Fuego mágico (6 page)

Read Fuego mágico Online

Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
2.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

La Lanza Luminosa resplandecía ahora en las manos de Burlane, quien volvió a pasársela a ella.

—Nunca te quedes parada en una lucha —fue todo cuanto le dijo. Y, cuando él levantó la cabeza para mirar detrás de ella, Shandril descubrió en su cuello la línea blanca de una vieja cicatriz que no había visto hasta entonces.

La niebla se había disipado ya lo suficiente para revelar, desparramados por el suelo, los cuerpos exánimes de los guerreros enemigos caídos. Delante de ellos, en pie, los guerreros de la compañía se inclinaban jadeantes sobre sus armas. Thail parecía preocupado cuando se volvió hacia Burlane.

—Tal vez pueda utilizar mis artes para sumir a algunos en el sueño —dijo—, pero quedan demasiados..., más que demasiados.

Shandril sabía que estaba en lo cierto. Los extranjeros habían retrocedido ante las espadas de la compañía para reagrupar sus fuerzas y atacar todos a una. Shandril había contado casi veinte hombres, vestidos con trajes de cuero o cotas de malla. Ninguno llevaba insignia ni blasón alguno, y todos iban armados. Parecían ir encabezados por un fornido guerrero que llevaba un yelmo oscuro. A una señal suya, los hombres se abrieron hasta formar una larga media luna en torno a la compañía y comenzaron a avanzar lentamente hacia ellos.

Shandril se volvió hacia Burlane para advertirle que retrocediera, que echaran a correr al instante; pero, en cuanto sus ojos vieron su cara —tranquila, resuelta y algo triste—, el grito se apagó entre sus labios. ¿Adónde podían correr? De nuevo se volvió a mirar a sus enemigos. Tantos, tan resueltos a matarla... Más allá de su sobrecogedora línea, que avanzaba muy despacio, más hombres sostenían las riendas de una veintena de mulas, todas ellas cargadas como la primera que habían visto. No había escapatoria. Shandril, con su hombro palpitando de dolor, agarró con firmeza la Lanza Luminosa decidida a complacer a Tempus, el dios de la guerra, aun cuando Tymora, la diosa de la suerte, les hubiese vuelto la espalda. Jamás debía haber dejado a Gorstag y La Luna Creciente... Pero lo había hecho, y tenía que salir de ésta como fuera. Sólo esperaba no salir corriendo.

—¡Clanggedin! —gritó Delg con ronca voz como si lo hiciera al suelo, junto a sus pies. Y clavó en él su hacha—. ¡Padre de la Batalla, haz que éste sea un buen combate!

Entonces sacó la maza de guerra que llevaba en su cinturón y golpeó fuertemente con ella en el hacha produciendo un vibrante sonido metálico, un sonido que resonó en torno a ellos antes de alejarse. Para gran asombro de Shandril, Delg empezó a cantar. El hacha brillaba y lanzaba destellos a sus pies. Y, entonces, se elevó muy despacio en el aire delante de él.

La compañía entera, y lo mismo sus enemigos, miraron estupefactos. Delg, con su curtido rostro mojado por las lágrimas y su voz quebrándose mientras cantaba, extendió su achaparrada mano y el hacha ascendió hasta alojarse dentro de ella, titilando con una luz que antes no poseía. Delg pareció crecer y fortalecerse. Su barba sobresalía desafiante y la maza que sostenía en la otra mano comenzó a relucir tenuemente. Pero su luminosidad crecía y se intensificaba a medida que él cantaba, hasta que su resplandor se hizo parejo al del hacha que se erguía delante de ella.

El enano comenzó a avanzar entonces cantando viejas baladas con su áspera voz. El orgullo, el respeto y la gratitud emanaban de sus canciones mientras Ferostil y Rymel se adelantaban también para unirse a él.

Shandril miró a Burlane y susurró:

—¿Hace esto cada vez? Quiero decir... —y se calló, azorada por el centelleo de sus ojos. De pronto, Burlane estalló en sonoras carcajadas y la estrechó entre sus brazos, y ella se sintió estúpidamente feliz. «Ah, pero si uno ha de morir», le parecía oír ahora la voz de un viejo sacerdote errante de Tempus que a veces se detenía en la posada, «es mejor morir por una buena causa, luchando hombro con hombro con buenos amigos».

