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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (38 page)

BOOK: Garras y colmillos
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—No creo que la riqueza o la posición sean lo más importante —dijo Selendra.

—Entonces, ¿cómo valora a los dragones? —preguntó Alwad mientras ladeaba la cabeza con curiosidad.

—Por lo que valen ellos —dijo Selendra—. Amo a Sher no porque sea eminente sino porque es Sher. Si me hubiera enamorado de usted, por ejemplo, sin más título que el de respetable, pensaría que vale usted tanto como él.

—Usted es una radical —dijo el joven dando un paso atrás y echándose a reír—. ¡Una librepensadora! ¿Lo sabe Sher? Estoy bastante seguro de que mi madre no, me lo habría dicho.

—No me hace falta ser radical para pensar que cuenta más la personalidad de un dragón que su nacimiento o su riqueza —dijo Selendra con toda la dignidad que pudo.

—Vaya, esa es la definición exacta de radical —replicó él—. Pronto tendremos entre nosotros a una eminente radical, lo cual es una noción encantadora, sin duda. Qué pena que usted no pueda tomar asiento en la Asamblea de los Nobles y deleitarnos con sus opiniones.

Mientras tanto, Frelt estaba causando una buena impresión en el resto de la familia Telstie. Incluso había hecho reír a Gelener una vez; con refinamiento, claro.

—Usted es la clase de pastor que necesita la Iglesia —dijo el bienaventurado Telstie mientras le daba un gran trago a su cerveza y casi olvidaba el aliciente de la caja de dados.

—Y si se me permite decirlo tras tan poco trato, pero durante el que me han impresionado en gran manera su belleza y talento, su hija es precisamente el tipo de esposa que necesito —dijo Frelt.

—No diga nada más antes de que visitemos a nuestros respectivos abogados y hablemos con nuestros mutuos amigos—dijo la bienaventurada Telstie mientras se adelantaba un paso, como si quisiera indicar que estaba dispuesta a interponer su cuerpo entre ellos si era necesario.

—Si todo eso resulta satisfactorio, yo no tendría objeción —dijo Gelener en voz baja y mirando a Frelt con semblante adusto. La joven no habría pensado en conformarse con tan poco, un simple clérigo de campo, la primera vez que vino a Irieth, pero ahora que se estaba enfrentando a una tercera temporada todavía soltera, había bajado sus aspiraciones de forma considerable.

Al otro lado de la habitación, Daverak seguía negándose a escuchar a Penn y Sher.

—No es posible —seguía diciendo—. Piénsalo, mañana es primerdía y el día después es el caso. Necesito tu testimonio, Penn, Avan me está atacando y no se está mostrando razonable en absoluto. No, no pienso reflexionar, por qué tendría que hacerlo.

Penn no quería hablar sobre los verdaderos riesgos en el salón de baile, donde podría oírlos alguien.

—¿Podemos ir a visitarlo mañana para hablar de ello? —preguntó Sher.

—No, mañana no —dijo Daverak, y suavizó un poco el tono al recordar el rango de Sher, que contaba para él como el del augusto Fidrak para la Eminente—. Mañana es primerdía.

—Creo que es lo bastante importante como para hacerle una visita, aunque sea primerdía —replicó Sher.

—Oh, muy bien —dijo Daverak—. Vengan a verme por la tarde. Vengan a cenar. Pero le advierto que no tengo intención de cambiar de opinión.

Y luego empezó el baile. La fiesta continuó hasta que el cielo empezó a iluminarse, y todo el mundo estuvo de acuerdo al irse en que había sido la mejor celebración organizada en Irieth desde haría meses.

57
Un tercer lecho de muerte y una sexta confesión

Era primerdía, y en el transcurrir normal de las cosas Sebeth habría acompañado a Avan a la iglesia por la mañana. Allí habría rezado de forma pública, y si bien nosotros sabemos que sus oraciones privadas eran bastante diferentes, el mundo no las conocía. Este primerdía concreto, el once de profundoinvierno, el día antes de la segunda vista del caso de Avan, se preparó como lo haría para la iglesia, con una gorra plana y formal de color azul marino ribeteada con vellón blanco.

