Fuego mágico (56 page)

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Authors: Ed Greenwood

BOOK: Fuego mágico
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—Ahora sí estamos completamente solos, amor mío —dijo Narm en voz baja—. Sólo nos tenemos el uno al otro.

—Sí —dijo Shandril—. Y eso bastará —y lo besó larga y profundamente antes de que se diera la vuelta, saltara sobre su silla y dijera con viveza—: ¡Vamos! ¡El sol no espera y debemos cabalgar!

Narm le lanzó una amplia sonrisa y corrió a ocupar su propia montura.

—¡A la orden, lanza-fuego! —exclamó al tiempo que montaba de un brinco.

Shandril levantó las cejas y, obedientemente, escupió una larga pluma de fuego rodante que se desvaneció justo delante de él. Los caballos bufaron y ella sonrió.

—Oh, sí —asintió—, pero también soy tu señora —y, entonces, miró hacia el oeste y se retiró el pelo de los ojos con una sacudida de cabeza—. Ahora —ordenó, levantando la barbilla—. ¡Vamos allá!

Y se alejaron veloces de aquel lugar, dejando en él tan sólo hierba pisoteada y silenciosos e invisibles guerreros espectrales.

Fuera, las estrellas brillaban con claridad en la fría noche, pero Elminster no las veía. Miraba en una titilante esfera de cristal que había sobre la mesa, delante de él, en el piso superior de su torre. Dentro del cristal vio una rica estancia con alfombras rojas y tapices de color rojo, plata y oro, un fuego que rugía en la chimenea y una dama sentada a una mesa con una bata negra hecha jirones que, a su vez, lo miraba a él.

—Bien hallado, mago, y bienvenido —dijo con la más sutil de las sonrisas.

—Bien hallada, reina y maga. Gracias por permitirme esta intromisión.

—Bien poca gente me llama, viejo mago, y menos todavía son los que lo hacen sin algún plan para dañarme o tenderme una trampa. Te lo agradezco.

Elminster inclinó la cabeza con cortesía:

—Tengo más cosas que agradecerte esta noche, señora. Gracias por proteger a Narm y Shandril en varias ocasiones estos últimos días. Te estoy muy agradecido.

Simbul le dedicó una de sus raras sonrisas:

—Ha sido un placer.

Hubo un brevísimo silencio y, entonces, el anciano mago hizo una cuidadosa pregunta:

—¿Por qué los has ayudado, cuando la doncella constituye una amenaza para tu magia y, con ello, para la supervivencia de Aglarond y de ti misma?

Simbul sonrió:

—Conozco la profecía de Alaundo y lo que puede significar. Me gusta Shandril —y apartó un momento la mirada. Luego la volvió otra vez hacia el mago—. Yo también tengo una pregunta que hacerte, Elminster. No contestes si no quieres. ¿Es Shandril la hija de Garthond Shessair y de la hechicera Dammasae?

Elminster asintió con la cabeza:

—No estoy seguro, señora, pero es muy probable.

Ella levantó una ceja:

—¿No estás seguro? ¿No escondiste tú a la muchacha y la custodiaste mientras crecía?

Elminster sacudió la cabeza muy despacio:

—No, no fui yo.

—¿Quién, entonces?

—Nuevamente, no estoy seguro. Creo que fue el guerrero Gorstag, de Luna Alta.

Simbul asintió:

—Eso había llegado a sospechar estos últimos días. Gracias por confiar en mí y por responderme con tanta sinceridad. Te prometo, viejo mago, que no traicionaré tu confianza. La muchacha, Shandril, está a salvo de mi poder..., a menos que el paso de los años la cambie, como hicieron con Lansarra, y se vuelva demasiado peligrosa para dejarla actuar libremente.

—ése es mi actual cometido —dijo Elminster con el corazón pesado—. Semejante caída no puede volver a ocurrir.

—Si puedo preguntarte sin ofenderte, ¿qué es lo que harás diferente esta vez? —Simbul lo estaba observando de cerca con sus oscuros ojos.

