Authors: Ed Greenwood
éste la miró con una amplia y malévola sonrisa. Sus ojos negros brillaban con una amenaza de muerte. Ella tomó aliento para gritar mientras un miedo incontrolado crecía y la ahogaba desde su interior.
He conocido el abatimiento del alma que trae consigo la derrota, y el dolor ardiente y desgarrador de las heridas profundas... y no lo habría hecho de otra manera. Cosas tan oscuras hacen que los lugares luminosos ardan aún con mayor luminosidad.
Korin de Eterna Primavera
Cuentos Narrados en la Calidez del Hogar
Año del Tizón Flameante
—No..., no emitas el menor sonido —advirtió el hombre vestido con hábito—. No hables, ni lances ningún conjuro. No utilices el fuego mágico, Shandril Shessair, o dejaré caer la roca sobre la cabeza de tu esposo. —Sus ojos taladraron los de ella—. No se te ocurra tratar de engañarme o cogerme desprevenido —añadió el hombre con calma—, pues no soy tan idiota... y esa piedra difícilmente puede errar su blanco.
Shandril permaneció sentada en su montura con un miedo frío descendiendo lentamente por su espina dorsal. Se quedó mirando con fijeza al mago y se preguntó por un instante quién sería éste. ¿Cómo vencerlo y liberarse?, fue el grito que sonó en su mente. ¿Cómo librarse de él?
—Yo soy Malark —dijo el hombre con frío orgullo—, del Culto del Dragón. He venido en busca de venganza, y la tendré —sus ojos chispearon—. Baja de tu caballo despacio y quédate justo donde pongas pie en tierra, o tu esposo morirá.
Shandril procedió según le había ordenado, sin apartar en ningún momento sus ojos de los de él. éste la observaba con la fría paciencia de una serpiente.
—Túmbate lentamente en el suelo. Primero de rodillas y luego tendida boca abajo con los brazos extendidos hacia mí. No toques arma alguna. —Shandril obedeció con el corazón encogido y apretó su cara contra el rocoso suelo—. Bien —dijo la voz con frialdad—. Separa bien los brazos y las piernas. No intentes levantarte.
él estaba más cerca ahora. Shandril hizo lo que le pedían, preguntándose si tendría el suficiente coraje para aguantar. En silencio, reunió fuego mágico dentro de sí, mientras Malark se paseaba en torno a ella, manteniéndose a una prudente distancia. Una ira caliente llenó el pecho y garganta de la joven. Miró con furia la hierba que tenía ante los ojos y sintió que comenzaba a arder por dentro. Contuvo rápidamente su fuego y permaneció a la espera, preparada. «¡Tymora, ayúdame!», pensó.
—Nos has costado mucho, Shandril Shessair. Shadowsil, el dracolich Rauglothgor, su guarida y la torre fortificada que había sobre ella con todos sus tesoros, el dracolich Aghazstamn, muchos adoradores devotos... ¡Nos debes el coste de todo esto! El precio es tu fuego mágico... eso, y tu servicio y el de tu esposo. O nos sirves, o mueres. No te muevas —y la fría voz empezó a murmurar conjuros.
«Que los dioses me ayuden —pensó Shandril—. ¿Qué va a ser de nosotros? No hay caballeros que nos puedan rescatar, ahora.»
El frío canturreo de Malark terminó con un repentino sonido gutural. Shandril, esperando absorber su conjuro, se quedó absolutamente inmóvil y, de pronto, rodó sobre sí misma con rapidez. Si esa roca cayese sobre Narm...
Pero Narm se encontraba ya a salvo a un lado, en las manos de un sonriente Rathan. Malark permanecía en pie mirándola con unos enormes ojos negros, y Torm sonreía por encima de su hombro.
Las manos del ladrón sostenían los extremos de la cuerda encerada que había ahogado el conjuro de Malark a medio pronunciar. Malark colgaba de la cuerda ahora, con una cara horrible y unos ojos frenéticos, agarrándose cada vez con más debilidad a la cuerda que rodeaba su garganta. Las pupilas de Malark rodaron hacia arriba hasta esconderse en el cráneo, y sus piernas comenzaron a doblarse. Torm sostuvo tirante la cuerda mientras dejaba resbalar al mago hacia el suelo.
