De nuevo se tendieron en el suelo; las horas siguieron transcurriendo con abrumadora lentitud. Al cabo de quién sabe cuanto tiempo, un ligero ruido hizo levantar la cabeza a Esteban y a Catalina. Chaval se decidía a comer; cortó la mitad de una tostada, y empezó a mascar un pedazo lentamente, para que le durase más. Ellos, atormentados por el hambre, lo contemplaban en silencio.
—¿De veras no quieres? —preguntó a la muchacha con aire provocativo—. Pues haces mal.
Ella bajó la cabeza, temiendo ceder a la tentación, con el estómago tan dolorido, que las lágrimas asomaban a sus ojos. Pero adivinaba lo que pedía: aquella mañana había tratado de conquistarla, poseído de violentos deseos bajo la influencia, sin duda, de los celos, al verla al lado de otro. Y la muchacha presentía una catástrofe espantosa, si aquellos dos hombres volvían a chocar.
Esteban se hubiera muerto cien veces de hambre antes que mendigar un pedazo de pan a su rival. El silencio era abrumador; parecía durar ya una eternidad, a causa de la monótona lentitud con que pasaban aquellas horas sin esperanza. Ya llevaban un día encerrados los tres juntos. La segunda linterna estaba apagada, y encendieron la tercera. Chaval entonces se preparó a comer otro pedazo de pan, mientras mirando a Catalina con ojos ávidos, murmuraba:
—¡Ven, tonta!
La joven se estremeció. Para dejarla en libertad, Esteban se había vuelto de espaldas, y viendo que no se movía, le dijo en voz baja:
—Anda, hija mía.
Entonces asomaron a sus ojos las lágrimas que hacía tiempo estaba conteniendo. Lloró amargamente, sin tener fuerzas para levantarse, sin saber siquiera si tenía hambre o no, sufriendo grandes dolores en todo el cuerpo. Él se había puesto en pie. Iba y venía de un lado a otro; golpeaba las paredes fuertemente, haciendo la señal de los mineros en peligro, furioso de aquel resto de vida que le obligaban a pasar encerrado con un rival aborrecido. ¡Ni siquiera el consuelo de reventar uno lejos del otro! No podía andar ocho o diez pasos sin tropezar con aquel hombre. Y ella, la infeliz, que era necesario repartírsela aún a la hora de la muerte. Pertenecería al último que muriese: el otro se la volvería a robar, si moría antes que él.
Aquel tormento no terminaba; la repugnante promiscuidad se agravaba con la confusión de los alientos y de las necesidades íntimas satisfechas en común. Por dos veces Esteban la emprendió a puñetazos con las rocas, como para abrirse camino.
Pasó otro día más; Chaval se acercó a Catalina, compartiendo con ella el pan que se disponía a comer. La joven mascaba los bocados penosamente; él se los hacía pagar con caricias, en su obstinación de celoso que no quería morir sin volver a poseerla, y allí mismo, delante del otro. Catalina, agotada, se abandonaba a él; pero cuando trató de violentaría, se quejó:
—¡Oh! ¡Déjame! ¡No puedo, estoy medio muerta!
Esteban, temblando, había apoyado la frente en la pared para no ver nada. De pronto se volvió, y dirigiéndose al otro, gritó fuera de sí:
—Si no la dejas, te mato.
—¿Qué te importa a ti esto? Es mi mujer y me pertenece.
Y estrechándola entre sus brazos, tan fuertemente que la hacía gritar, la besó en la boca repetidas veces, mientras añadía:
—Déjame en paz, ¿eh? Haz el favor de retirarte un poco, para que hagamos nosotros lo que nos parezca. Pero Esteban, con los dientes apretados, exclamó de nuevo:
—¡Si no la dejas, te ahogo!
El otro se puso rápidamente en pie porque comprendió por el tono de su voz que la cosa iba de veras. La muerte le parecía demasiado lenta, y era necesario que inmediatamente uno de los dos dejase de vivir. Empezaba de nuevo la batalla en el mismo sitio donde uno de los dos, o los dos quizás, se quedarían para siempre; y tenían tan poco sitio, que no podían blandir los puños sin destrozárselos contra la pared.