—¿Sabes dónde está tu libro de oración? —preguntó la joven—. Yo ya me voy.

—Ya estoy casi listo —gruñó Avan.

—Hoy no voy contigo —dijo ella mientras se enderezaba la gorra con un gesto innecesario.

—¿No vas a venir a la iglesia? —preguntó Avan, la sorpresa giraba en sus ojos dorados.

—Hoy no —dijo Sebeth con el tono que había aprendido a usar para cerrar las discusiones.

Avan cerró la boca. Hasta entonces, desde que se había ido a vivir con él siempre habían ido juntos a la iglesia. Jamás habían hablado de religión pero ella había insinuado divertida que aprobaba al pastor que él había elegido, famoso por sus cortos sermones. La dragona intentó no parecer nerviosa.

—Hasta luego —dijo la joven, y se fue dejando a su compañero con los ojos clavados en ella.

Sabía que no la seguiría. Confiaba en Avan para eso. Ya llevaban mucho tiempo respetando el acuerdo al que habían llegado. Fuera hacía mucho frío. La nieve era dura y resbaladiza bajo sus pies. Caminó con viveza hacia el río, respiraba de forma superficial y pensaba que ojalá no hubiera accedido a los ruegos del bienaventurado Calien. El alma de ese dragón (su propia alma, pensó también) podría salvarse y continuar hacia una nueva vida o podría perecer por completo, y si ella pudiera hacer algo para salvarla, por muy malo que hubiera sido durante su vida, por mucha penitencia que tuviera que soportar en su nueva existencia, debería hacerlo. Se estaba muriendo. Era su última oportunidad.

La Casa Telstie estaba al lado del río, en el Distrito Suroeste. Casi se sorprendió de recordar el camino. Lo había evitado durante años; había atravesado a propósito otras calles si sus asuntos la llevaban en esa dirección. No había estado allí desde que era una doncella que apenas acababa de salir de los brazos de la niñera. El lugar parecía un poco más pequeño, un poco más ajado, la nieve en los dinteles le parecía desconocida porque nunca había estado en invierno. Estuvo a punto de pasar de largo. Todavía no era demasiado tarde. Pero el bienaventurado Calien había hecho tanto por ella. Se lo debía, como él había dicho. ¿Qué eran una hora o dos para ella? ¿Un intento de salvar el alma de aquel dragón? La joven no perdonaba, pero el anciano se estaba muriendo,
y su alma, piensa en su alma.
No le costaría nada intentarlo. Así que por Calien, no por ella ni por su padre, la joven llamó a la puerta.

El sirviente le resultaba desconocido.

—¿Su nombre? —preguntó con bastante cortesía pero con frialdad—. El distinguido Telstie no se encuentra bien y la casa está alborotada. No sé si la podrá recibir alguien.

—Sebeth —dijo ella—. El distinguido Telstie mandó recado de que quería verme. —Todavía no sabía qué canales había utilizado para que a ella le llegara el mensaje por medio de un sacerdote.

El criado la miró de forma diferente, como si la evaluara. La joven no supo si había reconocido el nombre o si solo estaba reaccionando a la falta de título y apellido. Iba vestida como la respetable secretaria que era. El criado no sabría nada por ahí.

Sebeth vio que sus ojos se detenían en las marcas de las alas, donde en otro tiempo la habían atado con fuerza.

—Espere, iré a preguntar —dijo, y la dejó sola en el recibidor de superficie mientras él se apresuraba a bajar al subsuelo. Ya era demasiado tarde para huir, se dijo Sebeth con firmeza. Demasiado tarde. Jamás debería haber permitido que la convencieran para venir. ¿Qué le importaba a ella que se estuviera muriendo?