Este pensamiento trajo consigo un súbito estremecimiento, y Shandril levantó la reluciente punta de la Lanza Luminosa ante ella y estiró su cuerpo hacia arriba. Más allá de la pisoteada hierba, los guerreros enemigos intercambiaron a gritos algunas órdenes y respuestas y comenzaron a avanzar a la carrera con las armas dispuestas para matar. Delg seguía cantando.

El brillo de las armas del enano aumentó hasta volverse deslumbrante y, después, se desvaneció de repente al tiempo que la niebla desaparecía.

Grande era el movimiento que se veía a la súbita luz de la mañana. Entre los dos bandos contendientes, de pronto, aparecieron dos recién llegados. Uno era alto y bien parecido, vestido de verde. En su cadera llevaba enfundada una gran espada y, posado sobre su hombro, un halcón gris. Tenía una fácil y larga zancada aunque era obvio que aminoraba el paso para ir a la par con su compañero.

Este último era un hombre anciano con una larga barba cuyos ojos brillaban con aguda inteligencia y buen humor. Llevaba un sencillo hábito marrón con una media capa gris hecha jirones y, por su pecho, se veían abundantes manchas secas de vino y comida derramados. Hablaba a su compañero con una voz cascada y fastidiosamente distinguida y, cuando ambos estuvieron lo bastante cerca, Shandril pudo discernir lo que decía.

—... Lanza de Plata me dijo con toda claridad, Florin, que, si quedaba algún elfo para recibirnos en alguna parte del Reino Elfo, nos recibirían
aquí
, y nunca he oído que los elfos...

Su compañero había distinguido a los dos grupos de combatientes en la niebla. Lanzando rápidas miradas alrededor, hizo ademán de sacar su espada. Pero el anciano seguía caminando a su lado.

—... fueran indignos de crédito u olvidadizos, te lo aseguro. Nunca. Dudo muchísimo de que lo hayan sido tampoco en esta ocasión, digan lo que digan otros. Hace quinientos inviernos que los conozco y...

El alto guerrero tiró con suavidad del hombro de su compañero.

—Ah, Elminster... —lo interrumpió, con la mano en la empuñadura, mientras observaba a la veintena de guerreros que avanzaban a su izquierda y a los seis esperando a la derecha—. ¡Elminster!

—... aunque eso sea bastante poco tiempo para un elfo, es lo bastante largo para que estos ojos y oídos puedan medir... ¿eh? Sí, ¿qué sucede? —Irritado, el anciano echó una mirada alrededor siguiendo el ágil dedo indicador del guerrero hacia derecha e izquierda.

Observó la Lanza Luminosa en manos de Shandril y, seguidamente, pareció hacer intención de detenerse y asentir con la cabeza cuando vio a Delg. Entonces, deteniéndose por completo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El guerrero a quien el anciano había llamado Florin se volvió obedientemente hacia la compañía con su espada a medio desenfundar. ésta brillaba con una luz propia blanco-azulada. No hizo nada más, sino que permaneció vigilante examinándolos a todos con ojos cautelosos. Shandril pensó que ahí había un hombre a quien otros hombres seguirían hasta la muerte y obedecerían con amorosa lealtad. La compañía permaneció quieta.

El mago llamado Elminster entonaba unos cánticos mientras sacaba de sus ropajes dos objetos demasiado pequeños para distinguirlos y los unía. Sus manos se movían con una curiosa y suave elegancia. De pronto, separó sus manos con brusquedad. Una luz latió entre ellas y los objetos desaparecieron. Elminster se situó frente a la línea de guerreros que avanzaba, abrió sus brazos de par en par y pronunció una palabra en voz baja.

