Authors: Ed Greenwood
Antes de que el Muy Magnifícente Mago pudiera coger aire, sin embargo, uno de la compañía de aventureros se volvió hacia otro diciendo:
—¡Rymel! ¡Una historia! ¡Cuéntanos una historia!
—¡Sí! ¡Una historia! —corearon los otros compañeros.
—Pues, no sé... —vaciló Rymel, pero se vio ahogado por un clamor de protestas—. ¿Qué queréis que os cuente? —preguntó Rymel—. ¿De qué puedo hablar?
—¡Vamos, hombre, tú sabrás! Cualquier cosa. Tú, Delg —añadió el hombre dirigiéndose hacia el enano—, elige. Tú sabes más de los días de antaño y...
—Cosas raras, sí —dijo con acritud el enano de la compañía—. Y raro yo, también, ¿no? —y apagó las protestas con sus risotadas. Luego sopesó su bebida y dijo—: Bien, Rymel, si quieres, cuenta la historia de la última carrera de Verovan. Hace mucho que no la cuentas y me gustaría oírla otra vez.
Narm observó cómo Marimmar, quien había desistido de su intención entre bufidos y carraspeos, olvidaba su vanidad al oír la solicitud del enano y se inclinaba interesado hacia adelante. Las dos damas que habían defendido a Ghondarrath callaron también y se volvieron a escuchar. El bardo Rymel echó una mirada alrededor y, viendo todos aquellos rostros atentos, dijo con lentitud:
—Bien, sea pues. Es una historia pequeña, no creáis; no se trata de una gran saga de amor, batallas y tesoros.
—Cuéntala —invitó con sencillez la dama de nombre Sharantyr desde el otro extremo de la habitación.
Rymel asintió, y comenzó a hablar quedamente. Sólo el crepitar del fuego rompía el silencio total que se hizo en la cantina mientras todos los presentes se inclinaban para oír mejor.
El bardo era bueno, y sus tranquilas palabras evocaron la trágica historia del último rey de Westgate ante el sobrecogimiento de todos. Todos estaban pendientes de sus palabras en aquella acogedora estancia donde colgaba la vieja hacha.
El ánimo de la noche había cambiado; el peligro había pasado y estaba olvidado. Gorstag aparecía de nuevo afable y tranquilo. Y Marimmar nunca contó su historia...
La Compañía de la Lanza Luminosa bebió mucho y se retiró tarde a su alcoba. Rymel, que había dejado su laúd arriba con los bultos de viaje, había embarcado a toda la parroquia en una veintena de baladas sólo con su estupenda voz. Delg, el enano, había perdido su daga favorita en alguna parte y estaba irritado y receloso. Ferostil, el fornido luchador, estaba muy borracho y, como de costumbre, lanzaba groseros chistes verdes a voz en grito, y el brujo Thail, sobrio y ceñudo, lo guió escaleras arriba con abundantes suspiros y miradas de reproche.
—échame una mano, Burlane —solicitó después de que Ferostil casi se cayera encima de él—. Este patán es casi tan grande como tú.
—Voy —dijo su líder con tono bonachón—. Ya hemos perdido bastante esta noche —y se inclinó para pasarse el brazo de Ferostil por encima de sus hombros—. Vamos allá, León de Tempus —dijo levantándolo con fuerza—. Y bien, ¿dónde está esa habitación?
—Es ésta —dijo el brujo empujando la puerta con el pie.
Dentro, todo parecía tal como lo habían dejado: bultos desparramados por toda la alcoba y capas tiradas sobre las perchas. Sólo había una antorcha encendida.
—¡Mi lanza! —clamó de repente Burlane—. ¿Dónde está la Lanza Luminosa?
Buscaron alrededor, alertas al instante, pero no había lugar en la habitación que pudiera ocultar su parpadeante resplandor. Su mayor tesoro había desaparecido.
—¡Por todos los dioses! —vociferó Burlane—. ¡Desharé en pedazos esta posada si hace falta! ¡Ese bastardo ladrón del posadero! ¡Delg, rápido, ve a exigir que te la devuelvan! ¡Thail, ve a echar una ojeada a los caballos! ¿Falta alguna cosa más?
—Sí —dijo el brujo con voz apagada. Sus manos temblaban sobre su mochila abierta—. Todos mis conjuros. —Su cara estaba pálida. Se sentó en la cama de pronto con la mirada perdida, aturdido.
—¡Thail! —rugió Burlane sacudiéndolo—. Vamos, tenemos que...
—Mi hacha también —sonó la agria voz del enano interrumpiendo la rabia de Burlane—, y tampoco veo rastro alguno de nuestra cédula real ni del escudo de Ferostil. ¿Rymel?
El bardo estaba allí de pie, mirando tristemente su equipaje. Sus hombros encogidos y sus manos vacías les decían que su laúd también había desaparecido. Los hombres de la compañía se miraron sin decir palabra. Todo lo más apreciado y más valioso había desaparecido.
Unos golpes en la puerta vinieron a romper aquel perplejo silencio.