—Bien hallados —dijo alegremente el ladrón mientras daba la vuelta al cuerpo hacia un lado y recogía su daga con un rápido movimiento. E hizo una señal a Rathan con la cabeza—. Pronto, su monedero, antes de que esté completamente muerto... Estos condenados magos suelen tener conjuros programados para desencadenar toda suerte de calamidades a la hora de su muerte.
Rathan se inclinó obedientemente para ocuparse de la tarea.
—Eh, Shandril. Tu mozo está bien —dijo.
Shandril se quedó mirando la roca, hundida ahora en la hierba a pocos pasos de ella, y sintió un profundo escalofrío.
—Nada más que un pedazo de tela y un puñado de monedas de cobre —dijo Rathan a Torm.
—Sus botas —indicó Torm, sin dejar de sostener la cuerda tirante. El rostro de Malark estaba tan oscuro y horrible que Shandril apartó la mirada.
—¿Es... está muerto? —preguntó con un hilo de voz.
—Casi. Enseguida le corto la garganta... Después, señora, lo mejor será quemar el cuerpo por completo, o algún ingenioso bastardo del culto conseguirá hacerlo levantarse para que siga acechando detrás de vosotros. —Torm volvió sus ojos profesionales hacia las botas—. Prueba a ver en el tacón.
—¡Ajá! —dijo con satisfacción Rathan un momento más tarde mostrando seis monedas de platino—. ¡Hueco!
—Hmmmf —dijo Torm arrugando la nariz—. ¿Ninguna magia? Casi no vale la pena tanta molestia. Quítale el hábito, Rathan, y le cortamos la garganta y terminamos con ello.
—¿El hábito?
—Sí, el hábito. Donde tal vez esconda los componentes para sus conjuros, algunas monedas más y los dioses saben qué más... que pronto sabremos. ¡Vamos..., mis brazos se están empezando a cansar!
—¿Ah, sí? Imagínate que rodean a una ramera, y no tendrás problema —dijo Rathan con malhumor tirando del atuendo del mago. Luego dio un paso atrás y miró el cuerpo mientras Torm lo depositaba en el suelo con los dos extremos de la cuerda en un puño y una larga daga brillando siniestramente en el otro. Entonces sonrió a Shandril—. Vaya si eres importante —dijo—. Malark, uno de los dirigentes del Culto del Dragón. Un archimago por derecho propio. Ya puedes andar con ojo, ahora. Hay un montón de ratas como ésta en Sembia, has de saber, y hay una en el Valle Profundo, también...
—Sí —dijo Shandril—. Korvan.
Rathan asintió:
—Sí, ¡ése es su nombre! ¿Ya te han advertido, pues? Muy bien, ¡no lo estás haciendo mal, hasta el momento!
—Estupendo —dijo Shandril con amarga ironía mirando a Malark mientras Torm soltaba por fin la cuerda y lo pasaba a cuchillo con cruel velocidad. Su mirada se posó luego sobre Narm, quien todavía yacía silencioso en la hierba—. Oh, sí. Estupendo, sin duda —y rompió a llorar.
Rathan suspiró y fue hacia ella.
—Mira, pequeña —dijo incómodo—. Faerun puede ser un lugar cruel. A hombres como éste hay que matarlos, o te matarán ellos a ti. Y tampoco hay vergüenza alguna en ser derrotado por él. éste podría haber matado a cualquier de los caballeros en una lucha abierta. Era un archimago —dijo envolviéndola en su abrazo de oso—. ¿No tendrás sed, tal vez?
Los hombros de Shandril empezaron a agitarse, entonces, mientras la risa venía a reemplazar a las lágrimas. Estuvo un buen rato riéndose, y sin comedimiento ninguno, pero Rathan continuó sujetándola firmemente entre sus brazos; y, cuando por fin hubo terminado, levantó sus brillantes ojos y dijo:
—¿Has acabado, Torm? Creo que me gustaría liberar un poco de fuego mágico.