Los guerreros se detuvieron a muy poca distancia ya del viejo mago, con su deslumbrante fila de espadas. Entonces, vacilaron y se batieron en súbita retirada. Primero se lanzaron a una desigual carrera, volviéndose una y otra vez y expresando a gritos su confusión y, enseguida, fueron cogiendo velocidad. Maravillada, Shandril contemplaba a mulas, mozos y guerreros poniendo pies en polvorosa a la vez que gritaban de rabia y frustración y blandían desordenadamente sus armas. La niebla se los tragó antes de que sus gritos se desvanecieran.

El viejo mago siguió caminando como si nada. El majestuoso guerrero se detuvo un momento a mirar tras los guerreros que Elminster había repelido y luego apretó el paso para ponerse a la altura de su compañero mientras lanzaba una larga mirada a la compañía. Shandril observó que los verdes ojos del halcón que llevaba sobre el hombro no se habían despegado en ningún momento de ellos. Elminster volvió a mirar la Lanza Luminosa, hizo un gesto de «marchaos» a la compañía con el dorso de sus dedos y se adentró a grandes pasos en la niebla.

—Ahora, como iba diciendo, ella dijo que debía esperar encontrarlos en las orillas del Sember, y que yo sepa, jamás Lanza de Plata ha hablado falsamente. Muchas veces...

Cuando ya la niebla los estaba tragando a ambos, el alto guerrero lanzó su mirada tranquila hacia ellos una vez más, y Shandril podría haber jurado que guiñó un ojo.

La compañía permaneció durante unos momentos en perplejo silencio y, después, Burlane arrastró con él a la muchacha hasta donde estaban los demás.

—¡Vamos! —susurró—. ¡Delg! ¡Ya basta! ¡Clanggedin te ha oído! ¡Vayámonos, antes de que vuelvan!

—¿Quién era ése?

—¿Irnos? ¿Adónde?

—¡Sí, mientras podamos!

—¿Habéis visto eso? ¡Algo maravilloso!

—¡Más tarde! —dijo Burlane con tono perentorio, y la compañía se calló—. Gracias, Delg. ¡Ahora, no desperdiciemos la buena suerte que Clanggedin nos ha dado! ¡Delg, registra los cuerpos! ¡Thail y Rymel, recoged los caballos! Estad de vuelta antes de que cuente seis. Entonces, a volar de aquí.

—¿Qué? Des...

—Más tarde —dijo Burlane, y se marcharon.

No encontraron ninguna moneda en los cuerpos, sin embargo, y las armas no eran tan buenas como las suyas. Unas pocas dagas de repuesto y un buen par de botas no demasiado grandes fue todo su botín.

Burlane había guardado la Lanza Luminosa mientras los otros registraban. él y Shandril vendaron el hombro de Ferostil con tiras de ropa. Rymel y Thail estuvieron muy pronto de vuelta con los caballos, que apenas se habían alejado.

Burlane señaló hacia adelante y a la derecha.

—Iremos por allí —dijo—. Rápidos y, a toda costa, silenciosos. Esperarán que huyamos. Unos hombres tan numerosos y tan dispuestos a matar no esperarán que los persigamos —y emprendió camino adelante.

—¿Qué? —susurró enojado Ferostil—. ¿Largarnos sin conseguir nada? Había dinero en esa mula, ¡tal vez en todas ellas! ¿Qué...?

—Más tarde —dijo de nuevo Burlane, casi con dulzura, pero Ferostil se amedrentó como si le hubiera clavado una espada—. No tengo intención de dejar marchar un tesoro, ni tampoco de dejar pasar a aquellos que derraman nuestra sangre sin siquiera darnos un saludo. Nuestro explorador los rastreará. Nosotros los seguiremos y los cazaremos cuando la muerte no sea una respuesta tan cercana y segura. —Y lanzó una sonrisa a Shandril mientras avanzaban con presteza sobre la hierba—. ¿Qué hay, pequeño explorador? Tengo un trabajo para ti... muy peligroso. ¿Lo harás?

Todos los rostros se volvieron hacia ella, curiosos y expectantes, sin dejar de caminar. Shandril enrojeció y, después, haciendo caso de la sonrisa e ignorando la advertencia de peligro, respondió con firmeza:

—Sí. Dime qué y cómo, y yo lo haré.

