Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
—Pues un pastel enorme. Un pastel de boda. ¡El mío!
Miró alrededor con ojos penetrantes, y luego, apoyándose en mí, mientras su mano me retorcía el hombro, añadió:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Paséame, paséame!
Por estas palabras comprendí que mi trabajo consistiría en pasear a la señorita Havisham en torno de la estancia repetidas veces. De acuerdo con esta idea, eché a andar en el acto, y ella se apoyó en mi hombro, y andábamos a un paso que podría haber sido la imitación (fundada en el primer impulso que sentí en aquella casa) del carruaje del señor Pumblechook.
Ella no era físicamente fuerte, y después de unos momentos me dijo:
—¡Más despacio!
Sin embargo, proseguimos a una velocidad bastante más que regular, y, llena de impaciencia y a medida que andaba, retorcía la mano sobre mi hombro y movía la boca, dándome a entender que íbamos aprisa porque sus pensamientos eran también apresurados. A los pocos momentos dijo:
—¡Llama a Estella!
Para obedecer salí al rellano y pronuncié a gritos el nombre de la joven, como lo hiciera en otra ocasión. Cuando apareció su bujía me volví al lado de la señorita Havisham, y de nuevo echamos a andar en torno de la mesa.
Si solamente Estella hubiese sido la única testigo de nuestro entretenimiento, eso ya habría sido bastante desagradable para mí; pero como apareció en compañía de las tres señoras y del caballero a quienes viera abajo, me quedé sin saber qué hacer. Por cortesía habría querido pararme, pero la señorita Havisham me retorció el hombro y seguimos adelante, en tanto que yo, avergonzado, me figuraba que ellos creerían que el paseo era obra mía.
—¡Querida señorita Havisham! —dijo la señora Sara Pocket—. ¡Qué buen aspecto tiene usted!
—No es verdad —replicó la señorita Havisham—. Estoy amarillenta y me quedo en la piel y en los huesos.
El rostro de Camila expresó la mayor satisfacción al advertir que la señorita Pocket era acogida con aquel desaire; y así, contemplando llena de compasión, a la señorita Havisham, murmuró:
—¡Pobrecilla! ¡Qué ha de estar bien la infeliz! ¡Vaya una idea!
—¿Y usted, cómo está? —preguntó la señorita Havisham a Camila.
Como estábamos entonces muy cerca de ella, yo habría querido detenerme, por ser cosa muy natural, pero la señorita Havisham no quiso en manera alguna. Seguimos, pues, adelante, lo cual, según advertí, fue muy desagradable para Camila.
—Muchas gracias, señorita Havisham —contestó—. Estoy tan bien como puede esperarse.
—¿Y qué quiere usted? —preguntó la señorita Havisham, con extraordinaria sequedad.
—Nada digno de mencionarse siquiera —replicó Camila—. No quiero hacer ahora ostentación de mis sentimientos, pero por las noches he pensado en usted mucho más de lo que podría creerse.
—Pues entonces no piense en mí —replicó la señorita Havisham.
—Eso se dice con mucha facilidad —observó Camila cariñosamente, conteniendo un sollozo, mientras le temblaba el labio superior y sus ojos se llenaban de lágrimas—. Raimundo es testigo del jengibre y de las sales volátiles que me veo obligada a tomar por la noche. Raimundo conoce los temblores nerviosos que tengo en las piernas. Sin embargo, ni las sofocaciones ni los temblores nerviosos son cosa nueva para mí cuando pienso con ansiedad en las personas que amo. Si pudiera ser menos afectuosa y sensible, gozaría de mejores digestiones y mis nervios serían de acero. Y me gustaría mucho ser así. Pero no pensar en usted por las noches... ¡Vaya una idea!
Y dichas estas palabras, empezó a derramar lágrimas.
El Raimundo aludido resultó ser el caballero que estaba presente y, según me enteré, se llamaba señor Camila. En aquel momento acudió en auxilio de ella, diciendo:
—Camila, querida mía, es cosa conocida que tus sentimientos familiares te están quitando gradualmente la salud, hasta el extremo de que una de tus piernas es ya más corta que la otra.
—No sabía —observó la grave señora, cuya voz no había oído más que en una ocasión— que pensar en una persona sea motivo de agradecimiento para ella, querida mía.
La señorita Sara Pocket, quien, según vi entonces, era una mujer anciana, arrugada, morena y seca, con un rostro pequeño que podría haber estado formado por cáscaras de nuez y que tenía una boca muy grande, como la de un gato sin bigotes, apoyó la observación diciendo:
—En verdad que no, querida. ¡Hem!
—El pensar es cosa bastante fácil —dijo la grave dama.
—No hay cosa más fácil —corroboró la señorita Sara Pocket.
—¡Sí, es verdad! —exclamó Camila, cuyos sentimientos en fermentación parecían subir desde sus piernas hasta su pecho—. Es verdad. Es una debilidad ser tan afectuosa, pero no puedo remediarlo. Si yo fuese de otra manera, no hay duda de que mi salud sería mucho mejor; pero, aunque me fuese posible, no me gusta cambiar mi disposición. Eso es motivo de muchos sufrimientos, pero cuando me despierto por las noches es un consuelo saber que soy así.
