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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (23 page)

BOOK: Gataca
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Señaló al investigador con la cabeza.

—Odia a su jefa. Se corre de gusto cada vez que oye a esa guarra lamentar la desaparición de la momia. Creo que hasta lo hubiera hecho gratis.

—El nombre del cliente.

—No lo sé.

Lucie dio un paso rápido hacia él, amenazadora. El hombre se protegió el rostro con ambos brazos. Las águilas y las serpientes de sus tatuajes se erguían entre él y Lucie.

—¡Se lo juro! Es todo cuanto sé. Nunca más había vuelto a oír hablar de esta historia hasta que este cabrón se ha presentado hoy aquí, preguntándome si tenía algo que ver con la muerte de una estudiante. Louts, o yo qué sé. ¡Nunca había oído ese nombre, mierda! ¡Interróguelo a él!

Lucie sudaba y se enjugó la frente con la manga. Tenía los nervios de punta. Necesitaba una pista, un nombre, algo que le permitiera avanzar. No podía marcharse con las manos vacías. Sin titubear, se inclinó hacia Fécamp y lo abofeteó, cada vez con más fuerza.

—¡Venga, despierta!

Tras un minuto, el científico emitió un gruñido y abrió trabajosamente los ojos. Se llevó las manos al cráneo. Sus falanges se tiñeron de rojo. Sangre y alcohol. Miró a Lucie, incrédulo, y se incorporó lentamente. Se arrastró hasta el muro y apoyó la espalda contra él, con las piernas tendidas. Lucie no le dio tiempo a abrir la boca.

—Le doy diez segundos para decirme quién le pagó por robar la momia.

Fécamp apretó los labios, como si quisiera evitar pronunciar ni una palabra. Con el pie, Lucie empujó el casco de botella hacia Chouart.

—Si no habla, lo rajas.

Con los ojos desorbitados, Fécamp observó al tatuado y su sien magullada. El joven cogió el casco de botella cortante, sin demasiada convicción.

La mirada del investigador se dirigió de nuevo a Lucie.

—Está loca.

—Tres segundos.

Un silencio. El tiempo transcurría. Y las barreras cedieron.

—Se puso… de nuevo en contacto conmigo quince días después del robo… Para asegurarse de que… de que la investigación de la policía no descubriría nada. Cuando le dije que el caso había sido archivado, que no tenían ninguna pista, él… me dijo quién era. Se llama Stéphane Terney. Un parisino, de unos sesenta años.

Lucie sintió una vaharada de calor. Una revelación así era inesperada.

—Deletrea Terney.

Obedeció. Lucie memorizó el nombre.

—¿Por qué quería la momia?

El investigador meneó la cabeza, como un chiquillo pillado en falta. Con su aspecto de angelito trompetero, parecía no haber roto nunca un plato. A todas luces, aquel tipo se había embarcado en una historia que lo superaba. Era sólo una víctima, un rencoroso seducido por el dinero.

—No lo sé. Le juro que no lo sé. Nos vimos poco, era él quien decidía el lugar, siempre.

—Y, en ese caso, ¿por qué habría dado su verdadero nombre? Era muy arriesgado por su parte.

—También me dio su número de teléfono. Quería que me mantuviera alerta. Que le llamara si alguien venía con preguntas acerca del fresco de los uros, el cromañón o con historias de zurdos. Y tenía que describirle con precisión lo que buscaban los visitantes.

—Y eso fue lo que hizo cuando los visitó Éva Louts. Lo llamó y le dio toda la información sobre ella. Su identidad, incluso su dirección, supongo.

—Sí, sí… Yo… no puedo creer que… que esté implicado en el asesinato.

—¿Por qué?

—Porque es un médico y un investigador de renombre. Primero no lo reconocí, pero Terney es el gran especialista en los problemas del embarazo. También escribió un libro que armó mucho ruido entre la comunidad científica, hará tres o cuatro años.