Delg estaba más cerca de ella. Con recelo, abrió la puerta de par en par de un empujón esperando problemas. Por encima de su peluda cabeza, vieron todos el pálido y solemne rostro de una muchacha de grandes ojos oscuros. En una mano, llevaba la cédula real extendida por el rey de Cormyr. En la otra, sostenía la lanza que irradiaba una luz parpadeante de color azul pálido. Entró con calma en la habitación pasando por delante del atónito enano, aclaró su garganta en medio del tenso silencio y dijo con cierta dulzura:
—Entiendo que necesitáis un ladrón.
Si trabajos y peligros es lo que siempre hay a mano, ¿para qué la aventura? Hay algo en la especie humana que lleva siempre a algunos a semejantes locuras, mientras el resto de nosotros se beneficia de las riquezas, el conocimiento y los sueños que éstas nos traen. ¿Por qué otra cosa se toleraría a esos idiotas peligrosos?
Helsuntiir de Athkatla
Reflexiones
Año de la Serpiente Alada
La Compañía de la Lanza Luminosa tenía seis miembros. El alto guerrero Burlane llevaba la mágica Lanza Luminosa y dirigía la compañía. Un espadachín más joven cabalgaba siempre con él, el alegre Ferostil. Delg, el enano, era también un guerrero. Su constante compañero era Rymel, el bardo, probablemente el más inteligente de todos. El brujo Thail difería claramente de sus más jóvenes y ruidosos compañeros. El último, mas no por ello menos importante, miembro de la compañía era el ladrón, un tal Shandril, un «zagal» de ojos brillantes y dulce hablar vestido con unos viejos calzones mal ajustados y una túnica llena de remiendos.
Había faltado poco para que la matasen cuando hizo su aparición ante la puerta con los objetos desaparecidos, que ella les había robado mientras las damas Storm y Sharantyr se enfrentaban a la compañía en la cantina. Tras enfriarse su furia inicial, gracias a la risa de Rymel, sólo Delg había protestado contra su incorporación; pero el guerrero —con la misma mirada ávida en sus ojos que tenía Korvan— parecía entusiasmado. Hasta el momento, sin embargo, Ferostil no la había molestado.
Shandril se había ido furtivamente de la posada aquella misma noche para esperar a la compañía entre los árboles al borde del Valle Profundo, dejando sólo una nota garabateada de prisa para Gorstag. Había pasado largas y ansiosas horas en la oscuridad entre las pequeñas criaturas del bosque que susurraban y correteaban invisibles alrededor de ella, temerosa de que la compañía pudiera cambiar de parecer y partir sin ella. El corazón de Shandril había saltado de alegría cuando vio acercarse a sus nuevos compañeros a través de la niebla del amanecer llevando el caballo vacío de Lynxal para ella. Tanto había temblado de emoción que apenas pudo hablar, pero se las había arreglado de alguna manera para colocarse en la silla a pesar de que jamás había montado a caballo. Se sintió aliviada cuando descubrió las armas y enseres del ladrón muerto sujetos con firmeza a la silla con correas, aun cuando no tenía ni idea de cómo se utilizaban. Sencillamente, tendría que aprender... ¡y rápido!
No había cogido nada de la posada, salvo las ropas que llevaba y el bonito vestido que Gorstag había mandado hacer para ella. Robar a éste habría sido una mala manera de pagarle por su amabilidad, y Shandril no era una ladrona de vocación.
Aquella noche se preguntaba si sería también una buena ladrona con los ojos de la compañía delante para juzgarlo. Tenía los brazos doloridos de tanto agarrar las riendas y el arzón delantero, y las piernas le dolían todavía más. El roce había dejado en carne viva algunas partes de sus muslos y, cuando llovía y al mismo tiempo soplaban fríos y cortantes vientos, Shandril se preguntaba por qué se le habría ocurrido jamás abandonar el cálido y seguro refugio de La Luna Creciente.
A la mañana siguiente, con el corazón ligero y libre, ya sabía por qué lo había dejado. A su alrededor se extendía por todas partes la verde penumbra de los bosques profundos donde, según contaban los hombres, sólo los elfos caminaban hacía escasos veranos. Allí donde mirara, veía cosas nuevas y maravillosas. Cuando Burlane había cambiado el curso tras una deliberación en la que Rymel y Thail fueron los que
más
hablaron, Shandril había temblado ante la simple libertad de elección.
Había otra razón para marcharse de la posada y empezar una nueva vida. Por primera vez en su vida, tenía amigos a su alrededor. Oh, Gorstag y Lureene habían sido sus amigos, sí, pero siempre estaban ocupados, siempre dejándola a toda prisa para hacer algo que no la incluía a ella. Pero ahora tenía amigos que cabalgaban con ella y lucharían con ella y estaban allí todo el tiempo. Su hambre de libertad y amistad la había empujado a dar ese paso crucial, a escurrirse hasta la larga alcoba y llamar a la puerta para enfrentarse a la Compañía de la Lanza Luminosa. Incluso en la cantina, cuando esta amistad podría haber significado la muerte del temperamental viejo Ghondarrath y ellos se habían comportado de forma ruidosa e irrespetuosa, incluso entonces, ese sentimiento la había hecho temblar: la pertenencia, la confianza.
