Read Grandes esperanzas Online
Authors: Charles Dickens
En pocos minutos llegamos a Newgate y atravesando la casa del guarda, en cuyas paredes colgaban algunos grillos entre los reglamentos de la cárcel, penetramos en el recinto de ésta. En aquel tiempo, las cárceles estaban muy abandonadas y lejano aún el período de exagerada reacción, subsiguiente a todos los errores públicos, que, en suma, es su mayor y más largo castigo. Así, los criminales no estaban mejor alojados y alimentados que los soldados (eso sin hablar de los pobres), y rara vez incendiaban sus cárceles con la comprensible excusa de mejorar el olor de su sopa. Cuando Wemmick y yo llegamos allí, era la hora de visita; un tabernero hacía sus rondas llevando cerveza que le compraban los presos a través de las rejas. Los encarcelados hablaban con los amigos que habían ido a visitarlos, y la escena era sucia, desagradable, desordenada y deprimente.
Me sorprendió ver que Wemmick circulaba por entre los presos como un jardinero por entre sus plantas. Se me ocurrió esta idea al observar que miraba a un tallo crecido durante la noche anterior y le decía:
—¡Cómo, capitán Tom! ¿Está usted aquí? ¿De veras? —Luego añadió —: ¿Está Pico Negro detrás de la cisterna? Durante los dos meses últimos no le esperaba a usted. ¿Cómo se encuentra?
Luego se detenía ante las rejas y escuchaba con la mayor atención las ansiosas palabras que murmuraban los presos, siempre aisladamente. Wemmick, con la boca parecida a un buzón, inmóvil durante la conferencia, miraba a sus interlocutores como si se fijara en los adelantos que habían hecho desde la última vez que los observó y calculase la época en que florecían, con ocasión de ser juzgados.
Era muy popular, y observé que corría a su cargo el departamento familiar de los negocios del señor Jaggers, aunque algo de la condición de éste parecía rodearle, impidiendo la aproximación más allá de ciertos límites. Expresaba su reconocimiento de cada cliente sucesivo por medio de un movimiento de la cabeza y por el modo de ajustarse más cómodamente el sombrero con ambas manos. Luego cerraba un poco el buzón y se metía las manos en los bolsillos. En uno o dos casos se originó una dificultad con referencia al aumento de los honorarios, y entonces Wemmick, retirándose cuanto le era posible de la insuficiente cantidad de dinero que le ofrecían, replicaba:
—Es inútil, amigo. Yo no soy más que un subordinado. No puedo tomar eso. Haga el favor de no tratar así a un subordinado. Si no puede usted reunir la cantidad debida, amigo, es mejor que se dirija a un principal; en la profesión hay muchos principales, según ya sabe, y lo que no basta para uno puede ser suficiente para otro; ésta es mi recomendación, hablando como subordinado. No se esfuerce en hablar en vano. ¿Para qué? ¿A quién le toca ahora?
Así atravesamos el invernáculo de Wemmick, hasta que él se volvió hacia mí, diciéndome:
—Fíjese en el hombre a quien voy a dar la mano.
Lo habría hecho aun sin esta advertencia, porque hasta entonces no había dado la mano a nadie.
Tan pronto como acabó de hablar, un hombre de aspecto majestuoso y muy erguido (a quien me parece ver cuando escribo estas líneas), que llevaba una chaqueta usada de color de aceituna y cuyo rostro estaba cubierto de extraña palidez que se extendía sobre el rojo de su cutis, en tanto que los ojos le bailaban de un lado a otro, aun cuando se esforzaba en prestarles fijeza, se acercó a una esquina de la reja y se llevó la mano al sombrero, cubierto de una capa grasa, como si fuese caldo helado, haciendo un saludo militar algo jocoso.
—Buenos días, coronel —dijo Wemmick—. ¿Cómo está usted, coronel?
—Muy bien, señor Wemmick.
—Se hizo todo lo que fue posible, pero las pruebas eran abrumadoras, coronel.
—Sí, eran tremendas. Pero no importa.
—No, no —replicó fríamente Wemmick—, a usted no le importa—. Luego, volviéndose hacia mí, me dijo —: Este hombre sirvió a Su Majestad. Estuvo en la guerra y compró su licencia.
—¿De veras? —pregunté.
Aquel hombre clavó en mí sus ojos y luego miró alrededor de mí. Hecho esto, se pasó la mano por los labios y se echó a reír.
—Me parece, caballero, que el lunes próximo ya no tendré ninguna preocupación —dijo a Wemmick.
—Es posible —replicó mi amigo—, pero no se sabe nada exactamente.
—Me satisface mucho tener la oportunidad de despedirme de usted, señor Wemmick —dijo el preso sacando la mano por entre los hierros de la reja.
—Muchas gracias —contestó Wemmick estrechándosela—. Lo mismo digo, coronel.
—Si lo que llevaba conmigo cuando me prendieron hubiese sido legítimo, señor Wemmick —dijo el preso, poco inclinado, al parecer, a soltar la mano de mi amigo—, entonces le habría rogado el favor de llevar otra sortija como prueba de gratitud por sus atenciones.
—Le doy las gracias por la intención —contestó Wemmick—. Y, ahora que recuerdo, me parece que usted era aficionado a criar palomas de raza—. El preso miró hacia el cielo—. Tengo entendido que poseía usted una cría muy notable de palomas mensajeras. ¿No podría encargar a alguno de sus amigos que me llevase un par a mi casa, siempre en el supuesto de que no pueda usted utilizarlas de otro modo?
—Así se hará, caballero.
—Muy bien —dijo Wemmick—. Las cuidaré perfectamente. Buenas tardes, coronel.
—¡Adiós!
Se estrecharon nuevamente las manos, y cuando nos alejábamos, Wemmick me dijo:
—Es un monedero falso y un obrero habilísimo. Hoy comunicarán la sentencia al jefe de la prisión, y con toda seguridad será ejecutado el lunes. Sin embargo, como usted ve, un par de palomas es algo de valor y fácilmente transportable.
Dicho esto, miró hacia atrás a hizo una seña, moviendo la cabeza, a aquella planta suya que estaba a punto de morir, y luego miró alrededor, mientras salíamos de la prisión, como si estuviese reflexionando qué otro tiesto podría poner en el mismo lugar.
Cuando salimos de la cárcel atravesando la portería, observé que hasta los mismos carceleros no concedían menor importancia a mi tutor que los propios presos de cuyos asuntos se encargaba.
—Oiga, señor Wemmick —dijo el carcelero que nos acompañaba, en el momento en que estábamos entre dos puertas claveteadas, una de las cuales cerró cuidadosamente antes de abrir la otra—. ¿Qué va a hacer el señor Jaggers con este asesino de Waterside? ¿Va a considerar el asunto como homicidio o de otra manera?
—¿Por qué no se lo pregunta usted a él? —replicó Wemmick.
—¡Oh, pronto lo dice usted! —replicó el carcelero.
—Así son todos aquí, señor Pip —observó Wemmick volviéndose hacia mí mientras se abría el buzón de su boca—. No tienen reparo alguno en preguntarme a mí, el subordinado, pero nunca les sorprenderá usted dirigiendo pregunta alguna a mi principal.
—¿Acaso este joven caballero es uno de los aprendices de su oficina? —preguntó el carcelero haciendo una mueca al oír la expresión del señor Wemmick.
—¿Ya vuelve usted? —exclamó Wemmick—. Ya se lo dije —añadió volviéndose a mí—. Antes de que la primera pregunta haya podido ser contestada, ya me hace otra. ¿Y qué? Supongamos que el señor Pip pertenece a nuestra oficina. ¿Qué hay con eso?
—Pues que, en tal caso —replicó el carcelero haciendo otra mueca—, ya sabrá cómo es el señor Jaggers.
—¡Vaya! —exclamó Wemmick dando un golpecito en son de broma al carcelero—. Cuando se ve usted ante mi principal se queda tan mudo como sus propias llaves. Déjenos salir, viejo zorro, o, de lo contrario, haré que presente una denuncia contra usted por detención ilegal.
El carcelero se echó a reír, nos dio los buenos días y se quedó riéndose a través del ventanillo, hasta que llegamos a los escalones de la calle.
—Mire usted, señor Pip —dijo Wemmick con acento grave y tomándome confidencialmente el brazo para hablarme al oído—. Lo mejor que hace el señor Jaggers es no descender nunca de la alta situación en que se ha colocado. Este coronel no se atreve a despedirse de él, como tampoco el carcelero a preguntarle sus intenciones con respecto a un caso cualquiera. Así, sin descender de la altura en que se halla, hace salir a su subordinado. ¿Comprende usted? Y de este modo se apodera del cuerpo y del alma de todos.
Yo me quedé muy impresionado, y no por vez primera, acerca de la sutileza de mi tutor. Y, para confesar la verdad, deseé de todo corazón, y tampoco por vez primera, haber tenido otro tutor de inteligencia y de habilidades más corrientes.
El señor Wemmick y yo nos despedimos ante la oficina de Little Britain, en donde estaban congregados, como de costumbre, varios solicitantes que esperaban ver al señor Jaggers; yo volví a mi guardia ante la oficina de la diligencia, teniendo por delante tres horas por lo menos. Pasé todo este tiempo reflexionando en lo extraño que resultaba el hecho de que siempre tuviera que relacionarse con mi vida la cárcel y el crimen; que en mi infancia, y en nuestros solitarios marjales, me vi ante el crimen por primera vez en mi vida, y que reapareció en otras dos ocasiones, presentándose como una mancha que se hubiese debilitado, pero no desaparecido del todo; que tal vez de igual modo iba a impedirme la fortuna y hasta el mismo porvenir. Mientras así estaba reflexionando, pensé en la hermosa y joven Estella, orgullosa y refinada, que venía hacia mí, y con el mayor aborrecimiento me fijé en el contraste que había entre la prisión,y ella misma. Deseé entonces que Wemmick no me hubiese encontrado, o que yo no hubiera estado dispuesto a acompañarle, para que aquel día, entre todos los del año, no me rodeara la influencia de Newgate en mi aliento y en mi traje. Mientras iba de un lado a otro me sacudí el polvo de la prisión, que había quedado en mis pies, y también me cepillé con la mano el traje y hasta me esforcé en vaciar por completo mis pulmones. Tan contaminado me sentía al recordar quién estaba a punto de llegar, que cuando la diligencia apareció por fin, aún no me veía libre de la mancilla del invernáculo del señor Wemmick. Entonces vi asomar a una ventanilla de la diligencia el rostro de Estella, la cual, inmediatamente, me saludó con la mano.
¿Qué sería aquella indescriptible sombra que de nuevo pasó por mi imaginación en aquel instante?
Abrigada en su traje de viaje adornado de pieles, Estella parecía más delicadamente hermosa que en otra ocasión cualquiera, incluso a mis propios ojos. Sus maneras eran más atractivas que antes, y creí advertir en ello la influencia de la señorita Havisham.
Me señaló su equipaje mientras estábamos ambos en el patio de la posada, y cuando se hubieron reunido los bultos recordé, pues lo había olvidado todo a excepción de ella misma, que nada sabía acerca de su destino.
—Voy a Richmond —me dijo—. Como nos dice nuestro tratado de geografía, hay dos Richmonds, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Tomaré un coche, y usted me acompañará. Aquí está mi bolsa, de cuyo contenido ha de pagar mis gastos. Debe usted tomar la bolsa. Ni usted ni yo podemos hacer más que obedecer las instrucciones recibidas. No nos es posible obrar a nuestro antojo.
Y mientras me miraba al darme la bolsa, sentí la esperanza de que en sus palabras hubiese una segunda intención. Ella las pronunció como al descuido, sin darles importancia, pero no con disgusto.
—Tomaremos un carruaje, Estella. ¿Quiere usted descansar un poco aquí?
—Sí. Reposaré un momento, tomaré una taza de té y, mientras tanto, usted cuidará de mí.
Apoyó el brazo en el mío, como si eso fuese obligado; yo llamé a un camarero que se había quedado mirando a la diligencia como quien no ha visto nada parecido en su vida, a fin de que nos llevase a un saloncito particular. Al oírlo, sacó una servilleta como si fuese un instrumento mágico sin el cual no pudiese encontrar su camino escaleras arriba, y nos llevó hacia el agujero negro del establecimiento, en donde había un espejo de disminución —artículo completamente superfluo en vista de las dimensiones de la estancia—, una botellita con salsa para las anchoas y unos zuecos de ignorado propietario. Ante mi disconformidad con aquel lugar, nos llevó a otra sala, en donde había una mesa de comedor para treinta personas y, en la chimenea, una hoja arrancada de un libro de contabilidad bajo un montón de polvo de carbón. Después de mirar aquel fuego apagado y de mover la cabeza, recibió mis órdenes, que se limitaron a encargarle un poco de té para la señorita, y salió de la estancia, en apariencia muy deprimido.
Me molestó la atmósfera de aquella estancia, que ofrecía una fuerte combinación de olor de cuadra con el de sopa trasnochada, gracias a lo cual se podía inferir que el departamento de coches no marchaba bien y que su empresario hervía los caballos para servirlos en el restaurante. Sin embargo, poca importancia di a todo eso en vista de que Estella estaba conmigo. Y hasta me dije que con ella me habría sentido feliz aunque tuviera que pasar allí la vida. De todos modos, en aquellos instantes yo no era feliz, y eso me constaba perfectamente.
—¿Y en compañía de quién va usted a vivir en Richmond? —pregunté a Estella.
—Voy a vivir —contestó ella— sin reparar en gastos y en compañía de una señora que tiene la posibilidad, o por lo menos así lo asegura, de presentarme en todas partes, de hacerme conocer a muchas personas y de lograr que me vea mucha gente.
—Supongo que a usted le gustará mucho esa variedad y la admiración que va a despertar.
—Sí, también lo creo.
Contestó en tono tan ligero, que yo añadí:
—Habla de usted misma como si fuese otra persona.
—¿Y dónde ha averiguado usted mi modo de hablar con otros? ¡Vamos! ¡Vamos! —añadió Estella sonriendo deliciosamente—. No creo que tenga usted la pretensión de darme lecciones; no tengo más remedio que hablar del modo que me es peculiar. ¿Y cómo lo pasa usted con el señor Pocket?
—Vivo allí muy agradablemente; por lo menos... —y me detuve al pensar que tal vez perdía una oportunidad.
—Por lo menos... —repitió Estella.
—... de un modo tan agradable como podría vivir en cualquier parte, lejos de usted.
—Es usted un tonto —dijo Estella con la mayor compostura—. ¿Cómo puede decir esas niñerías? Según tengo entendido, su amigo, el señor Mateo, es superior al resto de su familia.
—Mucho. Además, no tiene ningún enemigo...
—No añada usted que él es su propio enemigo —interrumpió Estella—, porque odio a esa clase de hombres. He oído decir que, realmente, es un hombre desinteresado y que está muy por encima de los pequeños celos y del despecho.