Torm asintió con la cabeza y se apartó del cuerpo. Entonces, Shandril levantó una mano y fustigó a éste con sus llamas, vertiendo hacia afuera toda su rabia. Un humo aceitoso se elevó casi de inmediato, y los caballos bufaron y se escamparon en todas las direcciones.
Torm y Rathan empezaron a lanzar gritos de desesperación mientras corrían detrás de los caballos; al mismo tiempo, Narm se daba la vuelta hacia un lado y soltaba un quejido y, luego, preguntó con debilidad:
—¿Shandril? ¿Qué..., por qué hiciste eso? ¿Acaso no te puedo besar?
—¡Podrían estar muertos ahora mismo! —dijo enfadada Sharantyr—. ¡Me voy a patrullar durante unos pocos días y, cuando vuelvo, me encuentro con que habéis dado el puntapié a dos de las personas más agradables que he hallado jamás! El uno luchando como puede con un arte a medio aprender, y la otra llevando dentro de sí un poder por cuya posesión o destrucción cada mago existente en los reinos estaría dispuesto a matarla, y ambos están lo bastante locos para buscar la aventura. ¡Y casados tan sólo hace unos días, además! ¿Dónde está vuestra amabilidad, caballeros de Myth Drannor? ¿Dónde vuestro buen juicio?
—Tranquila, Shar —dijo Florin con suavidad—. Se unieron a los Arpistas y deseaban seguir su propio camino. ¿Te gustaría a ti estar enjaulada?
—¿Enjaulada? ¿Acaso echa una madre a su hijo de casa sólo porque ha alcanzado las veinte noches de edad? ¡Tú los has enviado solos! —dijo volviéndose hacia Elminster—. ¿Qué dices, anciano brujo? ¿Pueden superar siquiera a un puñado de truhanes que les salga en el camino? ¿Truhanes que atacan por sorpresa en medio de la noche? ¡Dime la verdad!
—Jamás he hecho otra cosa —le contestó Elminster—. En cuanto al encuentro del que hablas, creo que te sorprenderías —y se sacó la pipa—. Además —añadió—, no están solos. No por ahora. Torm y Rathan cabalgaron tras ellos.
Sharantyr resopló.
—Enviaste a las más brillantes lanzas, ¿no? —dijo paseándose de un lado a otro con la espada rebotando en su cadera, y luego suspiró—. Muy bien. No están desprotegidos —y, cruzando los brazos, se recostó contra la pared al lado de la chimenea—. Los dioses escupan sobre mi suerte —dijo en voz más baja—. Quería decirles adiós, y no alejarme a caballo para no verlos más.
—Les irá bien, Shar —dijo Storm—, y regresarán de nuevo.
—Sharantyr plantea una importante cuestión, sin embargo —dijo Lanseril desde su silla—. La conveniencia de enviarlos solos, tan sólo con una brigada de rescate afanándose detrás de ellos, podría muy bien ponerse en tela de juicio —y levantó unos ojos pensativos hacia Mourngrym y Elminster—. Debo entender que considerasteis su escapada como un buen riesgo, mientras nosotros cabalgábamos hacia las colinas lejanas para distraer la atención ¿no?
Elminster asintió con la cabeza.
—Tenía que ser así. Piensa en eso, Sharantyr, y no estés tan enojada, muchacha.
—Cruzaron el valle sin pérdida ni percance ninguno —intervino Merith—, me dijo uno de los hombres que vigilaba la carretera por allí.
Sharantyr asintió.
—¿Y desde entonces? —inquirió. Merith se encogió de hombros.
—Yo eché una ojeada a Torm y Rathan ayer tarde —dijo Illistyl de pronto—. Estaban acortando a campo traviesa, al sureste del Valle de la Llovizna, y no se habían encontrado con nadie hasta entonces. Probaré otra vez esta noche.
—¿Pronto?