—Dejarla estar —respondió Elminster—. Ella escogerá su propio camino al final. Su elección puede que sea la más luminosa y feliz para ella, si bien tal vez no la más fácil de llevar a cabo, si yo no me entrometo en cada uno de sus actos ni influyo en cada uno de sus pensamientos —la pensativa mirada de Elminster se encontró con la de Simbul—. Los Arpistas pueden protegerla casi tan bien como lo haría yo sin encerrarla en mi torre para mantenerla siempre bajo mi mirada... y yo no podría hacer eso sin arruinar su libertad de elección, en caso de tener la suficiente crueldad para hacerlo.

Simbul asintió:

—ése el camino correcto, creo. Me alegra, de hecho, que no necesitase forzarte a escoger dicho camino.

Elminster sonrió con cierta tristeza.

—Una buena cosa, en efecto —dijo con mucha suavidad—, pues un intento así podría haberte destruido.

Simbul lo miró con seriedad.

—Lo sé —asintió y luego dijo, casi en un susurro—: Jamás he dudado ni menospreciado tu poder, Elminster. Tú eliges el camino discreto y juegas al anciano atolondrado, al mismo tiempo que yo tomo la forma de un animal y me escondo con frecuencia. Pero yo he visto lo que tu arte ha forjado. Si alguna vez tuviese que levantarme contra ti, sé que caería.

—No te he molestado esta noche para amenazarte.

—Lo sé —dijo Simbul levantándose muy despacio—. ¿Me permites que me traslade hasta ti, ahora?

—Desde luego, señora —dijo Elminster—. Pero ¿por qué?

Los ojos de Simbul estaban muy oscuros cuando dejó caer su ajironada bata. Debajo de ella, llevaba un ligero atuendo de seda y una ancha faja en la cintura. El atuendo cubría poco. Adornado con gran número de pequeñas y titilantes gemas que se desvanecieron al mismo tiempo que ella, el vestido brillaba con mayor intensidad aún cuando Simbul reapareció al lado de Elminster. Allí estaba, de pie en la oscura habitación, sin sonreír y con una mirada casi tímida, en medio del revoltijo de papeles y libros esparcidos y amontonados. Elminster se quedó mirándola boquiabierto y, en seguida, se recompuso y sonrió.

—Pero, señora, yo ya he visto alrededor de quinientos inviernos —dijo con suavidad Elminster—. ¿No soy demasiado viejo para esto?

Ella detuvo sus labios con unos dedos esbeltos y blancos.

—Todos esos años nos darán algo de que hablar —dijo ella—, en lugar de magia.

él pudo ver lo delgada y ligera que era cuando ella se sentó en su regazo. Y su piel era suave y lisa, cuando ella se inclinó hacia adelante para abrazarlo.

—Me gustaría decirte algo —susurró ella mientras los brazos de Elminster la rodeaban—. Mi nombre, mi verdadero nombre es...

—Chsss, no digas nada ahora —susurró Elminster con los ojos húmedos—. Guárdalo bien. Ya nos los intercambiaremos, pronto. Pero no ahora.

—¡Ah, viejo mago! —dijo ella con los ojos llenos de lágrimas—. ¡He estado tan sola...! —y sollozó contra su pecho.

Lhaeo, que había subido las escaleras para servirle té, con la tetera envuelta en una gruesa bufanda para mantenerlo caliente, se detuvo ante la puerta y los oyó. Entonces, dejó con cuidado la bandeja sobre una mesa cercana y volvió a bajar silenciosamente las escaleras para tomarse una segunda taza. ¿Cuál es el peso de los secretos?, se preguntó. ¿Cuántos puede guardar un hombre? ¿Cuántos más una mujer, o un elfo?

Estaba oscuro, fuera; pero, en la pequeña casa de campo cercana a los bosques, las velas parpadeaban y el fuego ardía alegremente en la chimenea. Una mujer se enderezó sobre un caldero cuando ellos entraron. Ella ya no era joven, y las ropas que llevaba eran sencillas y estaban llenas de remiendos.

Al verlos, lanzó una exclamación de sorpresa:

—¡Mis señores! ¡Bienvenidos seáis! Pero, no tengo nada listo para vosotros. Mi hombre no estará de vuelta de la caza hasta la mañana.