—¡Cuidado —rugió Chaval—; porque esta vez te mato!
Esteban, en aquel momento, se volvió loco. Sintió algo así como una ola de sangre que le subía de las entrañas a la cabeza, quitándole la vista. Sentía una necesidad imperiosa de matar; una necesidad física, como la excitación de una mucosa produce un golpe de tos. Todo aquello era superior a su voluntad y consecuencia de la lesión hereditaria. Había cogido un pedrusco enorme de carbón; lo levantó con los dos brazos, y, arrojándolo con fuerza, lo dejó caer sobre el cráneo de Chaval.
Éste, que no tuvo tiempo de hacerse atrás, cayó al suelo con la cara destrozada y el cráneo hecho pedazos. La masa encefálico salpicó el techo de la galería; de la herida manaba un río de sangre. Esteban, con los ojos casi fuera de sus órbitas, contemplaba aquel cadáver sumido en la semioscuridad que reinaba en la galería. Al fin había sucedido lo que temía; al fin había matado a un hombre. Confundido como estaba, recordaba todas sus luchas: aquel combate inútil contra el veneno que dormía en sus músculos, contra el alcohol acumulado en su raza. Sin embargo, no estaba ebrio más que de hambre; la embriaguez continua de sus ascendientes había bastado. Se le erizaba el cabello ante el horror de aquel asesinato, y a pesar de las protestas de su educación, su corazón latía alborozado, con la bestial alegría de un apetito al fin satisfecho. Luego sintió el orgullo de haber sido el más fuerte. ¡También él sabía matar! Catalina lanzó un grito terrible:
—¡Dios mío! ¡Está muerto!
—¿Lo sientes? —preguntó Esteban con extraña entonación.
Ella se ahogaba, balbuceaba. Luego vaciló, y cayó en brazos del joven.
—¡Ah! Mátame a mí también. ¡Ah! ¡Muramos los dos juntos!
Y se abrazaba a su cuello, y él correspondía al abrazo, y así permanecieron largo rato, como si en efecto aguardasen la muerte en aquel instante. Al cabo de algunos minutos, se desprendieron uno de otro. Luego, mientras ella se tapaba los ojos con las manos, él arrastró el cadáver hasta la entrada del plano inclinado, para quitarlo de aquel rincón estrecho, donde aún era necesario permanecer quién sabe cuánto tiempo. La vida se habría hecho imposible con aquel muerto a sus pies. Ambos se estremecieron al oír el sordo ruido que produjo el cuerpo de Chaval cuando cayó en el agua.
Al cabo de un rato vieron que la inundación, siempre creciente, invadía el trozo de terreno donde se refugiaban.
La lucha empezó de nuevo. Habían encendido la última linterna que les quedaba; el agua no tardó en subirles hasta las rodillas. Como la galería estaba en cuesta, subieron a la parte superior, lo cual les dio un respiro de algunas horas. Pero la inundación crecía, y pronto se vieron mojados hasta la cintura. En pie, horrorizados, con la espalda pegada a la pared, contemplaban la crecida, sin saber qué hacer. Cuando el agua les llegase a la boca todo concluiría.
De pronto reinó profunda oscuridad: se había consumido la última gota de aceite de la última linterna que tenían.
Oscuridad completa, absoluta; la oscuridad de la tierra, donde habían de quedar enterrados sin volver a ver jamás la luz del día.
—¡Maldita sea!… —juró sordamente Esteban.
Catalina se apretaba contra él, como buscando protección, y repetía en voz baja una frase usual entre los mineros:
—La muerte apaga la linterna.
