Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
Joe no tomaba ninguna parte en tales discusiones, aunque muchas veces le hablaban mientras ocurrían aquellas escenas, solamente porque la señora Joe se daba cuenta de que no le gustaba que me alejaran de la fragua. Yo entonces ya tenía edad más que suficiente para entrar de aprendiz al lado de Joe; y cuando éste se había sentado junto al fuego, con el hierro de atizar las brasas sobre las rodillas, o bien se ocupaba en limpiar la reja de ceniza, mi hermana interpretaba tan inocente pasatiempo como una contradicción a sus ideas, y entonces se arrojaba sobre él, le quitaba el hierro de las manos y le daba un par de sacudidas. Pero había otro final irritante en todos aquellos debates. De pronto y sin que nada lo justificase, mi hermana interrumpía con un bostezo y, echándome la vista encima como si fuese por casualidad, se dirigía a mí furiosa exclamando:
—Anda, ya estamos cansados de verte. Vete a la cama en seguida. Ya has molestado bastante por esta noche.
Como si yo les pidiera por favor que se dedicaran a hacerme la vida imposible.
Así pasamos bastante tiempo, y parecía que continuaríamos de la misma manera por espacio de algunos años, cuando, un día, la señorita Havisham interrumpió nuestro paseo mientras se apoyaba en mi hombro. Entonces me dijo con acento de disgusto:
—Estás creciendo mucho, Pip.
Yo creí mejor observar, mirándola pensativo, que ello podía ser ocasionado por circunstancias en las cuales no tenía ningún dominio.
Ella no dijo nada más, pero luego se detuvo y me miró una y otra vez; y después parecía estar muy disgustada. En mi visita siguiente, en cuanto hubimos terminado nuestro ejercicio usual y yo la dejé junto a la mesa del tocador, me preguntó, moviendo al mismo tiempo sus impacientes dedos:
—Dime cómo se llama ese herrero con quien vives.
—Joe Gargery, señora.
—Quiero decir el herrero a cuyas órdenes debes entrar como aprendiz.
—Sí, señorita Havisham.
—Mejor es que empieces a trabajar con él inmediatamente. ¿Crees que ese Gargery tendrá inconveniente en venir contigo, trayendo tus documentos?
Yo repliqué que no tenía la menor duda de que lo consideraría un honor.
—Entonces, hazle venir.
—¿En algún día determinado, señorita Havisham?
—¡Calla! No quiero saber nada acerca de las fechas. Que venga pronto contigo.
En cuanto llegué aquella noche a mi casa y di cuenta de este mensaje para Joe, mi hermana se encolerizó en un grado alarmante, pues jamás habíamos visto cosa igual. Nos preguntó a Joe y a mí si nos figurábamos que era algún limpiabarros para nuestros pies y cómo nos atrevíamos a tratarla de aquel modo, así como también de quién nos figurábamos que podría ser digna compañera. Cuando hubo derramado un torrente de preguntas semejantes, tiró una palmatoria a la cabeza de Joe, se echó a llorar ruidosamente, sacó el recogedor del polvo (lo cual siempre era un indicio temible), se puso su delantal de faena y empezó a limpiar la casa con extraordinaria rabia. Y, no satisfecha con limitarse a sacudir el polvo, sacó un cubo de agua y un estropajo y nos echó de la casa, de modo que ambos tuvimos que quedarnos en el patio temblando de frío. Dieron las diez de la noche antes de que nos atreviésemos a entrar sin hacer ruido, y entonces ella preguntó a Joe por qué no se había casado, desde luego, con una negra esclava. El pobre Joe no le contestó, sino que se limitó a acariciarse las patillas y a mirarme tristemente, como si creyese que habría hecho mucho mejor siguiendo la indicación de su esposa.
Fue una prueba para mis sentimientos cuando, al día subsiguiente, vi que Joe se ponía su traje dominguero para acompañarme a casa de la señorita Havisham. Aunque él creía necesario ponerse el traje de las fiestas, no me atreví a decirle que tenía mucho mejor aspecto con el de faena, y más todavía cerré los labios porque me di cuenta de que se resignaba a sufrir la incomodidad de su traje nuevo exclusivamente en mi beneficio y que también por mí se puso el cuello tan alto que el cabello de la coronilla le quedó erizado como si fuese un moño de plumas.
Nos encaminamos a la ciudad, precediéndonos mi hermana, que iba a la ciudad con nosotros y se quedaría en casa del tío Pumblechook, en donde podríamos recogerla en cuanto hubiésemos terminado con nuestras elegantes «señoritas», modo de mencionar nuestra ocupación, del que Joe no pudo augurar nada bueno. La fragua quedó cerrada por todo aquel día, y, sobre la puerta, Joe escribió en yeso, como solía hacer en las rarísimas ocasiones en que la abandonaba, la palabra «Hausente», acompañada por el dibujo imperfecto de una flecha que se suponía haber sido disparada en la dirección que él tomó.