—Bien dicho —aprobó Burlane con una sonrisa—. Es algo sencillo y, sin embargo, será difícil con esta niebla. Escóndete —tumbada boca abajo era la forma habitual de Lynxal— y espera cerca del lugar donde combatimos. No cerca de los cuerpos, ten cuidado, pues ellos los registrarán. Vigila de cerca y en silencio. Ven tras nosotros tan sólo si no han vuelto antes de que te entre el hambre. Yo creo que volverán pronto, y esperando encontrarnos.

—Entonces tú los sigues sin que te vean. Regresa a nosotros si acampan, o cae la noche, o van a donde tú no puedas seguir. Trataremos de mantenernos próximos, pero no puedo prometerte nada con esta niebla. Recuerda, nada de lucha, sólo ojos y oídos. ¿Entendido?

El asentimiento de Shandril arrancó otra dolorosa sonrisa al rostro del guerrero:

—Bien, pues, basta de charla. Dame tus riendas y espera aquí. Que Tymora y El Que Vigila por encima del Hombro de los Ladrones te sonrían.

Burlane no nombró al dios Mask. Para aquellos que no adoran al patrón de los ladrones, pronunciar su nombre traía mala suerte.

Shandril se estremeció un poco ante la idea de lo que podía ser la ayuda de un dios maligno y miró cómo el resto de la compañía se alejaba con paso ligero hasta que se perdieron en la niebla. Mejor confiar en Tymora, la Dama Fortuna, por caprichosa que la fortuna pueda ser. De pronto, recordando las instrucciones de Burlane, se arrodilló en la hierba mojada ignorando el dolor que aún tenía en el hombro. El rocío daba un brillo gris plateado a la hierba. Shandril extendió el faldón de su capa por delante y se tumbó a esperar sobre ella. El invisible sol iluminaba la niebla dejando ver el suelo en unos cuantos pasos a la redonda. La hierba mojada le hacía cosquillas en la nariz.

Shandril miraba atentamente a su alrededor. Apenas había escapado hoy mismo de la muerte... y allí estaba de nuevo, esta vez sin ningún Elminster que la rescatase con su magia si los veinte guerreros, con su tesoro y todo, le echaban la vista encima. Se estuvo muy quieta.

De improviso se sobrecogió al distinguir a un guerrero que emergió de la niebla a unos cuarenta pasos de ella. Después vino otro, y otro, y todos le sonaban familiares a Shandril. Aquellos hombres de los que ignoraba hasta el nombre volvían ahora libres de la magia del hechicero. Avanzaban con cuidado entre la hierba, con las armas preparadas, estrechamente agrupados y sin hablar.

Shandril intentó llevar la cuenta. No quería salir deslizándose tras ellos para encontrarse con otros detrás de sí. Sí la atrapaban, pensó con un súbito escalofrío, una muerte rápida sería un amable final. ¿Aventura? Sí, aventura...

Estiró su cuello en silencio y se puso a contar a los guerreros que pasaban por delante de ella como sombras reptantes: dieciséis, dieciocho, veintiuno. Ahora pasaban las mulas, todas cargadas con cofres y sacos de lona. Shandril contó quince antes de que terminase la procesión. Continuó inmóvil por unos instantes más, ya que temía hubiese una retaguardia.

Su precaución se vio recompensada cuando seis sigilosos espadachines se hicieron visibles, todos mirando acechantes a su alrededor con la espada en ristre. Uno de ellos parecía tener los ojos clavados en ella mientras pasaban. Shandril permaneció inmóvil, esperando con toda su alma que éste no se revelara demasiado curioso o demasiado diligente. No lo fue. Los dioses estaban con ella. Respiró temblorosamente y esperó a tomar dos buenas bocanadas de aire y recobrar el aplomo antes de empezar a deslizarse tras ellos.

Other books

The Hidden Oasis by Paul Sussman
Trickster by Steven Harper
The Final Storm by Jeff Shaara
The Forrests by Emily Perkins
Sorrows and Lace by Bonnie R. Paulson, Brilee Editing
Super by Jim Lehrer
Ride Hard by Evelyn Glass
Oddfellow's Orphanage by Emily Winfield Martin
Traveling with Spirits by Miner, Valerie