasionando con ello toda aquella devastación. Aquel puñado de «metomentodos» parecía incapaz de semejante destrucción.

«Bien, ¿y qué importa? —se dijo—. Mata primero y pregúntate después.» Aghazstamn había terminado ya de girar y se lanzaba hacia abajo en picado, más veloz que nunca; el viento ensordecía los oídos de la maga. Se agachó todo lo que pudo y miró a través de las rendijas de su mano para no quedar cegada. Apuntó con cuidado al grupo de guerreros que se dispersaba rápidamente, y dijo con claridad:
¡Maerzae!
, y de su varita brotó una diminuta bola de fuego que, rodando por el aire con una estela de chispas, estalló con gran estruendo dentro del cráter formando una columna de llamas rojoanaranjadas.

Un hombre en llamas voló por los aires y cayó entre las rocas. Otros habían salido despedidos también, pero no pudo ver sus destinos. De nuevo se dispuso a apuntar hacia los ocupantes del cráter. Estas batallas no eran nunca como las presentaban los cuentos: magos que intercambiaban conjuros ceremoniosamente, primero uno y luego el otro. Aquel que golpeaba primero y con más fuerza se imponía por lo general.

El viento silbaba en torno a ella mientras Aghazstamn rugía triunfal cayendo en picado con sus alas levantadas y plegadas hacia atrás sobre su enorme masa escamosa. De su tripa salió un rayo blanco-azulado que estalló con estrépito contra el suelo. Una diminuta figura, brevemente contorneada por el fuego blanco-azulado, dio una sacudida y se tambaleó. Shadowsil lanzó su segunda bola de fuego hacia dos figuras con hábitos que había todavía en pie a la derecha.

La bola, sin embargo, se abrió en llamas antes de llegar a ellos y se expandió hacia afuera al chocar contra alguna especie de muro invisible. Symgharyl Maruel susurró airada mientras el dracolich descendía veloz. ¡Y tan veloz, por Mystra! Pero ellos no podían lanzar sus rayos hacia ella sin sacrificar su muro protector...

Con un rugido y una batida de sus poderosas alas, Aghazstamn se enderezó justo encima de los escombros donde sus víctimas se debatían y gritaban. Lanzó entonces sus crueles garras hacia dos de ellos que se erguían con sus espadas levantadas contra él como dos diminutas agujas.

Symgharyl Maruel sintió una sacudida cuando, tras dar una pasada, el dracolich batió rápidamente sus alas para alejarse de las rocas donde los afilados aceros rasgaban y embestían contra él. La maga miró hacia atrás por encima del hombro justo a tiempo para cruzar su mirada con la del druida que antes había yacido herido en la cueva. Sus manos y labios estaban en movimiento, invocando un conjuro contra ella.

Antes de que ella pudiese hacer nada, Aghazstamn estaba girando y elevándose en el aire. Shadowsil metió la varita en su funda, mientras ascendían, y se volvió para mirar atrás sacudiéndose el pelo de delante de los ojos.

—Haz un vuelo firme, te ruego, oh Gran Dracolich —transmitió ella mentalmente a través de su anillo—. Quisiera lanzar un conjuro y necesito de ti unos momentos de vuelo estable.

Un bufido atronador fue la respuesta, pero Aghazstamn extendió sus inmensas alas en un vuelo llano y el rugido del viento amainó.

Symgharyl Maruel se irguió todo lo que pudo y se volvió de cara a los caballeros. Allí estaban todavía el hombre de la armadura y el elfo con sendas espadas. Había unos cuerpos tendidos entre las rocas, pero los dos magos con hábito se erguían todavía más allá. Bien, tal vez escaparan, pero todos sus camaradas perecerían. Con precisión, Symgharyl Maruel lanzó un enjambre de meteoritos sobre todos ellos.

—Hecho —dijo al dracolich satisfecha mientras se sentaba y contemplaba el vertiginoso vuelo rotatorio de ocho bolas de fuego.

Aghazstamn emitió un susurro de aprobación y comenzó a batir sus alas de nuevo. Un repentino calor, sin embargo, y un tremendo estallido de trueno hizo que Symgharyl Maruel llevara otra vez su mano hacia su varita.

Involuntariamente, se volvió a mirar justo cuando todo el aire se levantaba en llamas. De alguna manera, los de abajo habían revertido su gran conjuro contra ella. Un solo fallo y...

—Ve a ver a Rathan —dijo Elminster—. Y a Torm, también. ¡Toma! ¡Aprisa! —Sacó de sus hábitos dos redomas de metal y las puso en manos de Jhessail.

—Pero, maestro... —protestó ella—. ¡El dragón! ¿Qué...?

—Todavía puedo pronunciar conjuros —le dijo el anciano mago con cierta severidad—. Anda, ve —y sus ojos permanecieron clavados en la ennegrecida silueta del monstruo que caía del cielo en medio de un reguero de llamas. Curioso, que con un solo conjuro se pudiera matar así, con tanta rapidez. Los dragones por lo general morían lenta y ruidosamente..., salvo que aquello no fuese ningún dragón, pero...

—¡Otro dracolich! —exclamó en voz alta el viejo mago.

Narm se volvió hacia él con ojos inquietos.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el joven aprendiz.

Elminster le lanzó una aguda mirada.

—Ve y ayuda a Jhessail —le ordenó—. No hay nada que puedas hacer aquí —y sus ojos siguieron fijos en el dracolich a quien sus grandes alas hacían girar una y otra vez en el aire mientras caía. Sobre su espalda, pudo ver a Shadowsil debatiéndose débilmente para no caer. él fue a levantar sus manos para arrancarla de allí por telequinesia, pero ella llevaba una varita preparada en su mano. Aun mientras lo estaba considerando, él sabía que era demasiado tarde para salvarla. El anciano contempló con rostro inexpresivo cómo Aghazstamn se estrellaba contra la tierra.

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