Fuego mágico

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Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
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Un volumen independiente dentro de la saga de los Reinos Olvidados, que nos cuenta la historia de Shandril de Luna Alta, quien decidió un buen día dejar su vida normal para vivir aventuras. Poco podía imagina que su ansia de novedades llevaría a la gruta de la más temida criatura de los Reinos Olvidados, y que la única magia lo bastante potente para derrotar a la ominosa maldad que rodeaba al dracolich debía ser canalizada a través de su cuerpo.

Ed Greenwood

Fuego mágico

ePUB v1.0

Garland
15.02.12

Título original:
Spellfire

Traducción: Ramón M. Castellote, 1989

Ilustración de cubierta: Ciruelo

Ed Greenwood, 1988

Este libro está dedicado a todos cuantos han dado vida

a los reinos a lo largo de los años:

a Jenny, Andrew, Victor, John, Ian, Jim, Anita, Cathy,

Dave, Ken, Tim y Kim

Y a los nuevos amigos que se han unido a la aventura:

Jeff, Mary y Bruce. ¡Bien hallados seáis!

No siempre ha sido fácil ser Elminster, pero ha

valido la pena.

1
Bajo el signo de La Luna Creciente

«No desciudes las cosas pequeñas, pues tanto el gobernar como la guerra y las artes mágicas no son sino pequeñas cosas edificadas una sobre otra: comienza, pues, con lo pequeño y mira de cerca, y lo verás todo.»

Seroun de Calimport

Cuentos de Viajes Lejanos

Año de la Roca

Era una buena posada, pero algunas veces Shandril la odiaba. Ahora ella lloraba por el dolor de sus manos escaldadas; las lágrimas se deslizaban por su barbilla y sus brazos hasta las jabonaduras mientras lavaba una pequeña montaña de platos.

Era un tórrido mediodía de verano. El sudor brotaba de todo su cuerpo como aceite y volvía sus delgados brazos resbaladizos y brillantes. Llevaba tan sólo una vieja túnica gris que una vez había sido de Gorstag. ésta se pegaba a su cuerpo aquí y allá, pero sólo Korvan, el cocinero, la veía, y él le habría dado manotazos y pellizcos aunque estuviese envuelta en pieles como alguna princesa del norte. Sopló con fuerza, y el lacio pelo rubio que le caía desde la frente se separó con reticencia de sus ojos. Al sacudir la cabeza para echarse el cabello a un lado, Shandril comprobó de cerca el montón que tenía a un lado y concluyó con un suspiro que aún le quedaban platos por lo menos para tres horas.

No había bastante tiempo. Korvan estaba empezando ya con los asados en la chimenea. Pronto necesitaría que le trajesen hierbas cortadas y agua. Era un buen cocinero, reconocía Shandril a regañadientes, aun cuando fuese gordo y apestara y sus manos estuviesen siempre calientes y pegajosas. Había quienes venían a La Luna Creciente sólo por la comida de Korvan.

Shandril había oído hablar de cómo Korvan —por entonces más joven y más delgado— había sido una vez cocinero en el Palacio Real de Cormyr, en la hermosa ciudad de Suzail. Había habido algún problema (probablemente acerca de una muchacha, intuía Shandril; quizás hasta alguno relacionado con las princesas de Cormyr) y él había tenido que abandonar con cierta premura el palacio, y desde entonces había quedado desterrado bajo pena de muerte.

Shandril se preguntaba, mientras ojeaba con aire grave una fuente enjabonada, qué pasaría si alguna vez consiguiera coger a Korvan completamente borracho o dejarlo sin sentido de un sartenazo y, de una manera u otra, pudiera arrastrarlo a través del desfiladero del Trueno y pasar la frontera de Cormyr. Tal vez el propio rey Azoun se aparecería de pronto de la nada y diría a los guardias fronterizos cormirianos: «¡Aquí está!», y, sin vacilar, éstos desenvainarían sus espadas y le segarían la cabeza. Ella sonrió ante la idea. Quizás él suplicaría perdón y lloraría de miedo.

Shandril dio un resoplido. ¡Bien poca esperanza había, desde luego, de que algo así sucediera jamás! Allí estaba él, ahora, demasiado perezoso para ir nunca a ninguna parte... y demasiado gordo para que un caballo normal pudiera llevarlo, si es que llegara la ocasión. No, él estaba atrapado allí, y ella estaba atrapada con él. Restregó con furia un tenedor hasta que sus dos púas brillaron a la luz del sol. Sí, atrapada.

Había tardado mucho tiempo en darse cuenta. No tenía padres, ni parientes —y nadie admitiría siquiera saber de dónde había venido ella—. Siempre había estado allí, al parecer, haciendo el trabajo sucio en la vieja posada de carretera escondida entre los árboles. Era una buena posada, decía todo el mundo. Debe de haber sitios peores pues, deducía Shandril, pero ella nunca los había visto. No recordaba haber estado jamás dentro de ningún otro edificio. Después de dieciséis veranos, todo cuanto sabía de la ciudad de Luna Alta era lo que llegaba a ver desde el patio de la posada. Jamás había pasado de pensar en escaparse un día o, simplemente, deslizarse a echar una ojeada. Estaba siempre demasiado ocupada, demasiado atrasada con su trabajo o demasiado cansada.

Siempre había trabajo que hacer. Incluso, cada primavera, lavaba los techos de todas las alcobas atada a una escalera para no caerse. El viejo Tezza, con su aguda vista, se encargaba de las ventanas, todos aquellos diminutos cristales de mica y unas pocas lunas de vidrio soplado de Selgaunt y Colinas Lejanas que eran demasiado valiosas como para confiar su limpieza a Shandril.

