Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
Cuando ya hacía uno o dos meses que vivía con la familia Pocket, llegaron el señor y la señora Camila. Ésta era hermana del señor Pocket. Georgiana, a la que vi en casa de la señorita Havisham el mismo día, también acudió. Era una prima, mujer soltera a indigesta, que llamaba religión a su acidez y amor a su hígado. Todos ésos me odiaban con el odio que despierta la codicia y el desengaño. Sin embargo, empezaron a lisonjearme por mi prosperidad con la mayor bajeza. En cuanto al señor Pocket, lo trataron con la indulgencia que se concede a un niño grande que no tiene noción siquiera de sus propios intereses. A la señora Pocket la despreciaban, pero le concedían que había sufrido un gran desengaño en su vida, porque emitía una débil luz que se reflejaba en ellos mismos.
Éste era el ambiente en que yo vivía, y me apliqué a mi propia educación. Pronto contraje el hábito de gastar y de rodearme de comodidades, y, así, necesitaba una cantidad de dinero que muy pocos meses antes me hubiese parecido casi fabulosa. En ello no había otro mérito que el de darme cuenta de mis propios defectos. Entre el señor Pocket y Herbert empecé a gastar muy aprisa; y como siempre estaban uno u otro a mi lado para darme el impulso que necesitaba y quitando obstáculos del camino, habría sido tan bobo como Drummle si hubiese hecho menos.
Hacía ya varias semanas que no veía al señor Wemmick. cuando pensé conveniente escribirle unas líneas para anunciarle que una de aquellas tardes iría a visitarle a su casa. Él me contestó que le satisfaría mucho y que me esperaría en la oficina a las seis de la tarde. Allí fui, por consiguiente, y le encontré metiéndose en la espalda la llave de la caja, en el preciso momento en que el reloj daba las seis.
—¿Tiene usted algún inconveniente en que vayamos andando hasta Walworth? —me preguntó.
—Ninguno, si a usted le parece bien —contesté.
—Mejor —observó Wemmick—, porque me he pasado todo el día con las piernas encogidas debajo de la mesa y me gustaría estirarlas un poco. Ahora le voy a decir lo que tenemos para cenar, señor Pip. Hay carne estofada, hecha en casa, y pollo asado, de la fonda inmediata. Me parece que es muy tierno, porque el dueño de la tienda ha sido jurado hace algunos días en alguno de nuestros procesos y le tratamos bastante bien. Se lo recordé al comprarle el pollo, diciéndole: «Búsqueme usted uno que sea bueno, viejo Briton, porque si hubiésemos querido retenerle uno o dos días más, podríamos haberlo hecho.» Él, entonces, me contestó: «Permítame que le regale el mejor pollo que tengo en casa.» Yo se lo permití, desde luego, porque eso es algo que tiene cierto valor y además fácilmente transportable. ¿No tendrá usted inconveniente en que nos acompañe mi anciano padre?
Yo me figuré que seguía hablando del pollo, pero luego añadió:
—Es porque tengo a mi anciano padre en mi casa.
Le contesté con algunas frases corteses, y mientras seguíamos andando me preguntó:
—¿De modo que todavía no ha comido con el señor Jaggers?
—Aún no.
—Pues esta tarde, en cuanto supo que llegaría usted para salir conmigo, me lo dijo. Por consiguiente, espero que recibirá una invitación mañana. Creo que también invitará a sus compañeros. Son ustedes tres, ¿verdad?
A pesar de que no tenía costumbre de considerar a Drummle como íntimo amigo, contesté:
—Sí.
—Pues bien. Va a invitarlos a todos ustedes—. Eso no me dio ninguna satisfacción—. Y le aseguro que cualquier cosa que les dé será buena. No espere usted mucha variedad, pero sí lo mejor de lo mejor. Además, en aquella casa hay otra cosa singular —continuó Wemmick después de una ligera pausa, como si se sobrentendiese que la primera era la criada—: nunca permite que se cierre por las noches ninguna puerta o ventana.