—No, Lhaera —dijo Rathan amablemente mientras la abrazaba—. No nos podemos quedar; debemos llegar cuanto antes al Valle de las Sombras. Tenemos un recado para tu hija que es urgente, y a mí me gustaría renovar la luminosa bendición de Tymora sobre esta casa.

Lhaera los miró sorprendida:

—¿Para Imraea? Pero, ella apenas tiene seis...

Torm asintió con la cabeza:

—Es lo bastante mayor para que sus pies estén bien afianzados en el suelo... —y se vio súbitamente interrumpido por un pequeño remolino de pelo oscuro que se metió entre sus piernas riéndose.

Cuando él se inclinó para abrazarla, ella se retiró dando brincos y dijo con tono solemne:

—Bien hallados seáis, Torm y Rathan, caballeros de Myth Drannor. Me alegro de veros.

Ambos caballeros saludaron con la cabeza, y Rathan respondió también con solemnidad:

—Nos alegramos de verte, señorita. Hemos venido a cumplir nuestro deber contigo. ¿Te encuentras en buen estado de salud y de humor?

—Sí, por supuesto. ¡Pero mirad qué hermosa está mi madre desde que la curasteis! ¡Está cada vez más alta, creo!

Torm y Rathan miraron a la atónita y sonriente Lhaera con atención.

—Sí, creo que tienes razón. Se hace más alta —dijo muy serio Torm—. Asegúrate de enviarnos aviso cuando crezca demasiado para este techo, porque entonces necesitaréis ayuda para reconstruirlo.

Imraea asintió:

—Lo haré —y miró a Torm—. Me estás haciendo esperar, señor caballero. ¿Es que no soy lo bastante paciente? ¿No soy lo bastante solemne? —y se puso a bailar con gracia—. ¿Habéis traído eso?

—No es «eso» sino «ése», tal como tú eres «ésa» —dijo Torm abriendo su capa y poniendo algo suave y peludo en sus brazos. Su pelo era de color plata y negro, y tenía unos grandes ojos oscuros y brillantes. Dejó escapar un pequeño e interrogante maullido. Imraea lo sostuvo en sus brazos maravillada y estiró la nariz hasta tocar la suya.

—¿Tiene ya un nombre?

Rathan la miró con seriedad:

—Sí, tiene su nombre verdadero, que mantiene oculto, y un nombre de gatito. Pero tenéis que darle un nombre apropiado, un nombre por el que podáis llamarlo. Procurad escogerlo bien. El gatito tendrá que vivir siempre con él.

—Sí —asintió muy seria Imraea—. Decidme, por favor, su nombre de gatito para que pueda llamarlo así mientras pienso en tan importante elección —dijo con una amplia sonrisa.

—Su nombre —dijo Torm con aire digno— es Comodón —y puso nueve monedas de oro en sus manos.

—¿Qué es esto? —preguntó Imraea maravillada.

—Su vida —dijo Rathan—. El gatito necesitará leche, carne y pescado según vaya creciendo, y necesitará mucho cuidado, y habrá que mantenerlo caliente. Tú, o tus padres, tendréis que comprar esas cosas. Debéis coger las ratas o ratones que él mate, agradecérselo, sin dirigirle palabras duras ni desagradables, y enterrarlos. ése es vuestro deber. Has de saber, Imraea, que los dioses reciben a los gatos, perros y caballos igual que a ti y a mí. Nunca se sabe cuándo puede morir Comodón. Así que trátalo bien y disfruta de su compañía, pero deja a tu gatito vagar libre y hacer lo que quiera. Cada vez que veas a tu amiguito puede ser la última.

—Así lo haré. Gracias a los dos. Sois muy amables, caballeros.

—Sólo hacemos lo que debemos —respondió Torm en voz baja.

—Sí, sí que lo hacéis —les dijo Lhaera—. Y bien pocos hay, hoy día, que se tomen la molestia de hacerlo.

16
Puesta de sol en La Luna Creciente

De noche, sombríos sueños me causan mucho dolor, pero después siempre viene de nuevo una luminosa mañana.