Ante aquella amenaza, su instinto luchó con bríos; sentía un deseo febril de vivir. Esteban empezó a abrir un agujero en la hulla con ayuda del mango de la linterna, en tanto que Catalina hacía lo mismo con las uñas. De ese modo hicieron una especie de banquillo en alto, donde poder sentarse; y cuando se vieron en él, los dos se encontraron sentados, con las piernas colgando, la espalda encorvado y la cabeza pegada al techo de la galería. El agua no les mojaba más que los talones; pero pronto experimentaron una terrible sensación de frío en todo el cuerpo. En el banco que habían hecho, la humedad era tanta, que estaba muy resbaladizo y les obligaba, a sujetarse bien para no caer. Se acercaba el final. ¿Cuánto tiempo esperarían la muerte metidos en aquel nicho, sin atreverse a hacer movimiento alguno, extenuados, hambrientos, sin pan y sin luz? Lo que más les hacía sufrir, era la oscuridad.
Las horas transcurrieron monótonamente, sin que ninguno de los dos pudiera darse cuenta de su duración. Ya no tenían esperanza alguna de salvación; todo el mundo ignoraba su presencia en aquel sitio, todos estaban en la imposibilidad de llegar allí, y el hambre acabaría con ellos, si por casualidad la inundación les perdonaba.
Quisieron hacer otra tentativa, dando golpes en la pared, como antes; pero la piedra de que se sirvieran se había quedado abajo.
Además, ¿quién había de oírlos? Catalina, resignada, apoyó su dolorida cabeza contra la pared de carbón. De pronto se estremeció violentamente.
—¡Escucha! —murmuró en voz baja—. ¡Escucha!
Esteban pegó la oreja a la pared. Uno y otro quedaron inmóviles, llenos de ansiedad… No, no se equivocaban…
Allá, a lo lejos, muy lejos, acababan de sonar tres golpes. No sabían cómo contestar. Entonces Esteban tuvo una idea.
—Puesto que tienes los zuecos, da golpes con los talones.
Así lo hizo ella; volvieron a escuchar, y distinguieron otra vez el ruido de los tres golpes lejanos. Veinte veces hicieron la prueba, y las veinte les contestaron. Los dos estaban llorando; se abrazaban y se besaban, a riesgo de perder el equilibrio. Por fin sus amigos, sus compañeros, estaban allí y corrían a socorrerlos. Aquello fue un desbordamiento de gozo y de amor, que mataba los tormentos pasados, como si sus salvadores estuviesen tan cerca, que no necesitaran más que empujar un bloque para abrirles paso.
Poco a poco fueron desanimándose otra vez, y pensando en el tiempo que se necesita para perforar un metro en el espesor de las capas de carbón, comprendieron que de ningún modo podrían estar vivos cuando llegara el auxilio generoso de sus amigos.
Pasó un día y luego otro. Llevaban seis allí enterrados. El agua que se había detenido cuando les llegaba por la rodilla, no subía ni bajaba; sentían las piernas metidas en aquel baño de hielo.
La pobre Catalina sufría horriblemente por efecto del hambre. Se llevaba las manos a la garganta, como si quisiera ahogarse, y no podía contener los quejidos que le arrancaban aquellos dolores espantosos que sentía en el estómago. Esteban, acosado por el mismo tormento, palpaba febrilmente en la oscuridad; de pronto, sus dedos tropezaron en un pedazo de madera, sin duda resto de algún puntal medio podrido, y sus uñas se clavaron en él para arrancarle las hebras. Dio un puñado de ellas a Catalina, que se las comió con glotonería. Dos días vivieron comiendo de aquella madera podrida; la devoraron toda entera, y se desesperaron al ver que se había acabado. Entonces creció su suplicio: estaban rabiosos de no poder comerse la ropa que cubría sus cuerpos; un cinturón de cuero que Esteban llevaba puesto, los consoló un poco. El joven fue cortando pedacitos de él con las uñas; Catalina los mordía, los mascaba, y acababa por tragárselos, entreteniendo sus mandíbulas, y acariciando la ilusión de que estaba comiendo. Cuando se acabó el cinturón, se consolaron chupando un pedazo de tela de sus blusas.