—Sí..., puedes verlo, si quieres. Tú también, Jhess, si no tienes un juego mejor en que ocuparte —y lanzó una significativa mirada hacia Merith, quien sonrió ampliamente— a tan tempranas horas de la noche. Podríamos necesitar tus conjuros, si hay peligro o alarma.
Jhessail se rió:
—Es buena cosa que sean los dioses quienes miran por encima de tus hombros para ver las diabluras que hacemos todos nosotros. Y que los dioses les sonrían a Narm y a Shandril. Serviría de tema para una larga y confusa balada.
Elminster frunció el entrecejo.
—La vida raramente es tan clara, tranquila y con un final feliz como en una balada —dijo, y se puso la pipa en la boca con aire resuelto. El fuego crepitaba y resplandecía en la chimenea. El sabio se quedó mirándolo pensativamente—. Es tan joven para manejar fuego mágico... —murmuró.
—Él yace dentro —dijo temeroso el acólito alejándose deprisa de la puerta.
Sememmon le dio lacónicamente las gracias y le ordenó:
—ábrela.
El acólito permaneció en indeciso silencio por un instante. Después, se deslizó de nuevo hacia adelante y abrió de par en par la pesada puerta de roble y bronce. Sememmon le indicó con un gesto que pasara. El acólito asintió con la cabeza y cruzó la puerta con rostro impasible. El mago lo siguió, por entre gruesas paredes de piedra, hasta una inmensa cámara que relucía con una tenue y misteriosa fosforescencia azul.
Aquél era el centro del Altar Negro, la Cámara Interna de la Soledad, donde se decía que uno se hallaba más cerca del dios. Las fuerzas del Alto Imperceptor no habían llegado a penetrar hasta allí, aunque Sememmon sentía una gran satisfacción oculta por el considerable daño que ya había presenciado. El sacerdocio necesitaría un buen tiempo para recuperar su fuerza, desde luego. Tal vez ya nunca lo hiciera, pensó Sememmon, si ciertos infortunios le acaeciesen ahora mientras se encuentran débiles y desorganizados.
Tales pensamientos cesaron cuando Sememmon terminó de entrar en la cámara. Enorme y oscuro, colgaba por encima de él un observador con su gran ojo central malévolamente fijo en él. El acólito se había dado la vuelta a toda prisa tras Sememmon. éste oyó el estampido de la puerta al cerrarse y el golpe de la pesada tranca al caer encajada en su sitio. Estaba prisionero. El tirano observador no era Manxam. Sememmon maldijo para sus adentros mientras se adelantaba a grandes pasos, ocultando bajo la capa unos dedos nerviosos que había llevado derechos a la empuñadura de su inservible cuchillo.
El suelo de la cámara era de mármol pulido. En el centro de aquel espacio frío e inmenso se erigía un trono negro, un trono a cuyo pie el Alto Imperceptor no se había sentado durante muchos y largos años. Era gigantesco, un asiento para un gigante; el asiento de un dios. Estaba ocupado.
Una tela de seda roja sobresalía de la negra piedra. Fzoul Chembryl yacía dormido sobre una cama situada junto al asiento divino, recobrándose tras los frenéticos esfuerzos curativos de los sacerdotes que servían a Bane bajo su mandato. Sememmon lo observó mientras se acercaba, inquietamente consciente —aunque sin atreverse a mirar hacia arriba— de que el tirano estaba avanzando con él, flotando por encima de su cabeza con su gran ojo mirando hacia abajo sin parpadear.
El mago se hallaba a no más de doce pasos de la base del trono, capaz de ver con claridad la escalerilla de cuerda por la que solían ascender los sacerdotes, cuando una voz profunda y retumbante dijo desde arriba:
—Has venido a encontrar muerte, Sememmon el Orgulloso, pero no has encontrado la muerte de Fzoul sino la tuya propia.
Sememmon pudo ver, mirando de soslayo hacia arriba mientras echaba a correr, el oscuro cuerpo del observador que descendía más y más hacia él. Los observadores estaban haciendo su propia puja para ganar el liderazgo de los zhentarim.