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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Thriller, Intriga, Poliiciaca

Gataca (29 page)

BOOK: Gataca
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—¿Sabe por qué hizo esto?

Audebert entornó los ojos.

—No me había dado cuenta… Pero… Subraya todo lo que es diferente del genoma de referencia. Con el ordenador sabe hacer búsquedas en el genoma… ¿Tal vez buscó esta secuencia en la página de Génoscope y no la encontró? ¿Y por ello lo habría subrayado todo?

Sharko siguió pasando páginas y volvió a encontrar lo mismo. Páginas 141, 158, 198, 206, 235, luego la 301… Siempre con la misma frase al principio: «Consideremos, por ejemplo, la siguiente secuencia de ADN», y siempre con las letras subrayadas. Daniel lo había hecho con tesón.

Levallois se dirigió hacia el libro número 2, lo abrió, hojeó algunas páginas y se encogió de hombros…

—No lo entiendo… Salta a la vista que hay alguna diferencia de vez en cuando entre dos individuos. Una diferencia cada mil o dos mil letras. ¿Cómo pudo Daniel subrayar tantísimas diferencias sucesivas?

—Stéphane Terney tal vez escribió algunas secuencias completamente al azar, sólo como ejemplos. O bien…

El director parecía perturbado. Reflexionó unos segundos y de repente chasqueó los dedos.

—… o bien, tal vez tengo otra explicación.

Cogió a su vez el libro y examinó atentamente las páginas.

—Debido a Daniel y a Stéphane Terney he tenido que estudiar el ADN, para comprenderlo. Sé a qué lugares de la molécula corresponden esos cambios tan rápidos, agrupados e importantes de las secuencias. Son lo que se denominan microsatélites.

Señaló con el mentón hacia la enciclopedia de la vida.

—Un día, Daniel escribirá páginas en las que cientos o miles de letras estarán subrayadas como aquí, antes de que todo vuelva a la normalidad… Se tratará de microsatélites. Sus técnicos de la policía científica los utilizan a diario para sus análisis de ADN, porque son como huellas digitales. Son únicos para cada individuo, y siempre se hallan situados en el mismo lugar en el genoma.

Sharko y Levallois se miraron de nuevo, boquiabiertos.

—¿Esos microsatélites sirven entonces para las huellas genéticas? —preguntó el comisario.

El director asintió con convicción.

—Exactamente, señores, creo que en este libro se hallan enterradas siete huellas genéticas diferentes, en medio de otros datos anodinos. Siete códigos de barras de siete individuos que tal vez existan en nuestro planeta.

27

Los dos policías entraron en tromba en el edificio de la policía científica, en el Quai de l’Horloge. El lugar estaba dividido en diferentes departamentos, como toxicología, balística o análisis de documentos. Un concentrado de tecnología, un laberinto de máquinas, a cual más cara, que analizaban sangre, colillas, explosivos o cabellos. Unas confesiones arrancadas gracias a la ciencia.

Jean-Paul Lemoine, director del laboratorio de biología molecular de la policía científica de París, los aguardaba en un pequeño despacho. De unos cuarenta años, pelo corto y rubio, casi gris, y espesas cejas. Un físico común, sin ningún aspecto destacable pero a la vez sin defectos. ¿Su trabajo? Manipular con sus equipos unas enormes máquinas, como los amplificadores PCR o los secuenciadores, que fotocopiaban, cortaban y analizaban los fragmentos de ADN.

Algo incómodo, invitó a los policías a que tomaran asiento.

—Microsatélites… Su hombre lleva razón. Estaban ocultos entre la masa de información del libro. Hubiéramos acabado por descubrirlos, pero ¿cuántos días o semanas nos hubiera llevado?

Miró el libro abierto frente a él.

—En cualquier caso, es muy astuto haber ocultado códigos genéticos en un libro publicado. Es la mejor manera de evitar que un secreto sea destruido. Al diseminarlo en miles de hogares… Conocía este libro. Cuando fue publicado, Stéphane Terney hizo que lo enviaran gratuitamente a universidades, científicos e investigadores. Una forma de propaganda para las tesis eugenésicas hábilmente disimuladas bajo datos matemáticos. Un autor turco ya utilizó esa técnica en su
Gran atlas de la creación
, para cuestionar el darwinismo y propagar la ola creacionista. La obra del turco, magnífica, fruto de amplias investigaciones y muy documentada, fue enviada a científicos e intelectuales del mundo entero.

Empujó el libro hacia Sharko.

—¿Qué más desean? ¿El procedimiento exacto que utilizamos para trazar un perfil genético?

—No, no es necesario. Hemos venido para saber si sería posible realizar una búsqueda de esas siete huellas genéticas en el FNAEG.

La idea se le había ocurrido a Sharko. El FNAEG era el Archivo Nacional Automatizado de Huellas Genéticas. Desde 1998, figuraban en él todos los delincuentes sexuales y, desde 2007, se podía añadir a casi todos los delincuentes detenidos por la policía o la gendarmería. Bastaba que hubiera una correspondencia entre el registro conservado en el Archivo y el hallado en una escena de un crimen, por ejemplo, para poder dar con un sospechoso.