Y aquí hubo una nueva explosión de sus sentimientos.
Mientras tanto, la señorita Havisham y yo no nos habíamos detenido, sino que continuábamos dando vueltas y más vueltas por la estancia, a veces rozando las faldas de las visitas y otras separados de ellas cuanto nos permitía la triste habitación.
—Aquí está Mateo —dijo Camila—. Jamás ha intervenido en ningún lazo familiar natural y nunca viene a visitar a la señorita Havisham. Muchas veces me he tendido en el sofá después de cortar las cintas del corsé, y allí he permanecido horas enteras, insensible, con la cabeza ladeada, el peinado deshecho y los pies no sé dónde...
—Mucho más altos que tu cabeza, amor mío —dijo el señor Camila.
—Y en tal estado he pasado horas y horas, a causa de la conducta extraña e inexplicable de Mateo, y, sin embargo, nadie me ha dado las gracias.
—En verdad que no se me habría ocurrido nunca hacerlo —observó la grave dama.
—Ya ves, querida mía —añadió la señorita Sara Pocket, mujer suave y mal intencionada —; lo que debías preguntarte es quién iba a agradecértelo.
—Sin esperar el agradecimiento de nadie ni cosa parecida —continuó Camila—, he permanecido en tal estado horas y horas, y Raimundo es testigo de las sofocaciones que he sufrido, de la ineficacia del jengibre y también de que me han oído muchas veces desde la casa del afinador de pianos que hay al otro lado de la calle, y los pobres niños se figuraron, equivocadamente, que oían a cierta distancia unas palomas arrullándose. Y que ahora me digan...
Entonces Camila se llevó la mano a la garganta y empezó a formar nuevas combinaciones en ella.
Cuando se mencionó a aquel mismo Mateo, la señorita Havisham se detuvo, me obligó a hacer lo propio y se quedó mirando a la que hablaba. Tal cambio tuvo por efecto terminar instantáneamente las combinaciones de la señora Camila.
—Mateo vendrá y me verá por fin —dijo suavemente la señorita Havisham— cuando esté tendida en esta mesa. Ése será su sitio —añadió golpeando la mesa con su bastón—, junto a mi cabeza. El de usted será éste, y ése el de su esposo. Sara Pocket estará ahí. Ahora ya saben todos ustedes dónde han de colocarse cuando vengan a festejar mi muerte. Ya pueden marcharse.
Al mencionar el nombre de cada uno golpeaba la mesa en distintos lugares. Luego se volvió hacia mí y me dijo:
—¡Paséame, paséame!
Y reanudamos el paseo.
—Supongo que no se puede hacer otra cosa —observó Camiladelmás que obedecer y marcharnos. Ya es bastante haber podido contemplar, aunque por tan poco tiempo, a la persona que es objeto del amor y del deber de una. Cuando me despierte, por las noches, podré pensar con melancólica satisfacción en esta visita. Me gustaría que Mateo pudiese tener tal consuelo, pero se burla de eso. Estoy decidida a no hacer gala de mis sentimientos, pero es muy duro oírse decir que una desea festejar la muerte de un pariente..., como si una fuese un gigante..., y luego que le ordenen marcharse. ¡Vaya una idea!
El señor Camila se interpuso mientras la señora Camila se llevaba la mano al jadeante pecho, y la buena señora asumió una fortaleza tan poco natural que, según presumí, expresaba la intención de desplomarse sofocada en cuanto estuviese fuera de la estancia, y, después de besar la mano de la señorita Havisham, salió acompañada de su esposo. Sara Pocket y Georgiana contendieron para ver quién sería la última en quedarse, pero la primera tenía demasiada astucia para dejarse derrotar y empezó a dar vueltas, deslizándose en torno de Georgiana con tanta habilidad que ésta no tuvo más remedio que precederla. Entonces Sara Pocket aprovechó los instantes para dirigirse a la señorita Havisham y decirle:
—¡Dios la bendiga, querida mía!
Y después de sonreír, como apiadándose de la debilidad de los demás, salió a su vez.
Mientras Estella estuvo ausente para alumbrar y acompañar a los que salían, la señorita Havisham siguió andando con la mano apoyada en mi hombro, pero cada vez lo hacía con mayor lentitud. Por fin se detuvo ante el fuego y, después de mirarlo por espacio de algunos segundos, dijo:
—Hoy es mi cumpleaños, Pip.
Me disponía a desearle muchas felicidades, cuando ella levantó su bastón.
—No quiero que se hable de eso. No quiero que ninguno de los que estaban aquí, ni otra persona cualquiera, me hable de ello. Todos vienen en este día, pero no se atreven a hacer ninguna alusión.
Como es consiguiente, no hice ya ningún otro esfuerzo para referirme a su cumpleaños.