—¿Qué libro?


La llave y el candado
. Un libro científico que habla de códigos ocultos en el ADN.

Lucie asimiló la información. Ese Terney, por la descripción del pelirrojo, realmente no tenía un perfil de delincuente. ¿Por qué ese robo, entonces? ¿Y por qué reclutar a un vigilante?

—¿Qué le explicó usted, exactamente?

—Que Éva Louts se interesaba en ese dibujo porque había visto uno tan curioso como aquél en una cárcel. Luego estaba la historia de los zurdos. En resumen, le repetí lo que probablemente le ha explicado mi jefa, Dassin.

Lucie reflexionó. Tal vez se iluminaba parte del misterio. Sin saberlo, el pelirrojo había puesto en grave peligro a Louts al prevenir a Terney. Inquieto por la investigación de la joven, ese científico la había eliminado rápidamente. Aún quedaban muchas preguntas: ¿qué había descubierto Éva Louts que pudiera costarle la vida? ¿Por qué el genoma de ese cromañón era tan valioso como para justificar el robo? ¿Qué secretos guardaba? ¿Estaba Terney al corriente de los dibujos hechos por Grégory Carnot? ¿Se habían conocido?

Lucie pidió el número del móvil de Terney, y también lo memorizó. Si un día había sido una buena investigadora era en buena medida porque poseía una excelente memoria visual e inmediata. Aunque su cuerpo ya no estaba en buena forma, había conservado sus reflejos de policía.

Y ahora, ¿qué hacer con aquel par de granujas? Lucie se hallaba en una situación tan ilegal como la de ellos. Se hacía pasar por policía, se paseaba con una pistola cargada y agredía a las primeras de cambio. Aquello podía acarrearle problemas serios y sin duda poner en peligro su relación con Juliette. En aquel preciso instante se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Sin embargo, trató de representar su papel con coraje hasta el final.

—Tengo sus nombres y direcciones. Tenemos un trato los tres, ya saben cómo funciona. Iré a ver a ese Terney, saldaré mis cuentas personales e intentaré mantenerlos fuera de toda esta mierda. He dicho «intentaré». Sobre todo, les aconsejo que no traten de prevenirlo. A la primera estupidez, ya pueden estar seguros de que pasarán un par de años entre rejas.

Le dio unos puntapiés en los muslos al investigador.

—¡Vamos, lárguese! Vuelva a su laboratorio, a analizar sus dientes de osos de las cavernas o de lo que sea, y haga como si esto no hubiera sucedido nunca.

Fécamp no dijo palabra. Tambaleándose, se largó sin darse la vuelta. Lucie se agachó y recogió su medallón, y no pudo evitar mirar la foto de su hija antes de volver a guardarlo.

Luego, a su vez, desapareció andando hacia atrás y cerró suavemente la puerta tras de sí.

Sólo tenía una idea en mente.

Stéphane Terney…

22

Con la tesis, las fechas de que disponía y las conclusiones que lentamente iba extrayendo, Sharko, con la ayuda de Levallois, había pasado la tarde tratando de reconstruir el recorrido de la estudiante durante los meses anteriores a su muerte, y puso en común los resultados con todo el equipo de Bellanger en un exiguo despacho del 36.

El verano de 2009, bajo la batuta de Olivier Solers, su director de tesis, Éva Louts inició un trabajo que debía durar más de un año. Uno de los temas: estudiar la lateralidad en los grandes simios y prioritariamente en el hombre. Llevar a cabo observaciones, cumplimentar tablas y, si era posible, extraer conclusiones. Un trabajo banal para una estudiante que acababa sus estudios de biología evolutiva.