Lemoine pareció escéptico.

—Uf… Tendría que currarme la introducción de las letras manualmente para entrarlas en el ordenador, por lo general todo está automatizado. Normalmente recibimos un hisopo oral de saliva para analizar o un vestido manchado de esperma; se introduce la muestra en la máquina y sale el código de barras del individuo. Pero en este caso no tenemos ninguna muestra, sólo… un papel. Miren esas páginas, ya lo han visto, una huella genética puede llegar a tener, no sé, ¿un millar de letras sucesivas? Llevaría horas mecanografiarlo todo y, además, no se podría cometer ningún error. Eso exigiría una gran concentración y habría que hacerlo siete veces. Y yo ya me he pasado la noche en vela trabajando, estoy muy cansado.

Se encogió de hombros, molesto. Al parecer, sólo deseaba una cosa: irse a casa.

—El FNAEG, comisario, contiene menos de un millón y medio de perfiles genéticos de acusados, lo que representa menos del 2 por ciento de la población francesa. Francesa, digo, comisario, que no mundial. Y además, nada nos dice que las huellas genéticas del libro sean reales. Podrían…

—Ha muerto gente por culpa de esto —lo interrumpió Sharko—. Esas huellas son reales, pondría la mano en el fuego. Terney las escribió en su libro y se puso en contacto con un autista sabio para que tal vez un día, si le ocurriera alguna desgracia, se pudieran descifrar. Incluso si Daniel Mullier no hubiera estado presente en el lugar del crimen, es evidente que de una manera u otra habríamos llegado hasta él. Era como… una llave destinada a abrir un candado. Hágalo. Por favor.

Tras reflexionar, el científico dejó sobre la mesa su vaso vacío y asintió con un leve suspiro.

—De acuerdo. Lo intentaré. Alguien tendría que dictarme y yo mecanografío.

Cogió el libro y se lo tendió a Sharko, quien a su vez se lo dio a Levallois.

—Hazlo tú. Yo he dormido fatal, me escuecen los ojos.

Levallois refunfuñó.

—Mira tú, ¿y crees que yo he dormido?

Con un suspiro, el teniente se sentó junto a Lemoine. El científico le advirtió:

—Sobre todo, sobre todo, ni un solo error. Yo le indicaré dónde comenzar para que coincida con el formato exigido por el ordenador.

Rodeó con un círculo una letra en particular, la letra justo después de la secuencia de inicio idéntica en todas las enciclopedias de la vida.

—Ya puede empezar a leer, lentamente pero con seguridad.

Levallois comenzó a leer…

—AATAATAATAATGTCGTC…

… y Lemoine tecleaba. Veinte minutos después, Levallois espetó «¡Se acabó!» y el biólogo pulsó la tecla «Enter». Esperó unos segundos. La primera huella genética fue comparada instantáneamente con los millones de registros almacenados en los servidores de seguridad que se hallaban en Écully.

Apareció una palabra en la pantalla: NEGATIVO. Decepción en los rostros.

—Primera huella desconocida. Parece que su teoría no funciona, comisario. ¿Lo dejamos?

—Seguimos.

Volvieron a empezar. Segunda huella: negativo. Unos cafés y un cigarrillo para Levallois, mientras Sharko iba de un lado a otro. Tercera huella: negativo. Cuarta huella… Ronroneo de los procesadores y bufidos del ventilador. Los ojos de Lemoine se abrieron como platos.

—No me lo puedo creer. Hemos hallado uno. Ahora sí que me he quedado de piedra…

Sharko se levantó de su silla y fue rápidamente al otro lado. Lemoine leyó en voz alta lo que mostraba la pantalla. Nombre, apellido y fecha de nacimiento.

—Grégory Carnot. Nacido en enero de 1987.

Sharko tuvo la sensación de recibir una bala en el pecho. Levallois miró de nuevo la pantalla atentamente, como si no creyera lo que veían sus ojos.

—¿Qué diablos significa esto?

—¿Lo conoce? —preguntó el científico.

El joven teniente asintió.

—La chica asesinada, que es el origen de nuestra investigación, fue a verlo a la cárcel. Bueno, eso creo.

Miró a Sharko a los ojos.

—¿Es así, Franck? Éva Louts fue a visitar a ese Grégory Carnot, ¿verdad? Estaba en la lista de presos, ¿no?

Sharko le puso una mano sobre el hombro, inquieto.

—Ve a estirar las piernas, yo te relevo.

—Tienes los ojos como canicas y no hay que equivocarse con una sola letra. ¿Estás seguro de que podrás hacerlo?

—¿Me tomas por tonto?

Finalmente, Levallois le cedió gustoso su lugar. El comisario se sentó con la vista clavada en el perfil genético de Carnot. ¿Por qué Terney había ocultado la identidad del asesino en el libro? ¿Qué relación había entre ambos? Meneó la cabeza y se concentró en las letras como ante la cuadrícula de un crucigrama. Las preguntas llegarían más adelante.