Mintiper Luna de Plata, bardo

Nueve Estrellas en torno a una Luna de Plata

Año del Gran Manto

—Los portadores del Púrpura están reunidos —dijo Naergoth Bladelord—. ¡Por la gloria de los dragones muertos!

—¡Por su dominio! —corearon en respuesta ritual las roncas gargantas. Naergoth paseó su mirada por toda la sala.

Malark no había aparecido aún. Naergoth empezaba ya a temer que algo malo y, probablemente, definitivo, le hubiese ocurrido. Por las miradas que los otros estaban dirigiendo a su asiento vacío, él no era el único que pensaba en semejantes términos. Muchos rostros cariacontecidos se volvieron hacia él.

—Está bien —dijo Dargoth—. ¿Tu qué dices, Zannastar? Tú representas a nuestros magos en ausencia de Malark, y en mi mente aumenta la duda de que lo volvamos a ver aquí con vida.

—No me corresponde hablar como uno de vosotros —dijo Zannastar, un hombre calvo y barbudo de mediana edad—. Yo no visto el Púrpura.

Su duro rostro giró para mirar a lo largo de la mesa:

—Pero pienso que, cuanto más se escucha, más se aprende. Algo, ya sea el fuego mágico o no, está abatiendo a nuestros hermanos uno tras otro, e incluso a muchos de vuestros seres sagrados. Rauglothgor y Aghazstamn eran ambos de inmenso poder. ¿Creéis que el dracolich Shargrailar se hallará a salvo? Su guarida está al otro lado de las montañas, es cierto, pero lo bastante cerca.

—Sí —asintió Zilvreen—, y, sin embargo, los Seres Sagrados pueden cuidar de sí mismos mucho mejor de cuanto podamos defenderlos nosotros si no sabemos dónde puede caer el golpe. Será mejor que vayamos tras esa Shandril nosotros mismos y la destruyamos. Si permanecemos acobardados en las guaridas esperando su ataque, ya le habremos cedido la victoria.

—Sí, sí, ya hemos tratado y aprobado este asunto —dijo Naergoth—. Lo más probable es que nuestro mago ausente haya muerto siguiéndola.

—Entonces dejémoslos ir, a Shandril y a ese mago en ciernes..., Narm —dijo Dargoth—. El coste es demasiado alto.

—Demasiado alto ya —recalcó el clérigo Salvarad con una voz cuyo susurro advertía de cosas graves. Los triples rayos de Talos, labrados en plata, destellaron sobre su pecho—. Sí, hermanos, considerad el coste si se divulga por todas partes que una jovencita, una jovencita que dispone de una inusitada y poderosa capacidad para las artes mágicas, nos ha desafiado y destruido a muchos de nosotros. ¿Podemos permitirnos dejarla marchar ahora, al precio que sea? ¿Qué opináis?

—Oh, sí, al coste de una pérdida de reputación, dejémosla ir —dijo Zilvreen—. ¿Qué pérdida es ésa? Unas pocas matanzas, mutilaciones y pérdidas de esa índole pueden ser reparadas, al menos ante la mayoría de la gente. Pero, ¿podemos desaprovechar la ocasión de hacernos con el fuego mágico, cuando nuestros enemigos podrían terminar usándolo contra nosotros? ése es el verdadero precio, hermanos.

—Cierto; no podemos enfrentarnos al fuego mágico, lo hemos visto con toda claridad. ¡Pero debemos impedir que lo consigan nuestros enemigos! —dijo uno de los guerreros. El hombre que se sentaba a su lado se volvió y lo miró con sorpresa.

—¿Acaso crees que tus enemigos pueden afrontarlo? ¡Ja! ¡He oído decir que Manshoon, del castillo de Zhentil, tuvo que darse a la fuga a causa de esa muchacha! Yo digo que mantengamos nuestras filas a salvo y no más guerra contra Shandril... a menos que el tiempo y Tymora la debiliten de tal manera que mejoren nuestras posibilidades. ¡Dejemos, por tanto, que otros la persigan y mermen sus fuerzas en la empresa! Nosotros recogeremos el fruto de su locura, del mismo modo en que el buitre se alimenta en los campos de los caídos.

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