—¿Y no tiene miedo de que le roben?
—¡Ca! —contestó Wemmick—. Dice públicamente: «Me gustaría ver al hombre capaz de robarme.» Se lo he oído decir, por lo menos, un centenar de veces, y en una ocasión le dijo a un ladrón de marca: «Ya sabes dónde vivo, y ten en cuenta que allí no se cierra nunca. ¿Por qué no pruebas de dar un golpe en mi casa? ¿No te tienta eso?» Pero él contestó: «No hay nadie, señor Jaggers, bastante atrevido para hacerlo, por mucho que le tiente el dinero.»
—¿Tanto le temen? —pregunté yo.
—¿Que si le temen? —dijo Wemmick—. ¡Ya lo creo! De todos modos, él toma sus precauciones, desconfiando de ellos. En su casa no hay nada de plata y todos los cubiertos son de metal plateado.
—Pues entonces poco robarían, aun en el caso... —observé.
—¡Ah! Pero él sí que podría hacerles daño —dijo Wemmick, interrumpiéndome—, y ellos lo saben. Sería, a partir de entonces, el dueño de sus vidas y de las de veintenas de sus familiares. Se vengaría terriblemente. Y es imposible adivinar lo que podría hacer si quisiera vengarse.
Yo me quedé meditando en la grandeza de mi tutor, cuando Wemmick observó:
—En cuanto a la ausencia de plata, eso se debe a que es un hombre naturalmente muy astuto. Fíjese, en cambio, en la cadena de su reloj. Ésa sí que es buena.
—¿Es maciza? —pregunté.
—Creo que sí —contestó—. Y su reloj es de repetición y de oro. Por lo menos vale cien libras esterlinas. Tenga en cuenta, señor Pip, que, por lo menos, hay en Londres setecientos ladrones que conocen este reloj; no hay entre ellos ni un hombre, una mujer o un niño, que no fuese capaz de reconocer el eslabón más pequeño de la cadena; pero si lo encontrasen, lo dejarían caer como si estuviese al rojo blanco, esto en el supuesto de que se atrevieran a tocarlo.
Con tal discurso y luego gracias a una conversación sobre asuntos corrientes, el señor Wemmick y yo engañamos lo largo del camino, hasta que él me dio a entender que habíamos llegado al distrito de Walworth.
Aquel lugar parecía una colección de senderos, de zanjas y de jardincitos, y ofrecía el aspecto de un lugar de retiro algo triste. La casa de Wemmick era muy pequeña y de madera, y estaba situada entre varios trozos de jardín. La parte superior de la vivienda aparecía recortada y pintada como si fuese una batería con cañones.
—Esto lo he hecho yo —observó Wemmick—. Resulta bonito, ¿no es verdad?
Yo se lo alabé mucho. Creo que era la casita más pequeña que vi en mi vida. Tenía unas ventanas góticas muy extrañas, la mayoría de ellas fingidas, y una puerta también gótica casi demasiado pequeña para permitir el paso.
—Hay una verdadera asta para la bandera —dijo Wemmick—, y los sábados izo una bandera formal. Ahora mire aquí. En cuanto hayamos cruzado este puente, lo levanto y así impido toda comunicación con el exterior.
El puente no era tal, sino una plancha de madera que cruzaba una zanja de cuatro pies de anchura y dos de profundidad. Pero resultaba agradable ver la satisfacción con que mi compañero levantó el puente y lo sujetó, sonriendo y deleitándose en la operación, y no de un modo maquinal.
—A las nueve de la noche, según el meridiano de Greenwich —dijo Wemmick—, se dispara el cañón. Mírelo, aquí está. Y cuando lo oiga usted, no tengo duda de que se figurará que es de grueso calibre y de ordenanza.
El cañón referido estaba montado en una fortaleza separada y construida con listoncillos. Estaba protegida de las inclemencias del tiempo por medio de un ingenioso encerado semejante en su forma a un paraguas.