Pero pronto aquellos violentos gritos del estómago se calmaron; el hambre se convirtió en un dolor profundo pero sordo, en el agotamiento lento y progresivo de las pocas fuerzas que les quedaban. Sin duda hubieran muerto antes a no ser porque tenían toda el agua que deseaban. Les bastaba bajarse un poco, para beber en la palma de la mano y, aunque lo hacían veinte veces seguidas, se sentían abrasados por una sed tal, que toda aquella agua no parecía bastar a saciarla.
El séptimo día, Catalina se inclinaba para beber, cuando dio con la mano en un cuerpo flotante.
—Mira, Esteban… ¿Qué es esto? Esteban tanteó en las tinieblas.
—No comprendo; parece la cubierta de una puerta de aireación.
Catalina bebió, pero, como sumergiera la mano por segunda vez, el cuerpo extraño volvió a chocar con su mano.
—¡Es él, santo Dios! —exclamó, lanzando un grito terrible. —¿Quién?
—Él; ya te lo puedes figurar… He sentido su bigote.
Era el cadáver de Chaval, arrastrado hasta allí por la corriente. Esteban alargó el brazo y pudo sentir también el bigote y la nariz aplastada. Un estremecimiento de repugnancia y de terror le sacudió. Presa de una náusea incontenible, Catalina había escupido el agua que le quedaba en la boca. Le parecía como si hubiese bebido sangre, y, como si toda aquella agua profunda ante ella fuese ya la sangre de aquel hombre.
—Espera —tartamudeó Esteban— voy a echarlo de aquí.
Y empujó con el pie el cadáver, que se alejó. Pero pronto lo volvieron a sentir junto a sus piernas.
—¡Maldita sea!… ¿Te irás de una vez?
La tercera vez, lo dejaron ya. Por lo visto, una corriente en aquel sentido lo empujaba. Chaval no quería irse, quería estar con ellos, junto a ellos. Fue una pavorosa compañía, que acabó de emponzoñar al aire. Durante toda aquella jornada, no bebieron, luchando contra la sed, prefiriendo morir; y sólo al día siguiente la tortura horrible que sufrían les decidió a hacerlo. Verdad es que a cada sorbo apartaban el cadáver; pero bebían sin embargo. Realmente, no valía la pena de romperle la cabeza, para que luego volviera así entre ellos, con la testarudez de sus celos. Hasta el final estaría pues allí, ante ellos, vivo o muerto, para impedirles estar juntos.
Otro y otro día transcurrieron. Catalina lloraba mucho, y estaba abatidísima, hasta que acabó por caer en un estado de somnolencia invencible. Esteban la despertaba; la muchacha decía torpemente algunas palabras, y se quedaba otra vez dormida, sin levantar siquiera los párpados; y temiendo que se cayese y se ahogara, la cogió por la cintura. Él era quien tenía ahora que contestar a las señales hechas por los compañeros que trabajaban para salvarlos. El ruido se aproximaba cada vez más; los golpes de las picas y de las palas se oían a sus espaldas muy claramente. Pero también sus fuerzas disminuían por momentos, y ya no tenía ni valor para contestar a las señales que hacían sus salvadores. Ya sabían que estaban allí; ¿para qué cansarse más? Ya no tenía interés ni siquiera en que llegasen. A fuerza de esperar tanto, acababa por olvidarse durante horas y horas de lo mismo que esperaba.
Algún tiempo después tuvo un consuelo. El nivel del agua descendía considerablemente. Hacía nueve días que trabajaban para salvarlos y por primera vez, desde entonces, gracias al descenso de las aguas, podían dar unos cuantos pasos por la galería cuando una conmoción espantosa los tiró al suelo. Se buscaron en la oscuridad y abrasándose estrechamente, locos de terror, permanecieron un gran rato creyendo que la catástrofe se reproducía. Todo quedó en silencio; hasta el ruido de los trabajos que los habían de salvar cesó de repente. En el rincón donde se habían acurrucado, Catalina rompió en una estridente carcajada.