Llegamos a casa del tío Pumblechook. Mi hermana llevaba un enorme gorro de castor y un cesto muy grande de paja trenzada, un par de zuecos, un chal de repuesto y un paraguas, aunque el día era muy hermoso. No sé, exactamente, si llevaba todo esto por penitencia o por ostentación; pero me inclino a creer que lo exhibía para dar a entender que poseía aquellos objetos del mismo modo como Cleopatra a otra célebre soberana pudiera exhibir su riqueza transportada por largo y brillante cortejo.
En casa del tío Pumblechook, mi hermana se separó de nosotros. Como entonces eran casi las doce de la mañana, Joe y yo nos encaminamos directamente a casa de la señorita Havisham. Estella abrió la puerta como de costumbre, y, en el momento en que la vió, Joe se quitó el sombrero y pareció sopesarlo con ambas manos, como si tuviese alguna razón urgente para apreciar con exactitud una diferencia de peso de un cuarto de onza.
Estella apenas se fijó en nosotros, pero nos guió por el camino que yo conocía tan bien; yo la seguía inmediatamente, y Joe cerraba la marcha. Cuando miré a éste mientras íbamos por el corredor, vi que todavía pesaba su sombrero con el mayor cuidado y nos seguía a largos pasos, aunque andando de puntillas.
Estella me dijo que debíamos entrar los dos, de modo que yo tomé a Joe por la manga de su chaqueta y lo llevé a presencia de la señorita Havisham. La dama estaba sentada a la mesa del tocador, e inmediatamente volvió los ojos hacia nosotros.
—i Oh! —dijo a Joe—. ¿Es usted el marido de la hermana de este muchacho?
Jamás me habría imaginado a mi querido Joe tan distinto de sí mismo o tan parecido a un ave extraordinaria, en pie como estaba, mudo, con su moño de plumas erizadas y la boca desmesuradamente abierta.
—¿Es usted el marido —repitió la señorita Havisham— de la hermana de este muchacho?
La situación se agravaba, pero durante toda la entrevista, Joe persistió en dirigirse a mí, en vez de hacerlo a la señorita Havisham.
—Cuando me casé con tu hermana, Pip —observó Joe con tono expresivo, confidencial y a la vez muy cortés— fue con la idea de ser su marido; hasta entonces fui un hombre soltero.
—¡Oiga! —dijo la señorita Havisham—. Creo que usted ha criado a este muchacho con intención de hacerlo su aprendiz. ¿Es así, señor Gargery?
—Ya sabes, Pip —replicó Joe— que siempre hemos sido buenos amigos y que ya hemos convenido que trabajaríamos juntos, y hasta que nos iríamos a cazar alondras. Tú no has puesto nunca inconvenientes a trabajar entre el humo y el fuego, aunque tal vez los demás no se hayan mostrado nunca conformes con eso.
—¿Acaso el muchacho ha manifestado su desagrado? —preguntó la señorita Havisham—. ¿Le gusta el oficio?
—Ya te consta perfectamente, Pip —replicó Joe con el mismo tono confidencial y cortés—, que éste ha sido siempre tu deseo. Creo que nunca has tenido inconveniente en trabajar conmigo, Pip.
Fue completamente inútil que yo intentara darle a entender que debía contestar a la señorita Havisham. Cuantas más muecas y señas le hacía yo, más persistía en hablarme de un modo confidencial y cortés.
—¿Ha traído usted su contrato de aprendizaje? —preguntó la señorita Havisham.
—Ya sabes, Pip —replicó Joe como si esta pregunta fuese poco razonable—, que tú mismo me has visto guardarme los papeles en el sombrero, y sabes muy bien que continúan en él.
Dicho esto, los sacó y los entregó, no a la señorita Havisham, sino a mí. Por mi parte, temo que entonces me avergoncé de mi buen amigo. Y, en efecto, me avergoncé de él al ver que Estella estaba junto al respaldo del sillón de la señorita Havisham y que miraba con ojos sonrientes y burlones. Tomé los papeles de manos de mi amigo y los entregué a la señorita Havisham.
—¿Usted no esperaba que el muchacho recibiese ninguna recompensa? —preguntó la señorita Havisham mientras examinaba los papeles.
—Joe —exclamé, en vista de que él no daba ninguna respuesta—, ¿por qué no contestas?...
—Pip —replicó Joe, en apariencia disgustado—, creo que entre tú y yo no hay que hablar de eso, puesto que ya sabes que mi contestación ha de ser negativa. Y como ya lo sabes, Pip, ¿para qué he de repetírtelo?
La señorita Havisham le miró, dándose cuenta de quién era, realmente, Joe, mejor de lo que yo mismo habría imaginado, y tomó una bolsa de la mesa que estaba a su lado.
—Pip se ha ganado una recompensa aquí —dijo—. Es ésta. En esta bolsa hay veinticinco guineas. Dalas a tu maestro, Pip.
Como si la extraña habitación y la no menos extraña persona que la ocupaba lo hubiesen trastornado por completo, Joe persistió en dirigirse a mí.
—Eso es muy generoso por tu parte, Pip —dijo— Y aunque no hubiera esperado nada de eso, no dejo de agradecerlo como merece. Y ahora, muchacho —añadió, dándome la sensación de que esta expresión familiar era dirigida a la señorita Havisham—. Ahora, muchacho, podremos cumplir con nuestro deber. Tú y yo podremos cumplir nuestro deber uno con otro y también para con los demás, gracias a tu espléndido regalo.