—¿Empezamos? —preguntó el biólogo.

—Empecemos…

Sharko comenzó a recitar las series de letras, meticulosamente, poniendo el índice sobre cada una de ellas. Interiormente, luchaba contra su organismo para no perder la concentración. Lemoine tecleaba en silencio. Las agujas del reloj giraban. En el despacho, los cuerpos se cargaban de electricidad y los dedos se humedecían.

Quinto perfil: desconocido. Levallois regresó con tres cafés comprados en la máquina. La cafeína les corría por las arterias y les excitaba las neuronas. Desgraciadamente, el sexto perfil tampoco ofreció resultado alguno. Los tres retomaron aliento. Sharko bostezó, se frotó los ojos, Lemoine hizo crujir sus dedos, agotado.

—Venga, vamos a por el último, antes de que nos dé dolor de cabeza.

Reiniciaron su trabajo de hormigas, construyendo letra tras letra la identidad única de uno de los siete mil millones de habitantes del planeta.

Tecla «Enter».

El resultado hallado en el FNAEG para el séptimo y último perfil les explotó en la cara.

POSITIVO.

Pero el programa no les dio ninguna identidad ni mostró fotografía alguna. Lemoine pulsó un botón que daba los detalles de la búsqueda.

—El registro que nos interesa fue obtenido por la gendarmería. Es un dato que figura en el FNAEG desde hace sólo tres días, sin identidad. Lo que significa…

Sharko suspiró, pasándose ambas manos por la cara, y completó la frase.

—… que se trata de ADN hallado en un lugar donde se ha cometido un delito pero su propietario aún no ha sido detenido. Eso significa que el autor del delito probablemente ha cometido su primera infracción grave puesto que no está fichado. Creo tener la respuesta, pero ¿puede decirme de qué delito se trata?

El biólogo le respondió con voz apagada:

—Delito de sangre.

28

Lucie flota a ras de suelo. Avanza sin que sus pies toquen tierra, como si un soplo divino, frío y silencioso la impeliera. Trata de volver la cabeza, pero una especie de Minerva, equipada con grandes anteojeras, se lo impide. Su mirada inquieta se clava definitivamente en el pequeño recuadro de luz que perfora una noche uniforme. Resuena el rugido de una tormenta, la tierra tiembla y un segundo después una lluvia de objetos pesados cae de los cielos. Jarrones… Miles de jarrones idénticos se hacen añicos a su alrededor con un estrépito descomunal. Curiosamente, ningún proyectil la alcanza, como si la protegiera un escudo. El soplo invisible se vuelve más violento, la silueta de Lucie atraviesa el diluvio y se eleva aún más, para entrar en la luz cegadora. Cierra los ojos por el dolor, luego la claridad se tamiza y recupera progresivamente la vista. Ahora, vuela por encima de cientos de mesas de autopsias, alineadas horizontal y verticalmente. Los cadáveres allí tendidos también son rigurosamente idénticos. Pequeños, desnudos, irreconocibles. Y carbonizados… Sus rostros se parecen a lo que podría ser la materialización del sufrimiento. Por lo que respecta a sus cuerpos… Una tierra árida…

Exactamente en el centro de esos muertos, Lucie observa que una de las criaturas parece estar en una posición diferente: en lugar de tenerlas junto al cuerpo, tiene las manos unidas sobre el pecho volcánico, y sostienen algo. Por ello, Lucie orienta su cuerpo en ingravidez en esa dirección y se da un ligero impulso que le permite un movimiento fluido y uniforme por el aire. Se aproxima mientras el olor a quemado se expande como una protuberancia solar. Brutalmente, los párpados de la niña se abren y dejan ver dos pozos negros horrorosos. Lucie grita sin que de su boca surja sonido alguno. Quiere dar media vuelta, pero su cuerpo resbala en el aire y la acerca inexorablemente al hueco de los ojos. Ve por fin lo que sostiene la niña: un jarrón, igual que los que caen en el exterior. El ojo negro, el izquierdo, es ahora tan grande como un remolino. Lucie se siente incapaz de luchar y se deja aspirar. La niña le tiende el jarrón, y lo ase en el mismo instante en que el ojo se la traga… Y cae gritando…

Lucie despertó sudando, con un grito en los labios. Aún medio dormida, abrió los ojos. Las paredes, el techo, la decoración reducida al mínimo… Durante unos segundos se preguntó dónde se hallaba, luego sus pensamientos se ordenaron. L’Haÿ-les-Roses, Sharko, su conversación la noche anterior… Y luego un agujero negro.

Tenía la ropa arrugada… El cabello despeinado… Había perdido los calcetines… Lucie se incorporó, aún estremecida. No había semana en que aquellos niños muertos no la visitaran. Siempre, siempre la misma historia, que la conducía sin remedio a la caída sin fin en el ojo. Sabía que ese sueño le explicaba cosas. Los jarrones probablemente estaban relacionados con el defecto en el iris de Clara, aquella lluvia extraña le indicaba que debía abrir los ojos, andar con cuidado con aquellos jarrones. Pero ¿por qué?

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