Pero Fallom debió imaginarse el satélite cuando pidió ir a Solaria, y el ordenador, como respuesta, enfocó ese satélite. Créeme, Janov, yo sé cómo funciona este ordenador. ¿Quién podrá saberlo mejor?
Pelorat miró el grueso arco de luz de la pantalla.
—Se llamaba «moon» en al menos uno de los idiomas de la Tierra, y «Luna», en otro —dijo pensativo—. Probablemente, tenía otros muchos nombres. Imagínate, viejo amigo, la confusión que debía reinar en un mundo con numerosos idiomas; los equívocos, las complicaciones, los…
—¿Luna? Bueno, una palabra bastante sencilla. Ahora que lo pienso, es posible que la niña tratase instintivamente de manejar la nave por medio de sus lóbulos transductores, empleando la propia fuente de energía de aquélla, y esto pudo contribuir a producir la momentánea confusión de la inercia. Pero nada de eso importa ya, Janov. Lo que sí importa es que todo esto ha traído a esta Luna (sí, me gusta el nombre) a la pantalla, ampliándola, y aquí continúa todavía. Ahora la estoy mirando, y me asombra.
—¿Qué es lo que te asombra, Golan?
—Su tamaño. Nosotros tendemos a prescindir de los satélites, Janov. Cuando existen, son muy pequeños. Pero éste es diferente. Es un mundo. Tiene un diámetro de unos tres mil quinientos kilómetros.
—¿Un mundo? No puedes afirmar que lo sea. Tiene que ser inhabitable. Incluso un diámetro de tres mil quinientos kilómetros es demasiado corto. No tiene atmósfera. Basta con mirarlo para saberlo. Ni nubes. La curva circular exterior está bien definida, y también la curva interior que delimita el hemisferio iluminado y el oscuro.
Trevize asintió con la cabeza.
—Te estás convirtiendo en un experto viajero espacial, Janov. Tienes razón. No hay aire. No hay agua. Todo eso significa que la Luna no es habitable en su indefensa superficie. Pero, ¿y debajo de ésta?
—¿Bajo tierra? —dijo Pelorat con acento de duda.
—Sí. Bajo tierra. ¿Por qué no? Tú mismo me dijiste que las ciudades de la Tierra eran subterráneas. Sabemos que Trantor estaba bajo tierra. Comporellon tiene bajo tierra una buena parte de su capital. Las mansiones solarianas eran casi subterráneas casi por entero. Es algo muy corriente.
—Pero, Golan, en todos esos casos, la gente vivía en un planeta habitable. La superficie también lo era, con una atmósfera y un océano. ¿Es posible vivir bajo tierra cuando la superficie es inhabitable?
—Vamos, Janov, ¡piensa un poco! ¿Dónde vivimos nosotros ahora? La
Far Star
es un mundo diminuto que tiene una superficie inhabitable. No hay aire ni agua en el exterior. Sin embargo vivimos cómodamente dentro de ella. La Galaxia está llena de estaciones espaciales y de instalaciones espaciales muchísimo más variadas, por no hablar de las naves espaciales, y todas son inhabitables salvo en su interior. Considera la Luna como una gigantesca nave espacial.
—¿Con una tripulación en su interior?
—Sí. Millones de personas, por lo que sabemos, y plantas, y animales, y una avanzada tecnología. ¿No parece lógico, Janov? Si la Tierra, en sus últimos días, pudo enviar un grupo de colonizadores a un planeta de Alfa de Centauro, y si, posiblemente con la ayuda imperial, pudieron intentar transformarlo, poblar sus mares, construir tierra firme donde no había ninguna, ¿no pudo la Tierra enviar también una expedición a su satélite y transformar su interior?
—Supongo que sí —reconoció Pelorat de mala gana.
