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Authors: Ángel Gutiérrez,David Zurdo

Tags: #Terror

La torre prohibida

BOOK: La torre prohibida
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Tras sufrir un accidente que casi acaba con su vida y que le ha provocado una pérdida total de la memoria, Jack Winger ingresa en una clínica de reposo para recuperarse de las graves secuelas. Allí le explicarán que era periodista de sucesos, que nadie le ha visitado en el hospital y que todos los internos padecen amnesia. Lo que nadie le contará es que todos los enfermos sufren pesadillas recurrentes, sueños terribles que se repiten cada noche. Ni que a veces el enfermero jefe se lleva a un interno al bosque pero vuelve solo, ni que existe una torre cuya entrada permanece oculta y a la que no les está permitido entrar…

Con la ayuda de Julia, una joven paciente cuya pesadilla es, si cabe, mucho más terrible que la suya, Jack descubrirá que hay lugares en los que es mejor no internarse, y que algunos secretos deberían permanecer ocultos para siempre.

La obra ganadora del premio Minotauro 2012 es un thriller de terror con una atmósfera asfixiante y una resolución tan sorprendente que dejará con la boca abierta a más de un lector. David Zurdo y Ángel Gutiérrez han conseguido entretejer una trama que atrapa desde la primera página.

Ángel Gutiérrez y David Zurdo

La torre prohibida

ePUB v1.0

Dirdam
07.04.12

Editorial: Minotauro

Fecha de edición: 13 de marzo de 2012

ISBN: 978-84-450-0013-7

A Ingrid,

que se muestra como el alba.

«Que abandone toda esperanza aquel que entre aquí».

La divina comedia,
Dante Alighieri

Prólogo

E
l periodista de sucesos Jack Winger tenía el rostro iluminado por luces alternativas de color rojo y azul, que rompían la oscuridad de la noche. Miraba fijamente hacia aquella casa. Era una casa normal, como todas las demás de esa calle; de madera pintada de un blanco algo deslucido, con un pequeño jardín delantero y un porche, donde había un par de tumbonas de bambú delante de las ventanas cubiertas con mosquiteras.

Los vecinos se arremolinaban en torno al perímetro marcado por la policía. Casi todos eran como el matrimonio que vivió hasta esa noche en aquella casa: ancianos de clase media-baja. Ciudadanos normales, respetables y hasta modélicos. Siempre yendo a los supermercados con sus cupones de descuento, en un coche grande, pasado de moda pero bien cuidado.

Ahora, dos de ellos eran ya sólo un par de cuerpos sin vida, colocados en sendas camillas y cubiertos con una sábana blanca.

A Jack, hasta las sábanas le parecieron amarillentas y viejas. Amarillentas como la pintura de la casa, viejas como los ancianos muertos. La policía aún tendría que investigar y aclarar los hechos, pero no se antojaban muy complicados: el matrimonio discutió, las cosas se salieron de quicio, el hombre mató a su mujer y luego se suicidó.

—La misma mierda de siempre… —masculló Jack.

Su trabajo consistía en relatar distintas variaciones de hechos igual de tristes. A su lado estaba Norman Martínez, un inspector de la policía de Albuquerque, Nuevo México, con quien le unía una antigua amistad. Éste terminó de encenderse un cigarrillo, tapando el aire con la mano, y le dedicó un gesto de asentimiento. A él no parecían afectarle tanto esas cosas. Después de quince años en homicidios, uno ya lo ha visto casi todo. Y lo que no ha visto, es mejor ni tan siquiera imaginarlo.

—Hay una testigo —dijo Martínez—. Una mujer, vecina de los fallecidos. Al parecer se encontraba en la casa cuando se produjeron los hechos.

Jack agradeció la información.

—¿Dónde está ahora?

Martínez señaló con la mirada a una ambulancia estacionada cerca. Un agente de uniforme consolaba humanamente a la testigo, sentada dentro de la ambulancia mientras un paramédico la atendía. Seguramente sufría una crisis de ansiedad.

—Si quieres hablar con ella —dijo Martínez—, deja que antes lo hagan los agentes.

Con las hojas de su libreta de notas al viento, Jack aceptó con un movimiento de cabeza. En ese momento, las camillas con los cuerpos atravesaron el jardín, empujadas por dos hombres de blanco —blanco amarillento— que las metieron en la parte trasera de un furgón del depósito de cadáveres. Jack esperó a que cerraran los portones y se encaminó hacia la ambulancia donde estaba la testigo. Metió la mano en un bolsillo para sacar su grabadora y entonces notó aquel papel arrugado allí dentro.

Lo había encontrado por la mañana, sobre su mesa de trabajo en la redacción del periódico. Era apenas un pedazo de
post-it,
rasgado por la mitad, en el que estaba escrito a mano un número: 27.143.616. Al principio pensó que podía tratarse de un teléfono. Pero no lo era. Nadie pudo decirle quién lo había dejado allí o qué podía significar. Lo había guardado en un bolsillo sin dedicarle más tiempo. Hasta ahora.

Volvió a meterlo en el bolsillo. Tenía cosas más urgentes de qué ocuparse. La pobre testigo era aún más vieja que los muertos. Hacía mucho que sobrepasó los ochenta. Sollozaba y exhibía una expresión en su arrugado rostro, con las manos en las mejillas, que a Jack le recordó a
El grito
de Munch.
La misma mierda de siempre…
Estaba a punto de preguntar al policía de uniforme si ya le había tomado declaración y si creía que estaba lista para responder a unas preguntas para la prensa, cuando algo le hizo contenerse. No sabía qué era. Una repentina sensación de agobio, de opresión irresistible.

Sus ojos se cerraron y escuchó, dentro de su cabeza, un aullido que parecía emerger del interior más profundo de su mente.

La sangre saltó de algún lugar indeterminado. Fue un chorro denso, rojo oscuro, como una serpiente atacando a su presa. Al impactar contra su rostro, explotó como un globo y lo tiñó casi por completo. Notó su calidez en la piel y su sabor dulce —cálido y dulce— en los labios. Por debajo, el sonido de algo rasgándose, cada vez más intenso. Era desagradable, parecido al que produciría un grueso plástico que se corta con un cuchillo sin filo.

La sangre se deslizaba desde la frente de Jack hacia abajo, cubriendo sus ojos. Él no podía limpiárselos ni huir de la escena. La imagen descendió hasta un suelo húmedo y oscuro. Sobre él, al fin distinguió la cabeza de una mujer de raza negra, con los ojos muy abiertos, cuya expresión congelada parecía mostrar una infinita incredulidad. Tenía sangre por todas partes y el pelo revuelto y apelmazado.

Más abajo, Jack vio sus pechos turgentes y desnudos. Y, en medio, un profundo corte irregular que la dividía en dos mitades. La mano que sujetaba el cuchillo —una mano blanca— llevaba puesto un guante de látex. El filo del arma era aserrado. Así cortaban las cabezas los antiguos chinos, fue la extraña idea que se formó en la mente de Jack. No podía hacer nada para ayudar a la joven. Estaba muerta, destrozada, y él no se hallaba materialmente allí. Sólo podía contemplarla con total impotencia. Quiso gritar, pero no pudo. Era como si no existiera más allá de la contemplación fría e inmaterial de los hechos.

El cuchillo seguía descendiendo y haciendo una incisión. Una incisión en zigzag, desgarrando más que cortando. Cuando llegó al final del vientre, se detuvo. Durante unos segundos, la mano se quedó quieta en el aire, blandiendo el arma indecisa, como si tratara de decidir qué hacer a continuación. Entonces, soltó el cuchillo y todo un cuerpo vestido de negro —negro como aquella chica muerta, como la noche y las sombras, como el mal absoluto—, carente del menor reflejo o brillo, se tendió sobre la joven.

—¡Aaah!

Esta vez, Jack sí pudo gritar. Aunque, al abrir los ojos jadeando y aterrorizado, no vio nada. Sólo oscuridad. Estaba tumbado y envuelto en un sudor tan caliente como el vapor de una tetera. Se incorporó echando los brazos hacia atrás y entonces captó una mínima cantidad de luz que atravesaba el espacio absolutamente negro. Parecía la rendija de una persiana mal cerrada. Lo que tenía por debajo era el mullido colchón de una cama. Se había despertado de una pesadilla. Una pesadilla aterradora.

Pero… ¿dónde estaba?

Aún sentía la desorientación del brusco despertar. Seguía jadeando y su corazón bombeaba a ritmo de música de discoteca. Poco a poco empezó a volver a la realidad y a aquel espacio oscuro. Cuando recordó al fin dónde estaba, y por qué, dejó caer de nuevo su cuerpo en el colchón. Se echó las manos a la cabeza y pensó, con los ojos llenos de lágrimas, que ojalá nunca se hubiera despertado.

Capítulo 1

L
a carretera secundaria estaba trazada sobre un terreno yermo. Jack vivía a las afueras de Albuquerque. En verano, las puestas de sol sobre las lomas eran espléndidas. Pero a finales de otoño, como ahora, la noche resultaba desapacible y solitaria. Más aún: desolada.

Miró el indicador de combustible de su coche. Acababa de encenderse una luz naranja. A unos cinco kilómetros había una gasolinera. Jack condujo en silencio, sin radio ni música, con la mente puesta en los dos ancianos muertos y en el absurdo crimen. Avanzaba despacio. No le agradaba correr con el coche, y eso que de adolescente fue muy aficionado a las carreras de
karts
hasta que volcó con uno de ellos. Seguramente la vida lo había ido cambiando poco a poco. Sobre todo desde el nacimiento de Dennis, su hijo, que justo ese día cumplía cinco años.

El zumbador del manos libres precedió a una voz metálica que dijo: «Amy.» Era su esposa.

—Hola, cariño —contestó Jack, tratando de que no se le notara el abatimiento—. ¿Qué tal ha ido la fiesta?

—Bastante bien —dijo ella comprensiva—. Dennis ha estado jugando toda la tarde con sus amiguitos. Muchos regalos, mucho ruido, mucho desorden…

—¿Y tú qué tal estás?

—Un poco cansada, la verdad. ¿Tardarás mucho en llegar?

—Ya estoy en la carretera. Tengo que parar un momento a echar gasolina y estoy ahí en diez minutos.

—¿Otro día malo, verdad?

A ella no podía engañarla. Se lo notaba en el tono de voz.

—Asesinato y suicidio. Dos ancianos.

—Lo he visto en las noticias. Un asunto muy triste.

—Sí, muy triste… —reconoció Jack con un suspiro.

—Bueno, cariño, te dejo. Dennis se ha quedado dormido en el sillón, esperándote. Voy a meterlo en la cama.

—Un beso.

—Otro para ti.

Amy colgó. Un poco más adelante se vislumbraba el resplandor de la estación de servicio. Jack puso el intermitente, aunque no tenía a nadie detrás, y se desvió hacia el camino lateral. Los baches eran pronunciados en el piso de grava. El coche se bamboleó como una bailarina hawaiana hasta alcanzar la zona de hormigón junto al surtidor. Jack apagó las luces y el motor antes de bajarse. No había rastro del dependiente. Debía de estar dentro, en la pequeña tienda. Jack hizo sonar el claxon un par de veces.

La brisa era gélida. Aquel año se estaba adelantando el invierno. El brillo de las lámparas de la tienda y la marquesina de los surtidores no permitía ver más que un reducido espacio en torno a la gasolinera. Más allá, era como si el mundo hubiera desaparecido, tragado por la negrura de un pozo sin fondo.

—¿Qué pasa, Teddy? —masculló Jack después de un rato—. ¿Es que estás cagando, o qué? —Y ya en voz alta—: ¡Teddy!

En ese momento, cuando iba a hacer sonar de nuevo la bocina, se dio cuenta de que había dejado la billetera en el asiento del acompañante. Se inclinó hacia el interior para cogerla. Tuvo que apoyar la rodilla en su asiento y agarrarse al volante. Al hacerlo, le pareció que todo se oscurecía de repente. Se echó hacia atrás, con la cabeza levantada, y no vio nada. Eso fue lo que le asustó: no ver nada, absolutamente nada. Sacó el cuerpo del coche y se alejó unos pasos. En el cielo lucían las frías estrellas. No había luna esa noche. En torno a él se extendían llanos y lomas. Terreno duro, desértico.

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