Los primeros meses parecieron transcurrir sin problemas. Tranquilamente instalada en su casa, Louts estudiaba las teorías evolucionistas y la selección natural. Citaba ejemplos claros y fácilmente comprensibles de Evolución: el tórax ancho de los indios de los Andes, que aumenta su capacidad pulmonar y les permite filtrar con mayor facilidad el oxígeno rarificado. La morfología longilínea de los sudaneses del Sur, adaptada para disipar el calor, o la achaparrada de los inuit, para conservarlo. Los ojos rasgados de los asiáticos del Norte, que protegen sus ojos del frío y del deslumbramiento provocado por los rayos del sol reflejados en la nieve…

Hablaba también de los comportamientos humanos, de la lateralidad del cerebro, con los hemisferios izquierdo y derecho. Relataba la dificultad de determinar la lateralidad de un individuo: influencias culturales, falsos diestros, ambidextros, sin olvidar a los que escriben con la mano derecha y comen con la izquierda. Exponía igualmente los casos ya observados en los animales: sapos, polluelos, ratas, gatos, peces, renacuajos. Cifras, datos matemáticos, lo necesario para llenar páginas y satisfacer a los profesores durante meses.

Luego se puso a trabajar sobre el terreno. Al principio, Louts recorrió un centenar de parvularios para elaborar puras estadísticas: desde hace más de treinta años, los maestros elaboran sistemáticamente una ficha de competencias de cada alumno, que luego archivan. En ellas anotan, en particular, la lateralidad aparente del niño. Un campo interesante para la estudiante, puesto que si la educación y la presión de los padres pueden forzar al niño a cambiar de lateralidad, eso sólo puede hacerse unos años después del parvulario. En sus primeros años de existencia, el niño se deja llevar más por los genes que por la educación. Eso permite disponer de datos fiables sobre la verdadera lateralidad del individuo. Éva Louts la cifraba en un 10 por ciento de zurdos en la población francesa.

En resumidas cuentas, redactaba una tesis clásica, sin sorpresas.

Y ahí fue donde intervino el azar, en la primavera de 2010. Éva Louts, zurda, vio la foto del combate de esgrima en su habitación y se dio cuenta de que su adversaria también era zurda. ¿Se trataba de una coincidencia o había algo más? Intrigada, la estudiante exploró la pista de los deportes y observó que en las disciplinas muy interactivas había un número desproporcionado de zurdos con respecto a ese famoso 10 por ciento. ¿Por qué? ¿Y por qué a medida que el adversario se aleja disminuye el número de zurdos? Dedujo que el hecho de ser zurdo no está ligado al tipo de deporte sino a la proximidad de los contrincantes.

A partir de aquel momento, Louts comprendió que había dado con algo importante: ¿el hecho de ser zurdo podía tener alguna relación con el contacto físico o, mejor aún, con la violencia? Con el fin de verificar su teoría, se interesó entonces por la historia y, más concretamente, por las civilizaciones con fama de violentas, obligadas a utilizar las manos o a empuñar armas para sobrevivir. Hombres prehistóricos, vikingos, godos, bárbaros… Unos hombres que, para comer o simplemente para destruir, atacaban y mataban. Muchos de ellos, al estudiar sus instrumentos y su arte, resultaron ser zurdos. La teoría de Louts se confirmaba.

Entre junio y julio de 2010, la relación entre Éva Louts y su director de tesis se degradó. La estudiante retenía información, sólo entregaba retazos y así protegía sus descubrimientos. Por su cuenta, decidió llevar aún más lejos su investigación y viajó a la ciudad más violenta de México, Ciudad Juárez. ¿Acaso, al igual que hace cientos o miles de años, las poblaciones violentas seguían contando con un número de zurdos superior a la media? Desgraciadamente, se dio cuenta de que ya no era así en nuestros días. El progreso de una civilización regida por leyes estrictas y la evolución de los medios de agresión —en particular las armas de fuego, que evitan la interacción en la proximidad— acabaron con las comunidades de zurdos. ¿Se sintió decepcionada frente a esa implacable lógica de la Evolución? Seguramente. En cualquier caso, no se resignó: decidió viajar a Brasil, por una razón desconocida pero lo bastante importante como para que estuviera allí una semana. ¿Qué pudo hacer tanto tiempo en la gran ciudad de Manaos? ¿También se entrevistó allí con criminales? ¿Buscó otra forma de violencia? ¿Fue a hablar con alguien en concreto? Era imposible saberlo, pues la única indicación en manos de la policía era un importante reintegro de dinero.