—Además, está en la parte trasera —siguió explicando Wemmick— y lejos de la vista, para no alejar la idea de las fortificaciones, porque tengo el principio de que cuando se tiene una idea hay que seguirla hasta el fin. No sé cuál será su opinión acerca del particular...
Yo contesté que estaba de acuerdo con él.
—En la parte posterior hay un cerdo, gallinas y conejos; además, cultivo el huerto, y a la hora de la cena ya verá usted qué excelente ensalada voy a ofrecerle. Por consiguiente, amigo mío —dijo Wemmick sonriendo, pero también hablando muy en serio—, suponiendo que esta casita estuviera sitiada, podría resistir mucho tiempo por lo que respecta a su aprovisionamiento.
Luego me condujo a una glorieta que se hallaba a doce metros de distancia, pero el camino estaba tan ingeniosamente retorcido, que se tardaba bastante en llegar. Allí nos esperaban ya unos vasos para el ponche, que se enfriaba en un lago ornamental, en cuya orilla se levantaba la glorieta. Aquella extensión de agua, con una isla en el centro, que podría haber sido la ensalada de la cena, era de forma circular, y allí había un surtidor, el cual, cuando se había puesto en marcha un molino y se quitaba el corcho que tapaba la tubería, surgía con tanta fuerza que llegaba a mojar el dorso de la mano.
—Soy a la vez ingeniero, carpintero, fontanero y jardinero, de modo que tengo toda suerte de oficios —dijo Wemmick después de darme las gracias por mi felicitación—. Eso es muy agradable. Tiene la ventaja de que le quita a uno las telarañas de Newgate y además le gusta mucho a mi viejo. ¿Quiere usted que se lo presente en seguida? ¿No le sabrá mal?
Yo me manifesté dispuesto a ello, y así nos dirigimos al castillo. Allí encontramos sentado junto al fuego a un hombre muy anciano, vestido de franela. Estaba muy limpio, alegre y cómodo, así como muy bien cuidado, pero era absolutamente sordo.
—¿Qué, querido padre? —dijo Wemmick estrechándole la mano cordial y alegremente—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, John, muy bien —contestó el anciano.
—Aquí le presento al señor Pip, querido padre —dijo Wemmick—, y me gustaría que pudiese usted oír su nombre. Hágame el favor, señor Pip, de saludarle con un movimiento de cabeza. Esto le gusta mucho. Repítalo usted, señor Pip. Hágame el favor.
—Esta posesión de mi hijo es muy agradable, caballero —gritó el anciano mientras yo movía la cabeza con tanta energía como me era posible—. Es un lugar lleno de delicias, caballero. Tanto la casa como el jardín, así como todas las preciosidades que contiene, deberían ser conservados por la nación cuando muera mi hijo, para diversión de la gente.
—Está orgulloso de eso, ¿no es verdad, padre? —dijo Wemmick contemplando al viejo, en tanto que la expresión de su rostro se había suavizado—. Mire, este saludo va por usted —añadió moviendo enérgicamente la cabeza—. Y este otro, también —continuó, repitiendo el movimiento—. Le gusta esto, ¿no es verdad? Si no se cansa usted, señor Pip, pues comprendo que para los demás es muy fatigoso, ¿quiere usted saludarle otra vez? No sabe usted cuánto le gusta.
Yo moví varias veces la cabeza, con gran satisfacción del anciano. Le dejamos cuando se disponía a dar de comer a las gallinas, y nos encaminamos a la glorieta para tomar el ponche, en donde Wemmick me dijo, mientras fumaba su pipa, que había empleado muchos años en poner la propiedad en su actual estado de perfección.
—¿Es propiedad de usted, señor Wemmick? —pregunté.
—¡Oh, sí! —contestó él—. La adquirí a plazos.
—¿De veras? Espero que el señor Jaggers la admirará también.
—Nunca la ha visto —dijo Wemmick—, ni tampoco ha oído hablar de ella. Tampoco conoce a mi padre ni ha oído hablar de él. No; la oficina es una cosa, y la vida privada, otra. Cuando me voy a la oficina, dejo a mi espalda el castillo, y cuando vengo a éste, me dejo en Londres la oficina. Y si no le contraría, me hará un favor haciendo lo mismo. No deseo hablar de negocios aquí.