—Debieron de hacerlo. Si la Tierra tenía algo que ocultar, ¿por qué enviarlo a más de un pársec de distancia, pudiendo ocultarlo en un mundo a menos de la cienmillonésima parte de distancia de Alfa? Y la Luna sería un escondite más eficaz desde el punto de vista psicológico. Nadie pensaría relacionar la vida con un satélite. Yo no lo pensé, dicho sea de paso. Con la Luna a unos centímetros de mi nariz, mi pensamiento seguía volando hacia Alfa. De no haber sido por Fallom… —Apretó los labios y sacudió la cabeza—. Supongo que tendré que reconocerle este mérito. Seguramente lo hará Bliss, si yo no lo hago.
—Pero mira, viejo, si hay algo escondido bajo la superficie de la Luna, ¿cómo lo encontraremos? La superficie debe tener millones de kilómetros cuadrados.
—Cuarenta millones, más o menos.
—Y tendremos que explorarlos todos ellos, buscando, ¿qué? ¿Una abertura? ¿Una especie de puerta?
—Planteado así el asunto, parece una tarea bastante difícil; pero nosotros no buscamos simplemente objetos, sino vida, y vida inteligente. Y tenemos a Bliss, que posee unas dotes especiales para detectar la inteligencia, ¿no?
Bliss miró a Trevize con expresión acusadora.
—Por fin he conseguido que se duerma. Me ha costado mucho. Ella estaba furiosa. Afortunadamente, creo que no le he causado ningún daño.
Trevize dijo fríamente:
—Deberías tratar de anular su fijación en Jemby, ¿sabes?, ya que yo no tengo la menor intención de volver a Solaria.
—Anular su fijación, ¿eh? ¿Qué sabes tú de estas cosas, Trevize?
Nunca has penetrado en una mente. No tienes idea de su complejidad.
Si conocieses algo al respecto, no hablarías de anular una fijación como si fuese la cosa más sencilla del mundo.
—Bueno, al menos debilítala.
—Podría debilitarla un poco, después de un mes de cuidadoso deshilado.
—¿Qué quieres decir con lo del deshilado?
—Como eres lego en la materia, no podría explicártelo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer con la niña?
—Todavía no lo sé; tendré que reflexionar mucho sobre ello.
—En tal caso —dijo Trevize—, deja que te diga lo que vamos a hacer con la nave.
—Sé lo que vas a hacer. Volver a la Nueva Tierra y darle otro tiento a la adorable Hiroko si te promete no contagiarte esta vez.
Trevize conservó su semblante inexpresivo.
—No —dijo—. En realidad, he cambiado de idea. Vamos a ir a la Luna, que, según Janov, es el nombre del satélite.
—¿El satélite? ¿Porque es el mundo más próximo? No había pensado en esto.
—Ni yo. Ni nadie lo habría pensado. En ninguna parte de la Galaxia hay un satélite que merezca la pena pensar en él, pero éste es único por su tamaño. Más aún, el anonimato de la Tierra se extiende también a él. Quien no pueda encontrar la Tierra, tampoco podrá encontrar la Luna.
—¿Es habitable?
—No en la superficie; pero no es radiactiva y, por ende, no es absolutamente inhabitable. Puede haber vida; estar rebosante de ella, debajo de la superficie. Y, naturalmente, tú podrás decir si es así cuando nos acerquemos lo bastante.
Bliss se encogió de hombros.
—Lo intentaré. Pero, ¿qué te ha sugerido la idea de explorar el satélite?
—Algo que hizo Fallom cuando estaba en los controles —respondió Trevize pausadamente.
Bliss esperó, como aguardando que él dijese algo más, y se encogió de hombros otra vez.
—Fuese lo que fuere, sospecho que no habrías tenido esa inspiración si hubieses cedido a tus impulsos y la hubieses matado.
—Nunca tuve intención de matarla, Bliss.
Bliss agitó una mano.
—Está bien, dejémoslo. ¿Nos dirigimos ahora hacia la Luna?