A Shandril no le preocupaba la mayor parte de su trabajo. únicamente odiaba cansarse demasiado o hacerse daño mientras los otros apenas hacían nada o, como Korvan, la molestaban. Además, si no trabajaba, o si se peleaba con los demás —todos ellos más necesarios para el negocio de La Luna Creciente que Shandril Shessair—, haría enfadarse a Gorstag. Y, por encima de todo (excepto, quizá, tener una verdadera aventura), Shandril deseaba complacer a Gorstag.

El dueño de La Luna Creciente era un hombre fuerte de anchos hombros, pelo gris canoso, ojos grises y rostro accidentado y curtido. Se había roto la nariz hacía mucho tiempo, tal vez en los días en que había sido un aventurero. Gorstag había estado por todo el mundo, decía la gente, blandiendo su hacha en importantes guerras. Había amasado una buena cantidad de oro antes de asentarse en el Valle Profundo, en el corazón del bosque, y reconstruir la vieja posada de su padre. Gorstag era amable y callado y, algunas veces, algo brusco, pero era él quien insistía en que Shandril tuviera un buen vestido para los días festivos y cuando quiera que gente importante se detuviera en la posada, aun cuando Korvan repusiera que ella les era de mayor servicio quedándose en la cocina.

Gorstag era también quien había insistido en que ella tuviera por fin un nombre cuando, años atrás, las camareras la habían llamado «un nadie sin nombre» y «una vaca demasiado escuchimizada para quedársela, ¡por lo que alguien la había tirado!». El posadero había entrado en la habitación y había hablado con una voz que había asustado a Shandril y la había hecho sumirse en un silencio salpicado de ahogados sollozos, una voz que la hizo pensar en acero frío, verdugos y condenas sacerdotales. «Tales palabras —y otras semejantes— ya no volverán a decirse en esta casa.» Gorstag nunca pegaba a las mujeres ni zurraba a las muchachas, pero se había quitado la correa en aquella ocasión, como hacía cuando azotaba al mozo de cuerda por alguna mala jugada. Las dos muchachas se habían quedado pálidas y una se había echado a llorar, pero Gorstag jamás las tocó. Cerró la puerta de la habitación y la atrancó con una silla. Después caminó hasta las muchachas, que gimoteaban de miedo, y, sin decir nada, agitó una vez su cinturón en el aire y lo estrelló contra las tablas del suelo con tanta fuerza que el polvo se levantó arremolinado y la puerta tembló. Entonces se puso el cinturón, cogió suavemente por el hombro a la sobrecogida Shandril y se la llevó de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

La llevó a la cantina y le dijo con voz amable:

—Te llamaré Shandril Shessair, pues es tu verdadero nombre. No lo olvides, porque tu nombre es algo precioso.

Entonces Shandril le preguntó con voz temblorosa:

—¿Me llamaron así mis padres?

Gorstag sacudió apenas la cabeza y le dijo con una triste sonrisa:

—En los reinos, pequeña, puedes tomar cualquier nombre que puedas llevar. Cuídate de llevarlo bien.

Sí, Gorstag había sido bueno con ella, y La Luna Creciente era como él: amable y buena, bien trabajada y llanamente honrada... y un montón de trabajo duro. Día tras día de duro trabajo. Era su jaula, pensó Shandril con rabia alcanzando otra fuente mientras el sudor le corría por la espalda.

Con cierta sorpresa, vio que ya no había más platos. En su enojo, había estado lavando y restregando como una loca, y ahora estaba todo hecho y todavía era pronto. Tenía tiempo suficiente para ponerse su vestido sencillo y echar una mirada a la cantina antes de cortar las hierbas para la comida. Antes de que Korvan pudiera entrar y darle más trabajo, Shandril desapareció danzando de puntillas con sus desnudos pies sobre los estrechos escalones del desván hasta su baúl.

Se lavó la cara y las manos en la palangana de agua fría que había dejado para Lureene, otra mujer joven que atendía en las mesas y compartía la buhardilla-dormitorio con ella, salvo las noches en que tenía un hombre y Shandril era desterrada al sótano por propia seguridad. Se cambió de ropas y se deslizó rápidamente escaleras abajo y a lo largo del corredor hasta la desierta cantina. Sabía que Gorstag estaría ocupado con la comida y habría encendido ya el fuego para la noche. Una partida de aventureros había venido de Cormyr hacía un rato y Gorstag estaría atareado. Las losas estaban frías bajo sus pies.

La bodega estaba caliente y humeante. Hasta allí llegaba la luz procedente del crepitante hogar y de varias antorchas chisporroteantes colocadas en las paredes y encapuchadas de hierro ennegrecido. Las sombras saltaban sobre las paredes y sobre las grandes vigas que, por encima de su cabeza, recorrían la bodega a lo largo aguantando los dormitorios de los pisos superiores sobre sus poderosas espaldas. Escenas pintadas en descoloridos y raídos cuadros parecían vivir y moverse con el vacilante juego de luz. Allí se recordaban las principales acciones de los héroes de los valles y las glorias de batallas libradas mucho tiempo atrás. Enormes mesas de oscuras tablas de roble con rechonchas patas toscamente talladas abarrotaban la habitación y, alrededor de ellas, había sencillos y lisos bancos y robustos sillones recubiertos de cuero gastado.

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