—En este mismo día del año, mucho tiempo antes de que nacieras, este montón de cosas marchitas y destruidas —dijo señalando con su bastón el montón de telarañas de la mesa, pero sin tocarlasdelfueron traídas aquí. Ellas y yo hemos envejecido juntas. Los ratones las han roído, y otros dientes más agudos que los de los ratones me han roído a mí.
Sostenía el puño de su bastón señalando a su corazón, mientras miraba la mesa. Y tanto ella como su traje, que fue blanco, pero que aparecía amarillento; el mantel, también de alba blancura en otro tiempo, pero que tenía ahora un tono ahuesado, y todas las demás cosas que había alrededor, parecía como si debieran desplomarse al sufrir el más pequeño contacto.
—Cuando la ruina sea completa —dijo con mirada agonizante—, me extenderán, ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda; esto constituirá la maldición final contra él..., ¡y ojalá ocurriese en este mismo día!
Se quedó mirando la mesa, cual si contemplara, extendido en ella, su propio cuerpo. Yo permanecí inmóvil. Estella regresó y también se estuvo quieta. Me pareció que los tres continuamos así por mucho tiempo, y tuve el alarmante temor de que en la pesada atmósfera de la estancia y entre las tinieblas que reinaban en los más remotos rincones, Estella y yo empezásemos a marchitarnos.
Por fin, recobrándose de su ensimismamiento, no de un modo gradual, sino instantáneamente, la señorita Havisham dijo:
—Quiero ver cómo jugáis a los naipes. ¿Por qué no habéis empezado ya?
Volvimos a su habitación y yo me senté como la otra vez. Perdí de nuevo, y también, como en la pasada ocasión, la señorita Havisham no nos perdió de vista. Igualmente me llamó la atención acerca de la belleza de Estella y me obligó a fijarme más en ella, probando el efecto que hacían sus joyas sobre el pecho y sobre el cabello de la joven.
Ésta, por su parte, también me trató como la vez pasada; con la excepción de que no quiso condescender a hablar. Cuando hubimos jugado media docena de partidas se fijó el día de mi próxima visita, fui llevado al patio para darme de comer, como si fuese un perro, y también se me dejó que anduviese de un lado a otro, según me pareciese mejor.
Nada importa para mi objeto que una puerta que había en la pared del jardín y por la que me subí el primer día para mirar al otro lado estuviera aquel día abierta o cerrada. Basta decir que no la vi siquiera y que ahora la descubrí. Y como estaba abierta y yo sabía que Estella había acompañado a las visitas hasta la calle —porque volvió llevando las llaves en la mano—, me aventuré a entrar en el jardín y lo recorrí por entero. Era completamente silvestre y divisé algunas cáscaras de melón y de pepinos que parecían, en su estado de desecación, haber fructificado espontáneamente, aunque sin vigor, para producir débiles tentativas de viejos sombreros y de botas, con algunos renuevos, de vez en cuando, en forma de cacharros estropeados.
Cuando hube recorrido el jardín y el invernadero, en el que no había otra cosa que una parra podrida y caída al suelo y algunas botellas, me encontré en el mismo triste rincón que divisara a través de la ventana. Sin dudar por un momento de que la casa estaba desocupada, miré al interior, a través de otra ventana, y, con la mayor sorpresa, me vi cambiando una mirada de asombro con un joven caballero, muy pálido, con los párpados enrojecidos y los cabellos muy claros.
El joven caballero pálido desapareció muy pronto, para reaparecer a mi lado. Sin duda alguna, cuando lo vi por primera vez estaba ocupado en sus libros, porque en cuanto estuvo a mi lado pude observar que llevaba algunas manchas de tinta.
—¡Hola, muchacho! —exclamó.
Como «hola» es una expresión general que, según pude advertir, se solía contestar con otra igual, exclamé, a mi vez:
—¡Hola!
Aunque, cortésmente, suprimí la palabra «muchacho». —¿Quién te ha dejado entrar? —preguntó.
—La señorita Estella.
—¿Quién te ha dado permiso para rondar por aquí?
—La señorita Estella.
—Ven a luchar conmigo —dijo el joven y pálido caballero.
¿Qué podía hacer yo sino obedecer? Muchas veces me he formulado luego esta pregunta, pero ¿qué podía haber hecho? Su orden fue tan imperiosa y yo estaba tan extrañado, que le seguí a donde me llevó, como hechizado.
—Espera un poco —dijo volviéndose hacia mí, antes de alejarnos —; he de darte un motivo para pelear. ¡Aquí lo tienes!
De un modo irritante palmoteó, levantó una pierna hacia atrás, me tiró del cabello, palmoteó de nuevo, bajó la cabeza y me dio un cabezazo en el estómago.
Esta conducta, digna de un buey, además de ser una libertad que se tomaba conmigo, resultaba especialmente desagradable después de haber comido pan y carne. Por consiguiente, le di un golpe, y me disponía a repetirlo, cuando él dijo:
—¡Caramba! ¿De manera que ya estás dispuesto?
Y empezó a danzar de atrás adelante de un modo que resultaba extraordinario para mi experiencia muy limitada.