Volvió el criado.

—Venga por aquí —dijo. Mientras lo seguía abajo, la joven dragona pensó por primera vez que quizá tendría que tratar con sus hermanos y hermanas, con su tío y sus primos, y no solo con el dragón moribundo al que había venido a ver. Si había esperado demasiado, si estaba demasiado mal para verla, se iría de inmediato.

—La eminente Sebeth Telstie —anunció el criado, el nombre extraño y familiar a la vez. Así que la había reconocido. Pasó a su lado barriendo el espacio, como si fuera de verdad la eminente que era por derecho de nacimiento.

Era una cueva dormitorio, abovedada, de piedra lisa. El dragón yacía acurrucado e incómodo sobre su oro. Ya se le estaban empezando a caer las escamas, no le podía quedar mucho tiempo. Empezaba a desvanecerse de sus ojos el color azul brillante que habían lucido, el azul que todavía lucían los de ella. Esos ojos se encontraron con los de la muchacha cuando esta dio un paso más. La joven dragona se quedó completamente quieta.

—Sebeth, mi hija —dijo cuando el sirviente se retiró.

—No —dijo ella, toda la ira que había intentado contener luchaba por abrirse camino hacia la superficie—. Perdiste el derecho a llamarme eso hace mucho tiempo. Tienes dragoncitos suficientes, ¿recuerdas?

Los ojos del dragón se cerraron. La joven dragona pensó en irse. Entonces se abrieron de nuevo y se encontraron con los de la muchacha; aquellos ojos giraban en las profundidades de un color azul pálido.

—Te pedí que vinieras para que pudieras perdonarme eso —dijo el anciano.

—¿Perdonarte por abandonarme en las cuevas de secuestradores y violadores? —le preguntó ella—. ¿Cómo podría nadie, cómo podría una doncella criada como me habían criado a mí, perdonarle eso a alguien que le debía el cariño de un padre?

—No pretendía abandonarte. Me negué a pagar el rescate porque creía que podría rescatarte. Pensé que sabía dónde te retenían. Planeé seguirles cuando volvieran y liberarte. Pero me habían engañado. Cuando llegué a la cueva, estaba vacía.

La joven sopesó aquello y reflexionó.

—¿No me crees? —preguntó el dragón.

—No lo sé —dijo ella con honestidad—. Me hizo tanto daño que dijeras aquello, que me dejaras allí… Ya casi no importa la razón.

—Intenté ponerme en contacto con ellos otra vez, pero no hubo forma de encontrarlos —dijo el anciano—. Pensé que debías de estar muerta.

—Muerta no —dijo la joven—. La muerte quizá hubiera sido preferible, pero he sobrevivido.

—No voy a preguntar cómo has vivido —dijo el Distinguido—. No podría soportar saberlo. Veo las marcas que tienes en las alas y no te preguntaré cómo es que ya eres libre. No viniste a buscarme. Creí que acudirías a mí si estuvieras viva y fueras libre.

—Ya tenías dragoncitos suficientes —repitió Sebeth a través de unas lágrimas que no había notado que estaba derramando.

—Creí que vendrías cuando murió tu hermano Ladon —dijo el dragón tras hacer caso omiso de aquellas palabras. Sebeth se quedó mirando una copa de oro que tenía su padre debajo del pie. Había visto aquella copa cuando era una recién incubada que jugaba con el oro de su madre. En el lado que ahora estaba vuelto hacia el resto del oro, Sebeth sabía que había grabada una «S»; y su hermano mayor Ladon, el primogénito, el heredero, el especial, el que era el augusto Ladon Telstie cuando los demás no eran más que eminentes, le había dicho que debía de ser una «S» de Sebeth. Fue la primera letra que había leído.

—No sabía que Ladon estaba muerto —dijo la joven, con tanta calma como le fue posible.