—Sí. Por mera precaución, no acelero demasiado; pero si todo marcha bien, estaremos cerca de ella dentro de treinta horas.
La Luna era un desierto. Trevize observó la zona brillante iluminada por el sol que se deslizaba debajo de ellos. Era un panorama monótono de cráteres y sectores montañosos, y de negras sombras en contraste con la luz. Había sutiles cambios de color en el suelo y ocasionales extensiones llanas, salpicadas de pequeños cráteres.
Cuando se acercaron al lado oscuro, las sombras se hicieron más largas y, por último, se fundieron en una sola. Durante un rato, los picachos brillaron detrás de ellos bajo el sol, como gordas estrellas que resplandecían mucho más que sus hermanas celestes. Después, desaparecieron y sólo quedó en el cielo el débil resplandor de la luz de la Tierra, que era una gran esfera de un blanco azulado en más de un cuarto creciente. La nave pasó también más allá de la Tierra, la cual se hundió en el horizonte de manera que sólo quedó negrura absoluta debajo de ellos y, en lo alto, un cielo débilmente salpicado de estrellas que, para Trevize, que se había criado en el mundo sin estrellas de Términus, resultaba, todavía, bastante milagroso.
Después, aparecieron nuevas estrellas brillantes ante ellos; primero, sólo una o dos, y después otras, agrandándose, espesándose y fundiéndose al fin. Y al momento cruzaron el terminador y pasaron al lado iluminado. El sol se elevó con esplendor infernal, mientras la pantalla lo esquivaba y enfocaba una panorámica del suelo del satélite.
Trevize comprendió inmediatamente que era inútil tratar de encontrar una entrada del interior habitado (si existía) con la mera inspección ocular de aquel mundo enorme.
Se volvió a mirar a Bliss, que estaba sentada a su lado. Ella no miraba la pantalla, sino que mantenía los ojos cerrados. Más que sentarse en la silla, parecía haberse derrumbado en ella.
Trevize, preguntándose si se había dormido, dijo a media voz: —¿Detectas algo más?
Bliss sacudió ligeramente la cabeza.
—No —murmuró—. Sólo fue una ligera impresión. Será mejor que volvamos allí. ¿Recuerdas dónde estaba aquella región?
—El ordenador lo sabe.
Fue como apuntar a un blanco, oscilando a un lado y otro hasta encontrarlo. La zona en cuestión se hallaba en el hemisferio oscuro del satélite y, excepto por el débil resplandor de la Tierra que envolvía la superficie en una fantástica penumbra gris, no se distinguía nada, ni siquiera cuando las luces de la cabina-piloto se apagaron para poder ver mejor.
Pelorat se había acercado y plantado ansiosamente en el umbral.
—¿Hemos encontrado algo? —preguntó, en un ronco murmullo.
Trevize levantó una mano imponiéndole silencio. Estaba observando a Bliss. Sabía que pasarían días antes de que la luz del sol volviese a iluminar aquel lugar de la Luna, pero también sabía que, para lo que Bliss trataba de percibir, la luz carecía de importancia.
—Está allí —dijo ella.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Y es el único lugar?
—Es el único lugar en que lo he detectado. ¿Hemos estado sobre todas las partes de la superficie de la Luna?
—Sobre la mayor parte de ella.
—Entonces, es todo lo que he detectado en esa mayor parte. Ahora, la impresión es más fuerte, como si aquello nos hubiese detectado a nosotros. Y no parece peligroso. Tengo la sensación de que nos da la bienvenida.
—¿Estás segura?
—Es la impresión que tengo.
—¿Podría estar fingiendo buenos sentimientos?
Bliss respondió, con un deje de altivez:
—Si fuesen simulados, lo detectaría.
Trevize murmuró algo sobre el exceso de confianza Y después dijo: —Espero que lo que detectas sea inteligencia.
—Detecto una fuerte inteligencia. Pero… —añadió en un tono extraño.