Naturalmente, mi buena fe me obligó a atender su petición. Como el ponche era muy bueno, permanecimos allí sentados, bebiendo y hablando, hasta que fueron casi las nueve de la noche.
—Ya se acerca la hora de disparar el cañón —dijo entonces Wemmick, dejando la pipa sobre la mesa—. Es el mayor placer de mi padre.
Dirigiéndose nuevamente al castillo, encontramos al viejo calentando el espetón con ojos expectantes, como si aquello fuese la operación preliminar de la gran ceremonia nocturna. Wemmick se quedó con el reloj en la mano hasta que llegó el momento de tomar de manos del anciano el espetón enrojecido al fuego y acercarse a la batería. Salió casi inmediatamente, y en aquel momento resonó el cañón con tal estruendo que hizo estremecer la casita entera, amenazando con hacerla caer a pedazos y haciendo resonar todos los vidrios y todas las tazas. Entonces el viejo, quien sin duda no había salido despedido de su asiento porque tuvo la precaución de sujetarse con ambas manos, exclamó, muy entusiasmado:
—¡Ha disparado! ¡Lo he oído!
Yo moví la cabeza hacia el anciano caballero con tanta energía, que no es ninguna ficción el asegurar que llegó un momento en que ya fui incapaz de verle.
Wemmick dedicó el intervalo entre el cañonazo y la hora de la cena mostrándome su colección de curiosidades. La mayoría eran de carácter criminal. Comprendía la pluma con que se había cometido una celebrada falsificación; una o dos navajas de afeitar, muy distinguidas; algunos mechones de cabello, y varias confesiones manuscritas después de la condena y a las cuales el señor Wemmick daba el mayor valor, porque, usando sus propias palabras, eran «mentiras de pies a cabeza, caballero». Estas confesiones estaban discretamente distribuidas entre algunos pequeños objetos de porcelana y de cristal, unos juguetes fabricados por el propietario del museo y también algunas pipas esculpidas por el viejo. Todo aquello estaba en la habitación del castillo en que entré en primer lugar y que servía no solamente como sala, sino también de cocina, a juzgar por una cacerola que había en la repisa del hogar y un gancho de bronce sobre el lugar propio del fuego y destinado a colgar el asador.
Había una criadita que durante el día cuidaba al viejo. En cuanto hubo puesto el mantel, bajaron el puente para que pudiera salir, y se marchó hasta el día siguiente. La cena era excelente, y a pesar de que el castillo no me parecía nada sólido y además semejaba una nuez podrida, y aunque el cerdo podía haber estado un poco más lejos, pasé un rato muy agradable. Tampoco hubo ningún inconveniente en mi dormitorio, situado en la torrecilla, aparte de que, como había un techo muy delgado entre mí mismo y el asta de la bandera, cuando me eché en la cama de espaldas me pareció que durante toda la noche tuviera que sostener el equilibrio de aquélla sobre la frente.
Wemmick se levantó muy temprano por la mañana, y tengo el recelo de haberle oído mientras se dedicaba a limpiarme las botas. Después de eso se ocupó en su jardín, y desde mi ventana gótica le vi esforzándose en utilizar el auxilio del viejo, a quien dirigía repetidos movimientos de cabeza, con la mayor devoción.
Nuestro desayuno fue tan bueno como la cena, y a las ocho y media salimos en dirección a Little Britain. Gradualmente, Wemmick recobró la sequedad y la dureza de su carácter a medida que avanzábamos, y su boca volvió a parecer un buzón de correo. Por fin, cuando llegamos a la oficina y hubo sacado de su espalda la llave de la caja, pareció haberse olvidado tan completamente de su propiedad de Walworth como si el castillo, el puente levadizo, la glorieta, el lago, la fuente y el anciano hubieran sido dispersados en el espacio por la última descarga de su formidable cañón.