A su regreso a Francia, no anotó nada en sus cuadernos: las páginas sobre Brasil quedaron en blanco. ¿Fracaso o, al contrario, un descubrimiento tan importante que prefirió guardarlo sólo en su cabeza? En cuanto volvió a Francia, Louts solicitó autorización para entrevistarse con criminales violentos, todos ellos zurdos. Las gestiones administrativas llevaron tiempo, pero el 13 de agosto se entrevistó con el primer preso, y el 27 se halló frente a Carnot. El 28, en las montañas. Menos de una semana después, reservó de nuevo un billete a Manaos…

Mientras caminaba junto a Levallois, por la avenida Montaigne, Sharko tenía una firme convicción: algo había precipitado las cosas. El viaje a Brasil desencadenó el interés apremiante de Louts por los asesinos franceses… Sólo hombres zurdos, de físico imponente, jóvenes y que habían matado con extrema violencia. Fue entonces cuando conoció a Grégory Carnot.

¿Qué chispa se había encendido en la mente de Louts? ¿Qué había descubierto en Latinoamérica que luego la llevó a la cima de las montañas? ¿Qué buscaba en aquella verticalidad del mundo? ¿Y por qué deseaba regresar a Manaos?

Sharko volvió a la realidad. Frente a él, la avenida Montaigne brillaba en su desmesura. El distrito VIII de París en todo su esplendor. Mercedes en fila india frente a los palacios, tiendas de lujo, marcas prestigiosas: Cartier, Prada, Gucci, Valentino. A la derecha, el Sena, y al fondo la torre Eiffel. Una postal destinada a atraer a los ricos.

El comisario ajustó el nudo de su corbata y tiró de las mangas de su americana. Miró a un escaparate y se vio reflejado en él. Su nuevo corte de cabello, aquel corte a cepillo que siempre había lucido, le gustaba y le devolvía su verdadero aspecto de poli. Sólo le faltaba la corpulencia para que el Sharko de antaño renaciera completamente de sus cenizas.

Entraron en el número 15, un prestigioso edificio de una blancura palaciega. La sala Drouot era la decana de las instituciones de subastas del mundo entero. Un museo mágico, efímero, donde se puede comprar cuanto la mente humana o la naturaleza han sido capaces de imaginar. La mayoría de las veces, las exposiciones de objetos, relacionados con un tema, una época o un país, duraban sólo unos días. Ochocientos mil bienes pasaban cada año de una mano a otra, tres mil ventas. Un negocio al que la crisis no afectaba.

Sharko y Levallois querían hablar con el comisario tasador, Ferdinand Ferraud, antes de que entrara en la sala de subastas. El personal de la recepción había confirmado que siempre llegaba por lo menos media hora antes, para preparar la velada.

A la espera de esa entrevista, se adentraron en las salas y aprovecharon para echar un vistazo a la exposición del día, titulada «Si tuviéramos los días contados». Ambiente aterciopelado, iluminación tamizada, una calma de iglesia. Algunas parejas del brazo se paseaban en silencio entre los cuatrocientos cincuenta objetos artísticos meticulosamente numerados que se suponía que debían recrear la gran epopeya humana desde los orígenes a la conquista del espacio. Levallois se dirigió al rincón donde se leía «Meteoritos», en el centro del cual había una pieza de una tonelada y media. La observó intrigado, al igual que otros visitantes, elegantes, que habían acudido para ver una vez más los objetos antes de, tal vez, adquirirlos.

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