—Pero, ¿qué?
—Silencio. No me distraigáis. Dejad que me concentre.
La última palabra no fue mas que un movimiento de los labios. Después dijo con sorpresa débilmente regocijada.
—No es humana.
—No es humana —exclamo Trevize más asombrado que ella. ¿Tendremos que habérnoslas con robot? ¿Cómo en Solaria?
—No —dijo Bliss sonriendo—. Tampoco es típicamente robótica.
—Tiene que ser una de las dos.
—Ninguna de ellas —dijo Bliss entre dientes—. No es humana; sin embargo, no se parece a la de cualquier robot que yo haya detectado antes de ahora.
—Me gustaría ver eso —dijo Pelorat, asintiendo vigorosamente con la cabeza y abriendo mucho los ojos—. Seria emocionante. Algo nuevo.
—Algo nuevo —murmuro Trevize, animado de pronto.
Un inesperado destello de luz pareció iluminar el interior de su cráneo.
Descendieron hacia la superficie de la Luna en un estado de ánimo casi jubiloso. Incluso Fallom se había unido a ellos y, con el abandono de la juventud, se dejaba llevar por la alegría, como si estuviese volviendo realmente a Solaria.
En cuanto a Trevize, un resto de cordura le decía que era extraño que la Tierra (o lo que hubiese de la Tierra en la Luna), que tanto se había esforzado en mantener alejados a todos los demás, procurase atraerles a ellos ahora. ¿Sería ésa su intención? Ya que no había podido evitarles, ¿les atraía para destruirles? ¿No sería, en ambos casos, inviolable su secreto?
Pero tal idea se desvaneció de su mente en aquella oleada de gozo que aumentaba continuamente al acercarse la nave a la superficie luna r. Sin embargo, por encima y más allá de eso, consiguió aferrarse al momento de inspiración que había alcanzado justo antes de empezar el descenso a la superficie del satélite de la Tierra.
Parecía saber el lugar al que iba la nave. Ahora estaba sobre las cimas de unos montes ondulados, y Trevize, frente al ordenador, sentía que no tenía que hacer nada. Era como si el ordenador y él fuesen guiados por otro, y sólo sentía la inmensa euforia de verse descargado de toda responsabilidad.
Se deslizaba paralelamente al suelo, en dirección a un risco de amenazadora altura que se alzaba como una barrera ante ellos; una barrera que brillaba débilmente bajo la luz de la Tierra y del faro de la
Far Star
. La inminencia de la colisión pareció no significar nada para Trevize, el cual no se sorprendió cuando advirtió que la escarpadura, que ya no era tal sino un pasillo resplandeciente de luz artificial, se había abierto ante ellos.
La nave redujo la velocidad, aparentemente por su propia iniciativa, y entró, deslizándose limpiamente por la abertura. Ésta se cerró detrás de aquélla, y entonces se abrió otra. La nave la cruzó y entró en una gigantesca sala que parecía excavada en el interior de una montaña.
La nave se detuvo y todos los que iban a bordo corrieron, ansiosos, a la puerta de salida. A ninguno de ellos, ni siquiera a Trevize, se les ocurrió comprobar si en el exterior había una atmósfera respirable…, o si había atmósfera siquiera.
Pero había aire. Un aire respirable y agradable. Miraron a su alrededor con la expresión satisfecha propia de las personas que vuelven a casa, y sólo al cabo de un rato se dieron cuenta de la presencia de un hombre que esperaba cortésmente a que se acercasen.
Era alto, y su expresión grave. Llevaba cortos los cabellos de color de bronce. Sus pómulos eran anchos; sus ojos, brillantes, y su indumentaria bastante parecida a la que se veía en los antiguos libros de Historia. Aunque parecía corpulento y vigoroso, tenía, empero, un aire de cansancio, no visible, sino más bien perceptible por algo que no eran los sentidos.