Uno de los suyos se encontraba en peligro. Todos a una, se habían levantado a ayudarlo enfrentándose a lo que fuera, sin reparar en reglas ni costes. Por encima de todo en el mundo, eran compañeros, y cada uno levantaba su espada para defender a los otros por débil que fuera. Eso es lo que ella era, la más débil de la compañía, la que no tenía ni la menor experiencia ni armas ni ardides mágicos de los que poder alardear. Ni siquiera era un ladrón de verdad. Desde luego, la más débil de la compañía.
Pero era de la compañía, un miembro digno y completo que, la noche siguiente, zurcía sus calzas junto al fuego como cada uno de ellos, en una tierra salvaje, y luego, con el frío y la niebla del amanecer, se lavaba completamente vestida en un arroyo helado como hacían los demás. Shandril había cambiado el enmarañado y grasiento aspecto anterior de su pelo recogiéndoselo por atrás en una simple cola de caballo con una tira de cuero rota que era de Delg. Aun cuando era la única mujer y a menudo las bromas apuntaban hacia ella cuando, con la cara roja, salía de entre la maleza de hacer sus menesteres, ella
pertenecía
al grupo. Ellos eran sus compañeros, su familia, y sería capaz de morir por ellos.
La compañía había abandonado el Valle Profundo y, de inmediato, se adentraron en los bosques con dirección norte, hacia el lago Sember. Por los viejos relatos oídos en Suzail, el brujo Thail había sabido que los elfos habían vivido en gran número en las orillas del Sember durante más de dos mil años. Aun cuando éstos no hubiesen dejado atrás nada de valor, el lago Sember se encontraba en el camino hacia Myth Drannor, y explorarlo les serviría de práctica para cuando alcanzasen la ciudad en ruinas. La compañía había encontrado buenas sendas en aquellos bosques y, durante días, cabalgaron sin vacilar hacia el norte. La caza era abundante. El bosque nunca estaba silencioso en torno a ellos, pero nunca vieron a hombres ni otras criaturas peligrosas de gran tamaño. Por fin el bosque se hizo menos tupido delante de ellos y divisaron el lago Sember.
Las aguas del lago eran azules, profundas y muy tranquilas, y las nubes se reflejaban en ellas como en un espejo. En la orilla, el agua parecía tan clara como el cristal. Distinguieron el fondo, que se perdía de vista a medida que se alejaba, así como las largas, oscuras y silenciosas extremidades de un árbol sumergido y el correteo de un pequeño cangrejo que huía hacia aguas más profundas.
La compañía guardó silencio mientras contemplaba el lago Sember. Todos ellos sabían por qué había sido tan especial para los elfos. Siguiendo con la vista su gran largura, vieron una garza gris elevarse a lo lejos desde la orilla y volar en silencio sobre el lago, para desaparecer después entre los árboles.
El aire se había hecho más frío y Shandril estaba temblando. El gran Burlane miró bruscamente hacia arriba y dijo:
—Debemos ir hacia el este. Espero que esta noche podamos acampar donde el río Sember abandona el lago. Vayámonos.
La compañía giró hacia el este y avanzó sorteando los árboles, pero manteniendo siempre el agua a la vista. No deseaban perderse ahora y errar de nuevo hacia el sur. La niebla comenzó a congregarse en blancos remolinos a lo largo de la orilla a medida que el frío aumentaba. Pequeñas columnas de ella se adentraban como tentáculos por entre los árboles, y el cielo se volvió gris plateado. Burlane apremió al grupo. Shandril encontró una capa en las alforjas de su montura y agradecidamente se la echó encima de sus helados brazos y hombros.
Delante de ellos, en alguna parte, un pájaro cantaba entre los árboles. Su llamada no resonó, sino que se desvaneció en el aire. Mirando alrededor en la cada vez más densa oscuridad, Shandril observó que Ferostil había desenvainado en silencio su espada. El bosque se hacía cada vez más espeso y el suelo más desigual, de modo que continuaron a pie.
—Atentos todos —ordenó Burlane en voz baja.
Todas las espadas se desenvainaron a su alrededor. Shandril sacó también su larga y delgada espada y la agarró con firmeza. Hecha para su predecesor, Lynxal, el arma era un poquito demasiado pesada para ella. Con ello no se sintió más segura; la niebla se cerraba en torno a ellos.
De pronto se oyó un grito agudo, extraño, desconocido, como si viniera de muy lejos. Los caballos resoplaron y se movieron inquietos. Al mirar a sus compañeros, Shandril se dio cuenta de que también ellos estaban desconcertados por el sonido. Y tampoco era ella la única asustada.
Como por acuerdo espontáneo, la Compañía de la Lanza Luminosa esperó en tenso silencio, pero el grito no se repitió. Shandril musitó una pequeña oración por la gracia de Tymora, diosa de la buena fortuna. Por fin, Burlane ordenó de nuevo el avance con un silencioso movimiento de su cabeza. Contentos de moverse otra vez, todos ellos llevaron sus húmedas manos a las armas y las riendas y condujeron sus caballos a través de la espesa muralla de niebla.