—En la frontera —dijo su padre—. Hace diez años ya. Tú eres la única hija que me queda. Me estoy muriendo, Sebeth.

¿Tres hermanos y dos hermanas, todos muertos, sin que ella lo supiera? ¿Pero por qué habría de saberlo? No había buscado ninguna información sobre ellos, la había evitado más bien.

—No lo sabía —repitió la dragona sintiéndose como una estúpida.

—Fui un idiota arrogante por no pagar tu rescate —dijo el distinguido Telstie—. ¿Pero querrás creer que fue por locura y no por crueldad?

—Ojalá lo hubiera sabido todos estos años —dijo su hija—. Perdóname, padre, por creer eso de ti.

—Yo te perdono si tú me perdonas a mí por no conseguir encontrarte —dijo. Los dos lloraban ahora.

Sebeth abrazó a su padre y lo perdonó y él la perdonó a ella, pero incluso mientras lloraba y pedía perdón, había algo en el interior de la joven hecho de un caparazón duro; y dentro del caparazón había otra Sebeth que no estaba segura de creer la historia que le había contado su padre. No la había buscado hasta que se estuvo muriendo, después de todo, hasta que el resto de sus hijos estaban muertos.

—Ahora debo llamar al abogado y redactar un testamento para convertirte en mi heredera —dijo su padre—. Debes casarte con tu primo Alwad. Te aceptará, sea cual sea el deshonor que te haya envuelto, si sabe que el título y la propiedad van con tu persona.

—No —dijo Sebeth. Recordaba en Alwad a un travieso recién incubado—. No me van a casar como si fuera mercancía manchada. No he estado envuelta en ningún deshonor, no he hecho nada malo. Caí en la desgracia y me rescaté sola. He estado trabajando y soy una respetable secretaria. Tengo… —Dudó un momento mientras pensaba cómo describir a Avan—, un compañero. No es mi marido pero es más que un amante. Me aprecia. Y tengo un trabajo honesto.

—Te ha ido mucho, mucho mejor de lo que había imaginado. Veo las marcas de las ataduras. Como los grandes honorables de antaño, te has elevado con tus propias alas. Me siento orgulloso. ¿Quién es tu compañero? ¿Un dragón de rango respetable, dices? ¿De noble cuna?

—Es Avan Agornin, hijo del digno Bon Agornin. —Sebeth pensó en el modo que había subido de las profundidades, garra a garra, de la servidumbre de una dragona de la vida hasta llegar a ser la secretaria y compañera de Avan.

Las lágrimas volvieron a surgir en los ojos de su padre al oír el nombre.

—Bon Agornin era amigo mío cuando yo era dragoncito. Apenas lo he visto desde que dejó la heredad de mis padres, pero lloré cuando oí que había muerto hace poco. Era un dragón bueno y respetable y, como tú, ascendió por sus propios méritos. Has dicho que te aprecia, ¿lo aprecias tú a él?

Había empezado como algo que la beneficiaba. Pensó en Avan aquella mañana, no le había hecho las preguntas que debían de quemarle en la boca.

—He terminado por sentir un gran cariño por él —dijo Sebeth con precisión, y supo que era verdad solo cuando lo dijo.

—¿Y es un dragón fuerte?

—Está empleado en la Oficina de Planificación —dijo ella—. Allí está ascendiendo. Mide nueve metros, pero crecerá.

—Entonces, si está dispuesto a cambiar su nombre por el tuyo y a convertirse en un Telstie, cásate con él y llévale la heredad como dote.

—¿Hablas en serio? Apenas nos conoces a ninguno de los dos. —Sebeth casi no podía creérselo—. Y el escándalo con el nombre…

—No habrá ningún escándalo. Seréis los distinguidos Telstie. Eso ya es suficiente para que podáis hacer bajar la vista a cualquiera. Esta posición social no es que tenga muchas ventajas, pero esa es una.

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