—Adiós, Pip —dijo la señorita Havisham—. Acompáñalos, Estella.
—¿He de volver otra vez, señorita Havisham? —pregunté.
—No. Gargery es ahora tu maestro. Haga el favor de acercarse, Gargery, que quiero decirle una cosa.
Mientras yo atravesaba la puerta, mi amigo se acercó a la señorita Havisham, quien dijo a Joe con voz clara:
—El muchacho se ha portado muy bien aquí, y ésta es su recompensa. Espero que usted, como hombre honrado, no esperará ninguna más ni nada más.
No sé cómo salió Joe de la estancia, pero lo que sí sé es que cuando lo hizo se dispuso a subir la escalera en vez de bajarla, sordo a todas las indicaciones, hasta que fui en su busca y le cogí. Un minuto después estábamos en la parte exterior de la puerta, que quedó cerrada, y Estella se marchó. Cuando de nuevo estuvimos a la luz del día, Joe se apoyó en la pared y exclamó:
—¡Es asombroso!
Y allí repitió varias veces esta palabra con algunos intervalos, hasta el punto de que empecé a temer que no podía recobrar la claridad de sus ideas. Por fin prolongó su observación, diciendo:
—Te aseguro, Pip, que es asombroso.
Y así, gradualmente, volvimos a conversar de asuntos corrientes y emprendimos el camino de regreso.
Tengo razón para creer que el intelecto de Joe se aguzó gracias a la visita que acababa de hacer y que en nuestro camino hacia casa del tío Pumblechook inventó una sutil estratagema. De ello me convencí por lo que ocurrió en la sala del señor Pumblechook, en donde, al presentarnos, mi hermana estaba conferenciando con aquel detestado comerciante en granos y semillas.
—¿Qué? —exclamó mi hermana dirigiéndose inmediatamente a los dos—. ¿Qué os ha sucedido? Me extraña mucho que os dignéis volver a nuestra pobre compañía.
—La señorita Havisham —contestó Joe mirándome con fijeza y como si hiciese un esfuerzo para recordar— insistió mucho en que presentásemos a ustedes... Oye, Pip: ¿dijo cumplimientos o respetos?
—Cumplimientos —contesté yo.
—Así me lo figuraba —dijo Joe—. Pues bien, que presentásemos sus cumplimientos a la señora Gargery.
—Poco me importa eso —observó mi hermana, aunque, sin embargo, complacida.
—Dijo también que habría deseado —añadió Joe mirándome de nuevo y en apariencia haciendo esfuerzos por recordar —que si el estado de su salud le hubiese permitido... ¿No es así, Pip?
—Sí. Deseaba haber tenido el placer... —añadí.
—... de gozar de la compañía de las señoras —dijo Joe dando un largo suspiro.
—En tal caso —exclamó mi hermana dirigiendo una mirada ya más suave al señor Pumblechook—, podría haber tenido la cortesía de mandarnos primero este mensaje. Pero, en fin, vale más tarde que nunca. ¿Y qué le ha dado al muchacho?
La señora Joe se disponía a dar suelta a su mal genio, pero Joe continuó diciendo:
—Lo que ha dado, lo ha dado a sus amigos. Y por sus amigos, según nos explicó, quería indicar a su hermana, la señora J. Gargery. Éstas fueron sus palabras: «a la señora J. Gargery». Tal vez —añadió— ignoraba si mi nombre era Joe o Jorge.
Mi hermana miró al señor Pumblechook, quien pasó las manos con suavidad por los brazos de su sillón y movió afirmativamente la cabeza, devolviéndole la mirada y dirigiendo la vista al fuego, como si de antemano estuviese enterado de todo.
—¿Y cuánto os ha dado? —preguntó mi hermana riéndose, sí, riéndose de veras.
—¿Qué dirían ustedes —preguntó Joe— acerca de diez libras?
—Diríamos —contestó secamente mi hermana— que está bien. No es demasiado, pero está bien.
—Pues, en tal caso, puedo decir que es más que eso.
Aquel desvergonzado impostor de Pumblechook movió en seguida la cabeza de arriba abajo y, frotando suavemente los brazos del sillón, exclamó:
—Es más.
—Lo cual quiere decir... —articuló mi hermana.
—Sí, así es —replicó Pumblechook—, pero espera un poco. Adelante, Joe, adelante.
—¿Qué dirían ustedes —continuó Joe— de veinte libras esterlinas?
—Diríamos —contestó mi hermana— que es una cifra muy bonita.
—Pues bien —añadió Joe—, es más de veinte libras.
Aquel abyecto hipócrita de Pumblechook afirmó de nuevo con la cabeza y se echó a reír, dándose importancia y diciendo:
—Es más, es más. Adelante, Joe.
—Pues, para terminar —dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana—, digo que aquí hay veinticinco libras.
—Son veinticinco libras —repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana—. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero.
Si aquel villano se hubiese interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable; pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta.