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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (25 page)

BOOK: Gataca
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Sin acercarse, procurando no contaminar nada, Lucie trató de memorizar la escena, de imaginar al asesino en acción. Necesitaba un perfil, una silueta, por lo menos una sombra, para poder sumergirse completamente en el caso y comprender qué tipo de individuo dejaba cadáveres en su estela. Allí había estado un asesino, en aquella habitación. Por fuerza había dejado algo de sí mismo, de su personalidad, en aquel sepulcro frío y siniestro.

Terney había sido mutilado, torturado de manera metódica, sin que el asesino sintiera pánico. En el suelo había colillas aplastadas, con la punta negra de tabaco carbonizado. Una de ellas aún estaba en el hombro del cadáver, como si la colilla se le hubiera pegado a la piel. La mordaza, en parte despegada, podía hacer pensar que Terney había acabado por hablar. ¿Qué era lo que su verdugo había intentado que dijera?

Lucie creyó que iba a desmayarse cuando oyó un ruido casi imperceptible que procedía del fondo de la habitación. Allí había otra puerta.

El ruido se repitió. Bum, bum… Algo golpeaba contra una pared. O más bien, alguien.

Lucie avanzó, con un nudo en la garganta. Conteniendo la respiración, con el arma en ristre, hizo girar el pomo y abrió bruscamente.

Un hombre vestido con un pijama negro estaba allí, sentado en el suelo, con un voluminoso libro abierto entre las piernas. Oscilaba ligeramente —y eso era lo que producía el ruido—, y pasaba las páginas, imperturbable, concentrado, sin ni siquiera alzar la cabeza. No tenía ni veinte años.

Lucie no tuvo tiempo de comprender ni de reaccionar cuando unos golpes sordos en la puerta de entrada la dejaron paralizada.

—¡Policía! ¡Abran!

Una voz grave, agresiva. Lucie retrocedió, desconcertada. El hombre sentado seguía sin reaccionar, pasando páginas incansablemente. Dios mío, era incomprensible. ¿Por qué no huía? ¿Quién era? Lucie tenía que reflexionar, y rápido. Si la encontraban allí, se había acabado todo. A grandes zancadas, se precipitó al pasillo y derribó una estatuilla colocada en lo alto de la rampa de la escalera. Apretó los dientes, incapaz de atrapar el objeto que rodó por los peldaños con gran estruendo sin romperse.

Era de metal.

—¡Stéphane Terney! ¡Abra!

Más golpes, apremiantes. Vocerío, gritos. Lucie se dirigió a la habitación sin ni siquiera respirar. Los golpes se convirtieron en estrépito, pues las fuerzas del orden debían de estar intentando derribar la puerta con un ariete. La puerta se rompió en pedazos en el momento en que Lucie aterrizaba con los pies juntos en el jardín. Sin aliento, se lanzó entre el ramaje. Alrededor de ella se encendían luces que perforaban la noche como ojos curiosos. Alertadas por el ruido, unas sombras difuminadas se dibujaban tras los grandes ventanales de las casas vecinas. Lucie trepaba, descendía, corría, con los dedos tensos y el rostro azotado por la vegetación. Era cuestión de segundos. Ni siquiera volvió la vista atrás. Los polis debían de haber descubierto el cadáver y debían de estar deteniendo al tipo, accediendo a las habitaciones una tras otra, abalanzándose hacia las salidas. Probablemente dentro de menos de un minuto iluminarían los jardines con potentes linternas. Llegó a la gran barrera de cemento y se lanzó como la piedra arrojada por una honda. Su cuerpo percutió pesadamente contra el muro, sus brazos la izaron y la propulsaron al callejón. El aterrizaje fue rudo pero sus rodillas la sostuvieron. En el momento en que se incorporaba, su mejilla derecha chocó contra la pared fría.

Un cañón de revólver le apretó la sien.

—¡No te muevas!

Se sintió incapaz de mover ni un músculo. Un puño firme le había pegado la mano a la espalda, inmovilizándola con aquella llave. Respiraba ruidosamente por la nariz y su boca se retorcía. La habían hecho caer en una trampa, vigilando todas las posibles salidas. Estaba jodida y pensó inmediatamente en su hija Juliette. Vio los barrotes de una cárcel entre sus rostros.

El tiempo pareció dilatarse y de repente Lucie sintió que la tensión disminuía. El hombre le dio la vuelta con sequedad y sus miradas se cruzaron.

—¿Fr… anck?

El rostro demacrado de Sharko flotaba en la penumbra. Con el resplandor palpitante, tenía el aspecto de un policía del cine negro. Pómulos cincelados con un cuchillo, pistola alineada con su silueta alargada, casi furtiva, y el careto de quien lo ha visto y lo ha vivido todo. Miró rápidamente a su espalda y habló en voz queda.

—¡Joder, Henebelle! ¿Qué coño haces aquí?

Lucie jadeaba, incapaz de recuperar el aliento.

—Está… está… muerto… Torturado… Hay… hay… alguien allí… en la habitación… Un tío en pijama…

Sharko bajó el arma, no sabía ya qué hacer. Sus ojos escrutaban la calle y volvían a Lucie. A lo lejos, desde las ventanas de la casa de Terney, unos haces luminosos barrieron la oscuridad.

El comisario se llevó los dedos a la cabeza. Tenía que pensar, y rápido.

—¿Alguien te ha visto?

Lucie meneó la cabeza, con las manos en las rodillas y escupió un filamento de bilis.

Él la agarró de la muñeca y apretó con fuerza.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Deja… que me marche… Te… lo… suplico…

Sharko ni siquiera tuvo que luchar contra su conciencia de policía. Ambos eran iguales. Unos seres destrozados, heridos en su interior y al margen de la ley. Soltó por fin su muñeca.

—Lárgate. Vete por el callejón y desaparece. Tienes menos de cinco segundos. Y sobre todo, no me llames, no dejes ningún rastro de nuestro encuentro, pase lo que pase. Yo te llamaré.

Le dio tal empujón que estuvo a punto de caerse. Lucie se incorporó y se volvió para darle las gracias con un gesto de la cabeza, pero él ya se alejaba. Entonces respiró profundamente y se lanzó a la carrera, como una fugitiva, hasta desaparecer por fin en las tinieblas de Montmartre.

24

El cuerpo fornido de Levallois impactó contra el de Sharko en la esquina del callejón y la calle Darwin. El joven policía de rostro cuadrado hervía, con el cuerpo en tensión por la excitación y el olor de la persecución.

—¡Alguien ha huido por detrás de las casas! ¿No has visto a nadie?

Sharko se volvió hacia la alta barrera de cemento.

—Por aquí la calma es absoluta. ¿Quién ha huido? ¿Qué sucede?

Levallois escrutaba hacia todas partes, con mirada atenta. Se volvió hacia Sharko.

—La ventana de su habitación estaba abierta. Sólo ha podido huir por el jardín. Me ha parecido oírte gritar.

—Un maldito gato. ¿Estás seguro de haber visto a alguien?

—No lo sé. Ahí dentro hay algo extraño. Ve a ver…

Levallois se volvió, aceleró, saltó el muro y su cuerpo desapareció en los jardines. Una vez solo, Sharko soltó un profundo suspiro. Había ido de un pelo. Ahora, Lucie debía de estar ya lo bastante lejos como para hallarse fuera de peligro.

En cualquier caso, le debía una explicación a fondo.

Se dirigió rápidamente hacia la casa. Unos hombres sacaban a otro a la fuerza. Esposado, gritaba de una manera inhumana, con sonidos graves, nasales. Sus pies pataleaban en todos los sentidos. Eran necesarios por lo menos tres policías para retenerlo. Bellanger, el jefe de grupo, miraba fijamente al joven con sus ojos oscuros.

—¿Qué es este jaleo? —preguntó Sharko, jadeando.

—Ni idea. Terney está muerto. Ese joven no habla y pasaba las páginas de un libro, tranquilamente sentado, con el cadáver a menos de tres metros.

—Sus andares extraños… Sus gritos… ¿Es un disminuido psíquico?

—Muy disminuido, diría. En la cubierta de su libro está escrito 342 en números muy grandes, y las páginas están numeradas del 1 al 300, pero están todas en blanco. El tipo no lleva documentación. Sin duda ha sido él quien ha entrado por la ventana y ha hecho caer el objeto de metal cuando nos disponíamos a entrar. El ruido lo habrá asustado y se ha encerrado en una pequeña habitación contigua a la del crimen.

Sharko asintió.

—No he visto nada en los jardines. Creo que Levallois persigue a un fantasma.

Incluso encerrado en el coche de la policía, aún se oía gritar al individuo. En las casas vecinas se encendían luces. La gente salía de sus domicilios.

—Dimitiré si este tipo no se ha escapado de un hospital psiquiátrico o de algún lugar parecido —dijo Bellanger con voz grave—. Pero ¿por qué habrá venido aquí?

Media hora más tarde entraron en la vivienda precedidos por la policía científica. Hombres en mono de trabajo se habían dispersado por todas las habitaciones.

—Me reuniré contigo en la escena del crimen —dijo Sharko—. Antes prefiero impregnarme del lugar.

El poli carburaba a base de café solo, con mucha cafeína. Las once de la noche. El cuerpo cargado como una pila eléctrica. Era preferible dejar que la adrenalina y los excitantes hicieran su trabajo y acabaran con sus últimos cartuchos. Tal vez cualquier día terminaría por hundirse y dormiría hasta no poder más.

Mientras en la planta baja Levallois hablaba por teléfono, intentando reunir información detallada sobre la víctima, Sharko iba de habitación en habitación, cruzándose con los rostros sombríos, inquietos y fatigados de los colegas. Salón, sala de estar, sala de billar, de proyección… Todo estaba increíblemente ordenado y limpio como un quirófano. Según los primeros datos, Stéphane Terney era un obstetra e inmunólogo de renombre que ejercía en Neuilly. Tenía sesenta y cinco años y debía de ser un maniático del orden. Incluso la cubertería, en los cajones, estaba dispuesta en un orden marcial. Seguramente se trataba de una deformación profesional: jugar con pipetas, agujas y traer criaturas al mundo debía de exigir un gran rigor.

Los mensajes dejados en su contestador eran variados. Dos mujeres diferentes —¿amantes suyas?— se inquietaban por su silencio. Unos colegas de profesión molestaban a Terney, que en aquel momento acababa sus tres semanas de vacaciones, para hacerle preguntas puramente administrativas.

En aquella misma sala, el policía se aproximó a la gran chimenea y se agachó. Los técnicos recuperaban, entre un montón de ceniza, restos de cintas de vídeo —por lo menos cinco o seis, según las primeras constataciones— completamente calcinadas. Las cintas se habían convertido en polvo y las cajas en bolas negras de plástico. No había ningún reproductor de vídeo en la casa, pero los policías habían descubierto que en la sala de fósiles de Terney habían arrancado algunas tablas del suelo de madera. Allí donde probablemente había ocultado las cintas, desde hacía mucho tiempo. El asesino las había encontrado y las había quemado.

Luego, Sharko se dio una vuelta por la primera planta, por la gran sala que albergaba la colección particular de fósiles y minerales. Aquello debía de valer una fortuna. Las piezas estaban muy cuidadas, y exhibidas con juegos de luces. Los animales parecían pelear entre ellos. Se volvió y vio las tablas arrancadas del suelo, en un rincón. Entonces, el comisario fue a la biblioteca para reunirse con Bellanger. Algo mayor que Levallois, Nicolas Bellanger tenía las características del buen jefe de equipo. Soltero, inteligente, deportista. Y ambicioso. La relación entre ambos hombres no era ni buena ni mala. Trabajaban juntos, y eso era todo.

Por su parte, Jacques Levallois examinaba atentamente las estanterías de libros en la dirección indicada por los índices de la víctima. Paul Chénaix, el médico forense que ya había hecho la autopsia de Éva Louts, se incorporó y se quitó los guantes. Luego se limpió sus gafitas redondas con un paño.

—Globos oculares en licuefacción, una sublime mancha abdominal y una rigidez cadavérica notable. Aún no está completamente verde. Diría que se fue al otro barrio hace por lo menos cuatro días, pero menos de ocho. Los exámenes más completos nos permitirán tal vez afinar la horquilla. Ya se puede levantar el cadáver.

Sharko asimilaba la información. Con la fatiga y el exceso de cafeína, se sentía en un estado extraño: tenía la sensación de flotar ligeramente, como después de tomar unas copas de vino. Sin embargo, logró ordenar sus pensamientos.

—Éva Louts fue asesinada hace tres días. Terney murió antes… Así, Terney no es su asesino.

Bellanger, el jefe, examinaba la habitación atentamente con la mirada, girando lentamente sobre sí mismo. Era un tipo alto y delgado, de ojos negros como el café y cabello castaño desgreñado.

—La suposición viene avalada por el hecho de no haber hallado el cráneo del chimpancé en su pequeño museo privado. El asesino pasó primero por aquí, torturó a Terney, lo mató y luego se cargó a Éva Louts al día siguiente, tras llevarse las mandíbulas para cometer su crimen. Hay que estudiarlo, pero no imagino al tipo del pijama cometiendo dos asesinatos de esta índole. Por lo que acaban de decirme en la oficina, el individuo se daba golpes contra todas partes y soltaba unos gruñidos bestiales. En cuanto le han devuelto su libro, se ha calmado inmediatamente. Se ha puesto a pasar páginas en blanco, como hacía aquí, sin decir palabra.

Todo cuanto había en aquel lugar llamaba la atención a Sharko. Había estantes de libros que llegaban hasta el techo, a lo largo de metros y más metros. La buena madera, las extrañas obras de arte y la tecnología puntera olían a dinero y eran muestra también de una morbosa originalidad.

—¿Has encontrado algo? —preguntó a Levallois.

—Nada, de momento. ¿Has visto qué cantidad de libros? ¿Cómo saber cuál señalaba?

Con la mente un poco enturbiada, el comisario volvió hacia el cadáver, frente a él. Quemado, mutilado, probablemente a cuchilladas. El forense había tumbado el cuerpo boca arriba. Sharko señaló la amplia herida, profunda, en el pliegue de la ingle.

—¿Eso es lo que lo mató?

—Sí. La arteria ilíaca externa izquierda está seccionada. Esa arteria es un río. La víctima cayó de la silla, se desangró y murió unos segundos más tarde…

—Es una manera poco usual de matar a alguien. Tal vez se trate de un asesino relacionado con el mundo de la medicina. O, por lo menos, conoce la anatomía humana. Primero quiso hacerlo sufrir. Tras arrancarle lo que quería que le dijera, es decir probablemente el lugar donde escondía las cintas de vídeo, lo eliminó y luego se marchó justo antes de que Terney exhalara su último aliento. Un trabajo limpio, con conocimiento. Como en el caso de Louts, el asesino no fue presa del pánico.

—También hay restos de tabaco en su lengua y sus encías. El asesino debió obligarlo a fumar esos cigarrillos para luego quemarlo.

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